CAPÍTULO IV


BAKUNIN Y EL GRAN CISMA

Pour soulever les hommes, il faut avoir le diable au corps. Bakunin.

1

Fue Proudhon quien proporcionó al anarquismo el caudal ideológico más considerable, pero Bakunin aportó el ejemplo del fervor anarquista llevado a la acción. A él también le correspondió demostrar, en el terreno de la práctica y de la teoría, la gran diferencia que separaba la doctrina anarquista del comunismo de Marx, haciendo que cobrase relieve la escisión en el movimiento revolucionario internacional, ya implícita en las divergencias surgidas entre Proudhon y Marx en los años posteriores a 1840. Por otra parte, Bakunin fue quien en mayor medida vinculó el progreso revolucionario ruso con los restantes movimientos europeos, derivando de ello la convicción en la eficacia de la violencia en sí misma y su confianza en la técnica del terrorismo, que tanto caracterizaría no sólo a los anarquistas, sino también a otros revolucionarios de diferente ideología.

Nace Miguel Bakunin en 1814, a unos doscientos cuarenta kilómetros de Moscú, en una población de la providencia de Tver.[124] No obstante una infancia feliz (su padre era un miembro conservador, aunque relativamente ilustrado, de la nobleza provincial), demostró ya en su juventud un carácter turbulento y rebelde, siempre dispuesto a fomentar situaciones tensas o dramáticas, disposiciones que mantuvo a lo largo de toda su vida. He aquí lo que escribe uno de sus amigos: «Me dice Miguel que cada vez que vuelve a casa, venga de donde venga, espera encontrarse con algo desacostumbrado».[125] Y ciertamente, si no halló nada insólito e inusitado, hizo cuanto estuvo en su mano para remediar ese mal. El propio Bakunin «atribuía esta pasión por la destrucción al influjo de su madre, cuyo carácter despótico le inspiró un inmenso aborrecimiento contra todo lo que supusiera restricción de la libertad».[126] Las actividades revolucionarias que llevó a cabo en los últimos años de su vida parecen el fiel reflejo de un carácter sumamente complejo y turbulento (no faltan los que han visto en su proceder una especie de compensación de la impotencia sexual que al parecer sufría). En el transcurso de su vida persistió esta índole belicosa a la que aluden las palabras que su amigo Vissarion Belinsky digiera de él cuando Bakunin iniciaba su carrera de anarquista: «un hombre de gran atractivo, una naturaleza salvaje, incisiva, leonina, cierto; pero sus exigencias, su arrogancia, su falta de escrúpulos, su falsía, hacen imposible toda amistad con él. Ama las ideas, no a los hombres, y busca no entregar su amor sino imponer su personalidad a los demás».[127]

Este cariño de Bakunin por las ideas empezó a desarrollarse en 1830 con motivo de su fracaso en la breve práctica llevada a cabo como oficial del ejército, pues seguidamente comenzó a frecuentar el mundillo literario y filosófico de Moscú, donde trabó amistad con Belinsky. Como éste, Bakunin se sintió rápidamente cautivado por la filosofía alemana; primero Fichte y después Hegel, que eran en su opinión dos verdaderos apóstoles entregados a una constante prédica del culto a la rebelión y a la libertad individuales. En 1840, teniendo veintiséis años, se trasladó a París, y, como había hecho Proudhon, se puso inmediatamente en contacto con el grupo internacional de intelectuales radicales de la capital. Fue consecuencia de esta estancia que trabó conocimiento con Proudhon y con Marx, aprovechándola también para discutir las obras de los jóvenes hegelianos y de Weitling. Del mismo modo que las relaciones de Proudhon con Marx en este período patentizaron las diferencias de carácter y las divergencias ideológicas, así también las primeras conversaciones de Bakunin con Marx sirven para orientarnos sobre el gran cisma que se produciría veinte años más tarde. Bakunin evocaría después cómo Marx le había «llamado idealista sentimental, y tenía razón. Yo le tildé de gruñón, vano y traidor, y también yo estaba en lo cierto».[128]

En el transcurso de sus estancias en Francia y en Alemania, Bakunin escribió cierto número de artículos, pero lo que su rebelde naturaleza buscaba era acción. Fueron las revoluciones de 1848 las que hicieron crecer su fama como uno de los más audaces revolucionarios de Europa. Ya antes de que estalle en París la revolución, Bakunin se había visto en un mal trance con las autoridades a raíz de sus contactos con las organizaciones de refugiados polacos. En el mes de diciembre de 1847 fue expulsado de París, después de un subversivo discurso en el que Bakunin, ofreció a los polacos su ayuda para derrocar al gobierno zarista (durante toda su vida demostró una profunda devoción por la causa de la revolución nacional polaca). Fue entonces, con motivo de la revolución de febrero de 1848, cuando volvió precipitadamente a París, para irse de nuevo un mes después, ahora con la idea de trasladarse a Polonia y tratar de inducir a los polacos a la revuelta. Pero no pudo llegar a ese país, pues fue detenido en Berlín, logrando la libertad bajo la expresa condición de no continuar viaje. En sustitución de estos planes, decidió asistir al Congreso Pan-eslavo que se celebrara en Praga, circunstancia que le proporcionó la oportunidad de dirigirse por ver primera a un numeroso público y de exponer sus ideas.

El pensamiento de Bakunin nunca pecó por exceso de sutileza u originalidad. Su continua devoción a la causa revolucionaria se tradujo más en conspiraciones y revueltas que en teorías en torno a futuros cambios en el orden social y económico. Se nos antoja muy sistemáticamente su protesta de que Marx estaba causando «la ruina de los obreros al convertirlos en teóricos». Sin embargo, en los Fundamentos de una política Eslava, que Bakunin escribió para el Congreso en Praga, y en su Llamada a los eslavos, que apareció a fines de aquel mismo año, avanzó a ideas que alcanzarían alta cotización en el mercado de la acción revolucionaria. Según su concepción sobre la materia, los eslavos debían formar una federación para que «la nueva política no se la de un Estado policía, sino una política de individuos, de hombres libres e independientes». En consecuencia, era del todo necesario proceder no sólo a la destrucción del Imperio Austrohúngaro, sino también al aniquilamiento de todo sistema de valores liberales burgueses, cuyo entronizamiento pretendían, al decir de muchos, las revoluciones de 1848. «Debemos arrasar por completo este decadente orden social que tan impotente y estéril se ha mostrado… Primeramente hay que purificar la atmósfera que nos rodea y transforma por completo el medio en que vivimos, puesto que corrompe nuestros instintos y voluntades y confunde nuestro corazón e inteligencia. El problema social ha de resolverse, fundamentalmente, mediante el aniquilamiento de la sociedad actual».[129] Simultáneamente Bakunin escribe al poeta y político radical alemán Herwegh: «Los días de los cauces parlamentarios y de las asambleas nacionales se han extinguido. Cualquiera que se plantee crudamente la cuestión, deberá confesarse que no halla utilidad alguna en estas fórmulas anacrónicas, sino sólo un interés completamente forzado e irreal. No creo en la Constitución ni en las leyes; la más perfecta constitución no lograría satisfacerme. Necesitamos algo distinto: inspiración, vida, una mundo sin leyes, y por lo tanto, libre».[130]

El lema de Proudhon era el de «Destruam ut aedificabo», más para Bakunin el acto puro y simple de la destrucción tenía ya sentido, pues plantaba en él una íntima convicción en la bondad natural del hombre y en la perfección de las instituciones humanas, que se verían automáticamente liberadas tras el aniquilamiento del orden. El acto inicial de la revolución violenta pondría al descubierto, sin ulteriores procesos, las virtudes naturales del hombre. Bakunin consideraba que estas virtudes se hallaban especialmente encarnadas en el campesinado ruso, que de un modo u otro culminaría su misión directiva al frente del movimiento para la redención de Europa. El apasionado entusiasmo de Bakunin a favor del movimiento de liberación eslavo, tal y como lo expresó en el Congreso de Praga, entrañaba un fuerte sentimiento anti-germano, incrementado más tarde por sus desavenencias con Marx, hasta el punto de que durante muchos años, y dentro de la historia del pensamiento socialista europeo, el marxismo germano vino a convertirse en el símbolo de un credo político centralizado, disciplinado y burocrático, al que los anarquistas rusos y franceses, españoles e italianos, se mostraban completamente opuestos.

En el Congreso de Praga, Bakunin exhibió otra pasión muy propia de él: la de fundar vastas sociedad secretas. Durante toda su vida se consideró como el conspirador por excelencia, asentado en el centro de una red de organizaciones clandestinas que él mismo controlaba y estructuraba y que se apoyaban, en teoría, sobre la base de una «estricta jerarquía e incondicional obediencia». Bakunin no cejaba un solo instante en idear comités centrales que nunca contaron más miembros que el propio Bakunin. No obstante, eran tales el encanto y el poder de convicción que emanaban de él, que grupos de jóvenes exaltados le seguían fervientemente en este imaginario recorrido por distintas células de conspiración. El primer adepto de esta índole fue un joven periodista checo el que conoció durante el Congreso de Praga. Años más tarde, hallamos a Bakunin entregado a la tarea de conceder tarjetas de miembros de supuestas organizaciones secretas, producto sólo de su inventiva, como una que dice: «El portador es el representante acreditado de la Sección Rusa de la Alianza Revolucionaria Internacional, núm. 2771».[131] Pero, ciertamente, el poder de convicción de que disponía Bakunin lo ayudó no poco en la tarea de imponer su propia concepción sobre la naturaleza de la revolución y del lugar que en ella le correspondía. Hacía el final de su vida, la policía de varios países se tomó las conspiraciones de Bakunin tan enserio como su propio inventor.

Durante el invierno de 1848-49 Bakunin se encuentra en Sajonia. En la primavera de 1849 se ve metido de lleno en la breve, pero violenta revolución de Dresde, el último de los estallidos que ocurrieron en Alemania antes de que triunfara la contrarrevolución. En realidad, no se sentía muy identificado con sus objetivos, consistentes en dejar constancia de la repulsa popular contra la decisión del rey de disolver la Dieta, cuerpo que Bakunin contemplaba con no pocas reservas. Pero la tentación de verse mezclado en lo que tenía todos los visos de una auténtica revolución era demasiado fuerte para que la rechazase, por lo que Bakunin luchó en las barricadas al lado de otro revolucionario que dejaría, bien en otro campo muy distinto, una impronta tanto o más considerable que la suya: Ricardo Wagner. Tras el fracaso de la revolución, Bakunin fue detenido iniciándose para él un largo período de encarcelamientos que cimentaría de manera definitiva su reputación de revolucionario. Las autoridades sajonas accedieron inopinadamente a entregarlo a los austriacos, que desebada castigarle por sus actividades en Praga y su prédica instando a la destrucción del Imperio. Los austriacos, a su vez, atendieron a la reclamación de las autoridades rusas, que insistían en que bakunin debía ser sancionado en su condición de ciudadano ruso. Y desde 1851 permaneció en prisión en Rusia. En 1857 le fue conmutada su sentencia por otra de confinamiento en Siberia. Pero en 1861 Bakunin lograba escapar de su encierro con pasmosa facilidad, tras haber logrado la libertad bajo palabra, valiéndose de las relaciones de su familia y su propia situación social, dirigiéndose a Londres, vía Japón y Estados Unidos. Tanta facilidad se vio en su huida —para la cual contó con la ayuda de varios oficiales rusos destacados en Siberia— que llegó a rumorarse si Bakunin era en realidad un agente zarista. Pero esos rumores carecen por completo de fundamento, aunque si resulta muy propios del género de ataques lanzados por los marxistas contra muchos anarquistas posteriores, actitud reavivada diez años más tarde a causa de las polémicas con que se enfrentaron Marx y Bakunin. Como ocurrió con Proudhon cuando sus supuestos auspicios al régimen bonapartista, despertó no pocas sospechas un documento escrito por Bakunin en el primer período de su estancia en la cárcel, titulado Confesión al Zar, en el que hablando como pudiera hacerlo un «hijo pródigo, alejado y corrupto, con un indulgente padre», relataba la historia de su vida, dando seguidamente rienda suelta a sus profundos sentimientos patrióticos eslavos y a su aversión, todavía más profunda, hacia los alemanes. La Confesión no se publicó sino setenta años después, y, según parece, eran contados los que en la época en que la escribió tenían conocimiento de su existencia. Más que una subordinación al zar, la obra pone de manifiesto los sentimientos nacionalistas rusos de su autor, y el interés que ofrece radica más en su tendencia al estilo de Dostoievsky que en su trascendencia política. Sin embargo, cabe en lo posible que, como en el caso de Proudhon, existiera en él un signo de impaciencia y de desesperación ante los métodos de los reformistas y los revolucionarios convencionales, impulsándole a recurrir en última instancia a la autoridad establecida, en espera de ver así realizados sus propósitos de reforma social.

La llegada de Bakunin a Londres lo llevó a integrarse de lleno en el seno del movimiento revolucionario internacional. Durante su permanencia en esa ciudad vivió con Herzen y con Ogarev, exiliados rusos, dependiendo económicamente en gran medida de la generosidad de Herzen. El prestigio de que gozaba Bakunin entre los grupos revolucionarios era considerable. Los calumniosos rumores que le acompañaron a su huida de Rusia no había podido empañar la reputación conseguida tras su acción revolucionaria en 1848-49 y después del largo período de encarcelamiento subsiguiente. También su figura resulta impresionante. Bakunin era un hombre de gran estatura, corpulento y de poderosa energía, y alguna vez en sus maneras se advertía una infantil simplicidad. Como Herzen escribió, «su actividad y su apetito eran, lo mismo que su gigantesca figura y su continua exudación, de proporciones insólitas, y ya en la madurez de su vida su aspecto continuó siendo el de una gigante de leonina cabeza y alborotada melena».[132] En contraste con su firmeza de carácter y su atractivo personal, raras eran las veces en que sus defectos —el total menosprecio por el dinero, su vehemencia y una genuina petulancia— afluían al exterior, salvo cuando se encontraba en compañía de amigos de confianza, como el propio Herzen, suficientemente irónico y tolerante como para pasarle por alto sus exabruptos.

Bakunin permaneció en Londres por espacio de unos tres años aproximadamente, y aunque mantuvo algún contacto con Marx, al que consideraba el instigador de los rumores en torno a su filiación zarista, no parece que tratase con él el tema de la Internacional ni que desempeñara papel alguno con su fundación. En 1864, año primero de la Internacional, Bakunin fijó su residencia en Italia, donde vivió durante los tres años que siguieron, primero en Florencia y más tarde en un suburbio de Nápoles. Fue en esta ciudad donde contó con los primeros discípulos. Desde entonces, Italia es uno de los países en los que las ideas anarquistas no se han extinguido totalmente. La influencia de Bakunin en la Italia de los años sesenta del siglo XIX fue una verdad considerable. Su llegado al país coincidió con el momento en que Manzini —durante toda una generación héroe indiscutible de los republicanos radicales italianos— empezaba a perder ascendencia entre los jóvenes. A pesar de que Mazzini fue uno de los precursores de la unidad italiana, ésta terminó por consolidarse en 1860 sin su mediación y en una forma política —la monarquía— objeto de iracundas protestas. Entre los jóvenes republicanos, los había que consideraban el liberalismo de Mazzini estéril y anacrónico, por lo que la figura de Bakunin les pareció, con su prédica de la revolución social, más atractiva en un momento en que estaba claramente demostrado que la política seguida e los últimos años no había solucionada muchos de los problemas sociales que aquejaban a la nación italiana.[133] A mayor abundamiento, en los jóvenes radicales de Nápoles, con lo que Bakunin no tardó en trabar amistad, ejercían gran influencia las ideas proudonianas. Carlo Pisacane, antes de su fracaso y muerte en 1857. Cuando trataba de llevar adelante una rebelión republicana contra los Borbones, había esparcido la idea federalista y mutualista entre sus partidarios, idea que en 1860 presentaba todavía mayores atractivos, pues los republicanos del sur consideraban que la monarquía centralizada de la Casa de Saboya podía resultar, para la libertad, tan peligrosa como la propia dinastía borbónica local que acababan de derrocar.

Bakunin halló en Italia el tipo de situaciones que le estimulaban a la lucha. Mientras Marx se mostraba decidido defensor de la ideas de que la revolución sólo podía darse en el seno de las sociedades industrializadas, acudiendo al sentimiento de clase del proletario industrial, Bakunin veía la posibilidad de una revolución en las sociedades no industrializadas, como en Italia escribía o su Rusia natal. Al poco tiempo de vivir en Italia escribía: «En ningún otro país se halla tan próximo el estallido de la revolución social como en Italia. Aquí no existe, a diferencia de otros países europeos, una clase privilegiada de trabajadoras que, debido a sus elevados salarios, se vanaglorie de cultura y permanezca dominada por los mismos principios, ambición y vanidad que la burguesía, de la que no sólo le separa el modo de pensar, sino la diferencia de situación social».[134]

Este contraste entre la confianza de Bakunin en el potencial revolucionario que se alberga en el interior de los que nadie tiene que perder (idea que, como hemos vistos, sostenía Weitling y que quizá influyó en Bakunin) y la plena aceptación del ideal proudhoniano del campesino o artesano autodidacta, maestro constante de sí mismo, que coopera con su vecino para erigir la nueva sociedad, resulta característico y produce una división en el movimiento anarquista. Pero en la práctica, Bakunin reclutaría sus discípulos en ambos bandos. Pese a su confianza en el Lumpen-proletariat, sus más fervientes adeptos fueron los relojeros suizos del lado del Jura, a quienes incluía entre los más diestros y más capacitados artesanos europeos. Al propio tiempo, Bakunin reclutaría en Italia un grupo de fieles partidarios destinados a convertirse en los dirigentes del anarquismo europeo de la otra generación y cuyo influjo se dejará sentir sobre todo en los trabajadores ignorantes y oprimidos de las ciudades y el agro italiano, hasta el punto de que en nuestra época es todavía posible dar con algún muchacho romano o siciliano, de nombre «Bakunin», o con el caso de tres muchachas, hijas de algún militante anarquista, a las que se puso el nombre de Hambre, Miseria y Revolución (Fame, Miseria, Rivoluzione).

Fue con motivo de su permanencia en Italia que Bakunin fundó la primera de las organizaciones revolucionarias internacionales a las que dedicaría el resto d su vida. Su nombre era el de la Hermandad Internacional. Aunque Marx había dado vida en Londres a la Asociación Internacional de Trabajadores, no consideraba a Bakunin como un serio rival, por lo que dispensó excelente acogida a una iniciativa que podía coadyuvar al menoscabo de la influencia de Mazzini en Italia. Sin embargo, antes de que sus actividades en Italia alcanzaran verdadera importancia, Bakunin, cuyos movimientos casi siempre los determinaban, en buena medida, sus ininterrumpidas dificultades económicas, fijó su residencia en Suiza, país desde el cual llevó a acabo, en el período que va desde el año 1867 hasta el término de su vida, la acción de mayor envergadura de cuantas había emprendido hasta entonces.

2

Instalado en Suiza, Bakunin, no tardó en convertirse en el centro de innumerables conjuras, intrigas, proyectos, esperanzas y temores. Su apasionada naturaleza, su apogeo a la conspiración, su fe en el potencial revolucionario de Rusia, Italia y España; su extremada bohemia en cuanto a su forma de vida y su empeño en rodearse de amigos y discípulos, lo metieron en una serie de confusas situaciones, todas con resultados y consecuencias sin cohesión alguna, que ilustran mejor que nada los conflictos internos que han aquejado sin interrupción al movimiento anarquista. La hostilidad de Bakunin a la Rusia zarista se hermanaba con una fe profunda en la capacidad del pueblo ruso no ya de redimirse a sí mismo sino de marcar la pauta de la revolución social a escala europea. Bakunin estaba convencido de que los oprimidos son todos revolucionarios en potencia que sólo necesitan de alguien que asuma el mando para estallar en abierta rebeldía. «Nos estamos refiriendo —escribió— a la gran masa de la clase trabajadora que, agobiada por el diario trabajo, permanece ignorante y desdichada. Sean los que sean los prejuicios religiosos o políticos que, con más o menos éxito, hayan conseguido inculcar en su mente, esta clase continúa siendo “socialista sin saberlo”; su situación es la que, básica e instintivamente convierte a sus miembros en socialistas más fieles y acérrimos de lo que puedan serlo todos los burgueses y socialistas cultivados. Son socialistas por las condiciones de su existencia material y las necesidades de su ser, en tanto que los otros son sólo socialistas en relación con unas apetencias puramente intelectuales. En la vida real son siempre las necesidades de la existencia humana las que ejercen, antes que las exigencias simplemente culturales, mayor influencia, entendiendo por exigencias culturales la expresión del ser, el reflejo de su progresivo desarrollo, pero por obediencia al principio que las encadenan».[135]

Aceptado esto, es forzoso que la revolución sea más factible en los países en un estado de desarrollo retardado, aunque las clases oprimidas no tengan conciencia de su situación. «El pueblo ruso es socialista por instinto y revolucionario por naturaleza»,[136] declara Bakunin. Lo mismo puede decirse de Italia, país en el que «los trabajadores son socialistas y revolucionarios por instinto y por las circunstancias…, aunque desconocen todavía casi por completo las causas de su desdicha situación».[137] «La masa de los campesinos italianos —escribió en 1871 constituyen ya un poderoso y numeroso ejército en pro de la revolución social. Conducido por el proletariado de las ciudades y organizados por los jóvenes revolucionarios socialistas, este ejército será invencible».[138] Sin embargo, de nada sirve seguir el lento progreso de la educación que haga al pueblo conciente de sus intereses. «No debemos ilustrar al pueblo sino conducirle a la revuelta».[139] El acto de la revolución constituiría en sí mismo una educación de suficiente alcance. «Muchos socialistas burgueses no se cansan de repetirnos “dejad que primero instruyamos al pueblo y emancipémosle después”; pues bien, yo digo lo contrario “dejemos que primero se emancipe y entonces se afanará en instruirse”».[140] En opinión de Bakunin, el campesinado ruso disfrutaba de una privilegiada situación toda vez que poseía formas tradicionales de organización, agrupación en aldeas comunales, etc., lo que las presentaba como un ejemplo para la clase trabajadora de los países más avanzados, aunque sólo fuera por medio de un vigorosa caudillaje revolucionario. «Si los trabajadores occidentales demoran en exceso la acción, serán entonces los campesinos rusos quienes tendrán que darles el ejemplo»,[141] escribió en 1869.

La intensidad de sus sentimientos nacionalistas y su fe en el futuro revolucionario de Rusia hacían que bakunin sintiera la necesidad de mantener contacto con los elementos jóvenes de su país. Fue por ese motivo que dispensó una calurosa acogida a un joven ruso de veintidós años llamado Sergei Gennadecvich Nechaev, que en 1869 llegó a su Suiza, confesando que se había escapado de una cárcel rusa. «Se encuentra conmigo uno de estos jóvenes fanáticos que no titubean ni se desentienden ante nada, decididos a que sean muchos, muchos lo que mueran a manos del gobierno, pero que, lejos de acobardarse ante eso, no cejarán hasta ver la rebelión del pueblo ruso. ¡Qué magníficos estos jóvenes fanáticos, creyentes sin dioses y héroes sin retórica!»[142], escribió Bakunin a un amigo suizo. La amistad con Nechaev le ocasionó perjuicios políticos y sufrimiento personal, pero tuvo importancia para el desarrollo de los conceptos anarquistas. Bajo la influencia del temperamento auténticamente terroristas de Nechaev, Bakunin abogó, por una vez al manos, en favor del terror como el medio más efectivo de combatir los valores y el poder del Estado.

Era Nechaev un revolucionario por propio aprendizaje, un sombrío, solitario y tortuoso personaje con algo de poseur, fanático, idealista y delincuente. Nació en condiciones precarias en Ivanovo, centro textil en creciente desarrollo al nordeste de Moscú, pero muy pronto logró trasladarse a esta ciudad y asistir a los cursos de la Universidad. Los estudiantes revolucionarios que allí conoció estaban todavía bajo la impresión de la tentativa de asesinato de que fue objeto el zar Alejandro II en 1866. Aran asiduos lectores y admiradores de los escritos de Bounarroti y estaban totalmente identificados con la idea de una vida entregada a la Conspiración. Fue en Moscú donde Nechaev trabó conocimiento con Peter Nikitin Tkachev, el más consistente y cumplido de estos neojacobinos. Su doctrina de la selección revolucionaria consagraba por entero a la causa de la revolución ejercería considerable ascendencia en Lenin y aunque, como el resto de su generación, Tkachev se sintiera captado por la legendaria personalidad de Bakunin, acabaría por tramas la creación de un movimiento revolucionario rigurosamente organizado y rechazando de plano las ideas anarquistas de Bakunin. Nechaev y Tkachev redactaron un Programa de Acción Revolucionaria que contenía elementos tanto del anarquismo bakuninista como de la disciplinaria visión social esbozada por Tkachev en una fase posterior. Según este programa, los dirigentes del programa, los dirigentes del movimiento revolucionario serían hombres de nuevo cuño, dedicados por entero a la causa revolucionaria y a quienes su actividad conferiría el disfrute de una libertad plena y el mejor medio de desarrollar su personalidad. Los grupos revolucionarios quedarían adscritos a un régimen descentralizado, y los respectivos miembros cambiarían periódicamente de una célula a otra, para así impedir que un exceso de autoridad llegara a corromperlos. El revolucionario no debía tener otra lealtad que la exigida por su meta de acceso a la revolución. «Cuanto se afilien a la organización deberían renunciar a cualquier pertenencia, ocupación o vínculo familiar, pues la familia y el oficio desvían a los miembros de su actividad».[143]

Cuando Nechaev llegó a Ginebra en la primavera de 1869, con toda clase de invenciones en torno a su pasado revolucionario, halló a un Bakunin ansioso de cooperar con él y de ponerse a la cabeza de la nueva generación revolucionaria rusa. Trabajaron en la redacción conjunta de un Catecismo Revolucionario, de una enumeración de Principios de la Revolución de diversos manifiestos, proclamando la necesidad del terror implacable en la lucha contra el Estado. Cualquiera que menospreciara y denunciase los valores de esa sociedad se convertía en aliado de la causa revolucionaria. «El bandido es uno de los aspectos más dignos de la vida del pueblo ruso… en Rusia, el bandolero es el único y verdadero revolucionario sin vana retórica ni charlatanería culta. La revolución popular nace de la fusión de la rebelión del bandolero con la del campesinado… Hoy el mundo de la revolución rusa sigue siendo el mismo: el mundo de los bandoleros, el único acorde con las exigencias de la revolución. Cualquier hombre que en Rusia pretenda participar en una conspiración seria, cualquiera que esté en pro de una revolución popular, debe encaminarse a ese mundo y sumirse en él».[144]

«El revolucionario desprecia y aborrece la moral social hoy imperante en todas sus formas…: para él sólo es moral lo que favorece el triunfo de la revolución… Todos los sentimientos blandos y que producen un decaimiento del ánimo, como la amistad, el parentesco, el amor, la gratitud, incluso el honor deben ser desterrados en aras de un frío desapasionamiento para mejor entregarse a la causa revolucionaria… Día y noche debe alentar en él un solo pensamiento: el inflexible propósito de destrucción.

»No reconocemos más actividad que la acción de exterminio, aunque admitimos que esta actividad puede manifestarse en múltiples formas: el veneno, el puñal, la soga, etc. En una contienda como la nuestra, la revolución santifica este género de procedimientos».[145]

Tan apasionado encomio del terror, en el que la violencia cobra, prácticamente, total sentido por sí misma, no aparece por ningún lado en los escritos de Bakunin, lo que viene a demostrarnos hasta qué punto había caído bajo el influjo de Nechaev. Y, sin embargo, bastó esta proclama para introducir en el movimiento anarquista un elemento que conservó ulteriormente y para dar pie a la formulación de la doctrina de la propagande par le fait, que tanto impulso proporcionaría a la acción anarquista durante los treinta años siguientes. Antes de regresar a Rusia, Nechaev lanza una serie de proclamas estimulando la acción violenta, personal e inmediata. «Debemos penetrar de lleno en la vida del pueblo, suscitar su fe en sí mismo y en nosotros, fe en su propia fuerza, para aglutinarla, unirla y dirigirla hacia el triunfo de la causa… Tenemos esbozado un plan estrictamente de repulsa que nadie puede modificar: la destrucción total de la sociedad, y todo eso tenemos que hacerlo sin que nos preocupe el sacrificio de unas vidas, sin que nos hagan vacilar las amenazas, los temores ni los peligros; mediante una serie de actos y sacrificios personales, estableciéndose uno a otro de acuerdo con un plan previamente establecido y a través de una serie de audaces, por no decir temerarios, intentos».[146]

La carrera de Nechaev como revolucionario terminó de una manera algo misteriosa y repulsiva. De regreso a Moscú, asesinó a un estudiante miembro de la organización, quizá porque temiese que pudiera traicionar, o acaso para demostrar su fuerza ante sus partidarios, e inmediatamente huyó a Ginebra, y en esta ciudad trató no sólo de seducir a la hija de Herzen para ver si también podía quedarse con su dinero, sino que, además, empezó a intrigar contra Bakunin. En 1872 fue detenido y devuelto a Rusia, donde murió en la cárcel diez años después. Bakunin tuvo que admitir, no sin pesadumbre, que había sido víctima del juego aventurero dispuesto a todas las vilezas, escribiendo al especto: «No somos más que unos imbéciles. ¡Cómo se hubiera reído Herzen de nosotros si aún viviera y con cuanta razón nos lo hubiera echado en cara! Bien, ya nada puede hacerse, y lo que conviene es digerir esta amarga píldora y tratar de ser más cautos de ahora en adelante».[147]

La fugaz estación de Bakunin y Nechaev sirvió para vincular abiertamente la doctrina anarquista con la práctica del terrorismo individual, produciendo consecuencias de vasto alcance. Desde 1870 en adelante hallamos dentro del movimiento anarquista un sector permanentemente dispuesto a la comisión de actos terroristas con el objetivo de practicar, si no la violencia, sí para dar fe de su total rebelión contra la sociedad. Delincuentes y asesinos se justificarían a menudo mediante pretendidas vinculaciones con los principios anarquistas, alegando que sus delitos tenían por objeto poner de manifiesto la hipocresía y la codicia del orden social contra el que luchaban. En Rusia se cometieron casi sin intermitencias actos terroristas que si bien no pretendían la meta anarquista de la abolición del Estado, su técnica, en cambio, derivaba de todos aquellos movimientos con los que Bakunin y Nechaev se había relacionado. En Europa, y aun en países no europeos, el terrorismo pasaría a convertirse en una gran arma política a la que ser recurriría con frecuencia, y en algunos casos, como en e de la conjura que culminó con la muerte del archiduque Francisco Fernando en 1914, su inspiración inicial procedía directamente del ejemplo anarquista.

3

El episodio Nechaev, no obstante absorber buena parte de las energías de Bakunin entre los años 1869 y 1870 y a pesar de la huella que dejó su experiencia, no constituye el hecho más notorio de los agitados años que vivió en Suiza. Poco después de su llegada, Bakunin tomó parte activa en la política del grupo revolucionarios radicales locales, lo mismos suizos que extranjeros, y, lo que es todavía más importante, participó también en la Internacional a través de ese grupo. Al mismo tiempo Bakunin comprobaba que se consolidaba su influencia en Italia y que en España se ponían los cimientos de lo que andando el tiempo sería la zona más adicta al movimiento e ideario anarquista.

Cuando Bakunin llegó a Ginebra en 1867 se encontró con la existencia de un movimiento revolucionario en los distritos vecinos, particularmente entre los artesanos relojeros de la región montañosa del Jura. Si en Italia sus experiencias lo convencieron de la disposición revolucionaria que alentaba en el campesinado expoliado de sus tierras y en los trabajadores sin participación posible en los beneficios de la sociedad, fue en Suiza donde halló a otro tipo de trabajador, el artesano calificado, reflexivo y autodidacta, que intentaba injertar en su vida de trabajo algo del clima de la sociedad futura. El propio Bakunin se dirigió a ellos con estas palabras: «Trabajando en grupos reducidos, lo mismo en su taller que en sus casas, generan muchos más de lo que percibirán en las grandes fábricas, donde trabajan centenares de hombres. Su oficio es inteligente y artístico y no los embrutece, como ocurriría si trabajan con las máquinas. A ello contribuyen su destreza e inteligencia, y además, cuentan con más tiempo para ustedes y con mayor libertad. Por este razón están mejor educados y son más dichosos y libres que los demás».[148] Es posible que Bakunin se quedase muy impresionado ante la calurosa bienvenida que le dispensaron aquellas gentes, pues los relojeros de Saint-Imier y de la Chaux-de-Fonds percibían a menudo pagas insuficientes, se le explotaba y se les obligaba a depender de otros en lo concerniente a la venta de sus productos y suministro de primeras materias. No obstante, la libertad y las posibilidades de educación y discusión que su trabajo les permitía eran bastantes considerables. Bajo las directrices del doctor Coullery, un médico de ideas radicales, al que se le unió muy pronto un maestro de escuela de filiación anarquista llamado James Guillaume, estaban lo suficientemente organizados para mantener contactos con el Consejo General de la Internacional desde 1865. Al hacer acto de presencia Bakunin, respondieron espontáneamente a su doctrina y al calor de su exuberante personalidad, por lo que «Miguel», como empezaron a llamarle enseguida en el distrito del Jura suizo, se convirtió en un habitual concurrente a sus asambleas.

Así, pues, Bakunin se vio envuelto al mismo tiempo en la política local de la clase trabajadora suiza y en la acción emprendida por los anarquistas y revolucionarios de Rusia, de España, de Italia, y aún de otros países. Debido a esa constante intervención suya, también se vio metido en las rencillas que alteraban a ciertos sectores suizos, como, por ejemplo, las que dividían a los artesanos relojeros de Ginebra y a los obreros no calificados de la construcción, y, lo que era más aventurado, intervenía en la política de la internacional.

Hasta entonces, Bakunin no se había visto directamente envuelto por la Internacional, a pesar de que sus relaciones con Marx eran, aparentemente al menos, bastante amistosas. La primera de sus apariciones en una asamblea internacional desde su llegada al país fue con motivo de la reunión, celebrada en septiembre de 1867, de una heterogénea organización liberal que se llamaba Liga de la Paz y la Libertad, cuya figura más relevante era Garibaldi, y a la que también asistieron Víctor Hugo y John Stuart Mill. Por su parte, Bakunin tenía ya entonces suficiente fama para pedir junto al héroe italiano; los dos hombres se sintieron desde un principio mutuamente atraídos, como si su sencillez, llaneza y dedicación a una causa revolucionaria bastaran para remontar la barrera de sus distintas tácticas y creencias. He aquí cómo describe un testigo presencial la entrada de Bakunin en el salón de sesiones: «Mientras con torpe y desaliñado paso subía las escaleras que conducían al estrado presidencial, vestido con el descuido de siempre, con una blusa gris bajo la cual no se destacaba una camisa, sino una camiseta de franela, el nombre de Bakunin asomaba en todos los labios. Garibaldi, que estaba sentado, se levantó y se le acercó saludándolo con un brazo. El emotivo encuentro entre aquellos dos viejos y curtidos luchadores produjo honda impresión… Toda la concurrencia se puso de pie y estalló en un largo y entusiasta aplauso».[149]

Bakunin jamás consideró que la adhesión a determinada organización entrañara incompatibilidad con otros grupos. La Hermandad Revolucionaria que había fundado en Italia continuaba existiendo, al menos nominalmente, y a los pocos meses fundaría otra que se llamaría Alianza Internacional Social Democrática. En consecuencia, no vio contradicción alguna en la subdirección suya de la citada Liga para la Paz y la Libertad dotándola de mayor contenido revolucionario, mayormente cuando la organización marxista había demostrado su interés por la causa revolucionaria suiza al apoyar en Ginebra una huelga de los trabajadores de la construcción. Bakunin, pues, consideró a la Liga y a su congreso, celebrado en Berna, como una oportunidad que se le ofrecía para dar rienda suelta a sus opiniones revolucionarias y dejar constancia de su oposición al moderado liberalismo burgués de la mayoría de los delegados, y así declaró ante la asamblea: «Para convertirse en una fuerza activa de signo político, nuestra Liga debería constituir puramente la expresión política de los grandes principios e intereses social-económicos que con tanto éxito desarrolla y difunde la Asociación Internacional de Trabajadores de Europa y América».[150] Ciertamente, las probabilidades de que la Liga se convirtiera en un cuerpo revolucionario eran escasas, y la moción de Bakunin no triunfó. Entonces decidió cortar sus relaciones con la Liga y sumar sus esfuerzos a los de la Internacional. «Cuando vimos que las ideas contrarias a la moción y que las tendencias de un sentimentalismo burgués estaban en mayoría —dijo—, ningún sincero y auténtico revolucionario hubiera deseado un puesto en ella. Probamos la herramienta, y una vez comprobada su ineficacia, tuvimos que desecharla, no nos quedaba más recurso que emplear otra. La más adecuada nos pareció la Asociación Internacional de Trabajadores».[151]

Al parecer, Bakunin no cayó en la cuenta de lo que suponía vincularse estrechamente a la Internacional. Sus camaradas suizos pertenecían ya a ella. Las relaciones con Marx, aunque distantes, no dejaban de ser cordiales, y la admiración que Bakunin le profesaba en su calidad de pensador era grande. En 1870 Bakunin escribía que Marx era un hombre «de gran inteligencia, profundamente cultivado y cuya vida —y esto puede decirse sin afán de halago— hemos visto dedicada por entero a la causa más noble de cuantas hoy existen: la de la emancipación de los trabajadores».[152] Marx, por su parte, consideraba a Bakunin como «un hombre que carecía de todo conocimiento teórico»;[153] pero en la medida en que Bakunin era capaz de sostener convicciones teóricas, coincidía en casi todos los extremos con Marx. Bakunin era un materialista convencido. Creía apasionadamente que el mundo podía analizarse y comprenderse en términos de leyes científicas y que no era necesario recurrir a ninguna explicación metafísica o teológica de la conducta social, económica, política o ética, y que tales explicaciones no hacían más que dificultarse al hombre el conocimiento de sus reales intereses. Según escribió, era el materialismo de Marx lo que le colocaba a una altura mayor que la de Proudhon, cuya desgracia había sido «no haber estudiado nunca ciencias naturales ni haberse servido de sus métodos». Por otra parte, Marx «está en la verdadera pista. Ha sentado el principio de que los fenómenos religiosos, políticos y jurídicos no son las causas, sino los efectos de la evolución económica».[154] Sin embargo, el temperamento de los dos hombres era demasiado opuesto para que pudiesen trabajar en armonía. El choque de tan opuestas naturalezas desembocaría en un conflicto doctrinal, y las diferencias en cuanto a las tácticas revolucionarias que se debería seguir redundarían en la división del movimiento internacional de la clase obrera, división que ya nunca pudo corregirse.

La actitud de Marx hacia la Internacional no siempre tuvo una determinada orientación. Creía en la importancia de una organización internacional como vehículo propagador de sus ideas y como instrumento de control de los movimientos obreros europeos, en pleno desarrollo, pero al mismo tiempo se mostraba con frecuencia escéptico respecto a los congresos de la Internacional que no sirvieran a estos fines y pudieran dar oportunidad de difundir doctrinas que a su modo de ver podía resultar un impedimento para que la clase obrera lograra dilucidar claramente la línea de acción que se debía seguir. En la práctica, los primeros congresos de la Internacional arrojaron un balance de partidarios de las ideas proudhonianas mayor que el conseguido por los adeptos marxistas y precisamente porque los seguidores de Proudhon estaban la mayoría entre la población francesa y suiza, y la facción que componían gozaba de especial fuerza en el congreso celebrado en Ginebra, ya bien entrado el verano de 1866 (el primero desde que se fundó la internacional). Antes de que el congreso iniciase sus sesiones, Marx había expresado sus temores acerca de él: «Aunque paso la mayor parte del tiempo disponiendo lo necesario para que se celebre el Congreso de Ginebra —escribía el 23 de agosto, no puedo ni siento deseos de asistir, aparte de que me es del todo imposible abandonar mi trabajo. Espero poder hacer con mi labor aquí más por la clase obrera de lo que podría lograr con mi presencia en cualquier congreso».[155]

En ese entonces, los miembros de ideas proudonianas que asistían al Congreso eran, en proporción a sus antecesores, relativamente moderados y poco partidarios de la revolución a ultranza. La vertiente anarquista de la doctrina proudhoniana había quedado postergada a favor de sus ideas en torno al crédito y a la organización económica. Incluso había entre sus discípulos quien, por ejemplo, pretendía alguna forma de acción estatal en el campo de la educación, y las tentativas de Tolain para lograr que el congreso refrendara el recurso a una línea anti-intelectual y revolucionaria con conciencia de clase fracasaron. «No odiamos a nadie —declaro Tolain—, pero en las actuales condiciones nos vemos obligados a considerar como adversarios nuestros a todos aquellos miembros de clases privilegiadas, sean capitalistas o licenciados universitarios».[156] Este repudio de los intelectuales es un sentimiento que asoma con frecuencia en los anarquistas posteriores («Pas de mains blanches; seulement les mains calleuses») y que Bakunin comparte las más de las veces. Cabe en lo posible que la derrota de la moción presentada por Tolain, y la confusión de ideas de que dieron muestra la mayoría de los delegados que acudieron al congreso de 1866, llevara a Bakunin a aceptar, tras su afiliación a la Internacional dos años más tarde, los intentos marxistas para dotar a la organización de una eficiencia más positiva y unas bases con mayor conciencia de clase. La idea de Bakunin, después de su adhesión a la Internacional, era la de crear una organización que tuviera por misión entrenar y formar «propagandistas, apóstoles y, por último, organizadores», así como reclutar, si fuera necesario, las fuerzas de choque revolucionarias para encarrilar a los trabajadores del continente europeo. El cuerpo al que se encargó esa tarea recibió el nombre de Alianza Internacional Social Democrática. Al proceder a su creación, Bakunin no pretendía en modo alguno desgajarlos de la Internacional ni orientarlo hacia objetivos distintos, sino que más bien pensó en crear dentro de la misma Internacional una organización de avanzada que inyectase en sus miembros un continuo fervor revolucionario.

La Alianza demostró ser la más eficaz de cuantas sociedades y organizaciones que había creado Bakunin hasta entonces, y a fines de 1868 contaba ya con otras secciones en Lyon y en Marsella, tras la reanudación de contactos con los grupos bakuninista napolitanos y el envío de Giuseppe Fanelli a Madrid y a Barcelona, para desarrollar el movimiento anarquista español, hasta llevarlo al esplendor que se perseguía. No es de extrañar que desde Londres, Marx y Engels viesen con recelo tales maniobras. Por más leal que Bakunin tratara de ser el espíritu de la Internacional, la alianza debió de tener para ellos el carácter de una organización rival que pretendía asumir las funciones de la Primera. La hostil actitud de Marx llenó de confusión a Bakunin, y en una carta que le escribió contestando a las quejas que Marx había formulado por escrito a uno de sus adeptos ginebrinos, decía Bakunin: «Le preguntas si continuo siendo todavía amigo tuyo. Sí, más que nunca, mi querido Marx, porque ahora entiendo la razón que te asistía avanzar e invitarnos a nosotros a seguirte por la anchura ruta de la revolución económica y al atacar a los que pretendían perder el tiempo en empresas de carácter puramente nacionalista o exclusivamente político. Estoy ahora haciendo lo que tú empezaste a realizar hace ya más de veinte años. Desde mi adiós a los burgueses del Congreso de Berna, no me atrae otra sociedad ni otro medio que los del mundo obrero. La Internacional, de la que eres uno de los principales inspiradores, es ahora mi madre patria. Como puedes ver, pues, querido amigo, soy discípulo tuyo y me enorgullezco de ello…».[157] Esta carta confirma la repulsa por la Liga para la Paz y la Libertad, aunque en ella no hiciera expresa mención de la Alianza. De todos modos, y por conciliador que fuera su tono, llegó demasiado tarde. El mismo día de su redacción, el Consejo General de la Internacional, que tres meses antes había condenado formalmente a la Liga para la Paz y la Libertad, se pronunció contra la Alianza Internacional Social Democrática. «La existencia de un segundo cuerpo internacional operando fuera o dentro de nuestra Asociación Internacional de Trabajadores sería el medio más seguro para que las confusiones se sucedieran en la Asociación».[158]

Bakunin demostró una vez más que estaba dispuesto a cooperar, sugiriendo que podía disolver la Alianza y hacer que sus secciones se convirtieran en otras tantas ramas bajo el control directo de la Internacional. Los problemas de organización, que tanto preocupaban a Marx, no tenían para Bakunin la menor importancia. Pero lo cierto es que Marx, creyó que se atentaba contra su autoridad, por lo que se propuso destruir la influencia de Bakunin en la Internacional. La crisis se produjo con motivo del congreso que la organización celebró en Basilea en septiembre de 1869. Si anteriormente Marx y sus seguidores reprochaban a Bakunin haber amenazado la jurisdicción del Consejo General de la Internacional, ahora se encontraba con que, en Basilea, Bakunin ponían entre dicho diversos extremos en materia de política interior y de doctrina. Ni Marx ni Engels asistieron al congreso; en cambio, como es lógico, los partidarios suizos de Bakunin sumaban un número bastante apreciable. Bakunin proporcionó en esta ocasión otra prueba de su buena voluntad al aceptar la autoridad del Congreso General, apoyando la iniciativa de ampliar sus poderes ejecutivos y el derecho de disolver cualquier sección que atentara con el espíritu de la Internacional.[159] Tampoco abundaron las lizas doctrinales en un congreso que dedicó casi todo el tiempo a discusiones sobre la propiedad y la posesión colectiva de la tierra. Bakunin, sin embargo, se opuso a la idea del Consejo General a propósito de la relativamente intrascendencia cuestión del derecho a heredar, exigiendo que su abolición constara en el inmediato programa de la Internacional. No sin parte de razón, arguyeron los marxistas que esto vendría por sí solo una vez llevada a cabo la revolución, y por lo tanto no había la necesidad de convertir este extremo en una reivindicación inmediata a la primera fase revolucionaria. Pero éste era un punto sobre el que Bakunin tenía, ya desde mucho tiempo atrás, opiniones tajantes. A su modo de ver, la propiedad hereditaria, lejos de constituir una de la muchas lacras que desaparecerían con la trasformación de la sociedad, era la base sobre la que se asentaba el orden social existente. De aquí que la propiedad hereditaria fuera un paso esencial a la disolución del Estado, y cualquier país que de grado o por fuerza aceptara este criterio darían un paso esencial en la desaparición del régimen estatal. A mayor abundamiento, Bakunin consideraba que las fortunas hereditarias eran las únicas que se oponían a la igualdad entre los hombres, sosteniendo que no existían diferencias basadas en los dones naturales de cada cual, sino que era únicamente el medio ambiente el motivo de las desigualdades que presidían el orden. «La inmensa mayoría de los hombres no son idénticos entre sí, sino equivalentes, y por lo tanto iguales».[160] Eliminemos la herencia de bienes y riquezas por parte de los ricos, y todos los privilegios de buena alimentación, esmerada educación y cómodo alojamiento que son su consecuencia, y los pudientes no serán mejores que otros hombres.

La insistencia de Bakunin en esta cuestión durante el Congreso de Basilea supuso un error táctico que le reportó pocas ventajas en el terreno de la práctica. No obstante, se mantuvo firme en su empeño, y la resolución del Consejo General se vio derrotada por la oposición de Bakunin y sus partidarios suizos, franceses y belgas. Al saberse el resultado, Eccarius, el sastre alemán radicado en Londres, representante de Marx en la asamblea, exclamó: «Esto disgustará muchísimo a Marx».[161] De todos modos, la primera reacción de Marx respecto a ese congreso fue la de pensar que las cosas podrían haber ido peor. El 26 de septiembre le escribió a su hija. «Ahora estoy contento de que se haya terminado el Congreso de Basilea y de que sus resultados sean relativamente positivos. Estas exhibiciones públicas del movimiento y sus úlceras siempre me desazonan».[162] Pero en el transcurso de los seis meses que siguieron, Marx y Engels, instigados por enemigos personales de Bakunin en los medios de los refugiados en Ginebra, lanzaron un ataque en toda regla, político y personal, contra Bakunin. Mientras las secciones suizas de la Internacional se enzarzaban en agrias rencillas entre los grupos partidarios de Marx y los adeptos de Bakunin, se reprodujeron los reproches y las perspicacias en torno a la conducta de este último. Volvieron a circular los rumores de su filiación zarista —acusación que fue rechazada cuando el Congreso de Basilea—, y al mismo tiempo, Marx recordaba a sus seguidores de Bakunin no le había agradecido siquiera el ejemplar que le dedicó del primer volumen de El Capital. Asimismo, circuló la acusación de que Bakunin, a quien se le suponía dedicado al trabajo de verter El Capital al idioma ruso, se había quedado con el dinero que se le había anticipado por la traducción, sen haberla hecho. Pero Mehring, el historiador socialista oficial del movimiento marxista, observa de manera inteligente: «¿Cuántos otros, incluyendo a muchos de los más notorios, no se encontraron alguna vez en esta situación de haber gastado el dinero recibido a cuenta sin haber podido realizar el trabajo prometido?».[163] Lo cierto es que en los dos años que siguieron prosiguió la contienda en forma de aluvión de cartas, circulares y folletos, reiterándose una y otra vez acusaciones y refutaciones, y todo ello proyectado contra el fondo de la guerra franco-prusiana y la Comuna de París. Al igual que la policía de casi todos los países europeos, Marx estaba convencido de que Bakunin preparaba una conspiración de vastas proporciones. Por su parte, Bakunin y sus seguidores creían firmemente que Marx, con sus intentos de dotar al movimiento obrero de una bases centralizadas, frustraría los fines revolucionarios que se habían trazado, y entonces reprodujeron los términos empleados por los anarquistas del cantón suizo del Jura en su «Circular de Sonvilliers», publicada en noviembre de 1871, cuando ya Marx había lanzado su ataque: «Cómo pueden esperar que de una organización autoritaria nazca una sociedad igualitaria y libre». Esto es imposible. La Internacional, embrión de la futura sociedad de los hombres, debe desde este momento convertirse en la fiel imagen de nuestros principios sobre la libertad y la federación, rechazando de plano cualquier principio que conduzca a la autoridad y a la dictadura».[164]

Bakunin era reacio a dar personalmente la cara contra los ataques personales y políticos de que era objeto, permitiendo que fueran sus amigos suizos los que se hicieran cargo de sus puntos de vista, en parte por un genuino respeto hacia Marx y por consideraciones de tipo práctico, y en parte por otras preocupaciones (sus relaciones con Nechaev y sus dificultades de orden financiero, así como su creciente atención por los movimientos anarquistas españoles e italianos, al propio tiempo que el estallido de la guerra de 1870). Por otro lado, Bakunin sabía que llegado el momento de una ruptura con Marx, indiscutiblemente tenía que fundamentarla en una cuestión de principios. Tal y como escribía a Herzen en octubre de 1869: «Es muy posible que pronto me vea mezclado en una lucho con él, no a causa de sus insultos personales, sino por una cuestión de principios, la cuestión del comunismo de Estado, postura de la que él y los partidos ingleses y alemanes que controla son los más decididos defensores. Entonces la lucha será a muerte. Pero todo tiene su hora, y la de esta contienda todavía no ha sonado».[165]

Pero sería Marx quien decidiría su comienzo. En verano de 1871 convocó en Londres una conferencia de la Internacional de carácter privado. La reunión tenía por fin hacer un inventario de la situación de la Internacional después del colapso y la represión que siguió a la Comuna de París, y también serviría de instrumento —confiaba Marx— para eliminar de una vez para siempre la influencia de Bakunin. A esa conferencia no asistió ningún partidario calificado de éste, aunque algunos delegados, a despecho de estar en minoría, apoyaron sus puntos de vista. En el curso de la reunión de Londres, Marx expresó sin ambages su idea de un partido político obrero destinado a erigirse en el órgano de emancipación del proletariado. «Frente al poder de las clases adineradas, el proletariado sólo puede hacerse valer como clase convirtiéndose en partido político».[166] La sugestión iba, sin duda, dirigida contra Bakunin y su drástica oposición a la acción política; una segunda resolución declaró zanjado «el incidente de la Alianza de la Sociedad Democrática». Marx, sin embargo, se sintió defraudado a medida que la conferencia iba tocando a su fin. A excepción de Alemania, los proletarios no parecían muy deseosos de constituirse en un partido político dirigido por Marx y la Internacional, en tanto que la influencia de Bakunin, en Italia y en Suiza era mayor que nunca, como era su ascendencia sobre un considerable número de adictos a la Internacional en Francia y en Bélgica.

En 1872 Marx llegaba a la conclusión de que de un modo u otro, la Internacional había cumplido con los objetivos que la inspiraron, aunque la general represión que siguió a la Comuna de París dificultaba grandemente sus actividades. Como primera medida Marx procedió a la difusión de una Circular del consejo General de la Internacional —en buena parte obra de Engels— sobre «las supuestas escisiones de la Internacional», en la que se resucitaban todas las acusaciones personales y políticas contra Bakunin, finalizando con la más clara de las declaraciones sobre las diferencias doctrinales que oponían a marxistas y anarquistas. «Anarquismo, éste el caballo de batalla de su dueño, de Bakunin, que no ha hecho otra cosa que tomar los rótulos de los sistemas socialistas. He aquí que todos los socialistas entiende por anarquismo: una vez alcanzado el objetivo del movimiento proletario, la abolición de clases, el poder del Estad, que mantiene a la gran mayoría bajo el yugo de una pequeña minoría de explotadores, desaparece, y las funciones gubernamentales se convierten en simples funciones administrativas. Pero la Alianza se toma las cosas al revés. Proclama la anarquía en las filas del proletariado como el medio más eficaz de romper la poderosa concentración de las fuerzas sociales y políticas de los explotadores. Con este pretexto, piden entonces a la Internacional, en el instante en el que el antiguo orden trata de hundirla, que sustituya su organización por la anarquía…».[167]

Este último y violento ataque no cogió desprevenido a Bakunin. «Al final ha caído sobre nuestras cabezas la espada de Damocles, con la que durante tanto tiempo se nos había amenazado. Pero no es exactamente una espada, sino el arma que el señor Marx utiliza habitualmente: un montón de basura».[168] Poco tiempo después, Marx convocaba en La Haya un congreso de la Internacional, lo suficientemente lejos de Suiza, de España y de Italia para convertir en un desplazamiento molesto y costoso la asistencia de los partidarios de Bakunin. A éste lo representaba el suizo James Guillaume, mientras que Marx asistió personalmente a la asamblea. Los procedimientos utilizados fueron sumarios y poco ortodoxos. Volvieron a removerse las habituales acusaciones contra Bakunin, incluyendo su poca seriedad financiera con respecto a la traducción de El Capital. Asimismo se puso en entredicho el derecho de los partidarios de Bakunin a participar en la asamblea, por lo que Guillaume y sus amigos fueron expulsados. Al propio tiempo se decidió trasladar la sede del Congreso General a los Estados Unidos. Marx se acababa de apuntar un triunfo sobre Bakunin, pero, en definitiva, ese triunfo significó el fin de la Internacional.

Las causas más inmediatas de la escisión acaecida en el seno del movimiento internacional obrero eran relativamente intrascendentes: la incomprensión en las relaciones mutuas de la Alianza Internacional Social Democrática y la Asociación Internacional de Trabajadores; la discusión sobre la abolición de la propiedad hereditaria; disensiones a nivel local entre los obreros del cantón ginebrino, y las acusaciones contra la integridad moral de Bakunin. Pero como no podía ser de otro modo, ya que ambas partes necesitaban de un pretexto de más alcance para justificar su postura, las diferencias de actitud y de doctrina fueron revisadas y ampliadas. El comunismo de Estado, basado en un partido centralizado y disciplinado, fue atacado por los anarquistas, quienes proponían la constitución de comunas libremente federadas e independientes, en las que «el capital, las fábricas, la maquinaria y las primeras materias pertenecen a las asociaciones, y la tierra a los que la cultivan». Sin embargo, Bakunin demostró en todo momento estar mucho más interesado en la práctica de la revolución y la preservación de la libertad que en la organización económica de la sociedad. «Detesto el comunismo —había declarado en 1868 ante la Liga para la Paz y la Libertad— porque es la negación de la libertad y porque no puedo concebir nada que se considere humano si carece de libertad. No soy comunista porque el comunismo concentra en el Estado todos los poderes de la sociedad y porque desemboca fatalmente en una detentación de la propiedad por el Estado, mientras que lo que yo deseo es la abolición del Estado y la extirpación radical del principio de autoridad y de tutela del Estado, que hasta el momento, con el pretexto de convertir a los hombres en seres virtuosos y civilizados, no ha logrado sino oprimirlos, esclavizarlos, explotarlos y corromperlos».[169] Seguidamente observamos cómo una vez más, y pese a su conciencia de la superioridad intelectual del mundo filosófico de Marx en relación con Proudhon, Bakunin se siente más unido a éste por razones de temperamento y por tendencia natural. «Proudhon comprendía y sentía la libertad mucho mejor que marx; Proudhon, cuando no se ocupaba de cuestiones doctrinales y metafísicas, poseía el verdadero instinto del revolucionario; adoraba a Satán y proclamaba la anarquía. Es posible que, en el plano de la teoría, Marx haya esbozado una interpretación de la libertad más racional que la de Proudhon, pero no posee el instinto de éste. Como judío y alemán que es, se muestra autoritario de los pies a la cabeza. En este punto se serrana los dos sistemas: el anarquista de Proudhon, ampliado y desbrozado pro nosotros de todo idealismo metafísico y bagaje doctrinal, aceptando la economía material y social como base del futuro desarrollo de la ciencia y la historia, y el sistema de Marx, cabeza de la escuela alemana de los comunistas adictas al autoritarismo».[170]

Fue también esta fundamental diferencia de carácter entre Marx y Bakunin lo que culminó en una divergencia en cuanto a los métodos juzgados idóneos para el logro de la revolución. En opinión de Marx, la revolución accedería a través del fatal proceso de la historia y la gradual conciencia por parte del proletariado del puesto que le corresponde en la inevitable lucha de clases. En cuanto a Bakunin, sostenía que esta misma revolución podía ser provocada por un puñado de dirigentes, fanáticos de la causa, que explotasen el potencial revolucionario ya existente. «Tres hombres pueden constituir, si permanecen unidos, un importante principio de fuerza —escribía Bakunin a sus partidarios italianos—. ¿Qué ocurrirá, entonces, cuando en nuestro país puedan organizar un cuerpo de varios centenares…? Ciertamente, unos centenares de voluntarios jóvenes, sin la ayuda del pueblo, no bastan para crear una fuerza revolucionaria…, pero sí serán suficientes para evitar el poder revolucionario de este pueblo».[171]

La preferencia por las sociedades secretas, someramente organizadas, en vez de masivos partidos políticos como los que estaban creando los seguidores de Marx, especialmente en Alemania, condujo a una radical diferencia en cuanto a las tácticas a seguir para llevar a cabo la revolución. Según Bakunin, «el fin que ellos persiguen es el mismo: las dos partes desean la instauración de un orden social nuevo basado en la organización del trabajo colectivo… Sólo que los comunistas creen poder alcanzarlo recurriendo al desarrollo y al poder político de la clase trabajadora, principalmente del proletariado urbano, secundando por el radicalismo burgués, mientras que, por el contrario, los revolucionarios sociales piensan que sólo pueden alcanzar este poder mediante la organización de fuerzas no políticas —poder que por ser social deja de ser político—, que descansa en las clases trabajadoras de las ciudades y el campo… He aquí dos sistemas distintos. Los comunistas creen que es necesario estructurar las fuerzas de la clase obrera para que se adueñe del poder político del Estado. Los socialistas revolucionarios, en cambio, pretenden destruir o, sí quieren un termino menos drástico, liquidar a este Estado…».[172] En tanto Bakunin admitía que llegado el caso de una revolución sería necesaria una cierta disciplina (pese a no ser una condición por la que sintiera un natural respeto), esta disciplina no podía en modo alguno corresponderse, según el criterio del movimiento revolucionario bakuninista, con la dictatorial y dogmática predicada por los comunistas, sino más bien «con un acuerdo voluntario y madurado de los esfuerzos individuales en pro de un objetivo común. En el instante de la acción y en la plenitud de la refriega, se establece de forma natural una división de funciones según las particulares aptitudes, reforzadas y estimadas por la totalidad de los individuos: algunos ordenan y dirigen, mientras que otros ejecutan y obedecen las órdenes. Lo que no hay que permitir es que estas funciones se anquilosen y adquieran carácter de permanencia, evitando que permanezcan adscritas de manera irrevocable a determinado individuo. No hay lugar para el orden y la promoción jerárquicos, y muy bien puede suceder que el dirigente de ayer sea mañana un simple subordinado. Nadie se sitúa por encima de los demás, y si lo hace, es sólo para volver a su situación anterior, como acontece con las olas, restituyéndose al saludable nivel de la igualdad».[173]

Bakunin se daba cuenta de que los métodos utilizados para llegar a la revolución afectaría a la naturaleza de la sociedad que resultase de ella, por lo que insistió para que la organización social del movimiento revolucionario se asemejara al tipo de organización social que los revolucionarios pretendía instaurar. Es en este punto donde radical quizá la principal diferencia que le separa de Marx. Aunque lo mismo Marx que Engels consideraban que llegaría un momento en que el Estado perdería sentido, esto les interesaba menos que el análisis de la sociedad existente y de los métodos susceptibles de provocar su transformación. Engels concreta la diferencia aludida en estos términos:

«Todos los socialistas están de acuerdo en que, como resultado del advenimiento de la revolución social, el Estado político, y con él la autoridad política, desaparecerán; es decir, las funciones públicas perderán su matiz político para trasformarse en simples funciones administrativas y defensoras de los verdaderos intereses de la sociedad. Pero los enemigos del autoritarismo piden que este Estado políticamente autoritario se suprima de un plumazo, incluso antes de proceder a la destrucción de las condiciones sociales que lo fomentaron. Exigen que el primer acto de la revolución social sea la abolición de la autoridad. ¿Pero estos señores habrán visto alguna vez lo que es una revolución? La revolución es, sin duda alguna, el acto autoritario por excelencia; es aquella acción mediante la cual una parte de la población impone su voluntad a otra valiéndose del rifle, de la bayoneta y el cañón, medios todos autoritarios por definición. Y si el partido victorioso no quiere luchar en vano, debe mantener su imperio por medio del terror que sus métodos producen en los reaccionarios».[174]

La tragedia del movimiento revolucionario estriba en el hecho de que Engels estaba en poción de la verdad, y sin dejar de proclamar —como prácticamente haría Kruschev un siglo después en el XXIII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética— como capital objetivo de la desaparición del Estado, los comunistas debieron su eficacia a la implacable disciplina que presidía la organización, mientras que los revolucionarios, como los anarquistas de la guerra civil española, que pusieron en práctica las enseñanzas de Bakunin, no lograron sobrevivir.

Las diferencias que separaban a Marx de Bakunin impulsaron a éste a precisar con absoluta claridad cuáles eran sus principios respecto a la sociedad libertaria y a la naturaleza de la revolución. Por otro lado, fue durante los días de la asociación con la Internacional cuando estuvo más cerca que nunca de tal acariciado sueño de un movimiento revolucionario internacional que girase entorno de él. Efectivamente, fue en esa época cuando estableció nuevos contactos en Italia y cuando surgieron nuevas formaciones y periódicos anarquistas en algunos países, dirigidos por jóvenes abogados y estudiantes, como Errico Malatesta, estudiante de Medicina, cuyos primeros contactos con los anarquistas napolitanos se remontan al año 1871 y quien continuaría manteniendo vigorosamente sus ideas anarquistas hasta bien avanzada la época fascista. La mayoría de los grupos aludidos vivían una efímera vida, pero muy pronto nuevos cuadros anarquistas ocupaban el sitio de los otros. La idea del anarquismo como doctrina particularmente aplicable al caso concreto de Italia y a sus circunstancias sociales, nunca murió del todo, y a pesar de que el movimiento jamás alcanzó la consistencia que revistió en España, el anarquismo fue por mucho tiempo un credo que adquirió en Italia plena vigencia, influyendo considerablemente en la vida política del país y promoviendo periódicos disturbios, al mismo tiempo que los italianos que emigraban a los Estados Unidos llevaban consigo ideas, que aplicarían, y no sin éxito, en la cruda y violenta lucha de clases que caracterizaba la vida industrial de buena parte del país a fines del siglo XIX. En fecha tan posterior como la de 1920 dos anarquistas italianos, Sacco y Vanzetti, dieron lugar a una cause celèbre que los liberales norteamericanos señalaron como una mácula del sistema judicial de los Estados Unidos.

Pero el mayor progreso lo obtuvo Bakunin en España. En 1868, Elías Reclus, uno de los hermanos destacados como dirigentes intelectuales del movimiento anarquista, se trasladó a España al proclamarse la Primera República, y, en octubre, el Comité de Ginebra, presidido por Bakunin, publicaba un manifiesto dirigido a los obreros españoles en el que anunciaba que la demanda de autonomía provincial que desde hacía tiempo propugnaba Pi y Margall jefes de los liberales, abriría camino al anarquismo. «El pueblo español debe proclamar una república basada en la federación de las provincias autónomas, la única forma de gobierno que, temporalmente y como medio de llegar a una organización social acorde con la justicia, le promete al pueblo garantías reales de libertad».[175] En octubre del siguiente año entraba en España otro discípulo de Bakunin, el cual construiría los cimientos de un movimiento anarquista organizado. Se llamaba Giuseppe Fanelli, joven estudiante de arquitectura e ingeniería que abandonó sus estudios para consagrarse a la política. En los primeros tiempo partidario de Mazzini, siendo elegido para el puesto de agente delegado (Fanelli hacía el mejor uso del privilegio anejo al cargo de viajar gratuitamente en ferrocarril, pues parece que pasaba las noches en el tren para ahorrar el importe del alojamiento).

En 1886 conoció a Bakunin, y como ocurrió con muchos de los partidarios jóvenes de Mazzini, Fanelli rindió pronto homenaje de fidelidad al que se le aparecía como el verdadero representante de la revolución. Fanelli consiguió un inesperado éxito; más sorprendente si se advierte que el anarquista no conocía el país y no consiguió localizar al camarada que según lo acordado debía ponerse en contacto con él, pues la dirección que se le dio en Madrid resultó equivocada y él andaba escaso de dinero. Pues a pesar de esto, logró relacionarse con un grupo de jóvenes intelectuales ya familiarizados con las doctrinas de Fourier y de Proudhon, ansiosos de proceder al derrocamiento de la monarquía y a la implantación de la república como única oportunidad para llevar a efecto la revolución social. Como es lógico, el grupo de jóvenes acogió con júbilo la noticia de la existencia de la Internacional, y desde el primer momento Fanelli logró impresionarles vivamente. Como escribiría muchos años después Anselmo Lorenzo, uno de los miembros del grupo, Fanelli era «un hombre de cerca de cuarenta años, de buena estatura, rostro grabe y agradable, barba poblada, grandes y expresivos ojos negros que brillaban a veces como ascuas o demostraban una manifiesta piedad, según los sentimientos que lo agitaran. Su voz tenía un timbre metálico y adquiría la inflexión adecuada a las palabras que pronunciaba, pasando, en un abrir y cerrar de ojos, de un todo airado y amenazador contra los explotadores y los tiranos, a otro que demostraba el mayor sufrimiento, compasión y afecto…»[176] Expresándose en francés, idioma que sus camaradas apenas podían entender, Fanelli, no obstante, logró crear una sección de la Internacional o de la Alianza bakuninista, pues no hay que decir que en España los anarquistas, como ocurría en Italia, escasamente tenían una sumaria idea de las controversias, divisiones y cismas que se suscitaban en Londres o en Ginebra en torno al movimiento Obrero. Se procedió de inmediato a la propagación de las ideas anarquistas, y muy pronto ganaron terreno, engrosando sus filas. He aquí, por ejemplo, un aparato del programa de los porteros bakuninistas de Barcelona: «Queremos el fin del reinado del Capital, del Estado y de la Iglesia para construir sobre sus escombros el anarquismo, la libre federación de las asociaciones de los trabajadores».[177] Pues este programa fue, a lo largo de los sesenta años que siguieron, el credo de millones de españoles.

La esperanza que tenía Bakunin de verse en el centro de un movimiento europeo en pro de la revolución, se frustraron en 1871. Ante la guerra franco-prusiana, sus sentimientos anti-germanos, estimulados por las diferencias con Marx, lo convirtieron en un devoto defensor de la causa francesa, y cuando llegó la derrota del país, a Bakunin le asaltó el temor de ver a Francia convertida en una provincia alemana y sufrir la instauración del «socialismo doctrinario germano en vez de un socialismo de acción».[178] Es cierto que al principio, cuando la caída de Napoleón III, a Bakunin le renació, por vez primera desde 1849, la esperanza de tomar parte de una auténtica revolución, y al ver el tumulto que formaban los acontecimientos, se trasladó en seguida a Lyon, en septiembre de 1870, entregándose a una constante acción prerrepublicana. No obstante, sus apasionadas instigaciones a una acción revolucionaria inmediata no hallaron el eco apetecido, y a finales de septiembre se vio obligado a salir a suiza, desilusionado y sin recursos económicos. Incluso la Comuna de París, instaurada en 1871, no le produjo la menor ilusión, a pesar de que algunos de sus más fervientes partidarios, como Varlin, Benoit Malon y Eliseo Reclus, tomaron parte activa en ese movimiento. Lo cierto es que después de 1871 Bakunin, sintiéndose ya con demasiados años, enfermo y desengañado, se retiró de la acción revolucionaria práctica, lo que no le impidió hacer en 1874 una breve escapada a Italia con la idea de sumarse a la revuelta de Bolonia, que los anarquistas italianos esperaban que significaría el principio de un movimiento espontáneo de rebelión en toda la península. La intentona, como tantos otros proyectos de Bakunin, terminó en un desastre. La policía frustro los planes, no pocos conspiradores perdieron la serenidad, y Bakunin, tras acariciar la idea del suicidio (su situación económica y personal era entonces más precaria que nunca), consiguió huir del país disfrazado de sacerdote, para buscar, como otras veces, un descanso en Suiza, donde murió el 1 de julio de 1876.

Un año antes de morir, Bakunin escribió a Eliseo Reclus: «sí, tienes razón; por el momento la revolución ha vuelto a su lecho de origen; nos encontramos en un período de evolución; es decir, en una época de revoluciones latentes que a veces son difíciles de observar y de percibir».[179] La represión que siguió al fracaso de la Comuna de París y las medidas que pusieron en práctica distintos gobiernos europeos, a pesar de que se había dejado la impresión de que la Internacional fue más efectiva de lo que era en realidad, hicieron casi imposible la práctica de actividades revolucionarias. Difícilmente habría sobrevivido la Internacional, aun en el caso de que Marx no hubiera considerado que había cumplido su objetivo y no se hubiese producido la fatal escisión entre marxistas y anarquistas. Lo cierto es que la organización adquiría al cabo de pocos años un carácter legendario que por espacio de cincuenta años sería el ideal de la clase obrera europea. Al mismo tiempo, la Comuna dio lugar a un mito que marxistas y anarquistas explotarían debidamente. En opinión de los marxistas, la Comuna era un ejemplo clásico de lo que podía ser una revolución proletaria bajo las consignas de la Internacional, y para los anarquistas se convirtió en el modelo de la futura sociedad anarquista. «Era, ni más ni menos, la mismísima ciudad de París administrándose sola… ¡Qué espectáculo más sublime poder contemplar a un París cuidando de sus asuntos, aplicando a todos los mismo propósitos, los mismos patrones, la misma justicia y la misma hermandad!». [180] A Bakunin correspondía el triunfo de ver la idea de la revolución liberadora tan enraizada como pudiera estarlo la doctrina marxista de una lucha de clases disciplinada y de un movimiento revolucionario centralizado. Según el criterio del profesor Franco Venturia, Bakunin logró «más que crear una organización revolucionaria, formar una mentalidad revolucionaria»,[181] y en los veinte años que siguieron los revolucionarios empezaron a considerar la posibilidad de nuevos métodos de acción efectiva, y la mentalidad revolucionaria se acreditó en no pocas ocasiones y en varios sitios como más positiva que una organización revolucionaria.