RAZÓN Y REVOLUCIÓN: PROUDHON
“Mon malheur est que mes passions se confondent avec mes idées; la lumiére qui éclaire les autre hommes, me brule”. Proudhon.
«¿Qué es la propiedad? La propiedad es un robo». Esta frase se publicaba en un folleto de Pierre-Joseph Proudhon en 1840, y estaba destinada a convertirse en uno de los más efectivos lemas revolucionarios del siglo XIX. Con ese folleto empezó la reputación de su autor, quien al publicarlo tenía treinta y un años. El ambiente social en el que discurrieron sus años jóvenes puede servir para explicarnos tanto su doctrina como la aceptación que las clases trabajadoras le dispersaron. Proudhon era oriundo de Besançon, en la región del Franco Condado, y aunque más tarde residió en Lyon y en París, su sensibilidad moral y política continúo siendo la de un joven puritano de provincias, sorprendido y horrorizado a un tiempo por el lujo, la prodigalidad, la decadencia y la corrupción de la gran ciudad, centre de luxe et des lumières, según sus propias palabras.[79] La familia de Proudhon era de origen campesino, aunque en el tiempo de su nacimiento formaran ya parte del cuerpo de la clase media baja de la ciudad. Una vez siquiera, Marx tiene razón cuando alude Proudhon como un petit-bourgeois. Su padre era un artesano (anteriormente había trabajado como tonelero) que terminó por abrir un pequeño establecimiento de bebidas y hospedaje. La fortuna, sin embargo, no le sonrió, por lo que la familia vivía muy humildemente. El joven Proudhon atribuía este estado de cosas a la rotunda negativa de su padre a transigir con los abyectos sistemas que entonces regían el comercio. «Vendía la cerveza casi al precio de coste; lo que deseaba era una vida sencilla, y, así el pobre hombre los perdió todo».[80] Al mismo tiempo, su madre representaba el ideal de las virtudes campesinas de independencia y frugalidad que tanto influirían en su concepción de la sociedad ideal. Proudhon se enorgullecía de su origen. «Mis antecesores eran, por una y otra rama trabajadores libres… conocidos por su firmeza en la oposición a la pretensiones de la nobleza… En cuanto a la nobleza de raza, yo son un noble».[81] De muchacho fue pastor y, durante el resto de su vida, mantuvo viva en el recuerdo la belleza de la campiña de su provincia natal, los mismos paisajes que su amigo y compatriota Gustave Courbet evocarían con tanta vitalidad en el lienzo. La concepción del mundo que Proudhon tenía era agrícola, y la sociedad ideal, por él propuesta, era una comunidad de saludables, independientes y laboriosos campesinos. A lo largo de sus escritos, lo mismo que acontece con no pocos anarquistas, posteriores, palpita una gran nostalgia de las desvanecidas, y a menudo imaginarias, virtudes de aquella sencilla sociedad rural de antes de que las máquinas y los falsos valores de fabricantes y financieros la corrompieran.
Proudhon era un autodidacta, y en las páginas de sus obras abundan las pruebas de un conocimiento singular, carente de todo sistema; lo que es lógico en quien a aprendido por su propio esfuerzo. En su primera juventud fue aprendiz de impresor (desde siempre, del seno de la industria impresora han salido graves y reflexivos anarquistas), y al mismo tiempo, sin ayuda de profesores, aprendía hebreo, latín y griego. Leyó también gran número de libros sobre religión y filosofía y formuló algunas teorías más o menos documentadas sobre etimología. Por último, en 1838 obtuvo una beca para cursar estudios en París, concedida por la Academia de Besançon. A esta institución dedicó —lo que no deja de entrañar cierta ironía— su obra ¿Qué es la propiedad?, aunque su «Advertencia a los propietarios», publicada dos años más tarde,[82] lo llevó ante los tribunales. El éxito obtenido por ¿Qué es la propiedad?, así como el eco de sus controversias con las autoridades de Besançon, lo hicieron famoso. En el transcurso de su vida se acreditaría como un combativo periodista y como autor de folletos, amén de crítico implacable de la sociedad existente. Desde entonces, y como él mismo indica en ¿Qué es la propiedad?, se dedicaría a estudiar «los medios de mejorar la condición física, intelectual y moral de la clase más numerosa y pobre (la classe la plus nombreuse et la plus pouvre).».
Dejando aparte su procesamiento y absolución, las obras que siguieron, siempre en torno al tema central ¿Qué es la propiedad?, le proporcionaron considerable nombradía en los círculos radicales de Francia y del extranjero —en 1842, Carlos Marx tiene conocimiento de su obra—, pero no compensaciones económicas. Así le vemos en los años siguientes empleando en una firma de Lyon dedicada al transporte fluvial, donde tuvo ocasión de ampliar con el testimonio directo la visión de los problemas propios de la producción y del intercambio de bienes, y donde adquirió su primera experiencia al convivir con los militantes de la clase trabajadora. A pesar de que sólo fijó su residencia en París en 1847, hizo durante ese período varias visitas a la capital, y fue precisamente en esos años cuando trabó conocimiento con los otros grandes revolucionarios de su generación, especialmente con Marx y Bakunin. Ciertamente las implicaciones de sus escritos sobre la propiedad le habían dado fama de economistas radical, pues sus opiniones promovieron apasionados comentarios, más extremos aún cuando las recogió y las amplió en una extensa obra filosófica titulada Système de Contradictions Économiques ou Philosophie de la Misière. Es característico de Proudhon —voluble, discursivo, exhaustivo— ocuparse de argumentaciones en torno a la existencia de Dios, para terminar, pongamos por caso, con una crítica concienzuda sobre las teorías de la concepción. Sus apreciaciones en la citada obra se nos antojan influidas por una precipitada lectura de los clásicos, de la historia y la historia y la filosofía, y por su moral puritana la cual es posible que dictase las opiniones que emite acerca de la familia y el matrimonio. Pero, por encima de todo, refleja el impacto de la nueva y apasionada filosofía de Hegel entonces en boca de todas sus amistades parisienses (Marx, Bakunin y Kart Grün), y muestra las ideas contra las que Proudhon se enfrentaba. Eran éstas las de Fourier, Saint-Simon y los restantes «utópicos» franceses, quienes habían acuñando para uso del pueblo término tales como «socialismo» y «comunismo». Proudhon rechaza cualquier reorganización que consista en una simple ordenación de sus componentes. Para él carece de sentido cambiar las riendas del poder de un grupo a otro o dejar que la propiedad del capital pase de los propietarios del momento a otra serie de monopolistas explotadores de los pobres. «Quienquiera que para organizar el trabajo acuda a los conceptos de poder y de capital, miente, porque no hay más organización del trabajo que la supresión de este capital y este poder»[83] Asimismo Proudhon se opone a las vastas empresas industriales que tanto seducían a los sansimonianos como medio de desterrar la pobreza y la producción masiva que regía los falansterios de Fourier. Refuta también los planes propuestos por Etinne Cabet o Louis Blanc respecto a las comunidades donde todo pertenece a todos, pero en las que el trabajo queda sujeto a una rígida dirección centralizada. Tampoco merecen sus simpatías las teorías liberales entonces en boga, pues a pesar de haber aprendido economía en idénticas fuentes —Adam Smith, Ricardo, Say—, rechaza sus conclusiones de que la abolición de los aranceles y la práctica de un comercio internacional libre resolverían todos los problemas. Así vemos como en determinadas páginas de su Système des Contradictions Economiques se muestra partidario del comercio protegido y contrario al tráfico libre, con el argumento de que éste no lograría otra cosa que oprimir a los pobres mediante la acción de los mismos monopolistas que los explotan, pero a escala internacional.
En vez de sociedades basadas en la acumulación y circulación del capital y en el ejercicio de funciones de gobierno centralizadas, ha de ser el trabajo, realizado por el hombre lo que debe constituir el núcleo de toda organización social. «El trabajo es el primer atributo, la característica esencial del hombre»,[84] escribe. Una vez que el trabajo guarde relación directa con sus necesidades. Desaparecerá el problema de la explotación y cada cual trabajará para mantenerse a sí mismo y a su familia, sin beneficios para el propietario o patrón cuya actitud sea meramente pasiva. La propiedad —y cuando Proudhon se refiera a ella parece aludir exclusivamente a la tierra o al capital— es un robo porque el propietario se ha quedado con lo que debería pertenecer libremente a todos los hombres. En vez de propiedad, alega Proudhon, «sólo puede darse la posesión y el uso bajo la condición insoslayable de que el hombre trabaje, dejándole momentáneamente en la posesión de las cosas que produce».[85]
La primera condición que Proudhon exige para restaura la relación directa entre lo que un hombre produce y lo que consume es la desaparición del sistema de crédito y cambio. Eliminados los financieros, los bancos y, desde luego, el dinero, las relaciones económicas entre los hombres retornarán a los primitivos cauces de una positiva simplicidad natural. De hecho, Proudhon realizaría en 1849 un frustrado intento de poner en práctica este reforma, dando cima a la creación de un Banco del Pueblo sin capital ni beneficios, en el que los clientes podían obtener el crédito proporcional a los productos que cada cual hubiera realmente elaborado, lográndose de este modo el intercambio de un producto por otro sin necesidad de dinero. «Debemos acabar con el imperio del dinero, haciendo que cada producto se convierta en la moneda corriente…»[86], escribió tras el fracaso de sus afanes por llevar a la práctica esta norma. Pese a su frustración e impracticabilidad, Proudhon no abandonaría nunca esta idea, la cual pasaría en convertirse en parte capitalísima de la concepción social que legó a sus sucesores.
Antes de escribir Système des Contradictions Economiques y los ensayos sobre la propiedad que le precedieron, Proudhon había leído la filosofía de Kant y la de Fitche, pero fueron sus contactos con los emigrados alemanes a París lo que orientó su pensamiento y le enseñó la jerga de la filosofía alemana, introduciéndole en el seno de la escuela hegeliana. Sus escritos de los años cuarenta abundan en especulaciones en torno al Sujeto y el Objeto, sobre las bases de la moralidad y la dialéctica. Fueron los intentos un tanto burdos de Proudhon por organizar sus Système des Contradictions Economiques al modo hegeliano lo que particularmente suscitó las ironías de Marx, cuya crítica de que «Herr Proudhon sólo ha tomado de la dialéctica el modo de expresarse» no parece exenta de cierta verdad. Marx reclama para sí la introducción de Proudhon por los vericuetos de la ideología de Hegel, y escribe al respecto: «Yo lo inicié para desgracia suya en el hegelianismo, pues por desconocer el alemán no podía estudiar el tema a fondo».[87] Marx embistió abiertamente contra las teorías económicas de Proudhon un año después de la publicación del système, en un libro que título, parodiando su subtítulo Miseria de la Filosofía. Lo que en realidad ocurría —cosa muy corriente en Marx— fue que las divergencias doctrinales no eran más que una máscara para ocultar las profundas diferencias personales que les dividían. Cuando Proudhon conoció a Marx, en el invierno de 1844-45, era ya un hombre famoso, y sus ideas eran objeto de comentarios y discusiones, mientras que Marx, aún no pasaba de ser un periodista alemán con tendencias radicales apenas conocido. Marx se dio cuenta en seguida de lo útil que le podía ser Proudhon, y de ahí que le sugiriera actuar como representante en París de una asociación internacional cuyo objetivo era el de unir a los socialistas de diversos países mediante la correspondencia, sistema que propugna en la Internacional que Marx fundaría veinte años más tarde. Proudhon no se mostró muy entusiasmado con la idea. Cabe en lo posible que, a pesar de lo que le admiraba y de la pasión que despertaba en él el descubrimiento de la nueva filosofía alemana, cayera en la cuenta de lo difícil que sería la colaboración con Marx. Y, ciertamente, existían ya divergencias que la respuesta de Proudhon deja entrever claramente: «Busquemos de consuno, si éste es su deseo, las leyes de la sociedad, el modo cómo se debe realizar, el proceso mediante el cual acertaremos a descubrirlas, pero, por lo que más quiera no caigamos en el error, después de haber demolido todos los dogmatismos a priori, de querer adoctrinar a los demás; no cometamos la equivocación de nuestro Lutero, que, después de haber arremetido contra la teología católica, procedió de inmediato, provisto todavía de las bulas y anatemas de la excomunión, a fundar otra teología protestante».[88] Con estas palabras se ponían por primera vez de relieve las diferencias de tácticas entre los movimientos obreros franceses y alemanes —que tanto caracterizarían a la historia socialista que siguió—, mientras la ruptura entre Marx y Proudhon marcaba la pauta de lo que más tarde separó a Marx de Bakunin y que escindiría para siempre el movimiento internacional de la clase trabajadora. A la tentativa de ganarse la cooperación de Proudhon, siguió el ataque en toda regla lanzado por Marx en su Miseria de la filosofía. Marx era mejor filósofo y economista que Proudhon, y muchas de sus críticas de las concepciones del francés están plenamente justificadas. No obstante, alienta un fondo de verdad en la réplica de Proudhon a la diatriba de Marx. «Lo que viene a significar la obra de Marx es lo mucho que lamenta que mis juicios fueran en todos aspectos idénticos a los suyos y que yo me anticipara en exponerlos».[89]
Es necesario aclarar que la importancia de las primeras obras de Proudhon no radica simplemente en sus especulaciones teóricas, por sugestivas que se nos antojen, ni en frases del calibre «la propiedad es un robo» o «la clase más numerosa y pobre», lugares comunes todos de la retórica revolucionaria, sino que reposa fundamentalmente en el conjunto de su concepción acerca de la naturaleza del hombre y de la sociedad. Como hemos visto, lo que en opinión de Proudhon caracteriza al hambre es el trabajo, y el que no trabaja deja de ser hombre y de llevar una vida moralmente saludable. En consecuencia, el cotidiano quehacer es tanto una necesidad social como una virtud moral, y proporciona a un tiempo el elemento básico de la vida económica y social y la norma ética por antonomasia. Aunque Proudhon era un intelectual y admite el valor del trabajo en esta índole, cuando alude al factor trabajo lo hace pensando en el campesinado o en el artesano. Si en la línea del pensamiento de Marx es el proletariado la clase destinada por las leyes inmutables de la historia al logro del triunfo, para Proudhon el proletariado sólo es la clase a través de cuyos afanes y sufrimientos se haría posible un orden nuevo tanto moral como social. El sentido de la dignidad del trabajo y la necesidad de preservarlo de la degradación impuesta por las máquinas y de la explotación infligida por el sistema capitalista, palpita en toda la obra de Proudhon, y esta idea de la tarea que el trabajador debe imponerse, así como de su misión en el mundo, constituye la base de todo el pensamiento anarquista subsiguiente.
Sin embargo, la doctrina de Proudhon acerca del puesto vital que ocupa el trabajador en la sociedad no le impidió ver las fallas y los defectos que padece este mismo trabajador, fallas que él conocía de sobra. Notó, en efecto, el cúmulo de tareas de la clase trabajadora, y lo mismo para él que para su primer amigo y discípulo, el pintor Gustavo Courbet, los trabajadores eran, antes que nada, individuos y no el simple y anónimo símbolo de la dignidad del trabajo, tal como aparecen en la obra pictórica de otro contemporáneo, Jean François Millet. De acuerdo con Proudhon, «el hombre, antes de que el destino lo convierta en tirano o en esclavo, es tirano o esclavo por voluntad propia; el corazón de los proletarios es como el de los ricos, un sumidero de ardiente sensualidad y un antro de suciedad e hipocresía».[90] «El mayor obstáculo que la igualdad a de vencer no es el aristocrático orgullo de los ricos, sino el egoísmo indisciplinado de los pobres». Para cambiar la naturaleza del hombre, no basta con cambiar las instituciones de la sociedad. Cualquier reforma realista entraña la reforma moral del individuo. «El hombre es por naturaleza un pecador; es decir, no es un ser malvado en su sustancia, sino más bien un ser de imperfecta hechura cuyo destino se centra en una perenne lucha para encarnar el ideal de hombre».[91] En este punto surge una nueva diferencia con utopistas como Saint-Simon y Fourier, para quienes bastaba un cambio en el ambiente social del hombre para cambiar su naturaleza, y con Marx, para el que la moralidad se hallaba enteramente supeditada a las circunstancias materiales. La insistencia de Proudhon en la necesidad de un esfuerzo voluntario por parte del individuo fue recogida por la teoría y la práctica anarquistas posteriores, e igualmente por toda una escuela del pensamiento socialista francés.
La conciencia que Proudhon tenía de la frágil naturaleza del hombre y de su pecado original lo colocó mucho más cerca de Dios que la mayoría de los anarquistas. Para él, Dios y el hombre se hallan enfrentados, y su lucha es la de este hombre con la parte más sana de su espíritu. «Pero Dios y el hombre, pese a la necesidad que encadena el uno al otro son irreductibles; lo que los moralistas han llamado, recurriendo a una mentira piadosa, la lucha del hombre consigo mismo, no es en realidad más que la lucha de este hombre contra Dios, la contienda de la reflexión contra el instinto, la lucha de la razón, el discurso, la opción y la contemporización contra la pasión impetuosa o fatal, y constituye, en definitiva, una prueba irrefutable de esta irreductible condición».[92] Si las ideas de Proudhon sobre la organización de la sociedad se basan en la creencia en la posibilidad de leyes económicas y sociales racionales, su concepción de la naturaleza humana se basa en la comprobación del poder de los irracional y del constante esfuerzo que se le exige al hombre para imponer el elemento racional. El orden propugnado para el futuro no es una utopía fácilmente alcanzable en un plazo inmediato, y cuando Proudhon escribió en su cuaderno de notas las palabras «Libertad, Igualdad, Fraternidad: yo diría mejor Libertad, Igualdad, Severidad»,[93] sabía perfectamente lo que pretendía expresar.
Esta percepción de la innata violencia en el hombre y de la importancia que en su conducta presenta el factor irracional, hizo que los intelectuales posteriores de derecha, y también los filósofos de la violencia anarquista, consideraran comprobar si incidencia en la propia obra y la personalidad de Proudhon, en el sentido de que los aspectos contradictorios que observó en la naturaleza humana quedan también plasmados en su conducta y en sus escritos. Su violento carácter no le movió, sin embargo, a tomar parte directa en ninguna revolución. Aunque en el curso de la revolución de 1848, en París, pudiera exclamar que estaba «oyendo el sublime horror de los cañonazos», no se sentía, como Bakunin, irresistiblemente atraído hacia el mismo centro de la revuelta. Por el contrario, la línea general de su pensamiento se muestra decididamente partidaria de los métodos pacíficos, sin que pudiera ocultar su temor de que la revolución trajera consigo una nueva tiranía. «No debemos partir del supuesto de que la acción revolucionaria sea el único medio de llevar a cabo la reforma social —escribía Marx poco antes de su ruptura—, y porque tal acción conduciría simplemente a la fuerza y a la arbitrariedad; en resumen, supondría una contradicción».[94]
La violencia del carácter de Proudhon reviste un matiz más personal y se dirige, mediante estallidos de alarma, a gentes tales como los judíos y los homosexuales, y de rebote, contra Inglaterra. En algunas ocasiones se manifiesta rigurosamente opuesto incluso al derecho de la sociedad a sancionar a sus miembros, y otras veces por el contrario, clama por el uso de la pena de muerte, y, en casos extremos, por la aplicación de la tortura.[95]
Hacia el final de su vida, Proudhon intentó arbitrar medios para canalizar los instintos violentos del ser humano por cauces y objetivos racionales. Culpaba a estos instintos de las guerras y consideraba que un sistema de derecho sólo tenía efectividad, fuera nacional o internacional, si disponía de los ingredientes necesarios para combatir los sentimientos de odio y de venganza naturales en el hombre. En la sociedad que observaba, la guerra, debido a sus implicaciones psicológicas, era absolutamente inevitable. Pero como los esfuerzos para reducirla a determinadas proporciones por medio de acuerdos se iban debilitando, no quedaba otra alternativa que la de abogar por su desaparición. «El siglo XIX, si quiere cesar en su decadencia, ha de imponerse como meta acabar con el militarismo».[96] La guerra sólo se extinguiría una vez se llevara a cabo la revolución social, que proporcionaría el medio adecuado de anular los instintos de odio y venganza en beneficio de un sistema legal que gozara del general respeto.
El extremado puritanismo que se observa tanto en la obra como en los escritos de Proudhon, en especial en lo tocante a las cuestiones sexuales, procede de su convicción de la naturaleza violenta, ciega y destructiva de los instintos humanos. En efecto, una de las ventajas del trabajo riguroso sería la de amenguar la intensidad del apetito sexual, lo que al mismo tiempo actuaría como instrumento de control sobre el crecimiento de la población. Proudhon era un ferviente antifeminista; el puesto de la mujer, según él, está en el hogar, y no tiene más alternativa que la de convertirse en ama de casa o en mujer frívola. Proudhon estuvo, efectivamente, muy vinculado a su madre, y las cualidades campesinas de frugalidad y abnegación que halló en ella quedan en su obra elevadas al rango e máximas virtudes espirituales de la mujer. Su esposa respondía por entero a esta concepción. Después de encontrarse en plena calle con una singular muchacha que, a juicio suyo, ofrecía todos los rasgos de una honesta trabajadora, Proudhon, le escribió: «Tras las consideraciones de edad, fortuna, semblante y moral, viene la de la educación, y a este respecto me permitiría que le diga, señorita, que siempre sentí desprecio por la mujer altiva, la artista o la escritora…, pero la mujer hacendosa, sencilla, graciosa, espontánea, entregada a sus menester…, en suma, la que posee las cualidades que a mi modo de ver la adornan a usted tiene todo mi respeto y admiración».[97] (Lo cierto es que en su caso, ese peculiar sistema de elegir esposa dio tan buen resultado como otro cualquiera).
La familia, pues, constituye en Proudhon, la base sobre la que descansa su sociedad ideal, punto en el que difiere una vez más de los patrones seguidos por los socialistas utópicos. «Point de famille, point de cité, point de république»,[98] escribió. En la sencillez, creada a la imagen campesina, que reinaba en el seno de su familia (admirable reproducida en el famoso lienzo de Courbet) halló proudhon, tal como manifestaba a los demás, una evasión de las tenciones que los atenazaban. Lo que hizo de él un revolucionario tan eficiente fueron sus propios apasionados e instintos sentimientos, y, sin querer olvidad su riqueza cultural ni sus intentos de sistematizar una filosofía revolucionaria, fueron esos sentimientos, como Proudhon observó por sí mismo, lo que le proporcionaron el vigor de que dio pruebas, a pesar de ser también, culpables, de ciertas inconsistencias de su pensamiento, de su violencia y sus prejuicios. Proudhon sintetiza esta faceta de su ser con una observación trascrita en su cuaderno de notas: «¿De dónde proviene esta pasión por la justicia que me atormenta, irrita y apesadumbra? No puedo explicármelo. Sólo sé que es mi Dios, mi religión y mi ser, y que si trato de justificarla con argumentaciones filosóficas, fracaso en el empeño».[99]
En los libros y folletos que Proudhon escribió en los años cuarenta y se ocupó fundamentalmente de plasmar sus opiniones filosóficas y económicas, sin aludir excesivamente a la organización política que tendría la sociedad cuando se hubieran logrado los cambios que él propugnaba sobre la propiedad de los medios de producción y el sistema de cambio. Lo que sí aparece claro es desde un principio es su repulsa de la idea del Estado. «¿Qué es el gobierno?», se preguntó en 1840, y, para responderse, acudió a la explicación sansimoniana: «El gobierno es la economía pública, la suprema administración del trabajo y de los ingresos de la nación».[100] Más tarde, en su ¿Qué es la propiedad?, vuelve a insinuarnos la dirección en que se orienta si pensamiento político: «La libre asociación y la libertad, limitadas sólo por el mantenimiento de la igualdad en los medios de producción y la equivalencia en el cambio, constituyen la única forma posible de sociedad, la única auténticamente justa. La política es la ciencia de la libertad; el gobierno del hombre por el hombre, sea cual sea el nombre que quiera dársele, no significa más que opresión. La más alta perfección en la sociedad es la conjunción del orden y la anarquía».[101] Fueron, sin embargo, las experiencias de proudhon en el curso de la revolución de 1848 lo que le impulsó a ocuparse de la problemática de la organización política y económica de la sociedad, conduciéndole a la elaboración del doble programa que sintetizó cuando dijo: «Nuestra idea del anarquismo es doble: no al gobierno, tras decir no a la propiedad».[102] Es precisamente esta negación del gobierno y de la propiedad lo que hace de Proudhon el primero de los pensadores anarquistas auténticamente puros y efectivos.
A pesar de que ya en 1848 era Proudhon ampliamente conocido como autor de distintos folletos revolucionarios, sus contactos con las organizaciones activistas habían sido hasta entonces escasos. Es cierto que en Lyon estuvo en contacto con un organización radical casi secreta, la de los Mutualistas, nombre que más adelante restablecieron sus propios seguidores, y que pudo comprobar la fuerza potencial que albergaba el proletariado industrial, pero por instinto se oponía a cuanto entrañara acción política; los objetivos, los métodos y los motivos de los demócratas liberales de la clase media, y los propuestos por los partidarios de las ideas de Saint-Simon y de Fourier, no le causaban más que escepticismo. Sin embargo, la Revolución de 1848 lo obligó a tomar parte en las actividades del género que tan claramente atentaban contra sus principios. El clima de apasionamiento general hizo mella en él, y, así, puedo vérsele en plena calle, entregado a la tarea de ayudar a descuajar un árbol para hacer con él una barricada: el único acto revolucionario de su vida del que se tiene noticia. Por esa misma época redacta un folleto apremiando al pueblo para que derrocase a Luís Felipe, permitiéndole, además, que lo eligieran como su diputado ante la Asamblea Nacional. No obstante, nunca dejó de tener por falsos los objetivos de esa revolución. En lugar de la revolución social y de la reforma general del sistema de la propiedad, los dirigentes de la Segunda República sólo parecían interesados en llevar a cabo cambios políticos y constitucionales. Incluso la tentativa de patrocinar la acción económica que suponían los Talleres Nacionales, por cuya implementación había abogado hasta entonces Louis Blanc, y que el gobierno prohijó, con algunas modificaciones, en un vano esfuerzo para afrontar el creciente desempleo y malestar, se le antojaba a Proudhon una iniciativa basada en principios falsos, pues se limitaba a sustituir la coerción privada de los patronos por la del Estado. En consecuencia, la carrera de Proudhon en la Asamblea Nacional fue totalmente negativa. «Voté contra la constitución no porque contenga cosas que yo desapruebe o porque no contenga las que yo favorezco. Si voté contra es, precisamente, porque se trata de una Constitución».[103] A Proudhon lo decepcionó el que la Asamblea no le permitiera llevar sus planes de reforma económica. Cuando trató de someter a su aprobación un proyecto organizado el sistema de impuestos por el que las fortunas privadas quedaban ampliamente gravadas a fin de permitir la concesión de créditos bancarios y subsidios a los campesinos y trabajadores, se vio acogido con risas de incredulidad, al mismo tiempo que el salón de sesiones se vaciaba rápidamente. Tampoco, como ya hemos visto, alcanzó mejor destino su tentativa de formar en 1849 un Banco del Pueblo organizado por iniciativa privada.
La experiencia de 1848 le desengañó profundamente, y su primera reacción fue de intensa pesadumbre. «Sí, hemos sido derrotados y humillados; sí, gracias a nuestra indisciplina e incapacidad para la revolución, estamos todos dispersos, encarcelados, desarmados y mudos…».[104] Desde 1849 en adelante, Proudhon renunciaría, en beneficio de su obra, a inmiscuirse en la política y en las reformas de este matiz, para convertirse paulatinamente en un genuino anarquista.
En enero de 1849 Proudhon publicó un violento ataque contrate Luís Napoleón quien hacía poco tiempo que lo habían elegido como presidente de la República, lo que le valió ser procesado por delito de sedición. Durante algunos meses logró vivir escondido, pero en junio fue detenido y encarcelado; no obstante los tres años que duró su reclusión la mayor parte de este tiempo lo fue en condiciones que le permitieron redactar artículos y ver a su familia y a sus amigos. El resto de su vida (proudhon murió en 1865) tuvo que ganarse precariamente la existencia escribiendo folletos y colaborando en los periódicos, consolidando su reputación de intelectual totalmente libre e indomable, al que no podían silenciar ni las penas de prisión ni el exilio. En cuanto a su actitud ante Luís Napoleón, fue de una flexibilidad sorprendente en él. Al carecer el golpe de Estado de 1851. Proudhon dispensó incluso una buena acogida a su dictadura. Sus razones resultan confusas y contradictorias. Por una parte —como aquellos filósofos del siglo XVIII que creían en el déspota benévolo—, no había perdido por completa la esperanza en Luís Napoleón atendiera sus proyectos relativos a una reforma impositiva y al libre crédito, y, por otra, la figura del dirigente se le aparecía a Proudhon como una salvaguardia contra la restauración borbónica, que, en ese momento de organizar una democracia burguesa, se presentaba como la única alternativa posible. Asimismo parece que en su aceptación del golpe de Estado hubo por parte de Proudhon un elemento de alegría por el mal ajeno. Al igual que acontecería en 1932 con los comunistas alemanes, más dispuestos a favorecer el ascenso al poder de Hitler que a colaborar con sus opositores de la social-democracia, también Proudhon creía ver en la dictadura un medio de batir a sus adversarios y su paso previo hacia la revolución, una etapa en el colapso final de la sociedad establecida, susceptible de preparar el camino de una auténtica reforma económica y social.
La acogida que dispensó Proudhon a la dictadura de Luís Napoleón, así como sus ataques a la democracia liberal y al sufragio universal, imprimieron un extraño signo en su reputación. En el siglo XX. Algunos miembros de la extrema derecha lo han aclamado como a uno de sus precursores, y se le ha conceptuado como antecesor de Maurras y de la Action Française, llegándose incluso, bajo el régimen de Vichy, a su exaltación como representante genuino del verdadero socialismo «francés» en contraste con la familia de los marxistas rusos. En verdad, no resulta fácil integrar a Proudhon dentro de la tradición del pensamiento político liberal «progresista». Su denuncia a la naturaleza violenta e irracional del hombre, su puritanismo, su desprecio por las elecciones, por los parlamentos y la terminología de la jerga gubernamental democrática, bastarán para explicar la atracción que en ocasiones ha ejercido sobre pensadores de corte fascista. Pero cometeríamos un grave error si consideráramos estos rangos como el núcleo doctrinal o si la tildáramos de profeta de las dictaduras del siglo XX atendiéndonos a la favorable actitud desplegada con motivo de la accesión de Luís Napoleón al Poder.
Su obra La revolución social demostrada por el golpe de Estado del 2 de diciembre,[105] que tanto dañó la reputación de Proudhon entre los demócratas liberales, lo mismo en su tiempo que posteriormente, no hace más que demostrar que él mismo se encontró en una posición un tanto ambigua. Los sucesos de 1848-51 habían demostrado la ingrávida posición del pensamiento político y económico convencional. Desde 1789, ninguno de los regímenes políticos franceses había sido capaz de asegurar los «principios del 89», que Proudhon definía como libertad de utilizar la propiedad y libertad de trabajo, así como una división natural e igualitaria de este trabajo libre, basada más en las capacidades de cada cual que en los privilegios de cuna. La historia de los últimos sesenta y cuatro años, decía proudhon, había demostrado claramente que no era posible la instauración de un gobierno despótico. Aparece entonces como salida necesaria la organización de una sociedad que se basara, no en un gobierno central con funciones permanentes, sino en el juego ininterrumpido, pero cambiantes de interés: «Si existe un gobierno, sólo puede ser el resultado de una delegación de funciones, convenciones o federación; en una palabra; del libre y espontáneo consentimiento de todos los individuos que integran la comunidad del Pueblo, cada uno de los cuales alega y reclama la garantía de sus propios intereses. De este modo, el gobierno caso de que exista uno, deja de ser la autoridad que ha sido hasta el momento para erigirse en representación de las relaciones que presiden todos los intereses diamantes de la libre propiedad, trabajo, comercio y crédito, t adquirir un valor meramente representativo, como ocurre con el papel moneda, que sólo tiene valor por lo que representa».[106] Si se organiza la sociedad sobre la base de una acción reciproca de intercambio, y si esta organización se fundamenta, además, en la «relación existente entre libertades e intereses». Entonces, nos dice Proudhon, se desvanece toda diferencia entre la economía y la política. «Para que se dé una relación entre los intereses, de modo que respondan y hablen por sí solos, formulen sus demandas y peticiones actuando… En última instancia, todos son el gobierno, de modo que mal puede decirse que éste exista realmente. Así pues, el sistema de gobierno se sigue de su propia definición: hablar de gobierno representativo significa hablar de relación de intereses, y hablar de relación entre intereses significa ausencia de gobierno»[107]
Pero no fue por mucho tiempo que Proudhon abrigó la esperanza de que Napoleón III diera acceso a una nueva sociedad en la que el gobierno abriera el camino a una libre acción recíproca dentro del marco de una economía descentralizada y mediante el concurso de distintos grupos sociales. En su lugar, los monopolios que Proudhon había atacado, tan denodadamente, la policía y los burócratas a quienes había denunciado, las ideas económicas y sociales que había rechazado, ahora todo parecía más firmemente enraizado que nunca en la sociedad francesa. Sin embargo, las ideas que la revolución de 1848 y la Segunda República le había obligado a desarrollar continuaron formando el sistema nervioso de sus escritos posteriores. La única esperanza de llegar a las reformas más económicas que Proudhon propugnaba residía en la completa organización de la sociedad, de manera que los intereses económicos, adecuados y equitativamente ordenados, cooperaran en provecho mutuo y sin intervenciones de ninguna autoridad central. «Lo que arbitramos, en lugar del gobierno, será una organización industrial —escribía Proudhon en 1851—; en vez de leyes tendremos contratos…, y en el puesto de los poderes políticos dispondremos las fuerzas económicas».[108]
En los escritos que median desde el año 1848 hasta su muerte, que constituye una abundante literatura, Proudhon oscila entre los comentarios a la política del momento y la exposición detallada de los puntos antes mencionados. Pero lo cierto es que, dejando a parte la circunstancia de que entre 1858 y 1862 tuviera que buscar refugio en Viena para escapar a una nueva pena de prisión se volvió menos revolucionario. Lo que fundamentalmente le interesaba era poner en relieve las contradicciones de la sociedad y predicar la inevitabilidad del cambio, pero no detallar lo que sería esta sociedad después de la revolución. Esto le impide trazar el sugestivo y preciso (aunque a menudo ridículo) plan de un Godwin o un Fourier, al tiempo que deja pendientes de resolución y ello es un mal endémico en el pensamiento anarquista, las dificultades que surjan de la aplicación de su ideario social. En De la Justicia en la Revolución y a al Iglesia, [109] su obra más extense, Proudhon recurre a la naturaleza del hombre como única garantía para la puesta en práctica y normal progreso del anarquismo por él propugnado. La justicia, principio fundamental de la sociedad, no es ni revelada por Dios ni se halla enraizada en la naturaleza, sino que es una «facultad del alma» que requiere solícita atención. «La justicia, tal como nos enseña el ejemplo de los niños y de los salvajes, es de entre todas las facultades anímicas la que más tardía y lentamente se desarrolla; necesita de una disciplina educación en la lucha y en la diversidad»,[110] escribe Proudhon, y agrega: «Cuando se desarrolle en los hombres este sentido de la justicia, las relaciones mutuas vendrán presididas por el respeto hacia la dignidad humana, que surgirá espontáneo en ambas partes; y ello en cualquiera persona y ante cualquier circunstancia que suponga un atentado contra esta dignidad, sin que importen los riesgos que para su defenece sea necesario correr».[111] Y más adelante escribe: «¿Qué es lo que garantiza la observancia de la justicia? Pues exactamente lo mismo que garantiza el respeto del comerciante al dinero: la confianza en la reciprocidad; es decir, la justicia misma. Para los inteligentes y los que se consideran libres, la justicia es la razón suprema de sus decisiones».[112] Con estas palabras, lo que hace Proudhon es recurrir al Kant de sus primeras lecturas y a su filosofía moral; la sociedad del autor francés reposa en el imperativo categórico y en la máxima «Haz lo que quisieras que hiciesen por ti».
Proudhon imagina una sociedad en la que los hombres intercambian el producto de su trabajo con aquellos otros bienes que necesitan; las instituciones necesarias para hacer tal cosa factible surgirán de los acuerdos normalizados entre los grupos comunitarios correspondientes. En ocasiones, su obra insinúa la existencia, reducida al mínimo, de un gobierno central con carácter permanente, constituido por las representaciones de las comunas que componen el Estado. En otro lugar indica que la existencia de este gobierno centralizado sólo tiene razón de ser en la fase inicial de reorganización de la economía y reconstitución de la sociedad. De todos modos, la clave de la nueva organización es, en todo caso, el federalismo, idea que absorbería por completo a Proudhon durante los últimos años de su vida y que, después de su muerte, alcanzaría gran importancia política. La sociedad debe estructurarse en unidades reducidas. «Si la familia era en la sociedad feudal el elemento básico, en la nueva comunidad lo será el taller».[113] Estas células sociales menores se hallarán, dentro de la comuna, en situación de independencia mutua y la comuna correrá con la responsabilidad de asumir las funciones administrativas que se presenten como necesarias. En determinadas ocasiones, estas comunas deberán unirse para lograr ciertos propósitos, pero cualquier delegación de poder en una autoridad central debe quedar sujeta a fuertes limitaciones y a un control; así por ejemplo, las tropas necesarias para hacer frente a una hipotética invasión deberán ser reclutadas y organizadas por las autoridades locales, salvo el caso de una gran guerra, sin que sea necesario disponer de un presupuesto o administración central permanentes. Pero Proudhon nunca aborda de plano las dificultades que en la práctica confrontan todos los sistemas federales; es decir, el de cómo establecer niveles de vida similares entre comunas de diferentes recursos económicos. Esta laguna se explica, en parte por el hecho de que Proudhon, como todos los anarquistas, imagina una comunidad formada por hombres que viven una vida austera, con un mínimo de necesidades. Nunca pudo olvidar sus orígenes, y en su obra se manifiesta siempre la tendencia a identificar a todos los hombres con los campesinos de Franco Condado o con los decorosos y dignos impresores entre los que hizo el aprendizaje de su profesión. Por más que insistiera en que «el taller es la base de la nueva sociedad», se trata de sin lugar a dudas de un taller de ribetes campesinos, en el que los artesanos son, en el fondo, pequeños arrendatarios. Proudhon escribió después de la revolución: «Con la humanidad ocurrirá lo descrito en el Génesis: se ocupará en el laboreo y el cuidado de la tierra, lo que ha de proporcionarle una vida pletórica de dicha. Como recomienda el filósofo Martín de Candide, los hombres cultivaran su jardín. La agricultura, antiguamente trabajo de esclavos, se convertirá en una de las artes más estimadas,[114] y la vida del hombre trascurrirá honestamente, sin verse en la necesidad de traicionar sus ideales».[115]
Los grupos de los que ha de emerger esta nueva sociedad deben ser racionales y naturales a un tiempo. «Cada vez que el hombre con su esposa y sus hijos, se agrupa en determinado lugar, mora en él y cultiva de consuno el suelo, desarrolla diferentes industrias y crea relaciones mutuas de vecindad, imponiendo por encima de los individuos un estado de solidaridad sea o no de su agrado; forma lo que yo domino un grupo natural que no tarda en erigirse en organismo político mediante la afirmación de su identidad, unidad, independencia forma de vida, curso de acción y autonomía».[116]
Este entusiasmo que Proudhon manifiesta en pro del federalismo y de las células sociales reducidas, lo colocó en una posición algo singular, pues en cierta ocasión defendió a los jesuitas por su actitud favorable a la independencia de los cantones durante la guerra civil suiza de 1846, y en otra coyuntura apoyó fervorosamente a los estados sudistas en la Guerra de Secesión norteamericana, advirtiendo que sacrificar los derechos de los estados del Sur por la política antiesclavista de la Unión significaba, simplemente, que los negros pasarían a ser proletarios en lugar de esclavos, lo que para Proudhon no suponía ningún progreso notorio. Con sus violentos ataques contra Manzzini y Garibaldi, incurrió en las iras de los liberales, pues Proudhon reprochaba a estos dirigentes su propósito de establecer una unidad nacional artificial, en la varia y heterogénea población de Italia. Se muestra, asimismo, decidido partidario del estado multinacional, y, aunque a veces presenta ciertos matices de chauvinismo francés dentro de la tradición jacobina, ni veía con buenos ojos las peticiones de «fronteras naturales» y de autodeterminación nacional. Caso prácticamente único entre los intelectuales de su época, Proudhon se oponía al movimiento de independencia polaco, arguyendo que un Estado polaco independiente caería enteramente en poder de la aristocracia reaccionaria. (Era éste uno de los pocos puntos en que coincidía con Richard Cobden, en agudo contraste con Bakunin, quien por aquel entonces había fletado un buque para lleva acabo una expedición —que fracasó— a Polonia, con el objeto de ayudar a la rebelión de 1863).
Proudhon no fue un filósofo que, como hizo William Godwin, construyera una estructura racional coherente. Nos hallamos más bien ante un autor cuya influencia se debe principalmente a la acuñación de algunos lemas («La propiedad es un robo», «Dios es malo») y a cierto número las ideas básicas, con frecuencia reiteradas, en torno a la naturaleza del hombre y a la futura organización de la sociedad. Al propio tiempo, la exaltada pasión de su naturaleza, su rotunda negativa al conformismo o al compromiso, sus vastos y singulares conocimientos…; todo contribuyó a convertirlo en un periodista y folletista de primer orden. De los tríos gros volumen de su Justicia se vendieron seis mil en poco tiempo, y aunque el número de diez mil lectores de sus artículos que Proudhon señala, hallándose exiliado en Bélgica, sea probablemente exagerado, su influencia era ciertamente considerable, no sólo entre las organizaciones obreras francesas que por el año 1860 se multiplican, sino también en el extranjero, particularmente, en España y en Italia.
A pesar de que esta denuncia del lado irracional del hombre y de la violencia que potencial alienta en todo ser humano han conducido en el siglo XX a un renovado interés por la obra de Proudhon, el mensaje que él legó a sus contemporáneos es en realidad muy sencillo. Se trata de suprimir la existencia de financieros y rentistas, de asegurar al trabajador el valor íntegro de los bienes que produce, del desarrollo de grupos reducidos que se prestan mutua ayuda en sustitución de las factorías y los centros de trabajo deshumanizados, y esta constante que es su encomio de las virtudes de la vida campesina; un programa, pues, que presenta un contenido realmente positivo. El mensaje negativo, por decirlo así, de Proudhon es todavía más lúcido y contiene la esencia del anarquismo, o, por lo menos, una vértice del mismo: «Ser gobernado significa ser observado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, regulado, inscrito, adoctrinado, sermoneado, controlado, medido, sopeado, censurado e instruido por hombres que ni tienen el derecho, los conocimientos ni la virtud necesarios para ello. Ser gobernado significa, con motivo de una operación, transacción o movimiento, ser anotado, registrado, controlado, gravado, sellado, medido, evaluado, sopesado, patentado, autorizado, licenciado, aprobado, aumentado, obstaculizado, reformado, reprendido y detenido. Es, con el pretexto del interés general, ser abrumado, disciplinado, puesto en rescate, explotado, monopolizado, extorsionado, oprimido, falseado y desvalijado, para ser luego, al menos movimiento de resistencia, a la menor palabra de protestas, reprimido, multado, objeto de abusos, hostigado, seguido, intimidado a voces, golpeado, desarmado, estrangulado en el garrote, encarcelado, fusilado, juzgado, condenado, deportado, flagelado, vendido, traicionado y por último, sometido a escarnio, ridiculizado, insultado y deshonrado. ¡Esto es el gobierno, esto es la justicia y esto la moralidad!». [117] Tanto en los aspectos positivos como negativos de su doctrina, Proudhon se acredita como el primero y más importantes de los filósofos anarquistas. Los que le siguieron no añadieron gran cosa a sus concepciones. Sólo quedaba por ver hasta qué punto estas ideas podían llevarse a la práctica.
En el mes de septiembre de 1864 se fundaba en Londres la Asociación Internacional de Trabajadores. Aunque fuera Kart Marx el organizador de la asamblea, y a pesar de que desde el principio de esa Primera Internacional hubiese determinado ejercer su dirección y control, los delegados franceses que asistieron eran prácticamente discípulos de Proudhon. En efecto, Proudhon se encontró en el último período de su vida, por vez primera desde 1848, enfrentado con el problema de qué actitud tomar ante la acción política de tipo práctico llevada a cabo por los movimientos de la clase obrera que en los últimos años se habían ido formando en Francia. En 1863, un grupo de obreros parisienses expuso su intensión de presentar candidatos a las elecciones para el Corps Législatif. Su dirigente ere Henri Tolain, un obrero fundidor y precisamente el ideal de obrero que Proudhon propugnaba: sobrio, parco, decoroso, digno y poseído por la pasión de la lectura y el conocimiento. Tolain logró en 1862 organizar con éxito una delegación de obreros franceses que se sumó a las manifestaciones surgidas con motivo de la Gran Exposición de Londres. Tolain aprovechó esta oportunidad para exponer su idea de la necesidad de decirles a los obreros: «Somos libres, organicémonos nosotros mismos, y hagámonos cargo de nuestros intereses».[118]
Proudhon se manifestó totalmente opuesto. Durante los últimos años había estado abogando por la abstención en todo tipo de elecciones, como señal de desaprobación por el falso carácter constitucionalista del Segundo Imperio. Considera que sólo mediante una masiva muestra de desaprobación y la negativa de participar en el sistema quedaría al descubierto la hipocresía del régimen imperial. Proudhon no alcanzó los resultados esperados en su campaña contra el voto, quedando claro con tal motivo que muchos de sus discípulos más fervientes como el propio Tolain, no podía hallar satisfacción alguna en una política tan negativa como la de la abstención. Fue precisamente como respuesta al «Manifiesto de los Sesenta» que Proudhon se creyó, un año antes de su muerte, en la obligación de definir y revisar su posición. En su libro De la capacidad política de las clases obreras[119] todavía en la fase de corrección de pruebas al sorprenderle la muerte, insiste en la mayoría de las enseñanzas anteriormente expresadas. La diferencia es que, al fin, Proudhon acepta la posibilidad para la clase obrera de conseguir ciertos objetivos mediante instrumentos políticos. «En el sino de la sociedad se gesta un hecho social de suprema importancia: el acceso (y llegado a este punto echa mano de una de las frases sansimonianas que utilizara unos treinta años antes aproximadamente) a la vida política de la clase más numerosa y pobre».[120] Proudhon, en efecto, estaba preparado para aceptar esta nueva evolución política, pero no deja de insistir en que la acción política, fuera la que fuese, no puede basarse en el principio mayoritario. Sólo mediante la acción de grupos reducidos —repite— que cooperen en la vida social y económica cotidiana y vivan en términos de respeto mutuo, se puede alcanzar cierto progreso. De no ser así —y es de las desventajas de la acción política, antes que sus ventajas, que Proudhon se muestra conciente—, la política que surgirían muchos socialistas sólo podía conducir al desastre. «Este sistema político admite la siguiente definición: una democracia compacta fundada, en apariencia, en la dictadura de la masas, pero en la que éstas sólo disponen del poder necesario para asegurar la continuidad de la servidumbre»,[121] escribe.
Las doctrinas de Proudhon ejercieron en la inteligente clase obrera del Segundo Imperio considerable influjo, aunque sólo fuera a causa de las contradicciones y anomalías que impregnaban la vida económica de la Francia de a mediados del siglo XIX. Era aquél un período de continua mutación, la época en que la construcción de ferrocarriles, de nuevas y vastas factorías; época de expansión bancaria, de la fundación de los primeros grandes almacenes, de la puesta en marcha del plan que esbozó el barón Haussmann (al que Proudhon aborrecía) para el nuevo París. En una época en que el salario real del obrero permanecía estacionario, las diferencias y los antagonismos de clase adquirían mayor virulencia, particularmente en París. Pero mientras en un sector de esta población laboral quedó desgajado de sus primitivos oficios, aprisionados entre los tentáculos del imperio industrial ciudadanos, otro sector continuaba afecto al trabajo artesano y familiar o a las labores en pequeños talleres, cultivando a menudo una porción de tierra, lo que les confería cierto carácter campesino.[122] Los cabecillas que en ese momento se hallaban al frente de la clase obrera, hombre como Tolain, ansiosos de poner en práctica los postulados teóricos de Proudhon, eran dirigentes perfectamente concientes de estos cambios y contrastes. «El dirigente de la clase obrera no es hoy ni un artesano ni proletario; es, en general, un hombre que ha pasado su niñez en el campo y no lo ha relegado al olvido; es, sobre todo, un hombre familiarizado con el pequeño taller, pero que no deja de seguir atentamente el desarrollo de la gran factoría… Es un hombre bien informado que intenta anticiparse y formarse una imagen del futuro… Medio campesino, medio obrero, mezcla sutilmente el realismo y la utopía»[123] indica un historiador social francés. Bien pueden ser estas palabras el retrato del propio Proudhon o de discípulos suyos, como Tolain (aunque éste provenía de la antigua clase artesana de París y no del campo), o en Eugenio Varlin, el joven encuadernador que se convertiría en uno de los líderes de la sección francesa de la Internacional y de la Comuna de 1871.
En los años sesenta los discípulos de Proudhon ponen en práctica los principios de asistencia mutua y autoformación que había esbozado el maestro. Varlin, por ejemplo, funda en París vastas cocinas en régimen de cooperativa, dedicadas a proporcionar alimentos a los obreros. Al propio tiempo el tema acerca de la necesidad de llevar a cabo una revolución es objeto de constantes discusiones. La joven generación, de la que Varlin era el miembro más destacado, se mostraba con frecuencia impaciente ante las limitadas pretensiones de Tolain y los militantes de más edad. De la sede central de su organización —una habitación en la rue des Grandvilliers, la misma calle, según recordarán sus historiadores, en la que Jacques-Roux predicó en 1793 la revolución social—, surge una corriente de ideas proudonianas que enfrentarían a la sección francesa de la internacional con Kart Marx.
En definitiva, la influencia ejercida por Proudhon sobre la clase obrera francesa fue más a largo plazo que de carácter inmediato. En los años sesenta, ni Tolain ni Varlin contaban con muchos seguidores; solo con la Comuna de 1871 pasaron las ideas de Proudhon a incorporarse plenamente a la práctica revolucionaria francesa. Y Proudhon vivió lo suficiente para tener noticia y aprobar la fundación de la Internacional, pero, de hecho, sus discípulos no tardaron en darse cuenta de que los postulados que predicaba eran antagónicos con la disciplina centralizada que Marx trataba de imponer. No todos permanecieron en la senda del anarquismo, aunque las ideas proudonianas de cooperación y descentralización adquirieron en el pensamiento socialista francés considerable importancia, reflejándose más tarde, a principios del siglo XX, en los antagonismos que caracterizaron a los movimientos sociales alemán y francés.
Pero fue en 1860 cuando el movimiento anarquista adquirió consistencia en el campo del activismo. Las relaciones del propio Proudhon con Marx y Bakunin le vincularon a las más importantes tradiciones de la Europa socialista contemporánea y del pensamiento radical. Pese a su inactividad política Proudhon inspiró a un considerable sector de la militancia obrera, impulsando su acción hasta nuestra época. Por último, la creación de la Internacional —aunque trascendencia práctica inmediata no tuviera el alcance que sus instigadores o historiadores han pretendido— dio pie a que se patentizaran las diferencias entre Marx y sus partidarios de un lado y Bakunin y Proudhon de otro. Este choque escindiría fatalmente la unidad del bloque obrero europeo, ofreciendo dos fórmulas distintas para la revolución y dos visiones dispares de cómo quedaría configurado del mundo después de triunfo de esta revolución.