EL MITO DE LA REVOLUCIÓN
“La Revolución Francesa no es más que la precursora de una revolución de proporciones mucho más vastas y trascendentes que será la última de todas”. Graco Babeuf.
En 1909, el príncipe Kropotkin, el más destacado teórico anarquista de su generación,[42] publicada su historia La Gran Revolución Francesa. Afirmaba en ella: «Del estudio de la Gran Revolución sabemos hoy que fue la fuente y el origen de las concepciones comunistas, anarquistas y socialistas actualmente vigentes». Su libro finaliza, asimismo, con una fervorosa invocación al espíritu de la Revolución Francesa. «Una cosa es cierta, y es que cualquier nación que tome en nuestros días la senda de la revolución será la heredera de cuanto nuestros antepasados llevaron a cabo en suelo francés. La sangre que ellos vertieron fue derramada en beneficio de la humanidad, y los sufrimientos soportados lo fueron en pro de toda la estirpe; las luchas, las ideas que dieron al mundo y el efecto que éstas produjeron, forman parte del legado de la humanidad. Todo ello ha dado ya sus frutos y continuará dando otros, mejores todavía, a medida que avancemos hacía los dilatados horizontes que ante nosotros se extienden y donde, como una gran antorcha que ilumina el camino, flamean las palabras Libertad, Igualdad y Fraternidad».[43]
A fines del siglo XIX, la Revolución Francesa era ya, ciertamente, un mito arraigado al que acudían los historiadores de las distintas escuelas con el fin de darle la interpretación que convenía a sus respectivos propósitos. Poco antes de que viera la luz el libro de Kropotkin, Jean Jaurés, el líder de los socialistas franceses, se había ocupado ya de esbozar una historia «socialista» de la revolución. Los acontecimientos de 1830, 1848 y 1871 en Francia se sucedieron imitando conscientemente en cierto modo los sucesos de 1789 o de 1792, los momentos culminantes de la Revolución francesa proporcionaron términos con los que tipificar ciertas formas de acción revolucionaria; tal ocurre con la Comuna o el 18 brumario. Como suele acontecer con la mayoría de los sucesos históricos, la Revolución Francesa produjo sus efectos en dos niveles distintos. En Francia y en Europa tuvo consecuencias inmediatas, profundas e irreversibles, dejando grabada en la mente de los hombres un lema que ha seguido influyendo hasta hoy. Por lo tanto, si se quiere entender este influjo de la Revolución Francesa sobre los orígenes e historia del movimiento anarquista, es necesario apreciar el detalle de que aque3lla inició, de un lado, la creencia en la posibilidad de consumar con éxito movimientos de rebeldía contra el orden establecido, y de otro, suministró toda una serie de divisas o lemas hacia los que volverían la mirada los anarquistas de épocas posteriores. En realidad —importa decirlo—, la Revolución Francesa no era en modo alguno, en cuanto a sus fines, resultados e incluso métodos, de índole anarquista. De ella no se siguieron un la descentralización ni la abolición de la propiedad, postulados ambos absolutamente precisos en cualquier concepción anarquista de la sociedad. Por el contrario, de la Revolución provino un estado fuertemente centralizado y el arraigo en el poder político de una activa clase media. En tanto acertó a liberar a los campesinos de las ataduras feudales, creó al propio tiempo una nación de campesinos propietarios de sus tierras. Sin embargo, el mero hecho de que el recurso de los métodos revolucionarios sirviera para derrocar a una monarquía poderosa y a una consistente aristocracia, y reformarse radicalmente la estructura social de una gran nación, constituye una sin par conmoción política, la más impresionante que jamás se haya registrado en el transcurso de los siglos. Lo que ha ocurrido una vez, puede suceder de nuevo, y, en consecuencia, aunque los resultados finales de la Revolución no correspondieran exactamente a las esperanzas albergadas, siempre quedaba abierta la posibilidad de que la siguiente revolución cumpliera mejor su cometido.
Sin embargo, son de observar en la Revolución Francesa ciertas características que justifican las afirmaciones de los anarquistas y comunistas respecto a su semejanza con sus propios movimientos, características que despiertan mayor interés en los problemas sociales y económicos que en los de orden político y constitucional. En opinión de aquéllos, el gran período de la Revolución fue el de la primavera y verano de 1793, cuando los sans-culottes se echaron a la calle y cuando su continuada agitación logró el derrocamiento de los girondinos y el establecimiento de la dictadura jacobina. El alza experimentada por los artículos alimenticios, así como la general carestía de la vida, fomentó la revuelta entre los elementos populares, arma que Robespierre supo utilizar certeramente contra sus opositores: «Pour vaincre tes bourgeois, il faut rallier le peuple»,[44] diría. Pero los cabecillas de las facciones extremas del movimiento de los Sans-Culottes, como Hérbert o Jacques-Roux, no tardaron en sentirse frustrados ante los resultados que siguieron al triunfo de Robespieere, y, como Trotsky es una revolución después, cayeron víctimas del Terror que ellos mismo habían contribuido a instaurar. La agitación popular que caracterizo aquellos meses fue impulsada por idénticas reacciones humanas que las que condujeron a los hombres medievales a intentar toda una serie de movimientos populares, reacciones basadas en el instintivo deseo de procurar una más justa redistribución de las cargas y exigencias vitales. En 1793 alguien oyó a una mujer decirle a otra: «llevas un bonito vestido, pero ten paciencia; si dentro de poco dispones de otro, tendrás que darme uno, porque es así como queremos que sea; e igual ocurrirá con todo lo demás».[45] O, como declararon los Sans-Culottes de Beaucaire en el curso del parlamento que distinguieron a la Convención en septiembre de 1793: «No somos más que pobres y virtuosos sans-culottes; hemos formado una asociación de artesanos y campesinos…; sabemos quiénes son nuestros amigos: aquellos que nos ha liberado del clero y la nobleza, del sistema feudal, de los diezmos, de la monarquía y de cuantos males arrastra ésta en pos de sí; aquellos a quienes los aristócratas han llamado anarquistas, sediciosos (factieux) y maratistas».[46] Los epítetos resultaban significativos; el término «anarquista» fue adoptado por Robespierre para atacar a los elementos de izquierdas, a los que había utilizado para sus propios fines, pero de los que se hallaba decidido a liberarse. Después de su asesinato en 1793, Marat se convirtió en el héroe de todos los extremistas, cada uno de los cuales se arrogaba el privilegio de ser su sucesor.
Entre estos «anarquistas» existía un reducido número de cabecillas que supieron dar de lleno en la nota de la revuelta social que vendría a caracterizar más tarde la acción de los anarquistas. Así, por ejemplo, Jacques-Roux, el frustrado clérigo que por corto tiempo actuó como periodista y orador de masas, es conocido principalmente por haber sido el hombre que escolto a Luís XVI hasta el patíbulo y que rehusó atender a la demanda del rey de que se hiciera cargo de su última voluntad con las palabras de: «Je ne suis içi que pour vous mener à l’échafaud», ejemplo de brutal carencia de sentimientos o de revolucionaría devoción a la misión que uno ha cogido voluntariamente. Jacques-Roux es el más violento de los extremistas llamados enragés, y lo que le ha otorgado a justo título un puesto en la historia del anarquismo y el comunismo es la brutalidad de sus diatribas. Por otra parte, él fue quien, más vigorosamente que cualquier otro revolucionario, insistió en el hecho de que una libertad política sin libertad económica nada representa, y que lo importante no era el nuevo cambio político, sino la revolución social. «La libertad no es más que un fantasma inofensivo mientras existan hombres que puedan matar impunemente de hambre a otros. La libertad es un fantasma inofensivo cuando a través de un monopolio el rico logra ejercer el derecho de vida y muerte sobre sus semejantes»,[47] nos dice.
Si los actos de Jacques-Roux contribuyeron a inspirar las obras de los anarquistas posteriores, se debe a que constituyen una demostración del poder revolucionario que reside en la masa, un ejemplo de lo que puede la acción directa —en el caso que nos ocupa, el saqueo de las tiendas— y de cómo actos de pillaje y latrocinio pueden aparecer como actos de justicia social. Jacques-Roux terminó pronto su carrera como inspirador de multitudes, pues Robespierre ordenó su detención, suicidándose luego en la cárcel.
Jean Varlet es, entre los enragés y «anarquistas» de 1793, el más explícito y elocuente. Procedente de una familia acomodada, era ya a los veinte años uno de los más exaltados oradores populares, acuñando lemas de acento realmente anarquista: «No podemos evitar que recelemos incluso de aquellos a quienes hemos dado nuestro voto». «No son sólo los palacios reales las únicas moradas de los déspotas».[48] También él fue detenido y encarcelado, pero logró sobrevivir al Terror para lanzar acusaciones contra el gobierno jacobino, plasmada en el título de L’Explosion, en la que da rienda suelta al pesar que embarga a un hombre de principios revolucionarios —el mismo que en una ocasión exclamara: «Périsse le gouvernement révolutionnaire plusôt qu’un principe!», cuando se encara con lo que es la práctica del gobierno revolucionario. «¡Pero qué monstruosidad social, qué obra de arte del maquiavelismo es ésta del gobierno revolucionario! —escribe—. Gobierno y Revolución son, para cualquier ser racional, dos cosas incompatibles, a menos que el pueblo pretenda mantener a sus representantes en un estado permanente de revuelta contra sí mismo, lo cual es absurdo».[49]
Otros dos factores dejaron su impronta en el pensamiento anarquista. Primeramente, el Terror en sí mismo. Las actitudes mantenidas al respecto en épocas posteriores son ambivalentes y revelan otro de los antagonismos entre los anarquistas. De una parte, desaprobaban la dictadura y sus métodos, y, sin embargo, gran parte de la teoría de la acción de Robespierre se basan en ellos. Fueron numerosos los que asintieron fervorosamente a la crueldad y violencia de un régimen cuyos partidarios veían con entusiasmo «caer como manzanas en el otoño normando las cabezas de los déspotas»,[50] y, también para muchos, el terror parecía la etapa indispensable y, desde luego, deseable, para hacer triunfar la revolución. De otro lado, y aunque en un principio el movimiento revolucionario fuera político en cuanto a sus resultados, tanto Robespierre como Marat incluían en su programa un ideario social. Robespierre soñaba con una comunidad no muy distintamente a la imaginada por Proudhon; una sociedad de campesinos y artesanos que se prestaban mutuo apoyo y procedían voluntariamente a un intercambio de los respectivos productos. Marat denuncia en un pasaje, que Kropotkin cita con calor, el peligro que entraña traicionar los ideales de la Revolución. «Es incuestionable que sólo las clases inferiores de la sociedad han sido las instigadoras y mantenedoras de la Revolución: los obreros, los artesanos, el pequeño comercio, los campesinos, la plebe toda, aquellos infortunados a quienes los desvergonzados ricachones llamaban canaille y la insolencia romana proletarios. Pero nadie podía suponer que sería hecha únicamente a favor de los pequeños propietarios, de los abogados y de los practicantes del fraude».[51] Además, los jacobinos propagaron los ideales de auténtica igualdad y virtudes republicanas que más tarde encontrarían eco, particularmente en el seño de los grupos anarquistas españoles. El empleo del «tú» en lugar del vous y del «ciudadano» en vez del monsieur, adquirió un valor simbólico. Un periódico revolucionario escribía en 1792: «Bajo el feliz reinado de la igualdad, la llaneza no es más que la simple imagen de las virtudes filantrópicas que albergamos en nuestra alma».[52] Estas virtudes quedarían grabadas en la mente de los siempre optimistas anarquistas más vividamente que la brutalidad y la insensata violencia que las acompañaron. Aun cuando los anarquistas proclamaran su descendencia de grupos específicos como el de los enragés, lo realmente importante era que la revolución no se había en modo alguno consumado. A partir de ahora la revolución actuaría como levadura oculta bajo la superficie de la sociedad, hasta que llegará el instante del próximo estallido. La profecía de Marat —personaje favorito de los revolucionarios radicales subsiguientes— hiciera a finas de 1789, bien puede aplicarse a todo un siglo: «La masa de los pobres siempre vejada, siempre subyugada y siempre oprimida, jamás verá mejorada su condición recurriendo a medios pacíficos. Esto constituye, sin duda, una de las pruebas contundentes de que la riqueza influye en la elaboración de las leyes. De otro lado, las leyes sólo rigen en tanto el pueblo quiera de buena gana someterse a ellas. Si el pueblo ha terminado con el yugo de la nobleza, puede igualmente acabar con el de la opulencia. Todo consiste en ilustrarlo y hacerle comprender cuáles sus derechos; entonces la revolución progresará infaliblemente, sin que ninguna fuerza humana la pueda detener».[53]
Entre otras cosas, la revolución vino a consagrar el acto de la conspiración, y, ciertamente, algunos de sus herederos adoptaron aquélla como norma de vida. Así, la «conspiración de los Iguales» de Graco Babeuf, y la de sus camaradas en 1796, se convirtió en un modelo al que todos los revolucionarios posteriores se sintieron obligados a rendir homenaje. A este respecto puede mencionarse un episodio relativamente intrascendente en comparación con otros, pero cuya resonancia histórica ha sido mayor que la que tuvo en sus días. Babeuf había ejercido la profesión de commissaire à tierrier, una especie de corredor de fincas rústicas, operando a favor de los señores feudales; deseaba fervientemente derrocar la sociedad que hacía necesarios trabajos como el suyo. Ya en 1787 había puesto en la Academia de Arras un debate oficioso para discutir el siguiente tema: «Habida cuenta del estado actual de nuestros conocimientos, cuál sería la condición de un pueblo cuyas instituciones sociales fueran las de una perfecta igualdad entre sus componentes individuales, en el que la tierra no perteneciente a nadie en particular… y en el cual todo se comportaría en común, incluyendo productos de todo género de industria».[54] Sin embargo, éste no era un tema caro a los oídos de los miembros de la Academia de Arras. Pero al estallar la Revolución, Babeuf dio, una vez más, libre curso a sus puntos de vista. «La propiedad privada es la fuente principal de cuantos males afligen a la sociedad…; el sol brilla para todos y la tierra no es propiedad de nadie. Vamos pues, amigos; hostiguemos, arremetamos, acabemos con esta sociedad que no se ajusta a nosotros. Lo que sobra pertenece por derecho al que nada tiene». Sólo la violencia puede facilitar el advenimiento del nuevo orden, y con la misma pasión con que doscientos cincuenta años antes Thomas Müntzer exhortó a sus oyentes, Babeuf incita ahora a los suyos: «Corta sin piedad el cuello de los tiranos, de los patricios, de los que abundan en fortuna, de todos aquellos seres inmorales que puedan oponerse a nuestra común dicha».[55] Con el advenimiento del Directorio en 1795 y el término de toda perspectiva de revolución social, Babeuf y sus adeptos se entregaron a la tarea de conspirar contra el gobierno. En su Manifeste des Égaux, los conspiradores proclamaban que «ha llegado el momento de funda la República de los Iguales, este inmenso albergue abierto a todos los hombres. Los días del reintegro total están a la vista. Familia gimientes, venir y tomar asiento en la mesa que la naturaleza dispuso para todos sus hijos».[56]
Babeuf era oriundo del noroeste de Francia y los factores que primeramente influyeron en sus ideas políticas fueron las condiciones de vida de los campesinos de la Picardía y sus experiencias personales, entre las que se contaba la pobreza. Según su criterio, la necesidad más acuciante era la de una completa reforma agraria, y sí tomo el nombre de Graco, fue para poner de relieve sus vinculaciones ideológicas con los primeros reformistas agrarios. De propugnar dicha reforma, Babeuf pasó, a menudo de modo confuso y contradictorio, al desarrollo de ideas que había encontrado en Mable, en Morelly y en Rousseau, combinándolas en un programa de acción política revolucionaria. En realidad no fue nunca un anarquista, aunque su insistencia en la abolición de la propiedad privada lo vincula a los pensadores anarquistas como Godwin se producirían a consecuencia de la libre cooperación de los individuos, en Babeuf hallarían su origen en el Estado. «El gobierno se encargará de librarnos de mojones, cercas vallados, cerraduras en las puertas, peleas, litigios, hurtos, asesinatos y toda clase de delitos; de la envidia, los celos, la codicia. El orgullo, el engaño, la falsedad; en resumen, de todos los vicios y de la carcoma de esta ansiedad general y particular sobre el mañana, la próxima semana, el años siguiente, nuestra vejez, nuestros hijos y nietos, que nos roe a todos y a cada uno de nosotros».[57] Si bien sus objetivos se corresponden con los de los anarquistas, no sucede lo mismo respecto a los medios para conseguirlos. Babeuf creía en un Estado fuerte regido por una especie de dictadura revolucionaria, responsable de la organización de la vida económica, con los medios de producción colectivizados y dotada de amplios poderes para orientar el trabajo de la comunidad.
No es, pues, extraño que los escritores políticos comunistas le consideren como uno de sus precursores. No obstante la circunstancia de que Babeuf sea una figura legendaria de primer orden para todos los revolucionarios posteriores hay que imputarla a su insistencia en la necesidad de convertir la revolución política en una revolución económica y social, y, sobre todo, su empeño en la conspiración como medio idóneo para lograrlo.
Su propia Conspiración de los Iguales resultó totalmente ineficaz, debido en parte a que, como acontece con muchos conspiradores, ni él ni sus amigos supieron resistir la tentación de exponer públicamente sus fines y objetivos, con lo cual la policía no tuvo problema alguno para penetrar en su organización, y de ahí que la confabulación fuese pronta y fácilmente aniquilada. Pero aunque Babeuf muriese ejecutado y muchos de sus adeptos fuesen deportados, la idea de la conspiración como medio de realizar la revolución social permaneció incólume. Ciertamente hubo quienes, poco partidarios de la revolución, se encariñaron rápidamente con la idea de que aquel caos no era más que el resultado de una conspiración universal. «Todo en esta Revolución Francesa, incluyendo los más terribles desmanes, ha sido previsto, calculado, dispuesto, determinado y decidido; todo es obra y estímulo de aquellos hombres que manejaban los hilos de las conspiraciones, protegidos desde tiempo atrás en el marco de las sociedades secretas; hombres que sabían escoger y sacar rápidamente partido de los momentos más favorables a sus confabulaciones».[58] Estas sospechas que en 1797 albergaba in émigré, sacerdote de profesión, caracterizan las creencias que a lo largo del siglo XIX tenían muchos conservadores. Y en nuestra época, naturalmente, ocurre otro tanto con todos aquellos siempre dispuestos a imputar cualquier incidente turbulento a las maquinaciones escala internacional de los comunistas, francmasones, católicos o judíos, incurriendo pues, en pareja ilusión. Consecuencia de esto ha sido que los conspiradores exageran de un lado la propia importancia, y de otro, que indujeran a determinados historiadores a hacer lo mismo.
Para la generación que siguió a la Conspiración de los Iguales, el prototipo insuperable del conspirador, el ejemplo al que volvieron la vista muchos revolucionarios posteriores, encarna en la persona de Filipo Michele Bounarroti, al que Bakunin denominará «el más grande conspirador del siglo».[59] Nacido en Toscana, adquirió el mayor caudal de sus ideas en Córcega, en el curso de la lucha por su independencia en 1796. Al estallar la Revolución Francesa, Bounarroti se trasladó al continente, donde conoció a Babeuf y entró a formar parte de su conspiración, de las que más tarde escribiría la historia. Tras permanecer exiliado en Suiza y Bélgica, y después de su definitivo regreso a Francia, dedicó el resto de su vida a la fundación de innumerables y a menudo quiméricas sociedades secretas, así como a la organización de muchas conspiraciones que abortaron. Tenía el convencimiento de que sería él quien redimiría los errores de sus predecesores revolucionarios: «La infatuación de los ateos, los errores de los hebertistas, la inmortalidad de los dantonistas, el pisoteado orgullo de los girondinos, las sucias conspiraciones de los realistas, con el oro de Inglaterra, frustraron el 9 Terminador las esperanzas de los franceses y de las raza humana».[60] La revolución, pues, estaba todavía por hacer.
Bounarroti regresó de nuevo a Francia, después de la revolución de 1830, para continuar fundando, sin el menor logro, sociedades secretas y dando satisfacción a lo que, siendo joven, llamaba su «profunda convicción de que el hombre capacitado tiene la obligación de acabar con el presente orden social que oprime a la civilizada Europa, para sustituirlo por otro que tenga en cuenta la dicha y la dignidad de todos».[61] Vivió hasta 187, inculcando en los jóvenes revolucionarios las tradiciones y virtudes de la Gran Revolución. «Un anciano valeroso y venerable» que, como Bronterre O’Brien, líder de los cartistas[62] ingleses, hizo notar, «a la avanzada edad de setenta y ocho años llora como un chiquillo a la sola mención del nombre de Robespierre».[63] En ocasiones se incrustó en el seno de verdaderas conspiraciones, bien en Bélgica o en Italia, pero las más de las veces era su persona en sí lo que constituía ya una conjura, elemento insustituible de todas las conjuras revolucionarias, miembro activo e inflexible de todas las sociedades republicanas, como «Société des Droits de l’Homme», a la que, muy equivocadamente por cierto, se tuvo por responsable de los atentados contra la vida de Luís Felipe en 1835 y 1836.[64] Bounarroti fue la primera de una serie de figuras, como Blanqui y Bakunin en la generación que siguió, que encarnaron ante sus contemporáneos y, con razón todavía, ante sus descendientes, el ideal del espíritu de la revolución, los apóstoles generosos de la misma que labraban por su continuidad.
La Revolución Francesa había dejado tras de sí una secuela de, por lo menos, tres mitos, que contribuirían a gestar los credos revolucionarios del siglo XIX y que se convirtieron en parte integrante de las creencia de los anarquistas. El primero es el mito de la revolución triunfante. De aquí en adelante, la revolución violenta aparece como un hecho posible. En segundo lugar figura el mito de que la próxima revolución será una verdadera y auténtica revolución social y no la mera sustitución de una clase dirigente por otra. En palabras de Babeuf, «La Révolution Français nést que l’avant ocurriere d’une autre révolution plus grande, plus solennelle, et qui sera la derniére».[65] Por último, el tercero de estos mitos manifiesta que una tal revolución sólo puede verificarse una vez que la actual sociedad se derrumbe como resultado de la labor de los revolucionarios más puros. Los marxistas alemanes, los populistas rusos y los anarquistas franceses y españoles compartirían más tarde estos postulados. A partir de aquel momento, las revoluciones se harían simultáneamente en las calles y en el gabinete de estudio de los filósofos.
El mito de la revolución vino a satisfacer la necesidad de biología de acción de cuantos, de vivir en el pasado, habrían formado parte de una cruzada o de una revuelta de índole religiosa. Al mismo tiempo, empezaron a suscitarse en el seno de la Europa de principios del siglo XIX discusiones en torno a cómo configurar la sociedad después de la revolución y acerca de cuál era el tipo de vida a que podían aspirar los hombres en una nueva era de tipo industrial. La generación que siguió a la Revolución desarrolló nuevas utopías visionarias basadas en la comprobación (compartida, como hemos visto, por Godwin) de las capacidades productivas de la industria y las máquinas, y en la conciencia del fracaso de la Revolución Francesa para satisfacer, más allá de una reducidísima parte, las aspiraciones económicas y sociales de los pobres. Al mito de la revolución se añadieron los nuevos de una sociedad futura todavía por edificar.
Los socialistas utópicos, cuyos elementos más notables e influyentes fueron Fourier y Saint-Simón, sentían como Godwin mayor predilección por el estado futuro de la sociedad que por los medios a través de los cuales podía llevarse a efecto la revolución. Consideraban, y en este punto son herederos auténticos del siglo XVIII, que la razón y el progreso humano produciría los cambios necesarios sin necesidad de recurrir a la violencia. Evocando las palabras de Federico Engels, «El socialismo constituye para todos la expresión de la verdad, la justicia y la razón absoluta; basta sólo que sea dado a conocer para que con su empuje logre conquistar el mundo».[66] Gran parte de sus concepciones sobre esta nueva sociedad, volverían a repetirse en las ideologías anarquistas subsiguientes. Las ideas de Saint-Simón y, en especial, las de Fourier contribuyeron en gran medida a perfilar el tipo de anarquista sosegado, racional y moderado, del mismo modo que las acciones de los enragés de Babeuf o de Bounarroti alumbraron los ejemplos de los apóstoles revolucionarios y violentos del terror anarquista.
Fourier, que murió en 1837, el mismo año que Bounarroti, era un viajante de comercio de mediocre talento profesional; un oscuro y reposado célibe que vivió una vida sin altibajos ni emociones. Creía como Godwin en la posibilidad de acceder a una sociedad distinta mediante la cooperación racional entre los hombres. Esta sociedad, que él dominaba Armonía, era en algunos aspectos sumamente singular, cualidad realzada por el simbolismo con que nos la describe y por las cuantiosas tablas en las que las pasiones humanas quedan equiparadas a la gama de colores o bien a las notas de la escala musical. Nos resulta tentador transcribir algunos de los aspectos más originales de lo que es la vida en la sociedad Armonía. Así, por ejemplo, se permite en ella que los chiquillos se encarguen de la basura, ya que, después de todo, es bien sabido que a los niños les gusta ensuciarse. Otro aspecto singular es el retrato de los pequeños de tres años mondando y apartando peras para la cocina (con la ayuda de una especia de rústica tabla provista de agujeros de destinto tamaño) antes de engullir un almuerzo a base de nata dulce, fruta, mermelada y vino. Detrás de toda esta fantasía se encuentran, sin embargo, una o dos ideas fundamentales que explican el influjo ejercido por Fourier y que todos aquellos pensadores preocupados por la organización social tomaron de él.
Fourier considera que las taras de la sociedad derivan en su mayor parte del constante enfrentamiento entre los instintos naturales del hombre y su contorno social. La solución por lo tanto, reside, en adaptar la sociedad y el mundo natural a las condiciones y necesidades del hombre. Una sociedad que satisfaga las apetencias humanas de vida y relación social, de variedad de alimentos y placeres refinados, capaz de regirse a sí misma, no es algo de imposible consecución, sino que puede lograrse mediante un grado avanzado en la división del trabajo, haciendo atractivo el trabajo en sí y cuidando de que nadie labore más de dos horas seguidas con lo que se lograría desterrar la insoportable monotonía que caracteriza a la nueva sociedad industrial. Racionalizando la agricultura y mejorando los transportes, habría suficientes alimentos para todos, quedando la industria reducida al mínimo requerido para cubrir las más indispensables exigencias del hombre. Así, productos como el pan, que requieren un prolijo proceso de elaboración —trillado, molido, amasado y cocido— serían sustituidos por otros más simples. La producción en gran escala simplificaría la vida y reduciría los costes, en tanto que el consumo masivo proporcionaría un mercado estable que evitaría todo fenómeno anómalo de superproducción (Fourier había, en una ocasión, trabajado para un comerciante que en determinadas circunstancias hizo que un buque de carga de arroz echase su contenido al mar, con el fin de mantener los precios, y él ya no pudo olvidarlo nunca).
Las comunidades de Fourier, los «falansterios», eran empresas en régimen cooperativa en la que cada miembro disponía de cierto número de acciones. Pero, a pesar de la autodisciplinada rutina en la vida de los miembros de la sociedad Armonía, no se trataba de una comunidad igualitaria, basándose en la propiedad privado del capital. Como señaló Charles Gide, los falansterios son como un intermedio entre un enorme hotel y unos grandes almacenes en régimen de cooperativista. Por cuanto resultaba, quizá, un poco más confortables que los alojamientos previstos en la sociedad ideal de Godwin (por lo menos disponía de calefacción central), representan un estado similar de cooperación altruista e impersonal. Es un mundo en el que los niños son separados de sus padres, en el que las comidas se realizan en común y en el que sus miembros sólo hallan su intimidad en el estrecho marco del dormitorio y el tocador. Y, sin embargo, nos hallamos frente a una sociedad auténticamente anarquista. Fourier no necesita de la existencia de un estado para regular las relaciones dentro y entre los distintos falansterios. Condena el uso de la fuerza. «Todo lo que se funda en la fuerza es frágil y denota la ausencia de ingenio»,[67] escribió a propósito de las comunidades jesuíticas del Paraguay. Las que él propone constituyen un avance primerizo de aquellas utópicas empresas en régimen de cooperativa con las que los ideales de los siglos XIX y XX han tratado de sustituir el mundo industrial. Algunas de estas empresas se inspiraron directamente en Fourier, como la famosa colonia de Brook Farm, en Massachussets, en tanto que otras surgieron de esperanzas y creencias semejantes a las suyas, como acontece con las actuales Kibbutzin israelíes. Su influencia no se redujo simplemente a los anarquistas. Su insistencia en la producción a gran escala y consumo masivo mediante la creación de sociedades de comunes rasgos viene a ser un anticipo de los métodos del capitalismo posterior. En su énfasis acerca de la posibilidad de alterar el contorno social que rodea al hombre, antes que cambiar, y pervertir, la naturaleza de este mismo hombre, se presenta como precursor de todos cuantos abogan por una planificación económica y social, sea capitalista o socialista. Su presencia en las ideas que originaron el movimiento anarquista que es importante e indiscutible. Ningún teórico social podía, entre 1840 y 1850, ignorar sus ideas, por fantasiosas que algunas de ellas pudieron perecer. «Durante seis semanas enteras me sentí prisionero de este genio singular», escribió Proudhon.[68] En otras ocasiones, sin embargo, se negaría a admitir la influencia de Fourier. «Ciertamente he leído a Fourier y me he referido a él en más de una ocasión. Pero vistas las cosas de lejos no creo que le deba nada».[69] No obstante la singular y en cierto modo infantil visión de la sociedad que Fourier propone, soporta gran parte del retrato de proudhon nos ofrece del mundo, y, en consecuencia, los de muchos anarquistas que son, intelectualmente, descendientes de Proudhon.
Si Fourier, con su insistencia acera de la naturaleza gregaria del hombre y su convicción de los logros a que puede aproximar la cooperación —en tan agudo contraste con su solitaria vida de célibe—, suministra el retrato de lo que podía ser la sociedad después de la revolución, el otro gran socialista utópico del primer cuarto de siglo XIX, Henri de Saint-Simón, pese a su contribución al desarrollo del concepto de revolución, no fue nunca un anarquista. Cierto que él creía que en la sociedad ideal el Estado sería innecesario y la acción política perdería sentido. «Los hombres que gestaron la Revolución, los hombres que la dirigieron y los hombres que desde 1789 hasta hoy han guiado a la nación, han cometido un grave error político. Todos se han dedicado a tratar de mejorar la maquinaria gubernamental, cuando esto debió de ser un proceso secundario y la administración deberían haber ocupado el primer lugar».[70] En definitiva, estas palabras suponen un anticipo a la frase de Marx que alude «al gobierno de los hombres cediendo el paso a la administración de las cosas». Sin embargo, esta «administración» que tanto admiraba Saint-Simón, dista mucho de la espontánea cooperación que palpita en los falansterios de Fourier o en la gestación de la industria por los obreros que propugnaron los anarquistas posteriores. En ese particular aspecto, los auténticos sucesores de Saint-Simon son ciertamente los banqueros, y los capitalistas sus primeros discípulos. Son los grandes industriales y financieros del siglo XIX y no los dirigentes revolucionarios quienes deberían reclamar el parentesco intelectual con Saint-Simon.
Sin embargo, la influencia que Saint-Simon ejerció sobre Marx fue realmente intensa. Saint-Simon es el primer pensador que ha estudiado el devenir histórico en tiempo de la lucha entre las clases económicas y sociales. Creía también que el proceso de la historia estaba del lado de la Revolución, creencia que, una vez incorporada por Marx a los cauces hegelianos, se convertiría en el factor psicológico individual que más contribuiría a la difusión del marxismo. Las enseñanzas desperdigadas, sistemáticas y caprichosas de Saint-Simon fueron objeto de discusión en las décadas que siguieron a su muerte en 1827. Algunos de sus discípulos adoptaron el credo del maestro e hicieron de ese credo una nueva religión; otros desarrollaron su culto a la ciencia y dieron pie a los primeros estudios sociológicos; otros se convirtieron en personajes emprendedores, y empresas como el Canal de Suez o el ferrocarril París-Lyon-Costa Mediterránea se atribuyeron a su directa inspiración. Aunque no puede adscribírseles al movimiento anarquista, sus ideas, como las de Fourier, contribuyeron grandemente a suscitar la atmósfera intelectual que contempló el crecimiento de los dos anarquistas más importantes del siglo XIX: Proudhon y Bakunin.
Si en Francia los socialistas utópicos completaron la acción de la revolución Francesa indicando cómo podía ser la sociedad subsiguiente a la próxima y triunfante revolución social, los filósofos alemanes fueron los que proporcionaron el restante elemento esencial en el pensamiento de la nueva generación de revolucionarios, tanto de acción como teóricos, que surgieron en los años treinta y cuarenta. «Mis maestros auténticos son tres: ante todo la Biblia, luego Adam Smith y, por último, Hegel»[71] escribía Proudhon; pero en su obra alienta más la inspiración de éste último que la de las otras dos fuentes. Al mismo tiempo que él, Bakunin experimentaba, como todos los intelectuales rusos de su generación, la impronta de Hegel, respondiendo a la misma con toda la violencia de su apasionada naturaleza. Como escribiría más tarde, a través del estudio de Hegel se había «levantado para nunca más volver a caer».[72]
La revolución Francesa había demostrado que era posible destruir las viejas formas de gobierno. Los socialistas utópicos esbozaron entonces cuadros idealizados de la apariencia que debía revestir el nuevo orden. Pero fueron los hegelianos quienes proporcionaron a la nueva generación de revolucionarios la convicción de que la historia estaba de su parte, y los proveyeron de una filosofía en pro del cambio radical. Los sucesores de Hegel, los «jóvenes hegelianos», prohijaron la doctrina del maestro y la orientaron por cauces revolucionarios. Mientras el propio Hegel se había servido de su doctrina filosófica como de un medio de justificar el vigente estado prusiano, los que le sucedieron, según índica Marx, esgrimieron la dialéctica como bandera y la convirtieron en filosofía de la revolución. Puesto que, de acuerdo con Hegel, todo lo real es racional, los jóvenes hegelianos creyeron que nada se oponía a una reconstrucción del mundo de modo que llegase a satisfacer las demandas de la razón. Dado que la historia progresa dialécticamente, haciendo que todos los conflictos contribuyan a una nueva síntesis, era forzoso que el choque de clases o la sucesión de revoluciones condujeron a un orden nuevo. Y fue siguiendo estas líneas de pensamiento como Marx elaboró su doctrina de la lucha de clases, que terminaría con la dictadura del proletario. Otros autores, sin embargo, influidos también por Hegel, contribuirían al desarrollo de doctrinas puras y exclusivamente anarquistas. En tanto que Marx y otros intelectuales, como, por ejemplo, Moses Hess, combinaban la doctrina de la lucha de clases con la concepción hegeliana del Estado en beneficio de la idea del estado comunista, según la cual un Estado todopoderoso y eminentemente racional terminaría por abolir las clases sociales, integrando al conjunto de los individuos en un todo armonioso antes de que aquel desapareciera definitivamente, hubo otros autores hegelianos, Proudhon entre ellos, que vieron la síntesis final en la desaparición inmediata de este Estado.
Wilhem Weitling es el más importante de cuantos revolucionarios del periodo 1830-40 influyeron de manera directa en las doctrinas anarquistas subsiguientes. Nacido en el seno de una familia de modesta condición, hijo ilegítimo de una doméstica alemana y de un oficial de las tropas napoleónicas, aprendió el oficio de sastre, estableciéndose primero en Zurich, donde conoció a Bakunin, y más tarde en París, donde se relacionó con Marx. Ni Marx ni Bakunin lograron hacer de él un verdadero hegeliano. Es a Saint-Simon y a Fourier a quienes Weitling debe buena parte de sus concepciones. Pero nunca desterró de su espíritu los resabios del primitivo cristianismo, la convicción de que Cristo fue el primer comunista, un hombre que había predicado contra la propiedad y el acopio de riqueza; un hombre que, cómo él, había sido un bastardo y a quien rodearon prostitutas y pescadores. Aludía de continuo a Thomas Müntzer y a Juan Leyden, considerándose en cierto modo como su sucesor al predicar que las ideas democráticas eran «un fluido de cristiandad».[73] En 18387 publicó su obra La humanidad tal como es y tal como debería ser (Die Menscheit wie sie ist und wie sie sein sollte), y, en 1842, sus Garantías de Armonía y Libertad (Garantien der Harmonie und Freiheit). Combina en estos textos la convicción de que la lucha de clases ha de generar la revolución con ideas de matiz ligeramente anarquista. En su Evangelio de un pobre pecador, publicado tres años después, añade su propia versión de las doctrinas y las enseñanzas cristianas. «La sociedad perfecta no requiere gobierno, sino sólo una sencilla administración; carece de leyes, y en su lugar existen obligaciones; no tiene sanciones, sino sólo medios de corrección»,[74] pone Bakunin en labios de Weitling. Hallamos en estas palabras ideas muy aproximadas a las de Godwin, al que probablemente Weitling no había leído, así como de Saint-Simon, del que seguramente conocía la obra. De Hegel proviene su creencia en una sociedad ideal cuyas leyes se corresponden con los dictados de la moral, de modo que dejan de producirse conflictos entre el individuo y la humanidad. Las concepciones de Weitling hallan quizá su mejor encuadre en el marco del comunismo utópico antes que en el de las doctrinas anarquistas, ya que imaginaban un Estado regido por una selección (al modo de Saint-Simon) de médicos, científicos y filósofos dotados de amplios poderes para organizar el trabajo. Al mismo tiempo se muestra contrario a la centralización y rechaza totalmente la idea de una economía monetaria, rasgo típicamente anarquista. También se muestra partidario de organizar el conjunto de la economía mediante el tráfico o intercambio de productos, permitiendo así que el trabajo de cada cual quede referido a lo que produzca por sí mismo; en esta comunidad, esos productos serían objeto de canje directo. Es ésta una idea que obsesiona a los reformadores sociales: Robert Owen, soñaba con el «intercambio equitativo nacional del trabajo», y Josiah Warren, uno de sus discípulos norteamericanos, abría en Cincinnati en 1846, una time store donde los clientes obtenían crédito conforme a la cantidad de trabajo que habían exigido los productos que entregaban a la tienda. Más tarde Proudhon desarrollaría a fondo la idea, y la abolición del dinero se convirtió en el lugar común de numerosos programas anarquistas.
Con motivo del encuentro en Suiza de Weitling y Bakunin, éste se quedó altamente impresionado con la lectura de las Garantías, en cuyas páginas encontró la teoría de que una revolución puede realizarse «con el curso de la fuerza física, o bien con el poder espiritual o con ambos elementos de consumo. La espada no ha cedido totalmente el paso a la pluma, pero llegará un día en que ocurrirá así, y en que ocurrirá así, y entonces las revoluciones dejarán de ser sangrientas».[75] Sin embargo, en la práctica no sobraba el tiempo. Sólo apelando a los intereses materiales del pueblo podía desatarse la revolución; «esperar, como suele aconsejarse, significa tanto como renunciar a que sigan adelante nuestras aspiraciones».[76] Al poco tiempo de su entrevista con Bakunin, las actividades de Weitling lo enfrentaron no sólo con las autoridades de Zurich, sino también con algunos de sus amigos. «Llegará el momento en que no tengamos que rogar ni suplicar, sino exigir. Entonces encenderemos una enorme hoguera con los talonarios de bando, las letras en cambio, los testamentos, los cédulas de bienes raíces, los contratos de arrendamiento y los reconocimientos de deuda; entonces todos arrojaremos nuestras bolsas al fuego…». En la época de su encuentro con Bakunin, Weitling se dedicaba con el mayor afán a organizar una serie de agrupaciones o círculos comunistas, en los cuales, según parece, veía los núcleos mejor preparados para llevar a cabo la revolución, toda vez que se trataba de afiliados que pronto estarían en condiciones de adquirir lo medios que se necesitaban y de abrir las puertas de las cárceles para contar con la ayuda de los reclusos. [77] Fueran las que fuesen sus ideas sobre la violencia en este período, no hay duda de que estaba convencido de que la revolución sólo puede emprenderla los que nada tiene que perder, y en este punto, como en otros, Bakunin está de acuerdo con Weitling. La nueva ética de la revolución, escribió, «sólo puede enseñarse de modo eficaz entre las oprimidas masas que hormiguean en nuestras grandes ciudades, sumidas en la mayor miseria».[78]
Son los que nada tienen, el Lumpenproletariat de los marxistas, los que no tienen participación alguna en los bienes de la sociedad, y no el próspero artesano que ha logrado hacerse con un poco de espacio en el mundo, los que se convierten en revolucionarios. De hecho, los movimientos anarquistas triunfantes del siglo XIX y principios del XX se apoyaron en una combinación de hombres como Weitling —artesanos capacitados, independientes y autodidactas— y los hombres como, por ejemplo, los expoliados campesinos andaluces.
No obstante, el mismo Weitling no era un revolucionario violento, aunque fuera a dar varias veces con sus huesos en la cárcel a causa de la índole subversiva de las ideas discutidas en el seno de los «círculos comunistas de trabajadores» que fundó. Después de la revolución de 1848, momento que aprovechó para volver en seguida a Alemania, partió para los Estados Unidos, donde pasó el resto de su vida entregado a estériles intentos de organizar comunidades que no dejaban de ser una utopía.
Lo que realmente quilata el perfil de los socialistas utópicos en relación con los grandes movimientos revolucionarios de los siglos XIX y XX, fueras de tono anarquista o comunistas, no son las a menudo patética tentativas de Weitling para llevar a la práctica sus ideas, sino su acierto al extender la creencia de que los cambios económicos y sociales deben tener preferencia sobre las reformas meramente políticas y de que discutir las relaciones entre productor y consumidor, o entre capital y trabajo, es más importante que los argumentos en torno a las formas constitucionales y las instituciones políticas.
Esta preeminencia de la «cuestión social» tiene su origen en las condiciones económicas y sociales de las primeras décadas del siglo XIX, período en el que los nuevos tipos de industria y los nuevos cauces de la técnica, junto con la existencia de una población urbana cada día en aumento dentro de la Europa Occidental, crearon toda clase de enfrentamientos y problemas, tanto sociales como políticos. Los tumultos provocados por los trabajadores de la industria lionesa de la seda, o los de Silesia en 1841, demostraron bien a las claras el poder de que disponían la nueva clase obrera. Los estallidos de un exaltado sentimiento obrero que sacudieron París, Berlín y Viena, reduciendo a la nada el sosegado cauce de las revoluciones burguesas de 1848, sirvieron para demostrar a los dirigentes revolucionarios la fuerza que los nutría, siempre y cuando supieran cómo organizar y canalizar las vagas aspiraciones de la clase obrera en una verdadera filosofía de la revolución. «On a fair une révolution san une idée», se lamentaba Proudhon en 1848. En el futuro no faltarían justificaciones ideológicas a los arrebatos revolucionarios. Después de los sucesos de 1848, Marx, Engels, Proudhon y Bakunin, se entregaron a la tarea de difundir las lecciones aprendidas. Con ellos se inicia el moderno movimiento revolucionario; marxistas y anarquistas empiezan a formular sus posiciones opuestas en torno a los objetivos que debe llenar una revolución, y a dar consignas, también de diferente signo, sobre cómo llevarla a cabo con éxito.