HEREJÍA Y RAZÓN
Existen en la historia de las religiones movimientos que rechazan toda autoridad, bien sea temporal o espiritual, y que recaban absoluta libertad para actuar conforme a los dictados interiores. Fue así como los adeptos de numerosas sectas heréticas se vieron obligados, en virtud de las persecuciones de que eran objeto y de total alejamiento de los módulos establecidos, a buscar refugio en la clandestinidad y la conspiración. Tales movimientos no fueron infrecuentes en el seno de la iglesia cristiana y suministraron tema de estudio a los sociólogos deseosos de establecer las leyes del comportamiento político y social de los hombres. Intelectuales marxistas acudieron a ellos para educir ejemplos primerizos de brotes revolucionarios proletarios y para esbozar las tempranas etapas de la lucha de clases. También otros escritores han tratado de mostrar el nexo existente entre estas líneas de pensamiento y acción y el conjunto de ideologías totalitarias de nuestra época. No cabe duda de que algunas de estas sectas atrajeron a hombres y mujeres de perfil semejante a los que más tarde se sentirían cautivados por las ideas de la doctrina anarquista. Antes de entrar en la discusión del desarrollo del anarquismo moderno, quizá sea oportuno analizar cuáles son las necesidades humanas que se presentan como constante, qué ideologías extremas parece darle satisfacción y qué clase de gentes se sientes sus atraídas por postulados.
Todas las llamadas herejías no son sino actitudes de revuelta frente a la autoridad establecida; de éstas las hay que son puramente religiosas y doctrinales, y sus ataques van dirigidos contra los dogmas de la iglesia, y la crítica del orden social queda sobreentendida o implícita. No tienen como objeto último el cambio de las condiciones sociales imperantes en el mundo, sino que suponen más bien un alejarse del mismo, una purificación de las creencias religiosas que ayuden a disponer el ánimo para la otra vida. Así, pues, la herejía que postule un alejamiento del mundo terreno supone, en principio, una crítica de los valores que privan en este mundo, y, por otra parte, en especial cuando abocaba a la formación de un grupo de prosélitos que compartían idénticos puntos de vista, conducía no pocas veces a prácticas que hubieran podido estimarse como peligrosamente subversivas. A principio del siglo XIII, numerosas sectas, entre las que podemos citar la de las valdenses[1] en el norte de Italia y el sur de Francia, hicieron de la pobreza un verdadero culto, con lo que de manera implícita venían a condenar a sus conciudadanos, ávidos de riquezas. Las había, según declaró uno de los adeptos hacia el año 1030 ante un tribunal eclesiástico radicado en una población próxima a Turín, que practicaban entre sus miembros una especia de comunismo («omnem nostram possessionem cum omnibus communem habemus»).[2] Tales movimientos de renuncia no tenían por qué chocar forzosamente con las autoridades. Es más, las fuerzas que los alentaban llegaron en algún caso a encauzarse al servicio de la Iglesia, como ocurrió con las grandes Ordenes Mendicantes.[3] Cierto que existieron sectas que, sin llegar a provocar una abierta rebelión contra el orden político, propugnaban métodos más subversivos, rechazando los valores de la sociedad de su tiempo con teorías tan agresivas que las autoridades las consideraron fundamentalmente peligrosas. Estas sectas y movimientos son los que de manera más o menos confusas han sido encuadradas en el ámbito de las herejías gnósticas. En la Edad media florecieron, entre las más conocidas, las de los cátaros o albigenses, que en siglo XIII logró el apoyo del conde de Tolosa y que sólo después de sangrientas persecuciones y una implacable guerra civil, pudo ser desterrada.
El punto central de las creencias profesadas por las sectas gnósticas era de que el mundo existente se hallaba por entero corrompido, que se trataba de un mundo irreal, transitorio y carente por lo tanto de importancia. El único mundo realmente interesante era el espíritu, las prácticas y valores espirituales que mantenían el alma en contacto con la eternidad, a la que ésta debía en definitiva regresar una vez liberada de las añagazas e ilusiones de este mundo. En la práctica, esta actitud admitía pluralidad de modalidades. Los había que, como en el caso de los cátaros del Languedoc, predicaban la pureza de vida ascética como repulsa de los valores mundanos. Pero una vez rechazado el sistema moral vigente, no era éste el único modo de comportamiento admisible. Si en opinión de sus adeptos este mundo era algo pasajero, la conducta individual perdía toda importancia, como no la tenía las normas morales comúnmente aceptadas, dándose entonces el caso de que nada se oponía a la transgresión de las mismas, pues se estimaba que la violación del orden se hacía en beneficio de la verdadera fe. Se observará fácilmente cómo aquellas sectas que se apartaban de la verdad establecida eran de inmediato culpadas de cuantas inmoralidades y tropelías se cometían. Analizando, por ejemplo, la propaganda esgrimida contra los albigenses, caeremos en la cuenta de que eran objeto de todo tipo de acusaciones e imputaciones de vicios, en especial de carácter sexual. Bastante que un grupo de personas se reunieran en secreto y que se dijera que repudiaban el matrimonio, o que consideraban fútiles los lazos y convencionalismos de la sociedad en cuestión, para que automáticamente las autoridades vieran en ellas un intolerable peligro. Y si bien es cierto que, de acuerdo con los patrones de la sociedad de la época, existieron sectas cuyas actividades pueden a justo título tildarse de inmorales, no lo es menos que acusar de perversiones sexuales a una minoría ha sido siempre uno de los medios más cómodos de incitar a los hombres a revolverse contra ellas. Cualquier doctrina, sea religiosa o anarquista, que ponga en tela de juicio los valores que rigen al mundo, alberga en su seno prosélitos de tendencias puristas unos y libertinas otros. Basta entonces que se venga en conocimiento de una de estas maestras de libertinaje para que en un abrir y cerrar de ojos la masa olvide la existencia del número, mucho mayor, de afectos a la otra tendencia.
Si los hombres de entonces se sintieron atraídos por las herejías gnósticas, hay que imputarlo al profundo aborrecimiento que en ellos despertaba lo que a sus ojos no eran más que valores corruptos del orden existente. Las circunstancias de la época los obligaron a integrarse en comunidades reducidas y clandestinas, y, a menudo, esta misma clandestinidad a la que se veían forzados hizo que contemplaran con agrado la conjura como único medio de subsistir. Esta recusación del mundo adquirió en ocasiones tonos de auténtico ascetismo, culminando a veces en actos de enfrentamiento y choques violentos con la moralidad imperante. La reacción de los poseedores y del poder, en relación con tales grupos, ha sido siempre y uniforme: un sentimiento de temor ante la posible subversión que podría resultar de la denegación de los valores admitidos, con la obligada secuela de persecuciones, desatadas a menudo a causa de simples rumores sobre graves conspiraciones para derrocar el orden social entero. En efecto, los rumores pasan entonces a convertirse en una verdadera campaña propagandística que utiliza contra sus víctimas, al margen de su real conducta o delitos, todo género de acusaciones, diatribas y términos infamantes.
Sin embargo, las sectas religiosas cuya práctica y doctrina se fundamentan en la renuncia del mundo y el desprecio a sus valores se asemejan notablemente a muchas ideologías utópicas y quietista posteriores, con su inconformismo individualista y su tónica anarquista a ultranza; ha sido precisamente aquellas otras con un programa explícito en el campo social las que se han visto atribuir la calidad de precursoras de los modernos movimiento revolucionarios gracias a los numerosos rasgos comunes con estos últimos. La historia de las herejías medievales abunda en movimiento como el que en el siglo XII presidía Tachelm en Flandes, quien convenció a sus seguidores para que se abstuvieran de pagar los diezmos, ya que los «sacramentos no eran mejor que las poluciones ni las iglesias mejor que los burdeles».[4] En caso de esta naturaleza, el resentimiento contra la mundanería y la pretendida corrupción de la iglesia oficial abocaba a la acción revolucionaria en su contenido y supuestos. En ocasiones, el dirigente del movimiento y sus seguidores se erigían en comunidad ideal, en espera de un Segundo Advenimiento, que creían inminente. Otros grupos limitaban sus ataques a los poderes y corrupción de la iglesia, a una demanda más general de justicia social: «magistrados, preboste, alguacil, alcaldes, viven casi todos del latrocinio…; todos medran a costa de los pobres…, el más fuerte roba al más débil», escribe un autor de un folleto del siglo XIV, en términos muy similares a los ulteriores movimientos de revuelta social.[5] Otro agitador planteaba ya en la época la cuestión de cuál era el destino que se daba a remanentes de los bienes producidos por las clases trabajadoras: «Con gusto estrangularía a los nobles y al clero, a todos y cada uno de ellos… Las pobres gentes que laboran son los que hacen el pan de trigo, pero jamás lo mastican; todo lo que consiguen son las sobras que resultan de cribar este trigo. Tampoco del vino consiguen otra cosa que las heces, y de las ricas telas sólo la borra del tejido. Cuanto hay de sabroso o bueno va a parar a manos de los nobles y del clero».[6]
Los movimientos de esta índole basaban sus exigencias de cambios sociales en especulaciones sobra la posibilidad inmediata del millennium, una creencia que conjuga el Segundo Advenimiento con la vuelta de la Edad Dorada que precedió a la caída de nuestros primeros padres. Algunas de estas ideas sobrevivieron y se reiteraron en el transcurso de varios siglos, y otras quedaron tácitamente absorbidas por las doctrinas ortodoxas. Sin embargo, la mayoría de estas sectas corrieron la suerte reservada a los grupos que en siglos posteriores sostuvieron doctrinas utópicas. El dirigente se tornaría progresivamente en megalómano y el grupo en sí se escindiría en facciones rivales, hasta llegar, en ocasiones, a provocar el hostigamiento por parte del poder público, que solía culminar con la muerte en la hoguera de los adeptos más notorios. No resulta en exceso difícil discernir los motivos de movimientos de este género. Junto al sentimiento de desesperación, a la sensación de que algo en el mundo se hallaba irremediablemente erróneo, coexistía la firme creencia en la posibilidad de volver las cosas a su cause, con tal de que se tuviera buen cuidado de destruir aquellas instituciones que obstaculizaban la aplicación de la voluntad divina. Lo que ya resulta más difícil es descubrir si existían factores sociales o económicos comunes que llevaran a tales actitudes de revuelta y si puede justificarse que el historiador proceda a la comparación sociológica y psicológica de estos movimientos con algunas ideologías producto de los siglos XIX y XX. Resulta tentador buscar similitudes con las circunstancias meramente externas bajo las que cobraron vida las sectas utópicas y milenarias, y a esta tentación han acabado por ceder no pocos autores que se han ocupado de las herejías. He aquí, por ejemplo, cómo explica un historiador el éxito del movimiento cátaro en el Languedoc: «La población de esta región, con sus marcadas ansias de independencia y libertad personal, se compenetró en seguida con una doctrina cuya esencia radicaba en la liberación espiritual y en la dignidad del individuo».[7] ¡Cuánta utilidad reportaría al historiador de los movimientos anarquistas decidirse a aceptar este criterio, y así poder explicar satisfactoriamente el triunfo de los anarquistas españoles mediante la mera aplicación de aquél a los artesanos de Cataluña, colindante con el Languedoc! No obstante, le resultaría difícil explicar la buena acogida dispensada de continuo a las herejías milenarias entre la población, mucho menos voluble, holandesa o checa. Parece, sin embargo, que la nobleza, aunque sólo ocasionalmente, como ocurrió con los albigenses, se unió a tales movimientos con la intención de favorecer sus propios intereses políticos; pero el soporte masivo de que aquellos gozaron vino de las clases inferiores de la sociedad, auténticamente convencidas de la verdad de las doctrinas. Así, a medida que el movimiento cátaro empezó a declinar y a hundirse irremediablemente, los más leales de sus prosélitos se encontraban entre los tejedores, los carniceros y en estratos sociales incluso más bajos, como el de las meretrices y los cómicos ambulantes.[8]
Muchos movimientos de esta naturaleza surgieron en períodos de cambios sociales y económicos, en momentos en que la población crecía con rapidez y la industria urbana se hallaba en expansión. Como indica el profesor Cohn, en las ciudades flamencas, centros textiles de primer orden y en las zonas cada vez más industrializadas del oeste y sur de Alemania cuajaron durante los siglos XII y XIII esas ideologías heréticas. Pero las pruebas sobre cuál fuera el fondo real en el que se proyectaron las herejías medievales, son, en su mayor parte, demasiado pobres para autorizar ninguna generalización en torno a las condiciones económicas y sociales que las originaron. Lo cierto es que se propagaron de un país a otro y de una clase a otra, resaltando, naturalmente, con más frecuencia en los períodos en que las ataduras tradicionales quedaban debilitadas por las guerras u otros desastres, cuando la peste llevaba al ánimo de las gentes el temor a una hecatombe inminente y cuando las malas cosechas o los tributos excesivos volvían inconsistentes las bases de su vida. No extraña que en tales circunstancias los fundamentos de todo el sistema social se vieran sacudidos por oleadas de fervor religioso.
Es al tratar de la Reforma cuando los historiadores han forcejeado con más denuedo para vincular los movimientos heréticos a los cambios económicos y sociales. Ello se debe en buena parte a que los escritores revolucionarios modernos han considerado como precursores a determinados movimientos de los siglos XV, XVI y XVII, y a un deseo de interpretar las revueltas de la época en términos de sus propias creencias políticas y filosóficas. Los trabajos sobre el comunismo y el anarquismo debidos a prosélitos de estas ideologías dedican considerable espacio a Thomas Müntzer, a la revuelta de campesinos alemanes en el siglo XV y a los anabaptistas, en especial al grupo que en el año 1535 se apoderó de la ciudad de Münster durante unos meses de desesperado «comunismo belicoso». Con frecuencia, esta interpretación que convierte a esos reformadores religioso en los antecesores de la revolución social ha sido llevada demasiado lejos, subestimando así la importancia de las ideas abstractas y los motivos auténticamente religiosos que impulsaron muchas de las acciones de aquellos hombres. No obstante, debemos reconocer que numerosas ideologías religiosas nacidas al cobijo de la Reforma presentan un contenido doctrinal netamente revolucionario, en el que se ponen en la picota no sólo los dogmas religiosos de la iglesia oficial, sino también las instituciones sociales y políticas que obligaban al cambio reformista.
Thomas Müntzer, que se convirtió en dirigente revolucionario después de empezar al igual que Lutero como simple reformista religioso, inició su carrera eclesiástica en el seno de la misma iglesia que luego atacaría tan denodadamente, y en esta primera época se vio influenciado en gran medida por las doctrinas luteranas. Pero la crítica de Lutero y, fundamentalmente, su doctrina de la justificación mediante la fe, resultaban demasiado blandas para la turbulenta y retorcida naturaleza de Müntzer. De aquí que en la etapa de su vida desde el año 1520 en adelante se sumiera en la más violenta de las revueltas, exigiendo la destrucción inmediata del orden existente para preparar, desde aquel mismo instante, la instauración del reinado de dios en la tierra. Era aquel un grito de los que siempre hallan eco en tiempos de cambio, cuando alientan las esperanzas de rápida transformación del mundo y, repentinamente, éstas se ven frustradas por la lenta marcha de las reformas. Era una llamada a la que respondieron entusiásticamente los campesinos de Turingia, los trabajadores de las minas de plata de Zwickau y de las minas de cobre de Mansfeld, lugares todos donde Müntzer predicaba sus apocalípticas doctrinas. Por algún tiempo, pareció que los representantes de la dinastía reinante en Sajonia prestasen oídos a las enseñanzas de Müntzer, pero instigados en parte por Lutero no tardaron en descubrir que sus doctrinas implicaban una revolución tanto religiosa como social, y así, en los dos o tres años, siguientes, los escritos del reformador se volvieron franca y abiertamente revolucionarios. En 1525 Müntzer se vio envuelto en los sucesos que consolidaron su reputación de apóstol de la revolución social. En efecto, en el mes de marzo de aquel año estallaba en el país la revuelta del campesinado alemán. Muchas y muy complejas fueron sus causas, y la participación como responsable principal de Müntzer es algo sujeto todavía a controversias. De lo que no cabe duda es de que, por lo menos en Turgindia, sus doctrinas exacerbaron la situación de malestar provocada por la manera como eran gobernados los Estados alemanes y por el aumento de los tributos. Tampoco cabe duda alguna de Müntzer acogió favorablemente el levantamiento, considerándolo como una etapa necesaria en el camino para derrocar el orden existente. El dirigente reformista se unió a las fuerzas del campesinado, y cuando esas fuerzas fueron fácilmente reducidas por las armas, Müntzer fue apresado y ejecutado.
Pero no son, sin embargo, los problemas históricos sobre las causas de la revuelta campesina ni la segura participación de Müntzer lo que interesa tener en cuenta cuando se aborda el estudio de los movimientos revolucionarios contemporáneos. Lo que hizo volver la mirada de los escritores revolucionarios subsiguientes, fueran de ideas marxistas o anarquistas hacia la figura de este personaje, fue su vinculación a una tentativa seria de revolución social y la violencia del lenguaje revolucionario en que Müntzer se expresaba. Esto es lo que fundamentalmente lo aproxima a los anarquistas de nuestro siglo. El dirigente insistía en la necesidad de derrocar el orden existente mediante la fuerza, como fase previa al nuevo orden propugnado. «¡A ellos, a ellos mientras arda el fuego!», exhortaba a sus seguidores. «¡No dejen que nuestra espada se enfríe! ¡No permitas que se oxide! ¡Pegar duro contra el yunque de Nemrod! ¡Echar abajo su castillo! ¡Mientras ellos vivan, jamás desterraremos el miedo del corazón de los hombres…!».[9] Si Müntzer encaja en un tipo determinado de revolucionario es porque para él reviste mayor importancia el acto mismo de la rebelión que la naturaleza del mundo posrevolucionario, y, en este sentido, sí que podemos referirnos a él como el auténtico precursor de muchos revolucionarios posteriores.
También los revolucionarios del siglo XIX han visto en los anabaptistas a los precursores de su movimiento. Una vez más parece que las semejanzas son aquí más temperamentales que de doctrina o de circunstancia. Sin embargo, existe por lo menos un episodio que ha alcanzado legendaria importancia en la historiografía revolucionaria: el cerco de Münster en 1535. En realidad, hablar de los anabaptistas como si se tratara de un grupo coherente es un error. Las distintas sectas anabaptistas tenían por lo general pocas cosas en común, salvo la creencia de que pertenecían todas ellas a la Comunidad de los Santos. Sus adeptos profesaban una amplia gama de doctrinas y actitudes intelectuales; los había revolucionarios furibundos y pacifistas puritanos y sosegados. Algunos creían en la acción revolucionaria de tipo práctico, y otros, como los herejes agnósticos de la Edad Media, preferían apartarse del mundo y de sus valores para depositar sus esperanzas en el más allá. No obstante, todos se mostraban de acuerdo en negar la necesidad de la existencia del Estado, argumentando que, puesto que los bautizados se hallaban en contacto directo con Dios, todos los intermediarios entre Dios y los hombres resultaban perfectamente inútiles. La iglesia y el Estado, pues, no sólo eran innecesarios, sino inclusos perniciosos, ya que no hacían más que interponerse entre el hombre y la luz divina que éste albergaba en sui interior y que debía actuar como su única guía en esta vida. De aquí a exigir la destrucción de la sociedad existente para sustituirla por un nuevo orden milenario cuyas leyes serían reveladas a los fieles a través de la luz interior de un profeta o adalid, sólo mediaba un corto paso. Luego, como tantas veces ha ocurrido en la historia de los movimientos revolucionarios, lo que empezaba siendo un movimiento de liberación podía acabar convirtiéndose en una autocracia de tipo terrorista.
Los anabaptistas aparecen en Suiza, Alemania y los Países Bajos, pero fue en la ciudad de Müntzer, en Wesfalia —estado gobernado por el obispo local— donde el movimiento revistió la forma más extrema de virulencia revolucionaria. En 1533 Müntzer era un bastión luterano, pero las doctrinas anabaptistas parecieron más excitantes a sus habitantes, que se convirtieron al anabaptismo. La ciudad y los municipios circundantes habían pasado durante los últimos años por una serie de desastres y dificultades —plagas, penuria económica, onerosa tributación, contiendas religiosas—, por lo que el estado de espíritu de las gentes se hallaba propicio a prestar oídos a los profetas de la condena y la destrucción, y a depositar sus esperanzas en un cataclismo y un cambio inminentes. No costó, pues, excesivamente a Jan Mathys de Harlem y a su discípulo y sucesor Jan Boeckeler, conocido por Jan Leyden, «profeta» anabaptista ambos, llevar a las gentes de la población a un estado de exaltado fervor revolucionario que se prolongó durante un año por lo menos, en el transcurso del cual los moradores de Müntzer demostrarían que estaban convencidos de que la ciudad iba a convertirse en otra Jerusalén, mientras más allá de sus puertas todo perecía. Los anabaptistas se hicieron completamente dueños de la ciudad. Católicos romanos y luteranos fueron expulsados, lo que decidió el obispo, jefe nominal de la ciudad, a emprender una acción de represalia. Con la ayuda de un ejército de mercenarios primero y el apoyo de los gobernantes de las zonas vecinas después, el obispo puso cerco a la ciudad, mientras en su interior los anabaptistas llevaban a efecto simultáneamente la revolución social mediante el imperio del terror y la enconada resistencia a los embates enemigos. Como primera medida y para mostrar el desprecio que les merecían las leyes en vigor sobre la propiedad, los insurrectos destrozaron todos los archivos y registros de contratos y deudas. (Conviene observar que la destrucción de las pruebas «físicas» de una injusta estructura social ha sido un rasgo específico de los movimientos anarquistas italianos y españoles del siglo XIX, cuyas revueltas solían participar con la ceremonia de la quema de registros y archivos sobre transacciones de bienes en la Casa Consistorial). Acto seguido se instituyó una especie de comunismo de emergencia, con almacenes comunales de alimentos, vestidos, ropas de cama. El movimiento revistió un matiz declaradamente anti-intelectual (otro distintivo de las conmociones revolucionarias de nuestra época); libros y manuscritos fueron destruidos, tachados de mundanales y contrarios a los dictados del puro cristianismo.
Como era de esperar, la revuelta anabaptista en Müntzer no podía durar mucho tiempo. Jan Leyden, su mandato no tardó en degenerar muy pronto en un terror insensato con ribetes de megalomanía, acompañado de poligamia, rasgo característico en la vida de los «profetas» de las más recientes comunidades utópicas. En junio de 1535 caía la ciudad, y, a principios del año siguiente, Jan Leyden era sometido a tortura hasta causarle la muerte. El conjunto de este episodio ha adquirido en la genealogía de las revoluciones cierto carácter legendario y, lo mismo que Müntzer, Jan Leyden ha sido considerado por los revolucionarios de nuestros siglo como uno de los suyos, a despecho de que, en realidad, su gobierno en la plaza de Müntzer sólo puede conceptuarse como una de las experiencia más desacertadas, frenéticas y negativas del fanatismo y la violencia anarquistas.
Del estudio de los movimientos religiosos heréticos, se desprende claramente que determinados tipos humanos experimentan la apremiante necesidad de reaccionar violentamente contra el orden existente; de poner en entredicho el derecho de los gobernantes a ejercer el poder, y de denunciar como innecesario y negativo todo lo que tengas visos de autoridad. Esta rebelión contra la sociedad y sus dirigentes va acompañada, de conformidad con la disposición mental de que se trate, bien por la convicción de las propiedades saludables de la destrucción violenta, de la importancia de la revolución como un fin en sí, o bien por un optimismo que no conoce fronteras en torno a la posibilidad de un cambio inmediato y radical en pro de un mundo mejor, de la edificación de un orden social totalmente nuevo, erigido sobre las ruinas del anterior. El total rechazo de los valores de la sociedad contemporánea, el aborrecimiento de cualquier muestra de autoridad y la creencia no sólo en la posibilidad sino también en la inminencia de una completa revolución, son todas ellas características que van acompañadas por el sentimiento de pertenecer a un grupo selecto y a menudo secreto.
La disposición mental que antaño impulsó a los hombres a la adopción de creencias religiosas utópicas puede (tal y como han sugerido cierto número de autores) haberlos llevado, en nuestra época, a favorecer dogmas revolucionarios centralistas y totalitarios, pero puede también inducirlos a rechazar toda autoridad y a rebelarse contra cualquier forma que adopte el Estado. Ideologías que impulsan a unos hombres a la aceptación de una dictadura totalitaria pueden suscitar en otros un completo rechazo de toda autoridad.
Aunque el anarquismo es también producto del racionalismo del siglo XVIII, y a pesar de que la teoría política anarquista se basa en la confianza en la naturaleza razonable del hombre y en la creencia en su progreso moral e intelectual, éste es tan sólo uno de los cabos. El otro consiste en una tendencia que sólo cabe describir como religiosa y que vincula a los anarquista emocionalmente, ya que no doctrinalmente, con las herejías de tendencia extremista de los primeros siglos. Es justamente el choque entre estos dos rasgos, el religioso y el racionalista, el apocalíptico y el humanista, lo que ha dado a la doctrina anarquista un carácter contradictorio, y es también esta doble naturaleza la que le proporciona un amplio y universal atractivo. Las creencias de los anarquistas no pueden entenderse sin tener antes una comprensión de las ideas políticas que heredaron de la Ilustración. Sin embargo, nos encontramos a menudo con que sus actos sólo admiten explicación en términos de la psicología de la creencia religiosa.
Si bien lo que impulsa a los hombres a convertirse en anarquista es una disposición religiosa herética, muchas de las doctrinas que han adoptado, al igual que acontece con otros sistemas de ideas políticas modernas, provienen de los filósofos del siglo XVIII. La creencia en las infinitas posibilidades de perfección del hombre, la confianza en que resulta factible reformar las sociedades sobre la base de principios racionales, todas estas ideas son ideas familiares a Condorcet y a Bentham, a Montesquieu y a Helvetius, y ellas forman el sustrato de las teorías y prácticas liberales que siguieron. Y no obstante, pese a que el anarquismo parte de la bondad natural del hombre, su doctrina ha llegado a ostentar profundas diferencias con las ideas políticas del Iluminismo. Los filósofos franceses del siglo XVIII no eran en modo alguno anarquistas; ellos aceptaban la idea del Estado, y de un Estado que, en determinadas circunstancias, disponía de amplios poderes para ejercer coacción sobre sus súbditos en persecución de sus propios intereses. Es más, incluso los escritos más radical del siglo XVIII, como, por ejemplo, el Discurso sobre la Desigualdad, de Rousseau, consideran que los cambios sociales propugnados por ellos tienen que verificarse mediante un cambio político, en tanto que los anarquista siempre han insistido en la necesidad de un cambio económico y social como opuesto a las meras reformas de orden político, a las que en todo momento tachan de ineficaces, incluso de perniciosas.
Los únicos pensadores dieciochescos con derecho a ocupar un puesto entre los precursores del anarquismo son una o dos figuras al margen de los grandes movimientos filosóficos de la época, figuras un tanto oscuras, con teorías tortuosas similares a las del abad de Jean Maslier o a las del misterioso Morelly, cuya «negación del gobierno» sería más adelante objeto de alabanzas por parte de Proudhon. No obstante, esos personajes resultarían enigmáticos y carentes de influencia que, en ocasiones, se ha puesto en entredicho el hecho mismo de su existencia. Así, por ejemplo, el Testamente de Meslier fue publicado por vez primera por Voltaire, del que se ha sospechado la paternidad de la obra, escudado en el nombre de Meslier, seudónimo que le permitiría dar rienda suelta a sus violentos sentimientos anticlericales. Otra de estas obras, Le Bonm sens du Curé Meslier, debe en realidad imputarse a D’Holbach. Parece, sin embargo, que Meslier fue un personaje de carne y hueso, un cura rural poseído por el aborrecimiento hacia sus superiores eclesiásticos, fluctuando entre las críticas a la iglesia establecida y los ataques a cuanto supusiera el menor asomo de autoridad o religión. El subtítulo del Testamento ilustra claramente el contenido de su mensaje: «memorias sobre los pensamiento y sentimientos de Jean Meslier, relativos a los errores, fallos de conducta y gobierno de la humanidad, en donde se muestra clara y palpablemente la vanidad y falsedad de todas las divinidades y religiones…».[10]
Lo que, hace de Meslier un verdadero aunque inocuo revolucionario, y lo que le ha ganado un puesto en la historia del anarquismo, es la violencia de su lenguaje y la insistencia —en palabras que bien pudiera emanar de aquel otro clérigo rebelde de fuera Thomas Müntzer— en la necesidad de recurrir a la acción. «Hagamos que los poderosos y los nobles se cuelguen y estrangulen con los intestinos de los clérigos, de los poderosos y los nobles, que son quienes pisotean a los pobres, los atormentan y hacen de ellos seres desgraciados».[11] En ocasiones entona la nota exacta de la revuelta social, característica de los anarquistas. «Nuestra salvación está en nuestras manos…; tomar con nuestras propias manos los bienes y riquezas que tan abundantemente producimos con el sudor de nuestra frente; tomarlas para nosotros y nuestros compañeros. No dejen ninguna para los vanos y altivos parásitos que nada útil aportan a este mundo».[12] Pero, en general, lo que atrajo hacia él a hombres como Voltaire y D’Holbach, satisfechos de haber dado con un personaje singular y «primitivo» que exponía con sinceridad y simplicidad opiniones que concordaban en parte con sus propios sentimientos, fueron sus ideas antirreligiosas y anticlericales.
Morelly resulta un personaje todavía más desdibujado. ¿Es, acaso, una invención de Diderot? ¿Se trata por ventura del mismo Morelly que Rousseau conoció en Ginebra? No es tarea fácil, hoy, contestar a estas preguntas. Sin embargo, su Code de la Nature, publicado en 1755, constituye un buen exponente de cómo dar un tinte radical y anarquista a las ideal del siglo XVIII. «Cuando uno se pregunta qué es lo que gobierna a los hombres, todos, desde el cetro al cayado del pastor, desde la tiara al sayo más humilde, dan una misma respuesta: los propios intereses de otro, que uno, por motivos de vanidad, ha terminado por hacer suyos, pero que en última instancia, derivan del primero, ¿Cuál es, entonces el origen de tales aberraciones?; la propiedad».[13] No obstante pocas cosas hay en el virulento libro de Morelly que sean esencialmente anarquistas. Si los autores de esta ideología se empeñan en considerarle como uno de sus precursores, se debe simplemente a su creencia de que las instituciones deben de un modo u otro adaptarse a los fines de la naturaleza, y al haber insistido en que la propiedad es una cuestión fundamental, tanto en moral como en política. De hecho, Morelly encajaría mucho mejor entre los precursores del comunismo más ortodoxos que del anarquismo. Durante el siglo XIX, ambas doctrinas suelen ir de la mano, y, como tendremos ocasión de ver más adelante, teóricos de última hora, como Kropotkin, se denominan a sí mismo anarco-comunistas. Pero lo cierto es que la actitud inicial de anarquistas y comunistas difiere por completo; cuanto tiene en común es su opinión sobre la propiedad y su repulsa de un régimen privado de la misma. Una tradición realmente anarquista rechazaría de inmediato la fuerte regulación comunal de las actividades individuales sugerida por Morelly, ya que, en efecto, pese a que Morelly proclama la abolición de la propiedad privada y el derecho de cada ciudadano de subsistir a costa de la sociedad sometida a una disciplina espartana, donde los comprendidos entre la edad de veinte y veinticinco años quedaban destinados al trabajo obligatorio, no siendo factible el matrimonio hasta la llegada de la pubertad e imposible el divorcio hasta transcurrido un período de diez años. Los individuos quedaban rígidamente encuadrados en las respectivas familias, que se organizaban en tribus y las tribus en ciudades, con lo cual más parece que Morelly tratara de estatuir una jerarquía de poderes antes que una libre asociación de comunas independientes, el elemento característico en los pensadores anarquistas posteriores. Morelly no ejerció en un principio influencia inmediata, ni, en esta materia por lo menos, influjo duradero; sólo el radicalismo de sus doctrinas comunistas y sus ataques contra la propiedad privada han hallado eco en los escritos de los historiadores comunistas y anarquistas.
El verdadero antecesor del anarquismo, como de casi todas las doctrinas políticas, es Juan Jacobo Rousseau. Fue él quien creó el clima intelectual que haría posible el anarquismo. Fue Rousseau quien cambió el estilo de la discusión política y quien amalgamó el racionalismo de los philosophes con el calor, el entusiasmo y la sensibilidad de los románticos. Lo que él dijo resulta, en cierta medida, menos importante que cómo lo dijo, y esto se debe que se le concediera un puesto en la historia del pensamiento político subsiguiente, hasta el punto de que algunos hayan visto en él precursor al precursor de la «democracia totalitaria» y otros le consideren como el padre de las doctrinas más extremadas sobre la libertad. En lo que a los anarquistas se refiere, el punto que mayormente los influenció fue su ideal de la naturaleza.
A su creencia en la perfectibilidad del hombre y de las instituciones humanas, Rousseau añade, particularmente, la noción del «noble salvaje», tan querida de los corazones anarquistas. «El hombre nació libre y por doquier se halla encadenado» es en realidad una declaración incorporada a la esencia del pensamiento anarquista. La idea de un mundo primitivo y dichoso, de un estado naturaleza en el que los hombres, lejos de enzarzase en muto contienda, viven en relaciones de cooperación, ejercería profunda influencia en las distintas mentes anarquistas. Y aunque el propio Rousseau contribuiría al desarrollo de teorías políticas basadas en un fuerte poder estatal, las ideas de bondad y candor primitivos, las teorías de una educación racional por él propugnadas, no disienten apenas de las defendidas por Kropotkin o por Francisco Ferrer.
La idea esencial de que el hombre es por naturaleza bueno y que sólo las instituciones lo corrompen, ha sido siempre el substrato en el que han reposado las doctrinas anarquistas. La mayor parte de sus adeptos convendrían con Rousseau en que «On façanne des plantes par la culture et les hommes par l’éducation».[14] Al igual que la educación ideal de su Emilio, son la sinceridad, la sencillez, la libertad y la conducta espontánea las que sacan a relucir las cualidades latentes en el alma del niño. De modo paralelo e idéntico enfoque, pone de relieve en la sociedad anarquista la instintiva tendencia del hombre a proceder con recta voluntad.
Así como Condorcet y Rousseau contribuyeron en gran medida a la creación de la estructura intelectual de los pensadores marxistas del siglo siguiente, y así como personajes al estilo de Meslier o Morelly suministraron al historiador los nexos entre ciertos apóstoles de la moderna revolución social y sus predecesores, hay un autor inglés que, partiendo de los lugares comunes utilizados por los postulados filosóficos dieciochescos, elaboró el cuerpo de anarquismo racional más perfecto y acabado en cuanto se hayan podido jamás dilucidar; una filosofía del anarquismo llevaba hasta los últimos limites de la lógica, por sorprendentes y absurdos que puedan parecer. Su nombre es William Godwin, nacido en 1756 y que vivió hasta los ochenta años. A lo largo de su extensa vida alcanzaría gran renombre (tanto, que la que luego sería su segunda esposa se dio a conocer al dirigente exclamando: ¿«Es posible que tenga ante mí al inmortal Godwin»?), aunque al morir lo hizo casi en el olvido.
Godwin era hijo de un sacerdote calvinista, y, en un principio, él mismo aspiró a convertirse en un religioso de la secta independentista. La educación recibida dejó en su espíritu profunda huella, a pesar de que fue esa educación precisamente la que lo convirtió en anarquistas (al decir de H. N. Brilsford, «Dios no era para Godwin más que un tirano al que había que había que destronar»);[15] el puritanismo y ascetismo calvinista impregnaba todas sus teorías políticas. Su ideario, como el de muchos pensadores políticos británicos, resuma inconformismo de capilla, aun y cuando la religión quede excluida del mismo. Godwin conquistó grandes éxitos como novelista, pero su obra más importante es Estudios de la justicia política, que vio la luz por vez primera en 1793, en pleno fervor revolucionario francés. Ya por entonces Godwin estaba desilusionado en cuanto a las perspectivas de lograr algún tipo de reforma en el seno del sistema político existente. Cinco años antes, en 1778, en los días de las elecciones en Westminster, había escrito: «Nunca como ahora se hizo tal ostentación del escándalo, de un mezquino escándalo recíproco. La caza de votos es un comercio tan vilmente degradante, tan por completo incompatible con la dignidad moral y mental, que no puedo concebir cómo una mente cultivada sea capaz de este sucio juego»[16]. En Francia, sin embargo, las experiencia de una revolución directa no resulta tan estimulantes como los logros constitucionales británica en el seno del país. Pese a la simpatía que en Godwin suscitaba la Revolución y los partidarios de ella en Inglaterra, era decidido adversario de ella jacobinismo y del terror. En la base de su ideario político hallamos principio y metas muy distintos de los que animaban a Robespierre. Por ello no deja de antojársenos irónico que, como aconteció con no pocos anarquistas, se le tuviera en su propio país por un revolucionario terrorista de la peor y más extrema especie.
El principio fundamental del pensamiento político de Godwin es que la justicia y la dicha van indisolublemente unidas. «El camino hacia la verdadera felicidad individual es la práctica de la virtud», nos dice.[17] Por consiguiente, la sociedad basada en la justicia ha de tener como obligada secuela la dicha de los miembros que la componen. Se trata, pues, de una teoría que alienta un punto de vista en extremo optimista de la naturaleza humana, ya que no parece que Godwin alimentara el menor género de duda en torno a la viabilidad más o menos próxima de esta sociedad ideal. Escribe Godwin: «La perfectibilidad es una de las características más acusadas de la especie humana, de modo que nos es lícito presumir que el estado tanto intelectual como político del hombre se halla en camino de progresiva mejora».[18] La perfectibilidad del hombre se debe al hecho de que éste ha nacido —según la versión radical que Godwin dio de una doctrina que tuvo a Hume como primer adalid— libre de toda idea innata. Por tanto, su mente y su disposición pueden ser influidas desde el exterior en grado ilimitado mediante la sugestión. Esta sugestionabilidad, la vulnerabilidad del ser humano a todas las formas de presión moral e intelectual, constituyen a un tiempo su fuerza y su flaqueza. Hablamos de flaqueza porque es ésta la que permite que surjan gobiernos con un poder de control casi ilimitado sobre sus súbditos mediante la utilización de todo género de técnicas de propaganda y educativas. Pero hemos dicho que constituye también la fuerza del hombre, ya que, en el caso de un sistema educativo que incluye sanos principios, le permite convivir pacíficamente con sus semejantes en una comunidad que elimina la coacción física inútil y donde la felicidad de cada sujeto hace la de todos. Partiendo de la base de que la posibilidad de influir en el ser humano mediante sugestiones y argumentos constituye en el pensamiento de Godwin uno de los postulados fundamentales y que más se prestan a discusión, hay que reconocer la posibilidad de desterrar los malos hábitos mediante la explicación y comprensión de sus causas. «Toda corrupción, dice, no es más que el error y la ignorancia puestos en práctica y adoptados como señuelo de nuestra conducta».[19] En ocasiones va incluso más lejos y manifiesta que mediante la razón es posible la curación no sólo de las dolencia morales del ser humano, sino también de sus defectos físicos. Así, Godwin se recrea con la perspectiva de un futuro, todavía remoto, en el que la enfermedad y hasta quizá la misma muerte podrán ser desterradas mediante el simple ejercicio de la razón y del esfuerzo mental. «Hablamos ciertamente como cosa natural de las limitaciones de nuestras facultades, pero nada resulta tan difícil como señalarlas y ponerlas de relieve. La mente, al menos en el futuro, no conocerá limitaciones».[20]
En la ordenación natural del mundo tal como hoy existe, quien ejerce presión sobre los individuos es el Estado. El actual sistema político, social y económico sólo sirve para mantener al hombre ignorante de sus intereses y encadenarle a sus vicios. «Látigos, hachas, patíbulos, mazmorras, cadenas y suplicios son los métodos prescritos y en uso para persuadir a los hombres a la obediencia e imprimir en su mente las lecciones de la razón. Cada año, cientos de víctimas son sacrificadas en aras del derecho positivo y de las instituciones políticas».[21] La única forma posible de mejorar al ser humano es la de eliminar las causas mismas de los malos hábitos. Todo delito debe, forzosamente, tener una razón; eliminando ésta desaparecerá aquél. En opinión de Godwin, no existe delito sin motivo ni acción que no pueda, en sus objetivos, ser explicada o discutida. Esto es lo que hace que el problema de la propiedad revista un carácter fundamental en cualquier sociedad, puesto que la más común entre las causas del delito es la carencia de medios para subsistir dignamente. «El concepto de la propiedad es la clave que permite la edificación de la justicia política»,[22] concluye Godwin.
Para lograr propone una solución sencilla. Si la propiedad es la causa de toda corrupción, es necesario abolirla. Las necesidades del hombre, se dijo Godwin, son en sí reducidas en número y pocas serían las requeridas por una sociedad en la que los motivos de vanidad y ambición y el deseo de exceder al vecino en ostentación, han quedado purgados, sustituido por una sana escala de valores. De otro lado, teniendo en cuenta que el hombre aprendería prontamente a postergar el lujo y la ostentación, disminuiría grandemente el trabajo necesario para atender las exigencias cotidianas en relación con el requerido por la actual sociedad. Las máquinas, por otra parte, contribuirían a desterrar casi por completo el esfuerzo manual: «Es inadmisible pensar que el hombre no pueda lograr cuanto se proponga, o, para decirlo con frase más familiar, que el arado no pueda trazar el surco en los campos y llevar a cabo su cometido sin necesidad de guías»[23]. Cuantas tareas haya necesidad de realizar, serán rápidamente distribuidas conforme a bases racionales. «¿Quieres una mesa como la mía? Pues bien, constrúyela tú mismo, y si mi habilidad en este oficio es mayor que la tuya, yo mismo la ejecutaré. ¿Qué la deseas en seguida? Bien, consideremos el apremio de tus deseos y los míos y dejemos que se la justicia la que dictamine».[24] Godwin es anarquista en tanto que no pretende una explotación en común de la propiedad, sino que lo que hace es, simplemente, propugnar que sea utilizada por cuantos necesitan de ella. Lo que hace en realidad es llevar su repugnancia por la coerción y los atentados contra el individuo a unas conclusiones lógicas extremas: «Hasta cierto punto, todo lo que normalmente lleva involucrado el término cooperación es defectuoso… Si se pretende que coma y trabaje al mismo tiempo que mi vecino, ello sólo se hará cuando a mí me convenga o cuando le convenga a él, o incluso dejará de hacerse cuando no convenga ni al uno ni al otro». No se nos puede reducir a un sincronismo de reloj. De aquí se desprende que sea necesario evitar cuidadosamente toda cooperación que rebasa la justa medida.[25] El arte musical es objeto de sospechas en tanto que supone una intolerable trabazón de la individualidad de los intérpretes. «¿Deberían en lo futuro celebrarse conciertos?». El abyecto estado de meras máquinas en el que se hallan la mayoría de los músicos resulta tan evidente como para convertirse, incluso en los tiempo que corremos, en un motivo de mortificación y ridículo… ¿Se representarán en el futuro piezas teatrales? El teatro parece también partir de unos supuestos de cooperación que deben ser desterrados. Se nos antoja poco probable que sigan saliendo a escena unos hombres para, con mayor en menos gravedad, repetir palabras o ideas que no son las suyas. Podemos realmente pensar que llegará el día en que los intérpretes dejarán simplemente de ejecutar composiciones ajenas… Toda repetición sistemática de las ideas de otros hombres se nos antoja una añagaza en la que quedan retenidas por largo tiempo las operaciones las operaciones de nuestra propias mente. Quizá sea sólo cuestión de actuar a este respecto con un mínimo de sinceridad, actitud que ha de traducirse en la expresión inmediata de cuantas ideas útiles y válidas crucen por nuestra mente».[26]
Conviene menospreciar también otras formas de actividades en común: «¿Debo, por ventura, abandonar el museo en el que estoy trabajando, el retiro en el medito o el observatorio desde el que observo los fenómenos de la naturaleza para dirigirme a un lugar apropiado a la necesidad de comer, en lugar de hacerlo en el momento y lugar que más convenga a mis dedicaciones?».[27]
Principios semejantes que se nos aparece como doblemente errada, por cuanto no sólo exige la subordinación de una personalidad a otra, cosa totalmente innecesaria, sino que, además se basa, en la propiedad. De ahí que no parezca necesaria a Godwin. Uno no puede dejar de concluir que, para él, sexo y reproducción son, en el hombre racional, complicaciones totalmente gratuitas. «En una sociedad de este género no resultaría fácil asegurar quién sea el padre de tal o cual niño».[28] La educación de los niños se asentaría sobre bases del todo racionales, aunque incluso un hombre como Godwin admite que durante la infancia esta tarea «recaerá las más de las veces sobre la madre, a no ser que ésta se vea sujeta a frecuentes partos, o que la naturaleza de estos cuidados haga el reparto de la carga desigual para ella, en cuyo caso intervendrá la participación amistosa de los demás».[29] La educación que posteriormente debería recibir el niño supera en mucho los métodos de los más progresistas reformadores pedagógicos del siglo XX. «Ninguna criatura con forma humana tendrá que aprender otra cosa que lo que ella desee y considere que de un modo u otro resulta de valor y utilidad. Cada hombre será capaz de suscitar, en relación con sus capacidades, aquellas sugerencias de orden general y las múltiples opiniones que sirvan para estimularlo y orientarlo en los estudios que realice de acuerdo con sus deseos».[30] En el pensamiento de Godwin se insinúa la idea de que la procreación de los hijos y su consiguiente crianza y educación terminará por resultar innecesaria, pues la razón tiene acceso también a los secretos de la inmortalidad física y la eterna juventud. De hecho, la actitud que Godwin ostenta ante el sexo corresponde a su concepción de la naturaleza del hombre. En esta sociedad ideal y según palabras propias, el hombre «mantendrá frecuentemente trato con la mujer cuyos encantos estimulen poderosamente sus deseos. Sin embargo, puede muy bien suceder que otros hombres sientan la misma preferencia que yo. Bien, en tal caso no se planteará problema alguna, ya que todos gozaremos de su conversación y seremos lo suficientemente razonables como para no atribuir a la relación carnal la menor importancia».[31]
El ordenamiento racional de nuestras relaciones con los demás alcanzan rigor extremo. Dado que las promesas crean obligaciones que repercuten sobre nosotros y suscitan esperanzas que quizás no seamos capaces de cumplir, conviene prodigarlas lo menos posible, tanto en interés de la libertad como de la sinceridad personal. Asimismo, si el tener que recibir a visitantes que no son de nuestro agrado pueden colocarnos en la necesidad de mentir, o bien en una situación embarazosa, el capítulo del libro de Godwin que reza «Acerca del modo de evitar (la presencia de) visitantes», expone cómo debe desenvolveremos la propia moral frente a los hechos cotidianos: «supongamos que no vemos en la precisión de responder (a un visitante) que nuestro padre o esposa no se hallan en casa, cuando la verdad es que sí están… ¿No sentiremos nuestra lengua contaminada con la baja y vil mentira?». De otro lado, nuestro visitante, si es razonable, no concederá importancia al hecho de verse rechazado. «El que, en un caso como éste, se sintiera resentido, sería el más mezquino de los hombres, una vez que yo le hubiera expuesto las consideraciones de orden moral que me impelían a proceder en esta forma». Incluso cuando las razones de nuestra repulsa se deben a pura antipatía, normalmente éste se asienta «en algún defecto que hemos percibido o creído percibir en él. ¿Debemos, por ventura, mantenerlo en la ignorancia de la opinión que nos merece y privarlo así de la oportunidad de enmendarse o de rehabilitarse a nuestros ojos?».[32] Sinceridad, independencia, natural moderación, sentimientos nobles, he aquí las virtudes intelectuales que Godwin nos propone en su visión de la sociedad ideal.
Las instituciones sociales, en la medida en que sean necesarias, emergen espontáneamente de la concepción que Godwin ostenta en torno a la naturaleza humana y los defectos en torno a la naturaleza humana y los defectos del orden o sistema existente. «El único objetivo legitimo de las instituciones políticas es procurar la mejora de los individuos».[33] «El gobierno no puede albergar más que dos propósitos legítimos: la supresión de la injusticia de que son objeto los individuos dentro de la comunidad y la defensa común contra la invasión externa»[34]. Debemos presumir que tales declaraciones sirven sólo para el período que media antes de que la educación haya suprimido las causas de la injusticia, al convertir al hombre en un ente racional y, por tanto, virtuoso. Godwin es un verdadero anarquista en el sentido de que, pese a su aceptación de un cierto grado de asociación con fines administrativos indispensables —«una asociación que permita la institución de un tribunal que decida acerca de las posibles trasgresiones de los individuos en el seno de la comunidad»[35]—, esas asociaciones deben ser lo menos centralizadas posibles. La unidad básica debe descansar en la misma circunscripción territorial que la de la parroquia, sin que sea necesaria ninguna asamblea central. «Si en algún momento los círculos de estos miembros sin ambiciones y honestos se vieran sumidos en el ruinoso torbellino de las asambleas, bien podría decirse entonces que las posibilidades de mejora han quedado instantáneamente invalidadas».[36]
Godwin no es en modo alguno, en cuanto a los métodos, un revolucionario, por más alarmantes que sus propósitos puedan parecernos. Procura cuidadosa y firmemente soslayar toda inclinación a la violencia. «Si mañana tuviera que disolverse el gobierno de la Gran Bretaña, el hecho distaría mucho de conducir a la abolición de la violencia, a menos que esta disolución fuera el resultado de concepciones de justicia social, consistentes y maduras. Imbuidas previamente en los habitantes del país».[37] Una vez más puede recordarse a favor de sus argumentos la experiencia de la Revolución Francesa. «Soy audaz y osado en mis opiniones, no en la vida», diría Godwin en una ocasión.[38] Parece fácil, a primera vista, estallar en carcajadas ante tan quimérico e inocuo reformista, y, no obstante, Godwin dio suficientes pruebas de coraje cuando, en 1794, los fundadores de la radical London Corresponding Society se vieron acusados de traición por el gobierno Pitt, circunstancia en la que Godwin dirigió una activa campaña de prensa y publicó algunos folletos, con tan felices resultados que los acusados fueron absueltos. Pero, en lo referente a sus propias concepciones revolucionarias, éstas apuntaban más al futuro que al presente. Pese a sus ataques contra la familia, Godwin contrajo matrimonio dos veces. Su primera esposa fue Mary Wollstonecraft, también reformista avanzada y una de las primeras campeonas de los derechos de la mujer en Inglaterra. Murió al cabo de unos pocos años de matrimonio, años que despertaron una ternura de esposo insólita en tan frío racionalista. Su única hija, María, se convirtió en esposa de Shelley, y éste en uno de los primeros discípulos de Godwin. Su segunda esposa, de apellido Clairmont, era mujer de menor capacidad, y el matrimonio no fue particularmente dichoso.[39]
Si al convertirse en esposo y padre, Godwin parece haber traicionado sus propias enseñanzas, hay que decir que en otros aspectos actuó como si fuera realmente un miembro de la comunidad ideal en la que el individuo no tenía más que expresar sus necesidades para que fueran atendidas. Godwin no concedía a la propiedad la menos importancia. Según él, la sociedad debía mantener a los espíritus selectos y de aquí que se convirtiera en uno de los más notorios y desvergonzados sablistas de su época, solicitando de continuo dinero a préstamo, dinero que casi nunca devolvía. De todos modos, el familiar retrato de Godwin achacoso, empobrecido y vagabundo que aparece en la literatura consagrada a Shelley (una de sus principales víctimas, por cierto). No puede oscurecer los méritos inherentes a su Estudio de la justicia Política.
Haciendo uso de una elevada prosa dieciochesca, Godwin desdobla una visión del hombre y la sociedad que constituyen el ejemplo más acabado de doctrina anarquista basada en la confianza ilimitada en la naturaleza racional del hombre y en sus posibilidades de mejora. Más que por su carácter de revolucionario práctico, Godwin atrae por sus esquemas teológicos. No sólo, como hemos visto, era por naturaleza contrario a la revolución, sino que su influjo fue en extremo reducido. Pese a que se vendieron cuatro mil ejemplares de su libro y suscitó cierto revuelo en la Inglaterra de 1790, cuando los ánimos se exaltaban ardientemente con todo lo que fuera en pro o en contra de la Revolución, el comentario que según se dice formuló Pitt sobre el libro no está, en cierto modo, desprovisto de sentido: «Un libro que cuesta tres guineas nunca podrá hacer mucho daño a los que no pueden gastarse tres chelines».[40] El renombre de Godwin no tardó en evaporarse y su obra cayó en el olvido. No se sabe que fuera traducida a ningún idioma extranjero, a pesar de que en Francia se editaron una o dos de sus novelas. En lo que se refiere a la influencia directa de Godwin, se limitó a los poetas Shelley y Coleridge, pues Madame de Stäel y Benjamín Constant lo nombran con cierto tono desdeñoso. Influyó asimismo en Robert Owen, y, por conducto suyo, inspiró los primeros pasos del sindicalismo británico, en tanto que, como hemos dicho, marcaba profundamente el pensamiento de Coleridge y de Shelley. Encontramos en las páginas de este último, en particular en su Prometeo Desencadenado, pasajes que no son otra cosa que el verbo de Godwin transcrito en verso libre.[41]
Godwin no fue redescubierto sino hasta bien entrado el siglo XIX, cuando los anarquistas andaban a la zafa de doctrinas susceptibles de justificar su llamamiento revolucionaria. Y así como han existido siempre hombres que creen en el progreso y en la razón, y hombres partidarios del cambio violento y de la inmediata transformación del mundo, Godwin constituye un admirable ejemplo de anarquismo filosófico, un recordatorio de lo que debe el anarquismo a las doctrinas de la Ilustración, del mismo modo que otros anarquistas posteriores suministraron ejemplos de actitudes apocalípticas y milenarias que tanto aproximan el anarquismo a las herejías religiosas surgidas durante la Edad Media y la Reforma.
Pero ni el temperamento revolucionario ni una doctrina racional hubieran sido suficientes para impulsar el progreso del anarquismo cuando daba sus primeros balbuceos decimonónicos. Fueron el ejemplo instigador de la Revolución Francesa y el creciente belicismo de la sociedad industrial, ahora en gestación, los factores que crearon el clima en el que, tantos herejes como racionalistas pudieron sumarse de consuno a un movimiento fundamentalmente crítico de la sociedad establecida y a un programa de acción violenta para poner remedio a sus imperfecciones.