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Durante mucho tiempo he abrigado la opinión de que los antiguos griegos, que en general sabían muy bien lo que hacían, cometieron no obstante un profundo error desde el punto de vista psicológico al atribuir el dominio de las tormentas a Zeus, a quien los romamos llamaban Júpiter. A mi juicio, cuyo valor, desde luego, es relativo, Hera o Juno habrían sido una alternativa mucho más acertada, pues si hay un fenómeno natural que indiscutiblemente pertenece al género femenino es el de las tormentas eléctricas. Existe una especie de incoherencia caprichosa, maliciosa, histérica en estas tormentas que recuerdan de manera insistente a una mujer malhumorada, neurótica, que luego de haber golpeado a su marido con el rodillo de amasar, comienza a arrojar ollas y cacerolas y otros utensilios domésticos al gato, al perro, al loro y a los vecinos. Como una mujer ebria hasta la locura, una tormenta de truenos es a la vez ruidosa, espectacular, irresponsable, frenética, imprevisible, temible y lacrimosa. Como fluyen a raudales las lágrimas cálidas y cegadoras de los ojos de una mujer, del mismo modo cae la lluvia del cielo, furiosa, al parecer eterna, y empapándolo todo. Y luego, en ambos casos, cuando nos hemos resignado a esta aterradora cualidad de interminable del torrente, cesa súbitamente, como si de pronto hubiesen cortado su fuente. Y entonces la impresión de este cese repentino nos agita con más violencia aún que el de la iniciación.

Si el lector me exige en este momento que desista de este reaccionario filosofar y me apresure a llevar esta vigorosa narración a un desenlace apropiado, rápido y dramático, una vez más lograré desvirtuar todas las acusaciones de inoportunidad de que me hayan hecho objeto, señalando que fue precisamente en el instante en que el buen McUik utilizó su trillada pero gráfica comparación sobre las almas perdidas cuando la lluvia cesó tan súbita y totalmente como si hubiese intervenido algún encargado de las esclusas. La luna estaba todavía oculta. Espesas nubes negras se desplazaban amenazadoras en el cielo, mostrando los bordes de sus forros plateados cada vez que los grandes haces de rayos furiosos serpenteaban y chillaban entre la tierra y el espacio cargado de electricidad. Sobre nuestras cabezas rompían y rugían fuertes truenos, en un estruendo que habría sido el sueño de un artillero embriagado. Pero la lluvia, en cambio, había cesado por completo, y si bien todos sabíamos que sería sólo un intervalo, la cesación del contacto físico directo con la tormenta quebró el sortilegio de inmovilidad que nos mantuviera clavados durante tanto tiempo en aquel sitio.

—¡En marcha! —dijo Sir Piers por centésima vez esa noche.

Obedientes, comenzamos a avanzar con nuestro calzado lleno de barro y agua en dirección a nuestro objetivo, distante ahora sólo una milla. Mientras, el mariscal de campo impartía sus órdenes de operaciones mediante frases claras y concisas. Como correspondía a un buen soldado, mi tío se resistía a que nada le distrajera del gran principio táctico del Mantenimiento del Objetivo, aunque se tratase de consideraciones relativas a lo oculto. Sean cuales fueran sus sentimientos íntimos, los cuales yo por lo menos hallé casi imposible determinar, demostraba que se aferraba a su teoría estrictamente materialista de que Drinkwater era un agente del Tercer Reich. Quizás fuese asimismo un agente del Diablo, pero frente a la cuestión principal, aquello era un factor de segundo orden. Sin desear incurrir en la exageración, no creo que tío Piers se hubiera apartado del camino de su deber militar ni siquiera en presencia de pruebas irrefutables de que su presa era Satanás en persona, o Arcontes…

Mi tío definió la naturaleza de la operación como un reconocimiento con despliegues de fuerzas, cuyo objetivo era penetrar en las líneas del enemigo y obtener información sobre sus fuerzas, armamentos y posiciones. En términos menos técnicos, debíamos revisar Pest House desde el techo hasta el sótano, con vistas a descubrir el secreto del hipotético equipo mediante el cual aquellas ondas de radio, capaces de servir al enemigo en época de guerra, se emitían ya con potencia suficiente como para provocar reacciones en el detector hipersensible de McUik. Si era posible lograr este objetivo con sigilo, es decir, sin que Drinkwater mismo lo advirtiera, en el caso de que estuviese dormido como correspondía a todo ciudadano respetable, tanto mejor. Pero si, como era muy probable, descubríamos que estaba alerta a raíz del aviso de Andrea, ya fuese personal o telefónico, acerca de nuestro interés en sus actividades —hecho que le revelara el haber escuchado a hurtadillas—, sería necesario recurrir a una táctica más sutil. En tal eventualidad se realizaría un ataque frontal directo, en el cual participarían dos unidades de nuestra pequeña formación, Sir Piers y yo, mientras el resto de nuestras fuerzas trataría de realizar la misión especial que les fuera encomendada; es decir, que el ataque frontal sería tan sólo un cebo destinado a distraer la atención de Drinkwater de las investigaciones a realizar en otros puntos de su casa. Siempre oportunista, el Mariscal de Campo señaló que nuestro aspecto empapado y desaliñado nos proporcionaba una excusa harto adecuada para solicitar, sin rodeos, refugio contra la tormenta. Con mucha razón, según pienso, Sir Piers no quiso especificar nuestros diversos deberes con demasiados detalles, pues evidentemente era esencial dejar muchas cosas a nuestra iniciativa personal y a las necesidades que surgieran en el momento, según el desarrollo de los acontecimientos. Se dispuso que Thrupp dirigiera el grueso de las tropas con misión especializada, confiándosele la tarea de aplicar su destreza profesional en el allanamiento de locales sospechosos de la mejor forma posible, una vez que mi tío y yo hubiésemos abierto la brecha inicial en las defensas enemigas.

La aldea de Bollington se halla en un anfiteatro no muy profundo de los Downs, el cual se abre con amplitud hacia el sur, es decir, en dirección aproximadamente opuesta a aquélla por la cual estábamos acercándonos. Debido a esta conformación del terreno, el caserío es invisible para cualquiera que se acerque por el norte, hasta llegar al borde del anfiteatro. Una vez alcanzado este punto, en cambio, es posible abarcar con la vista todo el anfiteatro, y Bollington mismo, situado en el segmento noroeste del círculo, se encuentra casi inmediatamente debajo de nuestros ojos. La vieja casa llamada Pest House está situada sobre una pequeña eminencia o colina, hacia el este y un poco al sur de la aldea propiamente dicha, debiéndose su situación al hecho de que se deseaba que los vientos del sudoeste llevasen los miasmas lejos de las demás viviendas. El límite de Pest House se halla quizás a seiscientas o setecientas yardas de la esquina más próxima de la aldea.

Sir Piers ordenó un alto cuando llegamos al borde del anfiteatro, y todos nos tendimos sobre el suelo anegado junto a él. Con excepción de la iluminación esporádica de los relámpagos, reinaba una gran oscuridad. La tormenta, que había disminuido algo durante las últimas etapas de nuestra marcha, entraba ahora en un nuevo y terrible crescendo, como si estuviese preparando su apoteosis final. El ruido era intenso. Ya no se distinguían los truenos en forma aislada, ni era posible relacionarlos con cada uno de los rayos. El rumor y el estruendo tenían ahora la continuidad de un bombardeo ininterrumpido, en contraste con las salvas aisladas que se oyeran antes. No una vez, sino una docena de veces, oímos cerca de nosotros el aterrador chillido y el crepitar de la maleza quemada al caer las grandes lenguas bifurcadas sobre las mesetas. Debo confesar, sin excesiva vergüenza, que me sentía bastante asustado.

No obstante, mediante un esfuerzo de voluntad, me obligué a mí mismo a mantener el rostro dirigido hacia el objetivo, como lo hacían los otros. De haber sido de día, habríamos estado en una posición excelente para cubrir Pest House. Aún ahora, a las tres de la mañana, los relámpagos eran tan frecuentes que no dejábamos de ver la propiedad, aunque sólo por unos segundos. Estaba a ochenta pies de nosotros en cuanto a altitud se refiere, y a más o menos mil yardas sobre la pendiente del promontorio. Tan cerca y a la vez tan lejos… Y la tormenta era por momentos más violenta. La lluvia no había recomenzado, pero en cualquier momento se produciría otro diluvio.

Me acerqué a mi tío y grité junto a su oído:

—No podemos seguir así. Cada vez es más difícil avanzar…

—¡Cuentos! —dijo mi tío desdeñosamente—. Estamos en condiciones ideales para una operación nocturna. No sólo contamos con la iniciativa, sino además con el elemento sorpresa. Quisiera que lloviese nuevamente. Nos ayudaría a ocultarnos…

Un trueno intensísimo ahogó el resto de lo que dijo.

Había algo de verdad en lo que había dicho, sin duda, pero… En el curso normal de los acontecimientos no me asustan las tormentas, pero ésta era la más diabólica que podía recordar. Sin que llegase a minar mi valor, el ruido empezaba indudablemente a alterar mis nervios, y no sólo los míos, según podía adivinar.

—¿Alcanzas a ver alguna luz en Pest House? —preguntó mi tío poco después.

—No —repuse—. Es lo que estaba buscando, pero no es posible que una lámpara de aceite sea visible en medio de semejante tormenta, y la oscuridad entre los relámpagos no dura lo suficiente como para que la vista se acostumbre a ella.

—Baja y estudia el terreno, Roger —dijo el Mariscal de Campo—. Llévate a McUik como ayudante. Acércate, bien protegido, y mira a ver si hay señales de vida. Envía a McUik de regreso con un mensaje, pero quédate tú. Te daremos diez minutos de ventaja, y luego te seguiremos lentamente, manteniéndonos alerta para recibir el mensaje de McUik. ¡En marcha, los dos!

El gaitero y yo nos deslizamos por el borde del anfiteatro y avanzamos con la mayor rapidez posible por la pendiente cóncava del interior. El hecho de estar en movimiento otra vez, de hacer algo, tuvo un efecto reconfortante sobre mi espíritu y me produjo una sensación de bienestar casi místico, una sensación de expectativa que hasta venció muy pronto la repugnante depresión de mis ropas mojadas. Era difícil descender, y mis pies resbalaban y se deslizaban sobre los pequeños sectores de yeso mojado que interrumpían con frecuencia la superficie cubierta de pasto.

Por razones tácticas, nos dirigimos bien al oeste de Pest House, tomando la aldea propiamente dicha como objetivo inicial. No había protección alguna en la ladera, de modo que cualquiera que mirase desde Pest House no podía dejar de vernos mientras descendíamos, iluminados por los relámpagos. Era inevitable aceptar semejante riesgo, empero, y lo más que podía hacer era dar al observador la falsa impresión de que nos dirigíamos a la aldea y no a la aislada casa del promontorio. Una vez en el caserío sería fácil cambiar nuestra dirección y regresar a Pest House por el oeste o por el sur.

McUik, según pude intuir, se sentía mucho menos feliz y tranquilo que yo. El muchacho no era nervioso ni indeciso, pero había entre nosotros una diferencia de temperamento que podía tener su origen en las distintas características raciales del escocés y del sajón. Estoy dispuesto a reconocer con generosidad que en la batalla, o bien en cualquier tipo de acción física contra una fuerza marcial, el escocés me habría superado en cuanto a audacia y valor. Pero en este avance extraño en medio de una tormenta y en dirección a lo Desconocido, su innata afición al interior de las cavernas estaba en marcado conflicto con su temeridad.

Abajo, abajo, abajo; ruido de calzado lleno de agua, tropiezo, deslizamiento, resbalón… y por fin llegamos a la aldea, nos dejamos caer desairadamente sobre nuestras posaderas por una pendiente de ocho pies y atravesamos una zanja que era casi un arroyo, hasta encontrarnos en lo que pasaba por ser su única calle. Parecía imposible que alguien pudiese dormir en medio de semejante ruido, y había esperado ver rostros pálidos que nos observaban por cada ventana de dormitorio. No había, sin embargo, ningún signo de vida. O bien los nativos de Bollington tenían un sueño inusitadamente profundo, o bien tenían nociones poco científicas respecto a la eficacia de las cortinas de percal a cuadros contra los relámpagos. Sea como fuere, no vimos un alma, y, al parecer, nadie nos vio a nosotros cruzar la pequeña «calle». Al producirse dos o tres relámpagos, uno a continuación del otro, hallamos por fin un sendero entre dos hileras de casas en la dirección que buscábamos. Al final de este sendero trepamos una cerca de piedras y nos hallamos una vez más en campo abierto, con Pest House por encima de nosotros, sobre su pequeño promontorio, y a unos pocos centenares de yardas de distancia.

A pesar de nuestra proximidad relativa, era todavía más difícil que antes distinguir luz alguna en la casa, pues además de las rápidas fluctuaciones entre una luz cegadora y las tinieblas más negras, la luna comenzó a brillar en medio de rebaños de nubes en rápido movimiento, y a reflejarse en las ventanas que nos eran visibles. Una vez McUik tocó mi brazo y susurró que veía una luz permanente en la planta baja, pero no era posible establecerlo con certeza desde esta distancia. Lo único que podíamos hacer era aproximarnos al máximo, según había ordenado Sir Piers, y hacer un reconocimiento sobre el terreno mismo…

Cinco minutos más tarde, respirando algo afanosamente después de haber trepado, salvamos un muro de piedra cubierto de enredaderas y nos dejamos caer dentro del jardín en el lado opuesto. Caímos en medio de lo que sería un hermoso borde herbáceo al cabo de unas pocas semanas, y —sin duda en conformidad con el inescrutable Orden de Cosas que bajo el disfraz de la coincidencia tiene por objeto aparente mantener viva nuestra fe en lo sobrenatural—, al detenerme a atar el cordón de uno de mis zapatos, comprobé a la luz de un relámpago que mis pies tan lamentablemente torpes habían hecho ya estragos sobre un prometedor parterre de brotes tiernos de Datura indica suaveolens, más vulgarmente conocidas como trompetas celestiales.