En efecto, era el gaitero, según lo comprobamos cuando el suave silbido de tío Piers nos autorizó a acercarnos. Un relámpago oportuno nos reveló la figura de un joven bien parecido y delgado, con el torso cubierto por una prenda mitad jersey de pescador y mitad blusa de mujer, y de la cintura a las rodillas por una falda a cuadros de colores chillones, en la cual predominaban los colores amarillos, azul y rojo. Sobre la maleza, junto a él, había un estuche de cuero, muy semejante a los aparatos de radio portátiles, y tenía las orejas cubiertas por un par de auriculares. Como nosotros, estaba empapado por la lluvia.
—He estado interrogando a McUik acerca de la fuente de energía de Drinkwater —dijo Sir Piers bruscamente, luego de presentar al gaitero—. ¿Cuál es su teoría, sargento?
—Esta pregunta se me ocurrió tan pronto como localicé el punto de origen del transmisor, señor —a pesar de su nombre absurdo y foráneo, el escocés hablaba un inglés excelente, con un acento que sugería su paso por una escuela aristocrática—. Tiene razón, desde luego, señor. Tiene que tener alguna fuente de energía, pero si bien he estado bastante cerca del lugar en varias oportunidades, no he visto ni un mástil ni tampoco ninguna otra clase de antena, ni tampoco he oído el ruido de un motor en funcionamiento. Además, la casa está alumbrada, según parece, con lámparas de aceite. Es muy curioso, señor.
—Camouflage —dijo Sir Piers sin vacilar—. Si el hombre tiene intención de hacer funcionar una estación de radio cuando se produzca la invasión, lo último que hará será divulgar el hecho de que tiene energía eléctrica. Probablemente tiene la instalación oculta en el sótano. Las lámparas de aceite son su mejor coartada, pero ahora.
Había algo aceptable en lo que decía mi tío. Pero…
—No veo cómo es posible instalar un gran equipo de energía eléctrica en el sótano sin que la gente se entere de ello —observó Adam—. La firma que lo instaló tendría que estar enterada, y los vecinos no podrían mantenerse ignorantes del hecho. Por último, sería muy sospechoso para todos que, teniendo un equipo eléctrico, no lo utilizase para la iluminación.
—No es necesario que el equipo sea muy grande, señor —dijo McUik—, y si conoce algo acerca de los aspectos técnicos, no necesita haber recurrido a una firma para su instalación. Podría haber pedido las partes por separado, en distintas oportunidades y a distintos distribuidores, recogerlas con su automóvil en distintas estaciones de ferrocarril y, por último, armar todo el equipo gradualmente.
—Ni siquiera hay necesidad de todo eso —dijo tío Piers de pronto—. Podrían haberlas traído desde Alemania en aeroplano, dejándolas caer por medio de paracaídas durante la noche. Recordemos, por ejemplo, aquel aeroplano que oyó Carmel la otra noche. ¿Por qué diablos anduvo merodeando durante media hora o más, si no estaba empeñado en alguna fechoría?
—Probablemente era un aeroplano extranjero —murmuró Thrupp—. Pero…
—Si se refiere al aeroplano que voló por aquí hace tres noches, señor, puedo decirle que no se acercó a Bollington —intervino McUik—. Yo lo oí, desde luego, y me pregunté qué estaría haciendo, pero volaba muy al oeste de este punto. Estoy completamente seguro de que aquí no descargaron nada, señor.
—Volveremos a referirnos a esa noche dentro de un instante —dijo Thrupp—. Entretanto, ¿está usted completamente seguro de que las «ondas» que ha oído provienen de Pest House? ¿Tiene tanta exactitud su equipo detector?
—Señor —dijo McUik, y en esta sola palabra reveló su lugar de origen por primera vez—, ningún detector del mundo es ciento por ciento infalible, y con mucho más fundamento podemos decir esto del hombre que lo utiliza; si ésta fuera una zona muy edificada, no hablaría con tanta certeza. Pero ¿cuál es la alternativa en las inmediaciones? Pest House es la única casa de Bollington donde sería posible instalar un transmisor. Las otras son simplemente chozas de pastores y casas de dos habitaciones.
—¿Cuándo las captó por primera vez? —preguntó Adam.
—La misma noche en que oí el avión, señor. En realidad, al principio me pregunté… —McUik vaciló.
—¿Si el transmisor pudo haber guiado al aeroplano hasta aquí? —dijo Thrupp—. Bien. ¿Cuáles son las posibilidades? Es una idea plausible, siempre que exista tal estación clandestina.
—Ya lo sé, señor. Pero existen ciertas dificultades. El aeroplano apareció sólo una hora después de la última emisión del transmisor, y desapareció mucho antes de iniciarse la segunda emisión. Mientras el aeroplano estuvo volando sobre los Downs no se produjo ninguna emisión.
—Cuéntenos acerca de estas dos emisiones —le instó Thrupp—. ¿A qué hora se produjeron, y cuánto tiempo duraron?
El sargento reflexionó largamente antes de responder.
—No sabría decir a qué hora empezaron, señor, porque lo descubrí en forma casual cuando estaba buscando aquella escala de frecuencias. Las capté por primera vez unos minutos después de las diez y media, y se prolongaron por espacio de treinta y cinco minutos, aproximadamente. Luego cesaron. Yo estaba bien al oeste cuando las recogí por primera vez, y no había descubierto con exactitud el punto de origen cuando las perdí de nuevo. Pero conocía la dirección general, y cuando la seguí llegué muy cerca de Pest House. Para entonces, estaba seguro de que habían cesado por esa noche, pero por las dudas me quedé un rato en las inmediaciones. Así fue como, a las tres de la madrugada, aproximadamente, en momentos en que me disponía a renunciar a la espera por esa noche, la capté nuevamente: la misma frecuencia, la misma dirección. Por desgracia, me había desplazado mucho hacia el sur, y ahora estaba a cierta distancia de la casa. Cambié de rumbo y me aproximé nuevamente, pero cuando uno está en movimiento no es posible localizar las ondas con tanta exactitud. Es necesario detenerse y arreglar la antena telescópica, y cuando llegué lo suficientemente cerca de Pest House, las emisiones habían cesado. Me quedé allí hasta cerca de las cinco, pero no logré captar nada más.
—¿Cuánto tiempo duró la segunda emisión? —preguntó Thrupp.
—Aproximadamente lo mismo que la primera, señor. De treinta y cinco a cuarenta minutos. La única diferencia es que, mientras la primera se desvaneció, por así decir, gradualmente, la segunda se interrumpió de forma brusca.
—¡Ah! —Thrupp estaba absorbido por sus pensamientos. Me pregunté qué estaría pasando por su mente. No podía haberle pasado inadvertido, como tampoco a mí, que las horas de estas misteriosas «emisiones» coincidían de manera sorprendente con las horas en que, según las manifestaciones de Carmel, habían tenido lugar los vuelos de brujas. Y la segunda emisión se había interrumpido bruscamente… Las conjeturas más grotescas aparecían y desaparecían en mi mente, mientras la lluvia azotaba mi cuerpo empapado y los truenos rugían y estallaban sobre nuestras cabezas.
—¿Lo oyó otra vez desde entonces? —pregunté a McUik al cabo de una pausa—. ¿Ha habido algo semejante esta noche, por ejemplo?
—No. No lo creo, señor. Con mi consiguiente sorpresa —el tono del hombre había sido vacilante—, debo señalar, señor, que mi detector es totalmente inservible en medio de una tormenta como ésta. Las descargas eléctricas en la atmósfera hacen imposible recoger impulsos de energía débil, y si tratara de utilizarlo ahora sólo lograría arruinar mi aparato y además electrocutarme, con seguridad. Pero si no hubiera sido por la tormenta, quizás la historia habría sido otra. No puedo afirmarlo con certeza, señor, pues creí comenzar a captar algo más temprano. Era muy confuso e intermitente, pero tal vez ello se haya debido al hecho de que el transmisor, o bien mi detector, se hallaban algo fuera de frecuencia. Luego, las condiciones atmosféricas empeoraron tanto que…
Miré la esfera luminosa de mi reloj pulsera.
—¿Fue aproximadamente hace dos horas? —pregunté.
—Sí, o tal vez menos, señor. ¿Por qué? Tiene usted motivos para…
—En verdad, no —repuse sonriendo. No obstante mi respuesta, estaba pensando en aquel momento que había transcurrido dos horas desde que oí aquel suave golpe en la puerta de la sala y descubrí a Carmel esperándome en el vestíbulo oscuro. Y Andrea llevaba ya algunos minutos de ventaja… Me estremecí, no sólo debido a mis ropas mojadas. Deseé haberme atrevido a preguntar a McUik si su detector era capaz de captar otros tipos de ondas además de las puramente eléctricas. Pero carecía tanto del vocabulario técnico como del valor moral para formular la pregunta.
Me limité a acariciarme la barba, y Thrupp reanudó el interrogatorio.
—Volviendo a la noche del siete al ocho, entiendo que no oyó ni vio nada anormal, ¿no, sargento? Aparte del impacto de ese misterioso transmisor contra su detector, quiero decir.
Una vez más, McUik vaciló visiblemente. Luego rió, algo avergonzado.
—No, en el sentido a que usted debe de referirse, señor —repuso.
—Explíquese —dijo Thrupp.
—Pues bien, señor —una vez más la voz del sargento expresó aquella curiosa vacilación—. La verdad es, señor, que de noche hay un ambiente extraño aquí, en los Downs, cuando se está solo —su tono indicaba casi con seguridad que estaba cubierto de rubor—. No es del todo explicable, señor. Quizás tenga una imaginación febril, pero siempre estoy imaginando ver y oír cosas que no existen en realidad. Creerá que soy tonto…
—¡Nada de eso! —interrumpí, apoyando amistosamente una mano sobre su hombro—. Mi estimado sargento, es un hecho reconocido. Usted no ha nacido en estos lugares. Pero yo sí, y sé exactamente a qué se refiere. Se oyen voces y murmullos extraños, y la oscuridad adquiere formas fantásticas que se disuelven en la nada cuando intentamos acercarnos a ellas. Y uno ve, o cree ver, extrañas siluetas blanquecinas a larga distancia, por el alrededor, y a veces por encima de la cabeza…
—Exactamente, señor —interrumpió McUik agradecido—. Me alegro de que sepa a qué me refiero, señor, porque no es fácil describirlo. Por suerte, no soy tan supersticioso, como algunos de mis vecinos en los Highlands, de donde yo vengo, porque con tantos murmullos y susurros, y sonidos fantásticos, y fantasmas y duendes y siluetas que vuelan sobre mi cabeza… ¡Hombre, no hubiera pasado una noche sin volverme loco!
—¡Tonterías! —dijo con energía el mariscal de campo. Pero su manifestación de escepticismo no contribuyó a disminuir el efecto de la confesión del sargento sobre el resto de nosotros.
—Es una prueba de nervios —comentó Thrupp muy sereno—. Si bien debe tener explicaciones por completo naturales, según creo.
—Sin duda, señor —dijo el sargento, empujando las gotas de lluvia de sus párpados—. Sí, la noche de que hablábamos hace un rato, fueron las gaviotas las que me dieron el mayor susto. Verdaderamente, casi me desmayé del sobresalto. Cuando miré hacia arriba y vi aquellas grandes formas blancas deslizándose por el cielo como otras tantas brujas… —el sargento no terminó la frase, sino que se echó a reír como si se despreciase a sí mismo.
Con truenos o sin ellos, con lluvia o sin ella, juraría que en aquel instante se habría oído el ruido de un alfiler al caer. Luego:
—Pero ¡sargento, las gaviotas no vuelan de noche! —exclamó Adam con toda la seguridad del naturalista aficionado.
—¡Serían lechuzas blancas, entonces! —gruñó Sir Piers.
—Las lechuzas blancas no se deslizan —dijo Adam con cierta vehemencia.
Una vez más se produjo un silencio tenso, que duró varios segundos.
—Por lo que se ve, mis conocimientos de ornitología no son muy profundos —dijo McUik, disculpándose humorísticamente—. Yo supuse que eran gaviotas, y no pensé más en ello. Sin duda eran blancas y se deslizaban, y en aquel momento me alarmaron un poco. Pero no podía prestarles mucha atención, porque acababa de captar el transmisor por segunda vez y estaba tratando de mejorar mi sintonización.
—¿A qué distancia estaba usted de Pest House entonces? —pregunté en voz baja.
—Bastante lejos, señor. Mil yardas o más…
—¿Y las «gaviotas» volaban alejándose de la dirección de Pest House? —insistí.
El sargento reflexionó.
—Sí, señor —repuso—. Ahora que lo menciona, volaban desde allí, al parecer. Comprenda, señor, que yo estaba dedicando toda mi atención al detector y que sólo miré hacia arriba un instante, en el cual las vi deslizarse por sobre mi cabeza, y oí un leve rumor, como de alas.
—¿Rumor de alas? —dije—. ¿No oyó ningún otro ruido, sargento?
Una vez más el sargento rió, en apariencia avergonzado de lo que iba a decir.
—No; gritaban un poco, señor, de vez en cuando. Usted habrá oído los gritos característicos de las gaviotas. A veces, son casi humanas… Gritan, como almas, condenadas…