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Tío Odo rió sardónicamente, mientras el canónigo echaba hacia atrás su cabeza nevada y reía a carcajadas; y no, según pude advertir, con humorismo, sino con esa suprema impotencia que, con aparente inoportunidad, suele hacer entrar en función la facultad de la risa en presencia de una tarea imposible de cumplir.

—Podría hacerlo en dos o tres volúmenes —dijo mi tío—, pero en dos o tres palabras, no. Mi querido amigo, el gnosticismo es una de las materias más complicadas del mundo, y aún hoy le sería difícil hallar a dos teólogos que estén por completo de acuerdo sobre ella. Es increíblemente antigua, increíblemente oscura, y está deliberadamente velada debajo de toda clase de pantallas ocultas y cabalísticas, a fin de que sus doctrinas resulten por completo ininteligibles para cualquiera que no esté iniciado en ellas. No obstante, veré qué puedo hacer por usted, no en dos palabras, sin duda, pero quizás en dos mil. Lo probable es —añadió con un suspiro— que el canónigo Flurry no esté de acuerdo con nada de lo que diga, pero con todo trataré de evitar los puntos más expuestos a controversia y de limitarme a los principios generales. Supongo que si tuviera sensatez aprovecharía la situación para delegar mi misión en el canónigo, a fin de poder estar en desacuerdo con él tan violentamente como lo estará él conmigo, con toda seguridad.

El canónigo Flurry juntó las manos en ademán de elevar una plegaria.

—Le suplico a Su Ilustrísima…

—¡Ya ven ustedes! —dijo tío Odo, señalando a su subordinado con una sonrisa—. Bueno, lo haré lo mejor que pueda… La palabra griega gnosis significa conocimiento, e implica la posesión de una revelación secreta y «divina», conferida místicamente en el comienzo del tiempo, y transmitida secretamente a través de los siglos por una cadena de personas iniciadas. La participación en la Gnosis no se confería, ni se ofrecía siquiera, a la humanidad en conjunto. Estaba reservada a los iniciados, a quienes de manera exclusiva, y al cabo de largos períodos de estudio y prueba, se les consideraba merecedores de compartir los secretos que dicen explicar los misterios esenciales del Universo. Sólo puedo presentarles el bosquejo más esquemático de la Gnosis, y por lo menos puedo mencionar sus características y sus efectos. Tal vez el procedimiento más sencillo consista en el uso de una analogía astronómica. Todos sabemos qué se entiende por «universo», en oposición a «sistema solar». El sistema solar, del cual nuestra Tierra forma una parte menor, es en sí solo un fragmento ínfimo de todo el universo; el sol es simplemente un astro, y ni siquiera uno de los grandes astros, entre millares de millones de otros astros que forman vastos sistemas y constelaciones en un firmamento infinito. En otros términos, nuestro sistema solar es algo muy pequeño comparado con la totalidad del universo, y nuestra pobre Tierra de una importancia nula; en términos relativos, un simple microcosmos dentro de este inmenso macrocosmos. ¿Me explico hasta aquí?

Se oyó un coro de gruñidos y murmullos afirmativos.

—Muy bien. Todos ustedes saben, asimismo, que según el concepto cristiano, y en realidad también el judío, la creación de este universo, así como la de todas las formas de vida en esta Tierra, se atribuyen a un Ser Supremo a quien llamamos Dios. «En el principio Dios creó el cielo y la tierra» son las palabras iniciales de toda la Biblia, y por así decir, la piedra fundamental sobre la cual descansa toda la estructura de nuestra religión. Bien, en efecto, el gnosticismo destruye esta misma piedra fundamental. La creación del mundo material se atribuye, no al Ser Supremo o Dios Soberano de todas las cosas, sino a una especie de dios inferior, conocido como el Demiurgo, que está enteramente subordinado al Ser Supremo. ¿Por qué? Porque, de acuerdo con la Gnosis, la revelación secreta, debemos despreciar y odiar la materia y la auténtica Deidad Soberana debe estar lo más lejos posible de todo contacto con ella. Así, pues, nuestro Dios, el Dios de los cristianos y de los judíos, queda reducido a la categoría de una especie de deidad de tribu, o mito solar, en verdad una especie de deidad de tribu bastante siniestra. Dios, bajo su título inferior de Demiurgo, es simplemente el creador del mundo de la sensación y de los sentidos. La Gnosis sostiene que al adorarle a Él exclusivamente, oscurecemos nuestras mentes y nos desconectamos de toda relación con ese mundo del espíritu, infinitamente superior, en el cual reina, suprema, la auténtica Deidad Soberana. En forma inversa, al exigir nuestra adoración exclusiva, nuestro Dios nos impide tener conocimiento «Gnosis» de cosas superiores a El mismo, en vista de lo cual debemos considerarlo en parte si no totalmente, maligno. Éstos son los términos más simples en que puedo presentar este asunto tan complejo, según temo. Pero tal vez el canónigo Flurry…

El viejo canónigo levantó una mano con un gesto suavemente negativo.

—Nunca podría aspirar a hacerlo tan bien —declaró.

Tío Odo prosiguió:

—Entonces, lo primero que hace esta herejía del gnosticismo es degradar a Dios Todopoderoso a la condición de un simple demiurgo, o magistrado jefe, despojarlo de su omnipotencia, de su omnisciencia, y negar, o al menos menoscabar, todos los atributos de perfección que nosotros le atribuimos. Pero veamos ahora esta misteriosa Deidad Soberana del mundo superior del espíritu a la cual adoran los gnósticos y en la cual reconocen todos los atributos propios del Ser Supremo.

Su Ilustrísima hizo una pausa para encender un cigarrillo.

—Lo primero que debemos advertir —continuó diciendo—, es que la doctrina gnóstica se caracteriza por una marcada dualidad. La Deidad Soberana no es una, sino dos, o sea un principio dual de la luz y las tinieblas, en otros términos, del bien y del mal. Éste es el punto esencial. Este Ser Supremo no es simplemente el Supremo Bien. No, coexistente e igual a él se encuentra Arcontes, el Supremo Mal, una especie de réplica espiritual de la ley material de la física que establece que «para cada acción hay una reacción igual y opuesta». Observen, por favor, que este Arcontes no es simplemente nuestro viejo amigo el Diablo bajo nombre diferente. Arcontes es infinitamente superior en Maldad a Satanás, así como el Ser Supremo es infinitamente superior al Demiurgo. Satanás, después de todo, es una criatura de Dios, en definitiva subordinada a Él. Arcontes, en cambio, es el Supremo Mal existente por derecho propio, no subordinado, sino igual al Dios Supremo.

Estábamos todos inmóviles.

—Podrán apreciar ustedes cuál es la consecuencia —dijo el Arzobispo—. Esta supremacía dual significa que el Mal no es simplemente la perversión o la negación del Bien, como en nuestra filosofía, sino que el Mal tiene igual poder y mérito que el Bien. ¡Si los dos principios, el Bien y el Mal, son equivalentes y omnipotentes, no hay nada que elegir entre ellos, y podemos seguir el que atraiga más o el que nos venga mejor! «Haz lo que quieras, será la totalidad de la Ley» es el tema predominante en toda la liturgia que estamos considerando. Es la terrible doctrina gnóstica de thelema, que significa «voluntad» en el sentido de libertad ilimitada para hacer nuestro capricho; es la doctrina del libertinaje. Haz lo que quieras y, como ven ustedes, no tiene la menor importancia que lo que hagamos sea bueno o malo, puesto que el Dios Supremo del gnosticismo es a la vez el Bien y el Mal, los dos principios en perfecta equiparación, de modo que hagamos lo que hagamos será siempre legal, de acuerdo con uno de estos principios. Qué idea más atrayente, ¿no? En efecto, desde luego, suprime totalmente toda distinción entre el bien y el mal, distinción fundamental en la cual se basan toda la doctrina, la moral y la ética cristianas… Señalaré, de paso, que esta liturgia que estamos analizando es, como yo he sospechado a medias, una «misa» a Arcontes, es decir, un sacrificio al Principio del Mal de la Deidad Suprema. Creo que el canónigo Flurry apoyará mi afirmación. ¿No es verdad?

—No cabe la menor duda —dijo gravemente el canónigo—. Es… es terrible…

—¿Más terrible, en realidad, que la misa del Diablo común o Misa Negra? —pregunté.

—Mi querido Roger, se trata de una Misa Negra elevada a la enésima potencia —dijo tío Odo—, y, por consiguiente, infinitamente más terrible. A pesar de ello observemos cuán diferente es la Misa Negra. Aquí no tenemos obscenidad repugnante ni desenfreno, ni profanación del Santísimo Sacramento, ni blasfemia deliberada o profanación del ritual cristiano. ¿Y por qué? Porque, seguramente, la Misa Negra es un rito negativo y destructivo, una burla sacrílega de la fe cristiana, y una vil profanación de la Sagrada Eucaristía. Pero esta «misa» a Arcontes es positiva y constructiva, en cambio. Reconoce el Mal como Principio de la Suprema Deidad, y contiene actos de culto al Mal, positivos y constructivos, si bien característicamente ocultos. Ello es lo más terrible de todo. La participación en las abominaciones de la Misa Negra implica, después de todo, el reconocimiento de la omnipotencia de Dios, y un desafío y afrenta deliberados a Dios, el Supremo Bien. Pero el culto de Arcontes implica la elevación del Mal a la igualdad con respecto al Bien, una negación de que el Bien es superior al Mal, o preferible a él, o diferenciable de él. No es ya simplemente sacrilegio, por el hecho de ignorar la santidad de todo lo que tenemos por sagrado. Es un supersacrilegio en una escala tan infinitamente colosal que en realidad no hay una palabra para describirlo adecuadamente en nuestro idioma… Pero los griegos tenían una palabra para ello —terminó diciendo tío Odo con una leve sonrisa—. Y esa palabra es Gnosis.