Me he referido ya a los efectos inmediatos de aquel apretón de manos, y a la forma en que aquella extraña sensación de frío se había disipado una vez que Thrupp se hubo alejado de la proximidad física de Drinkwater. Pero el efecto psíquico persistía aún; en verdad, se había afianzado e intensificado, siendo cada vez más insistente, hasta que rompió la resistencia de su víctima y redujo a ruinas sus defensas. Fue, para ser más preciso, al finalizar un almuerzo inusitadamente silencioso el día de la investigación, cuando Thrupp se puso de pie en presencia de todos nosotros, es decir, de Barbary, tío Piers y yo —pues tío Odo se encontraba todavía en Arundel y los novios habían regresado a la Vicaría—, y dijo con tono sobrio y a la vez con una leve sonrisa de resignación:
—¡Si ese hombre no es un demonio, yo soy holandés!
Todos tuvimos la intuición de que no estaba utilizando simplemente un término en sentido figurado. Sabíamos que había hablado en sentido literal, que sus barreras habían cedido, o bien que había arrojado ya la toalla en medio del ring. Y puesto que todos habíamos apostado nuestro dinero por él, por así decir, no nos quedó otra reacción que permanecer inmóviles, sorprendidos y mudos, mientras el reloj dejaba oír los segundos y un tordo practicaba su glissando por la ventana abierta.
Barbary fue la primera en recobrarse. Agitando sus rizos oscuros como una nadadora que vuelve a la superficie, dijo, con una voz tan suave que era casi un susurro:
—¿Y ahora?
Y por enésima vez en el curso de tres días difíciles, aquella frasecilla trivial probó ser el comentario perfecto, perfectamente oportuno. La tensión se aflojó como una cuerda que se desenrolla, y los cuatro sonreímos con expresión culpable.
—He aquí una pregunta cargada de significado —dijo Thrupp, en cuyos ojos apareció de pronto un reflejo humorístico.
—¿A mí me lo dices? —dije yo, acariciando mi barba.
Al principio, tío Piers no dijo nada, sino que se llevó un pequeño cigarro negro a los labios y lo encendió con deliberada lentitud. Luego, soplando el humo por la boca y fosas nasales con la ferocidad de un dragón, extendió de pronto un brazo y me aferró de una solapa.
—Haz venir a Odo —dijo bruscamente—. Comunícate con él de inmediato, y dile que le necesitamos. Este asunto está dentro de su especialidad, te digo.
—De todos modos estará de regreso esta tarde…
—¡Qué ocurrencia! —dijo el mariscal de campo—. Intentará venir, pero ese maldito galés tratará de impedírselo, te apuesto tu vida. Yo conozco a estos condenados celtas o keltas, o comoquiera que se llamen. No confíes en ese galés. Habla personalmente con Odo y dile que se apresure. Dile que he sufrido un síncope, o algo semejante —y, según imagino, para disminuir algo la negrura de su mentira, Sir Piers pasó con suavidad una mano por una de sus mejillas, en una especie de lenta caricia.
Poco después obtuve comunicación, y con muy pocas dificultades, lo cual fue inesperado para mí, me encontré hablando con mi tío en persona. Sin tener necesidad de recurrir al embuste propuesto por su hermano, logré hacer comprender a Su Ilustrísima que le necesitábamos aquí, y recibí sus reiteradas seguridades de que estaría con nosotros antes de la cena. A juzgar por el tono suavemente firme de mi tío, deduje que había derrotado ya al vicario general en cuanto a ese punto se refería, y que por consiguiente se sentía sumamente satisfecho consigo mismo.
—Iría de inmediato, Roger —añadió—, pero el viejo Canónigo Flurry vendrá a verme dentro de un rato, y tengo esperanzas de obtener de él ciertos detalles acerca del caso registrado en Francia. De todos modos, esta noche estaré de vuelta y podremos conversar con detenimiento. Entre tanto, yo diría que lo indicado sería…, una política de inactividad estratégica.
Cortamos la comunicación y en seguida informé al resto acerca de su resultado. Todos convinimos en que la política propuesta por tío Odo era lo más indicado y que no debíamos hacer nada hasta su regreso. Entonces Thrupp me llevó aparte.
—Si fuese posible disponerlo sin despertar sospechas, Roger, ¿crees que Carmel podría comer con nosotros esta noche? Quiero celebrar una conferencia completa después de la cena, y no podemos realizarla sin ella. Wycherley puede venir también, si es necesario. Pero no quiero que Andrea se entere.
—Déjalo de mi cuenta —dije, y un minuto después estaba telefoneando a la Vicaría.
Una voz femenina, probablemente la del ama de llaves, contestó a la llamada. Con mi mejor tono militar anuncié que era el Ayudante del Primero de Royal Sussex y solicité hablar con el teniente Wycherley. Cuando Adam acudió al aparato, revelé inmediatamente mi identidad y el motivo de mi subterfugio y le pregunté si podría traer a Carmel a comer, en forma secreta. Tras un instante de reflexión me prometió arreglarlo todo, y luego mencionó algo sobre el fondo deportivo de la Compañía C, lo cual me hizo suponer que ya no estaba solo. Más tarde me dijo que en realidad las dos hermanas, Andrea y Carmel, habían entrado en la habitación para averiguar qué estaba haciendo, y cuando cortó les explicó rápidamente que el Ayudante y su novia pensaban cenar aquella noche en el «Spread Eagle» de Midhusrt y proponía que Carmel y él se unieran a la reunión. Andrea creyó la historia, aparentemente, sin la menor sospecha. Así, pues, todo quedó dispuesto.
Hallé a Thrupp frunciendo el ceño ferozmente mientras leía una nota que acababa de entregarle un agente uniformado. Al verme junto a él, lanzó una brusca carcajada y me la entregó. Estaba firmada por el doctor Houhligan y era sumamente breve.
Con una notable economía de palabras, informaba que el doctor había examinado debidamente las dos escobas de jardín marcadas «A» y «B» que le entregaran para su inspección. Ambas tenían rastros de algún ungüento herbáceo no analizado aún minuciosamente, pero, al parecer, idéntico al hallado en el cuerpo de Puella Stretton. A esta lacónica declaración, el buen doctor, que no era ningún tonto, había añadido con tinta roja las dos palabras de rigor: «¿Y ahora?».
—¿Dos escobas? —pregunté, mirando a Thrupp.
—La segunda es de la Vicaría —fue la respuesta—. Anoche salí a hurtadillas y la robé después de irte tú a acostar.
—¿Sí? ¡Diablos! —dije pensativamente.