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La extraña experiencia metafísica de Thrupp produjo no solamente una especie de conversión a la fuerza en él, sino que además, y quizás como consecuencia de ello, creó un notable cambio de actitud en el resto de nosotros, algo que podría describirse como un endurecimiento del espíritu, si el lector entiende lo que quiero significar. Si no lo entiende, no puedo menos de comprender perfectamente su perplejidad y confesar, con mi humildad acostumbrada, que hay unas pocas situaciones en la vida que ni siquiera el rico vocabulario de los Poynings es capaz de describir. A pesar de ello, antes que admitir la derrota, me permitiré extenderme algo sobre el asunto.

Con la llegada de Adam Wycherley y su iniciación en los pormenores de los misterios que nos tenían preocupados, había ahora, en nuestro lado de la cerca, siete almas: Adam mismo, Carmel —su amada—, Thrupp, tío Odo, tío Piers, Barbary y yo. He excluido a los ayudantes de Thrupp, por cuanto estaban al corriente solamente de los aspectos materiales del problema. Ahora bien; los siete éramos, en general, un grupo de personas con mentalidades relativamente normales. Como creaciones individuales del Todopoderoso, sin duda cada uno de nosotros teníamos una idiosincrasia con ligeras desviaciones de esa norma tan vagamente delineada que, en teoría, representa la mentalidad normal de ese ser hipotético, el individuo medio. No obstante, es justo señalar que ninguno de nosotros se alejaba tanto de esta norma como para caer dentro de lo anormal. Tío Piers, con sus modales pomposos y sus puntos de vista reaccionarios sobre los celtas, era tal vez el heteróclito más notable; y sin embargo, no era necesario conocerle muy bien para advertir que sus maneras eran manifestaciones puramente externas y que debajo de todo aquel frente de arrogancia se hallaba un hombre tan cuerdo y normal como cualquier otro en la tierra, y considerablemente más listo que muchos.

Entre otras cosas, ninguno de nosotros era ni un poco más crédulo o confiado que el término medio de la gente, y todos habíamos tenido nuestra participación de lo que podría denominarse elasticidad ontológica, es decir, el despliegue de un sano escepticismo frente a un hecho con un sabor tan insistente a fantasía que llega a sugerir que su fuerza causal es «oculta» y, por lo tanto, contraria a las leyes comunes de la naturaleza. Tal escepticismo, atemperado exteriormente por los cánones de la cortesía mundana, sin duda, pero en el interior, potente y vigoroso, había condicionado en verdad todas nuestras reacciones frente a los grotescos sucesos de los últimos tres días, desde aquella mañana en que Carmel, escéptica por naturaleza, ella misma, pero a pesar de ello sacudida por la evidencia de sus propios sentidos, había acudido a mí con su «increíble» historia. La resistencia de la misma Carmel había conseguido subordinar durante semanas y meses el testimonio de sus ojos a los escépticos dictados de su razón, los cuales la habían persuadido de no haber visto lo que había visto, y la habían obligado, aunque fuese tan solo por temor a la burla, a soportar su carga apenas tolerable en un silencio solitario. No sólo por cortesía, sino porque apreciaba a Carmel y advertía que estaba tan terriblemente preocupada, había evitado adoptar ninguna actitud de burla en su presencia y había hecho todo lo posible por hallar explicaciones plausibles y generosas de sus extrañas experiencias. Sin embargo, todo el tiempo, en mi interior, seguía actuando mi innato escepticismo, impidiéndome una aceptación genuina de su historia.

Lo mismo había ocurrido con cada uno de nosotros, en grados variables. Tal vez tío Odo, con su erudición profesional en cuestiones sobrenaturales y su contacto personal con los fenómenos místicos, había mantenido su escepticismo bajo un control más razonado que el resto de nosotros, no obstante lo cual era evidente que hasta él, el teólogo, el filósofo, el prelado de una fe mística, no había mostrado prisa ni inclinación a conceder o sugerir que nos hallábamos en presencia de un caso de hechicería auténtica. Quienes imaginan que mi Iglesia tiene una tendencia exagerada a aceptar como verdadera toda o cualquier afirmación de que un hecho en apariencia contrario a lo natural tiene que ser necesariamente sobrenatural, se encuentran en un error abismal. Mucho menos está dispuesta a aceptar que cualquier hecho sobrenatural sea un milagro. Si el hombre vulgar tuviera en la aceptación de las aseveraciones de los hombres de ciencia populares la milésima fracción de la cautela demostrada por la Santa Sede frente a supuestos milagros, el resultado sería una victoria notable de la verdad y la razón.

Pero el escéptico profesional entre nosotros era, sin duda, Robert Thrupp. Todos los detectives son escépticos ex hypothesi. En efecto, la desconfianza en las apariencias y el obstinado rechazo de toda inclinación a formular declaraciones y juicios sobre la base de su valor aparente, se encuentra entre las cualidades esenciales que debe reunir un sabueso competente. Fiel a su oficio, Thrupp había sido, entre todos nosotros, el menos dispuesto a prestar nada que se aproximase a la credulidad en los aspectos más misteriosos del caso, y el más ansioso y empeñado en establecer el significado natural de hechos que, si bien en apariencia eran sobrenaturales, debían ser, según estaba convencido, susceptibles de una interpretación racional. Con toda su paciente tolerancia, su voluntad de escuchar, su reconocida perplejidad, sus sinceras tentativas de mostrarse imparcial, había en Robert Thrupp un fondo íntimo de escepticismo que no dejó de impresionarnos a todos. Por mucho que cualquiera de nosotros sufriese individualmente la tentación de sucumbir frente a la posibilidad de una solución dentro de lo oculto, nos contenía siempre el conocimiento de que el escepticismo de Thrupp se mantenía invencible e indómito.

Y entonces, tan casual e inevitablemente como el invierno sucede al otoño, Thrupp, el escéptico profesional y el defensor de nuestra fe en el orden natural, había estrechado la mano de Drinkwater…