En cuanto terminé el desayuno transmití lo esencial de nuestra conversación a Thrupp, quien inmediatamente dio su consentimiento a la proposición.
—Además, los signos nos son propicios —añadió—. La investigación tendrá lugar a las diez y media y Andrea deberá estar presente, de modo que será fácil conversar con Carmel a solas. La investigación no durará mucho hoy, pues ya he arreglado las cosas con el médico forense, pero cuidaré que se retenga a Andrea hasta las once y cuarto como mínimo. Si no has logrado que Carmel hable para esa hora, Barbary, trata de alejarla de la Vicaría antes de que regrese Andrea. Ésta no debe sospechar nada.
—Déjalo por mi cuenta —dijo Barbary.
Estábamos en la galería, y en aquel momento un muchacho montado en una bicicleta roja se aproximó por el sendero haciendo crujir la grava y extrajo un telegrama de su cartera. Estaba dirigido, sin reparar en gastos, evidentemente, al Muy Reverendo Señor Arzobispo-Obispo de Arundel.
Su Ilustrísima, llamado desde el interior de la casa, leyó el telegrama con un mohín de descontento en sus labios. Era de su vicario general y, aunque untuosamente zalamero en cuanto a su tono, exigía el regreso inmediato de Su Ilustrísima en términos que no daban lugar a dudas. Con su honesto mentón sajón y su expresión de terquedad más recalcitrantes, mi tío estudió el texto con la rebeldía reflejada en cada uno de sus rasgos.
Tío Piers, que apareció en aquel momento y había leído el telegrama por sobre el hombro de su hermano, resopló indignado.
—¡Un maldito escocés! —dijo bruscamente.
—¡Gales! —corrigió Su Ilustrísima con acritud.
—Es lo mismo —dijo el mariscal de campo muy enojado—. ¡Al diablo con todos estos condenados celtas, o Keltas, o comoquiera que se llamen a sí mismos! ¡Dile que se tire al río! Pero ¿cómo diablos se te ha ocurrido tener a un galés como vicario general? Me estás desilusionado, Odo, hermano…
—Lo heredé —repuso el otro tristemente—. En realidad es muy competente en sus funciones. Muy listo para las finanzas, lo cual es un mal necesario. Sospecho que lo que quiere en realidad es que revise algo relacionado con números. Tengo bastantes ganas de no ir. No tengo compromisos oficiales hasta el domingo próximo.
—¿Por qué no vas hasta allí en el automóvil y ves de qué se trata? —propuso Barbary—. La distancia se cubre en menos de una hora de ida y otra de vuelta, y hasta podrías estar de regreso para la hora del almuerzo, a menos que descubras que es algo importante. Deja tu equipaje aquí, lo cual significará que debes regresar esta noche, le guste o no al vicario general.
—¡Excelente idea! —dijo tío Odo—. Probablemente hago mal en quedarme tanto tiempo, pero no podría soportar perderme nada de lo que ocurre en este extremo. Además, con toda seriedad, si lo que está ocurriendo aquí estuviese en definitiva relacionado con… con lo que sospechamos que puede estar relacionado, considero mi deber como jefe de la Diócesis, estar presente. Al fin y al cabo —añadió Su Ilustrísima con inusitada vehemencia—, soy el obispo, y creo que el Diablo es bastante más importante que las tontas hojas de balance de Owen.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dije yo, y todo quedó arreglado. Media hora más tarde la casa hubiera estado desierta de no ser por mi presencia, pues me quedé para despachar cierta correspondencia acumulada. Tío Piers, por algún motivo no revelado, insistió en acompañar a Thrupp a la investigación en el Ayuntamiento, no tanto, según sospechaba yo, porque le interesase en realidad el testimonio verdaderamente exiguo que se presentaría aquella mañana, sino porque buscaba una oportunidad para sostener una conversación a solas con el detective, relacionada con asuntos de su fuero privado. Simultáneamente con su partida, Barbary había emprendido a pie el camino hacia la Vicaría. El Muy Reverendo Odo había partido ya para Arundel, conduciendo su propio automóvil Talbot negro, de líneas elegantes y modernas.
Con una gran sensación del deber intenté concentrarme en el trabajo, en mi despacho, pero estaba en uno de aquellos estados de ánimo desastrosos, muy familiares a todo escritor profesional, en que se carece de la menor capacidad para hilvanar una sola oración. Tenía una bandeja de alambre llena de cartas que esperaban respuesta, pero carecía de la voluntad de concentración necesaria para ponerme a contestarlas. A continuación, examiné la gran caja verde llena de fichas que llevaba el rótulo «Notas y Bosquejos Varios», una especie de limbo al cual destino toda esa variedad de escritos, desde notas a lápiz en sobres usados hasta cuentos y comedias casi terminados, los cuales he sentido en algún momento el impulso de comenzar, pero posteriormente no he tenido energía o inspiración suficiente para terminarlos. De vez en cuando releo todo este material y a veces llego hasta tomar parte de él y completarlo, con el consiguiente enriquecimiento de nuestra literatura nacional y la disminución inevitable de dicho material. Esta mañana, en cambio, rechacé todo ello con disgusto, resistiendo con grandes dificultades el impulso de destruirlo definitivamente. Por último me recosté en mi sofá mágico y traté de ordenar mis ideas.
Todo fue en vano. Decididamente era uno de esos días fatales. Lejos de poder pensar en nada no conseguía siquiera elegir un tema sobre el cual reflexionar en la mezcla de misterios y de hechos sin explicación que habían perturbado el curso de mi vida durante los dos días últimos. No soy, en el mejor de los casos, un pensador verdaderamente profundo ni cuidadoso. Para mi condición de inglés, poseo una mentalidad más o menos lógica, y soy capaz de razonar sobre la mayoría de los problemas con cierta corrección, pero debo reconocer que siempre utilizo hasta cierto punto una especie de instinto o intuición en mis asociaciones de ideas, más bien que un sistema estrictamente silogístico. Aquel día esta inspiración estaba por completo ausente. Me sentía perplejo e impotente, y en consecuencia furioso.
Comencé a maldecir… y estaba aún maldiciendo, aunque no en voz muy alta ni en términos muy obscenos, cuando oí pasos en el sendero del jardín y una voz masculina que preguntaba con tono algo vacilante:
—¿Hay alguien en la casa?
Salté del sofá y asomé mi barba al exterior. A unas pocas yardas de distancia vi a un joven rubio, de ojos azules, con una chaqueta deportiva azul marino y pantalón de franela gris, zapatos castaños muy lustrados y la corbata con los colores del regimiento de Royal Sussex. Tenía unos veinticuatro años de edad, y era sin duda, apuesto, en un sentido agradable y viril. Me sentí encantado al verlo.
—¡Buenos días, Adam! —exclamé alegremente—. Encantado de que hayas venido. Ven, tomaremos cerveza.
—¿Cómo estás, Roger? Espero no molestarte…
—En lo más mínimo. Encantado de verte. Estaba perdiendo el tiempo, simplemente. La verdad es que Barbary ha ido a visitar a Carmel, y estoy solo.
Adam me siguió al interior.
—Ya lo sé. Las he dejado juntas. Por ello se me ha ocurrido venir a verte. Ojo por ojo, por así decir —añadió riendo.
—Es un placer inesperado —dije yo—. Carmel debe estar encantada de que hayas venido. La vi ayer, en realidad, pero no me dijo que te esperaba.
—No sabía que vendría. Tampoco lo supe yo hasta último momento, y entonces, como te dije, mi telegrama llegó muy tarde. ¿Fumas?
—Toma uno de los míos —encendimos nuestros cigarrillos, y luego dejé a mi amigo para ir a buscar cerveza. Recuerdo haberme preguntado, mientras llenaba las jarras, si su visita era tan casual como aparentaba. No había ninguna razón, naturalmente, para que Adam no viniese a verme sin anunciarse de antemano, pues como he señalado, éramos amigos desde que él tenía cuatro o cinco años, y había una especie de afecto tácito entre los dos. A pesar de ello, mientras había vivido permanentemente en Merrington nunca me había visitado con frecuencia, y el hecho de que destinara unos pocos minutos de su breve licencia a visitarme no podía dejar de parecerme algo extraño. Cuando le hube pasado la cerveza, sus primeras palabras confirmaron mis sospechas.
—¿Cómo encontraste a Carmel, ayer? —me preguntó Adam, con imperceptible tono de preocupación en su voz.
—La encontré muy bonita, como siempre —dije cautelosamente.
Estaba en la posición delicada de no saber si Carmel le había hecho confidencias o no, y en caso afirmativo, hasta qué punto. Y puesto que, como he dicho ya, en general se consideraba a estos dos muchachos como prometidos, sentía además cierto reparo en que Adam supiera que su novia había recurrido a mí para consultarme sobre algo acerca de lo cual él mismo quizás no sabía aún nada. Siempre es necesario marchar con cuidado en estas situaciones.
—No quise decir eso, precisamente —dijo Adam—. Sin duda, está muy bien, como siempre… pero al mismo tiempo, tengo la impresión de que está un poco… pues bien, preocupada por algo. Tal vez me equivoque. No me ha dicho nada, pero…
Lancé una carcajada, esperando que fuese tranquilizadora.
—Las cosas han estado un poco agitadas en la Vicaría, recientemente —dije—. Habrás oído hablar, sin duda, del robo y hallazgo consecutivos de las trompetas de los ángeles, ¿no? Ha sido una experiencia bastante emotiva para los interesados.
—Ya lo sé —Adam no parecía muy convencido—. Puede que tengas razón, pero… Mira, Roger. Guárdate para ti exclusivamente lo que voy a decirte, ¿quieres?
—Cuenta conmigo.
—Es sumamente difícil saber por dónde empezar, pero tengo una extraña sensación de que aquí está ocurriendo algo raro.
—¡No! ¿Qué tipo de cosa? —pregunté con inocencia.
—Sabe Dios. Esto es lo absurdo. No tengo la menor idea, pero con todo… Roger, a ti te gusta Carmel, ¿no?
—Enormemente —repuse con toda sinceridad—. Es el tipo de muchacha que me hace sentirme más bueno.
Adam asintió con entusiasmo.
—Es maravillosa, ¿no es cierto? Yo… supongo que ya sabes que… pensamos, esperamos casarnos uno de estos días, tan pronto como me asciendan a capitán, en realidad.
—Lo adivinaba —dije—. Y aunque yo no tengo nada que ver con ello, quiero manifestarte que me parece una excelente idea. En cuanto a mí se refiere, cuanto más pronto, mejor. ¡Apresúrate a obtener esa nueva jinete!
—¡Si de mí dependiera! Pero… dime, Roger. ¿Qué piensas de los demás de esa casa? Me refiero al viejo y a… Andrea.
Respiré con dificultad, buscando in mente una salida.
—Francamente, no sé qué decirte —dije con la mayor despreocupación posible—. No los conozco muy bien. Dentro de lo poco que he frecuentado su trato, me gusta mucho el Reverendo Andrew, aunque desde luego no le conozco tanto como si perteneciera a su iglesia. Algunos dicen que está medio loco, pero yo no tengo esa impresión. Es un poco excéntrico, y sumamente distraído, pero no lo suficiente como para considerarlo loco.
—En el fondo, no es tonto —dijo Adam—. Y… ¿Andrea?
—Es muy bonita.
—Quizás lo sea. Pero no tiene nada que ver con Carmel, a pesar de todo —me gustó mucho el entusiasmo del muchacho enamorado, pues evidentemente estaba convencido de lo que decía. El verdadero amor no es, tal vez, totalmente ciego, pero tiende a la miopía, pues a pesar de mi gran admiración por Carmel era necesario admitir que estaba muy lejos de igualar a Andrea en cuanto a belleza física… Entretanto, me pregunté qué había detrás de aquella indagación, algo ingenua, de Adam. Consideré oportuno tender unas líneas, y así lo hice inmediatamente.
—Andrea —dije, eligiendo las palabras con gran cuidado— siempre parece algo demasiado bueno para ser verdad. Carmel tiene aspecto de ser buena, y lo es. En cambio es muy probable que su hermana sea un poco ramera.
En un desafío a las reglas de urbanidad durante la conversación, había pronunciado las últimas palabras de mi frase dentro de mi jarra de barro. Posiblemente ello fue la razón por la cual Adam, con expresión perpleja, se inclinó hacia adelante y dijo:
—¿Un poco hechicera?
Yo dejé mi jarro sobre la mesa, y corregí, sonriendo:
—No, ramera.
—¡Ah! Ahora comprendo. Sí, creo que tienes razón sobre este punto —dijo Adam—. A decir verdad, no me gusta nada, Roger, y cuanto más la trato, menos me gusta. Me… asusta un poco. Por Carmel, quiero decir…
Esto se estaba poniendo sumamente interesante.
—¿En qué sentido? —pregunté.
Adam extendió una mano.
—No sé cómo explicarlo, en realidad —dijo—. Hay algo en ella que… Bueno, en primer lugar, creo que detesta cordialmente a Carmel. No de una manera franca, por supuesto, pero juraría que la odia, de todos modos. La he sorprendido mirándola con una expresión absolutamente venenosa una o dos veces, sin que ella advirtiera que yo la observaba. Desgraciadamente, Carmel no sospecha nada, según parece. ¡Cuánto desearía que lo sospechara! Y yo no puedo decir nada, como es natural. Carmel es una de esas mujeres que no odia a nadie, y por consiguiente no concibe que nadie la odie a ella. Y en ello reside la dificultad. Quisiera que nos fuese posible casarnos en seguida, Roger. Con sinceridad, no me gusta la idea de dejarla bajo la influencia de Andrea ni un minuto más de lo necesario.
Evidentemente, Adam hablaba con la mayor seriedad. La ausencia total de algo que se aproximase al tono melodramático daba un poder de convicción singular a sus palabras.
Yo me acaricié la barba unos instantes, con la mente ocupada por una extraña combinación de pensamientos.
—No sé muy bien a qué te refieres —dije al cabo de un rato—, pero ¿es necesario que esperéis? Si se trata simplemente de la cuestión económica…
—Se trata de eso en parte, y en parte de otros factores. Tú conoces el sueldo de un oficial subalterno, y yo no tengo muchos bienes personales. Con todo, podríamos arreglarnos si… La dificultad es que Carmel no es mayor de edad, y que el viejo podría oponerse si yo me apresurase demasiado.
Asentí con un gruñido.
—¿Qué querías decir al hablar de la «influencia» de Andrea sobre su hermana? —pregunté—. ¿Algo especial, o bien algo en sentido figurado?
Adam arrojó la colilla de su cigarrillo por la ventana abierta.
—Verás —dijo, luego vaciló, y por fin prosiguió rápidamente—. Andrea es en realidad una ramera, como tú has dicho, Roger. Y lo es en más de un sentido. Cuando Carmel y yo comenzamos a gustarnos, Andrea hizo una cosa que… ¡Qué diablos, no puedo decírtelo! —Adam estaba muy cortado, y con el rostro cubierto de rubor.
—Como quieras —dije—. Pero de todos modos, me gustaría saberlo. Me interesa.
—¿Me prometes no contárselo a Carmel?
—Desde luego. Mi segundo nombre es Tacto.
—Bueno, fue muy desagradable, en realidad —dijo Adam—. Dios sabe que no soy muy concienzudo ni puritano, ni nada parecido, pero por algún motivo, cuando a uno le gusta seriamente una chica, se adquiere un punto de vista distinto, ¿no es verdad?
—Es verdad.
—Bien. Cuando me enamoré de Carmel y comencé a frecuentar seriamente la Vicaría, Andrea intentó… interponerse, por así decir. Una noche me esperó cuando salí hacia casa. Dijo que quería advertirme que estaba perdiendo el tiempo persiguiendo a Carmel. Le pregunté qué entendía ella por «perder el tiempo», pues en verdad no comprendía qué quería decir. Y me dijo… ¡qué diablos! Se portó de una forma chocante, Roger. En términos claros, evidentemente consideraba que yo cortejaba a Carmel para obtener de ella todo lo que pudiese, y me dijo que era una total pérdida de tiempo, porque Carmel no era una mujer de ese tipo… ¡Te aseguro que casi le rompí la cara!
—Muy feo —murmuré cuando él se detuvo.
—Pero eso no fue todo. Quizás se habría podido perdonar este consejo fraternal, si en realidad ella hubiese interpretado mal mis intenciones y hubiera querido proteger a Carmel de mí, por así decir. Pero eso no fue todo. En realidad, me sugirió inmediatamente que… pues bien, que ella no tenía los escrúpulos de Carmel y que… bueno, ya me entiendes. Es una bajeza, ¿no lo crees tú?
—Repugnante —comenté de todo corazón.
No se trataba ya de puritanismo ni de estrechez de miras, sino de una tentativa particularmente despreciable por parte de una mujer aparentemente decente y respetable de seducir al pretendiente de su hermana menor ofreciendo algo que no le fuera solicitado. Y además…
Una pregunta formulada a Adam confirmó una conjetura repentina que había surgido en mi mente. Si mis datos cronológicos eran correctos, Andrea debía ser ya la amante de Drinkwater cuando le hizo esa proposición a Adam. Juntamente con lo que Carmel había admitido, aunque de mala gana, acerca de los hábitos de su hermana, esta belleza de la magnitud de una Helena de Troya estaba adquiriendo ahora los rasgos de una Mesalina.
—¿Cuál fue su actitud cuando rechazaste sus favores con las expresiones de gratitud del caso? —pregunté a Adam—. ¿Se ofendió?
—¡Vaya si se ofendió! Reaccionó como una víbora. Pero por supuesto no hizo nada. Al principio yo estaba aterrado de que se vengase inventando alguna historia terrible para predisponer a Carmel en contra de mí. En realidad no estoy seguro aún de que no haya intentado algo semejante. Carmel nunca me ha dicho una palabra al respecto, ni yo tampoco a ella, pero sé que tuvo con Andrea una riña infernal, sobre no sé qué cosa, en aquellos días. Carmel no tiene nada de flor de estufa, Roger. Es mucho más fuerte de lo que aparenta, y es capaz de ser más obstinada que cien mulas cuando llega a convencerse de algo. En cierto modo, es una mujer que engaña.
—Estoy seguro de que tienes razón —dije—. Y por eso creo que no debes preocuparte demasiado por la posible influencia de Andrea sobre ella, Adam. Carmel es más fuerte de lo que aparenta, y yo diría que es capaz de velar por sí misma perfectamente. Además, no necesito repetir que si le hace falta ayuda o apoyo moral frente a una emergencia, y en ausencia tuya, espero que no se olvidará de Barbary ni de mí.
—Muchas gracias, se lo diré —Adam bebió un gran sorbo de cerveza y luego prosiguió—. Hay otra cosa, Roger, sobre la que quería pedirte consejo. Se trata de algo que descubrí más o menos accidentalmente, y que está muy por encima de mi capacidad intelectual. He olvidado todo el latín que sabía, mientras que tú eres bastante competente, ¿no es verdad?
—¿Latín? —repetí, levantando una ceja, sorprendido—. ¿De qué diablos estás hablando, muchacho? Mi latín es… pues bien, no tan malo como podría ser, pero no quiero jactarme de ello. ¿Qué estás tramando?
—Esto.
Adam buscó algo en el bolsillo superior de su chaqueta, sacó por fin una cantidad de papeles cuidadosamente doblados, y dijo:
—En realidad, éste es el motivo de mi visita, aunque me alegro de haber podido hablar de Carmel, además. Mira. Ya te he dicho que estoy seguro de que aquí ocurre algo raro, y ahora te traigo un elemento de prueba; por lo menos, así lo creo.
—¿Qué es, y de dónde lo has sacado? —pregunté extendiendo una mano hacia los papeles. Pero Adam movió la cabeza negativamente y los depositó sobre sus rodillas.
—Te los mostraré en seguida, pero es mejor que primero te explique cómo los he obtenido. Fue anoche. Mamá está ausente, como sabrás, de modo que estoy pasando estas dos noches de mi licencia en la Vicaría. Bueno, anoche estaba muy cansado y me dormí inmediatamente. En realidad, hasta olvidé apagar la luz de mi mesita de noche. No sé si fue eso u otra cosa lo que me despertó aproximadamente una hora y media más tarde. Sea como fuere, me desperté y descubrí que mi luz estaba encendida y que eran exactamente las doce y media. Apagué la luz y traté de reanudar el sueño, pero esta vez no lo conseguí. Ya conocerás esta experiencia. Al cabo de un rato, pues, decidí leer, pero no había libros de ninguna clase en mi cuarto, de modo que se me ocurrió bajar y asaltar la biblioteca. Sabía que el viejo se había retirado a dormir muy temprano, antes que las muchachas y que yo, de modo que te aseguro que me sorprendió muchísimo ver un resplandor de luz por debajo de la puerta cuando llegué al vestíbulo… Como verás, todo se ajusta a la mejor tradición del Club de Aficionados a las Novelas Policíacas —terminó diciendo con una risa suave.
—En ello estaba pensando —dije—. Es una situación demasiado vulgar para repetirla.
—Exactamente. Y temo haber procedido en la misma forma que cualquier personaje de novela policíaca —dijo Adam—. No era que imaginara, desde luego, hallar un crimen sangriento, ni siquiera hombres enmascarados que robaban la vajilla familiar. Lo que pensé, en realidad, es que el viejo había bajado otra vez para intensificar sus investigaciones sobre las hazañas de Alejandro el Calderero, sobre quien predicará el próximo domingo; o bien que nuestra casquivana Andrea estaba celebrando, quizás, una cita nocturna con uno de sus amantes. Era un poco arriesgado hacerlo en esta casa, naturalmente, pero nunca es posible predecir nada sobre muchachas de esa clase. Sea lo que fuere, no quería hacer notar mi presencia. A pesar de ello, pensando en la posibilidad de que hubiesen dejado la luz encendida por casualidad, aunque hubiera jurado que yo mismo la había apagado antes de retirarme a dormir, decidí echar una ojeada. La puerta estaba apenas entreabierta, y no me había puesto zapatillas, así que fue muy fácil.
—No puedo soportarlo —dije, desesperado—. ¡Habla, hombre!
—Era Andrea, en efecto, pero estaba sola. Estaba en pijama y llevaba una bata de seda roja. Y si no me hubiera sorprendido tanto lo que estaba haciendo, me habría marchado inmediatamente. En verdad, Roger, era muy extraño.
—¿En qué sentido?
—Trataré de describirlo con el mayor cuidado posible. Estaba sentada en una silla de respaldo recto, con el rostro hacia una dirección aproximadamente perpendicular a mi propia posición. En otros términos, la veía de perfil, el perfil izquierdo. Frente a ella, a dos o tres pies de distancia, había una mesa pequeña con un florero de bronce en forma de copa, que habitualmente se encuentra sobre la chimenea, con cenicero plano, también de bronce, colocado sobre la abertura a manera de tapa. Sobre otra silla, medio a la izquierda y frente a ella, estaba este manojo de papeles, abiertos a medias, y apoyado contra algo a fin de poder ser leídos desde donde ella estaba sentada. En realidad, estaba leyendo, pero no en voz alta. Veía moverse sus labios, pero no oía sonido alguno. ¡Ah! Y al principio tenía un libro muy pesado en la mano, apoyado contra su pecho, pero con las páginas abiertas mirando en la dirección opuesta, como si lo estuviera sosteniendo para que lo leyese otra persona…
Una vez más sentí que la piel se me ponía como carne de gallina en la parte superior de la espina dorsal, y una sensación de cosquilleo en la nuca.
—¿Así? —pregunté rápidamente, tomando un ejemplar del Times doblado en dos y sosteniéndolo delante de mis ojos, asiéndolo del borde inferior, en la forma en que lo hace el subdiácono al sostener los Evangelios durante el servicio religioso.
—Exactamente —repuso Adam sin vacilar—. Las manos están mal colocadas. Andrea formaba una especie de triángulo con las manos, con el vértice hacia abajo, con sus pulgares e índices, algo así —tomando el diario de mis manos hizo una demostración.
—Sigue —dije.
—Bueno, esa fase duró sólo unos pocos segundos. Entonces dejó el libro en el suelo, a sus pies. Te diré de paso que, evidentemente, estaba ensayando algo y representando varios papeles a un tiempo, si entiendes qué quiero decir. Daba la impresión de que en realidad alguien tomaría el libro de sus manos. A continuación hizo una reverencia a esta persona imaginaria, antes de depositar el libro en el suelo. Luego volvió otra página de esta cantidad de papeles sobre la silla y leyó unos instantes, y luego levantó el cenicero y el florero de la mesa, el cenicero con la derecha y el florero con la izquierda, y los sostuvo delante de sí en una actitud… digamos, ritual o de ceremonia. No sé si me explico. Siguió leyendo otro rato, después de lo cual colocó nuevamente el cenicero sobre la boca del florero, que tenía aún en su mano izquierda, y entonces levantó del suelo algo que no había visto yo hasta entonces, una especie de bastón largo o cayado, con una punta de hierro en su extremo. Sostuvo este bastón en sentido diagonal delante de sí, y luego, con gran sorpresa de mi parte, comenzó a besarlo lentamente, una docena de veces —en realidad yo conté once, pero quizás se me haya escapado una—. A continuación enderezó el cayado delante de sí, sosteniéndolo entre las rodillas para que no cayese al suelo, y tomó nuevamente el cenicero en su mano derecha, conservando el florero en la izquierda…
Adam se interrumpió con una mueca de malestar.
—En este punto decidí volver a acostarme —prosiguió—. Ahora quisiera no haberlo hecho, pero en aquel momento era evidentemente lo que correspondía. No me preguntes qué pensé. Con sinceridad, no lo sé. No puedo decir por qué, pero la única idea que tenía en la cabeza en aquel momento era que cuanto más pronto me retirase, mejor sería. Así, pues, volví a mi habitación… Pero no había estado mucho tiempo acostado cuando sentí que algo llamaba abajo nuevamente. Sentí que debía ir a ver que hacía Andrea ahora. Lo que había visto no tenía ningún sentido para mí, y en verdad comencé a preguntarme si no lo habría soñado creyendo estar despierto, De todos modos, estaba seguro de que no podría dormirme de nuevo hasta satisfacer mi curiosidad. En vista de ello, al poco rato de haber subido, es decir, a los veinte o treinta minutos, bajé de puntillas las escaleras una vez más. Sufrí una verdadera impresión al comprobar que había realmente una luz en la biblioteca, lo cual me demostró que, después de todo, no había soñado.
—¿Y estaba Andrea todavía dedicada a su… ritual?
—No, en aquel momento había terminado, aparentemente, y estaba poniendo todo en orden. Cuando miré la primera vez estaba colocando nuevamente los objetos sobre la chimenea, y luego volvió a su sitio las mesas y las sillas. Pero lo importante es que en último término tomó el manojo de papeles que había estado leyendo, éste que tengo aquí, y los escondió detrás de un libro en uno de los estantes más apartados de la biblioteca. Como ves, observé cuidadosamente su posición. Por último, como lo único que faltaba guardar era el cayado, que según sabía yo estaba siempre en el vestíbulo, me volví y corrí arriba antes de que ella me sorprendiese. Llegué a mi habitación sin tropiezos, y pocos minutos más tarde la oí subir sigilosamente y dirigirse a su habitación. Estoy seguro de que no sospechó nada.
—¡Bon! ¿Y luego bajaste y robaste la clave?
—Sí. Aproximadamente una hora más tarde, cuando tuve la seguridad de que Andrea dormía. Aquí la tengo, Traté de descifrar su contenido en la cama, pero no logré comprender más que una u otra palabra aislada. En su mayor parte está en latín, con breves pasajes en griego. No está a mi alcance, pero quizás tú puedas descifrarlo. Gruñí con cierta incertidumbre, mientras tomaba los papeles. Entre otras cosas, me pregunté dónde había aprendido lenguas clásicas Andrea, y entonces recordé que, en efecto, había estado en Oxford unos años atrás, aunque tenía idea de que no había llegado a graduarse. No era el tipo de muchacha que uno hubiera imaginado leyendo en griego y en latín, pero las apariencias son notoriamente engañosas. Con todo…
Como mi sagaz lector, había llegado yo a ciertas conclusiones respecto a los documentos que me entregó ahora Adam Wycherley, pero mi primera ojeada demostró que mis conjeturas habían sido en cierto modo erróneas. El manojo consistía en una veintena, aproximadamente, de páginas de papel muy delgado, en cuarto, escritas a máquina en rojo y negro, pero con algunas interpolaciones manuscritas en caracteres griegos, para las cuales se había utilizado tinta de color pardusco y oxidado. Las hojas estaban aseguradas con un clip y habían sido dobladas muchas veces. La página superior contenía sólo el título, que rezaba lo siguiente:
LIBER DCLXVI
Arcanum Arcanorum Quod Continet Nondum
Revelandum Ipsis Regibus Supremis O. T. O.
Grimorium Sanctissimum Quod Baphomet Xo…
Suo Fecit:
MISSAM IN HONOREM DOMINI MAXIMI INGENTIS
NEFANDI INEFFABILIS SACRATISSIMI SECRETISSIMI
RITUS CELEBRANDI