Thrupp y yo nos retiramos a mi despacho, inmediatamente después de la comida, con una botella de whisky y un sifón. Era una noche clara y calurosa, con un cielo inusitadamente despejado, de modo que nos sentamos en la semioscuridad en mi viejo sofá de cuero y contemplamos la noche que avanzaba con lentitud sobre mi jardín mientras conversábamos.
No enfureceré a mis lectores inteligentes —a quienes no necesito recordárselo—, ni estimularé la pereza de mis lectores holgazanes —quienes pueden recordarlo con toda facilidad volviendo hacia atrás las páginas de esta magnífica obra—, repitiendo en detalle la historia que ahora procedí a comunicar a Thrupp. Baste decir que le presenté una exposición cuidadosa, concienzuda y sin adornos de todos los aspectos importantes de mis conversaciones con Carmel. El criterio que seguí para seleccionarlos fue el hecho de que dichos aspectos viniesen al caso.
Por encima de todas las cosas, me esforcé en destacar repetidamente la importancia del orden cronológico de los acontecimientos. Por ejemplo, la extraña significación del hecho de que Carmel había acudido a mí con su extraordinaria historia mucho tiempo antes de que yo tuviese noticias por vez primera del testimonio independiente del Padre Pío, y medio día antes de que me enterase de la tragedia registrada en Rootham. Para simplificar las cosas, traté de limitarme a lo que he calificado con anterioridad como el grupo de hechos de la Bruja y la Escoba, de mostrar cómo la historia de Carmel no sólo tenía relación con la visión del Padre Pío y con el descubrimiento del cadáver de Puella Stretton, sino que, además, desde el punto de vista cronológico, constituía el punto de partida desde el cual yo mismo contemplaba naturalmente esta misteriosa serie de acontecimientos. Enumeré mis razones por haber guardado silencio hasta aquel momento y los pasos dados para obtener la autorización de Carmel para revelar su testimonio. Con el consiguiente alivio de mi parte. Thrupp aceptó mi confesión con un gesto comprensivo en lugar de hacerme algún reproche. Recité mi trozo con sencillez y sobriedad, absteniéndome de comentarios superfluos y evitando toda exageración o adorno.
Mucho antes de que hubiese terminado resultó evidente que, aunque muy contra su voluntad, Thrupp estaba impresionado. Digo «contra su voluntad» porque, según he tratado de demostrar, en este punto había logrado rechazar de su mente lógica y sensata toda tendencia que en algún momento hubiera amenazado inducirle a considerar seriamente la teoría de la Bruja y la Escoba como posible explicación de la muerte de Puella Stretton. Era lo suficientemente sincero como para admitir que cuando conociera por primera vez la experiencia del Padre Pío por boca del Muy Reverendo Odo, había comprobado ser por un momento, al menos, vulnerable a las implicaciones asombrosas y ocultas que encerraba. Pero como dijera más tarde, la fría luz gris del amanecer le había hecho desechar tan insidiosa tentación, dejándole totalmente avergonzado, a solas con su razón desnuda. Puella debía haber caído desde un aeroplano. Cualquier otra explicación era absurda e insostenible. Y fue necesario tan solo el descubrimiento de testigos que habían oído el vuelo de un aeroplano durante la noche para hacerle desechar definitivamente todo el asunto del Padre Pío como una de aquellas coincidencias extrañas, pero a la vez peligrosas, dispuestas deliberadamente por el Príncipe de las Tinieblas en persona para tentar a un detective honesto y trabajador y alejarle del restringido sendero de la razón pura.
La consecuencia es, pues, que mi cuidadosa exposición del testimonio de Carmel debió ser algo semejante a una puñalada por la espalda para Thrupp, o como un esfuerzo de los poderes de las tinieblas que, con fines inescrutables y secretos, estaban más empeñados que nunca en alejarle de la buena senda. He escrito en otro punto que Thrupp rara vez pierde la paciencia, y nunca su buen genio. Tampoco los perdió esa tarde, pero veía yo que su paciencia estaba sufriendo, por lo menos, una presión intolerable mientras yo introduje y desarrollé este tema de las cabalgatas sobre escobas y de los vuelos de brujas. No obstante, se dominó con un esfuerzo. Seguía cada una de mis palabras con la mayor atención posible, el cerebro alerta para saltar sobre cualquier punto aparentemente débil o inconsistente. Sin embargo, en todo el curso de mi exposición tuvo oportunidad tan solo de formular dos, o a lo sumo tres preguntas muy espaciadas entre sí, y cada una de ellas fue una simple petición de aclaración sobre detalles secundarios que no había presentado con suficiente claridad en mi terminología original. No tenía ninguna pregunta fundamental. Tampoco presentó cuestiones de debate. Simplemente escuchó grave y pensativo, la frente arrugada, con los dedos que golpeaban rítmicamente sobre el brazo del sofá, con una pipa fría entre los labios y su whisky apenas probado sobre la mesa a su lado.
Y cuando por fin hube terminado, permaneció sumido en el silencio durante tanto tiempo que, por defensa propia, debí instarle a hablar pronunciando aquel monosílabo cargado de implicaciones:
—¿Bien?
Thrupp se enderezó, se desperezó y se volvió hacia mí, dirigiéndome una de sus sonrisas atrayentes y juveniles.
—La policía —declaró solemnemente— está completamente desorientada.
Dejando a un lado su pipa, encendió un cigarrillo y apuró de un sorbo el contenido de su vaso.
—Seriamente, Roger —dijo al poco rato, sirviéndose otra ración de whisky—, todo esto está muy cerca de ser la verdad. No podía pretender sentirme particularmente feliz con la marcha del caso cuando entré en esta habitación. No veía muy claro, y debía recordarme constantemente que, después de todo, sólo hacía algo más de veinticuatro horas que me estaba ocupando de él, aunque parecía que era una semana. Al mismo tiempo llevo bastantes años en este juego como para ceder frente a la desesperación porque no vea un rayo de luz durante los primeros días de la investigación, y el único rayo de luz hasta entonces era que por lo menos había logrado racionalizar mi mente y desechar definitivamente toda tentación de relacionar nada de lo visto por el Padre Pío con lo ocurrido en Rootham. Aquél fue un gran paso hacia adelante, Roger. El arte del detective consiste en gran parte, después de todo, en proceder por eliminación. Comenzamos con un conglomerado de hechos e infinidad de circunstancias que los acompañan, de las cuales algunas pocas son pertinentes, pero no la mayoría. El progreso consiste, en buena medida, en podar los factores que no son pertinentes. Cuantos más es posible eliminar, menos necesitamos considerar, y tenemos el consuelo de saber que, profundamente incrustada en el resto, se encuentra la verdad desnuda. El arte reside, desde luego, en eliminar los factores que corresponde eliminar, pues de lo contrario no tardaremos en descubrir que hemos arrojado a un lado alegremente la verdad, quedándonos con una cantidad de incongruencias inútiles. Pero si en realidad logramos tener la seguridad de que cada factor que desechamos es indiscutiblemente ajeno al hecho, la consecuencia es que cada eliminación significa un paso hacia adelante… Hace una hora estaba convencido de haber hecho bien en desechar todo este asunto de las brujas y escobas. Ahora… ¡que me muerda un perro rabioso si esto no es imposible!
—¿Es imposible? —murmuré obstinadamente.
—¿Crees que no?
—No sabría decir.
—No seas retorcido, Roger. Dime con franqueza qué piensas en realidad de todo esto, y trata de no hacerte el gracioso, para variar. Es un asunto muy serio.
—No me lo digas a mí —declaré gravemente—. Mira, amigo Thrupp. Con franqueza, cuando Carmel me contó todo esto ayer, creí que estaba loca, y sin embargo no es cierto en absoluto, porque estaba evidentemente en su sano juicio y hablaba con la mayor seriedad y cordura. Lo que quiero decir es que no habría atribuido tanta importancia a su historia si se hubiese tratado de un elemento único. La habría atribuido, a pesar de lo que ella afirmaba, a ilusiones ópticas o a un estado patológico o a una alucinación psíquica, o como quiera que lo llamen los entendidos. Pero considerada en conjunto con lo que viera el Padre Pío y con lo que tú hallaste en Rootham, pues… bien, ¿qué diablos puede pensar uno?
—Exactamente, Roger. Es el efecto acumulado de los tres episodios lo que cuenta tanto. Y sin embargo… ¡qué demonios! Tú no crees en serio que la gente pueda recorrer los aires montada en una escoba de jardín, ¿no?
Me limité a encogerme de hombros, gesto singularmente inútil en las circunstancias. Como Thrupp, estaba preocupado. Tampoco obtenía mucho consuelo de la reflexión de que, oficialmente, el dolor de cabeza le tocaría a él, y no a mí.
—Con toda sinceridad —dije al cabo de una pausa— no me siento capacitado como para darte ninguna opinión sobre ese punto. No soy más que un pobre e insignificante profano en esta materia, y éste es un caso para un especialista experimentado. Reconozco que creo en el Diablo, lo cual la mayoría de la gente considera una superstición y una actitud reaccionaria hoy en día. Sé, además, y tú también lo sabes, que aún hoy se adora al Diablo todos los días, como lo ilustra el caso de Bryony Hurt del año pasado. Pero cuando se trata de todos los ornamentos y ritos, entre los que conocemos como hechicería, estoy en terreno totalmente desconocido. He leído una cantidad de libros sobre hechicería y demonología y magia, y como verás, hay una selección bastante completa en ese anaquel cerrado detrás tuyo. Pero nunca he tenido valor suficiente como para preguntarme con exactitud hasta qué grado puedo creer en todo ello. Siempre me he conformado con repetir el lugar común de que «no hay humo sin que haya fuego», dejando las cosas en ese punto.
—Lo mismo me pasa a mí —dijo Thrupp—. La dificultad es, ¿dónde debemos buscar el especialista experimentado?
—Tío Odo —repuse, llenando nuevamente mi vaso—. En cierto sentido, es un profesional donde nosotros somos tan sólo aficionados, y aficionados a regañadientes, además. Todo sacerdote es hasta cierto punto un especialista en cosas sobrenaturales, y tío Odo lo es más que un sacerdote corriente, no porque sea arzobispo, ni mucho menos, sino porque además es tres veces doctor, doctor en derecho canónico, en filosofía y en teología. No sé cuál de estos tres temas incluye la hechicería, pero podría apostar que aparece en uno de ellos. Sea como fuere, sería mucho más competente que tú o yo para determinar las posibilidades de un caso como éste.
—¡Mmmm! —Thrupp se acarició la mandíbula con aire pensativo.
—Lo que es más, quizás te interese saber que tío Odo, como tú, pasó lo menos la mitad de anoche apostado junto a la ventana de su dormitorio, cuando debía estar durmiendo. De ello podrás sacar la deducción que prefieras, pero si sigues mi consejo, recurrirás a él. Es un viejo muy sabio, con un cerebro de primera calidad, y no tienes por qué temer que te abrume con una serie de supersticiones papistas, ni nada semejante. De todos los hombres que he tratado, es el más capaz de trazar una línea definida entre la fe y la simple credulidad.
—Verdaderamente, tengo esa impresión de él —dijo Thrupp con un gesto de asentimiento—. Muy bien, Roger. De cualquier manera, no hay mal alguno en ello. Tal vez quieras ir tú a pedirle que nos conceda media hora…
Y así sucedió que pocos minutos más tarde el Muy Reverendo Odo se incorporó a la reunión. Ocupó su lugar en el sofá entre Thrupp y yo, aceptó una copa y un cigarrillo, y anunció que era, por lo menos en sentido figurado, todo oídos.
Thrupp dijo:
—Si no tienes inconveniente en ello, Roger, creo que yo relataré la historia esta vez. Ello servirá para el doble fin de permitirte controlar mi comprensión correcta de los hechos y de proporcionar a Su Ilustrísima un bosquejo objetivo de la situación hasta la fecha. Corrígeme inmediatamente si digo algo inexacto, ¿quieres?
Como creo haber mencionado ya, Thrupp tiene el inapreciable don de una mentalidad analítica y ordenada y la facultad de resumir una situación con un mínimo de palabras, pero sin omitir ningún punto esencial, al mismo tiempo. Sean cuales fueren sus sentimientos privados, puede confiarse en él en el sentido de que resuma las cosas con equidad e imparcialidad. Nunca le vi emplear los dones anotados con mayor ventaja que en esta oportunidad. Con instinto infalible e implacable exactitud, desgarró los órganos esenciales de la historia de Carmel, sirviéndolos en una fuente sencilla, sin otros adornos que los hechos estrictamente pertinentes. Y realizó esta hazaña en menos de la cuarta parte del tiempo empleado con anterioridad por mí.
El Muy Reverendo Odo no hizo ningún esfuerzo por ocultar su interés, el cual creció perceptiblemente tan pronto como resultó evidente que nuestras revelaciones tenían una estrecha relación con las del Padre Pío. Su rostro registró sorpresa, una sorpresa que a veces llegaba a la consternación, pero nada que indicase incredulidad.
—Desde luego, apreciaría sobremanera todo comentario que Su Ilustrísima considerara de valor acerca de esta historia —añadió Thrupp cuando hubo terminado—. Pero más aún que los comentarios, lo que agradecería en realidad sería su opinión escueta y sincera sobre si estos hechos son o no físicamente posibles. Me refiero a volar cabalgando sobre escobas. Mi propia razón me dice que no, como es natural. Decididamente, no tendría el descaro suficiente como para formular esta pregunta a mis propios colegas o amigos. Me creerían completamente loco…
Tío Odo dejó de jugar con su crucifijo pectoral, se levantó del sofá y paseó lentamente por la habitación antes de responder. Luego, se detuvo, apoyó el hombro contra el marco de uno de los ventanales abiertos y dijo en voz baja:
—Es un problema difícil, y temo resultar un pobre junco quebradizo en lugar del pilar de fortaleza que me suponen ustedes. A pesar de ello, haré todo lo posible, y primero les daré la opinión que solicitan, aunque francamente sea escueta y sincera. El problema es demasiado complejo para aceptar una respuesta afirmativa o negativa simplemente, y por entero sin reservas. Decir que no, sería virtualmente una herejía, mientras que decir que sí podría dar lugar a graves interpretaciones. Le ruego que no crea que estoy tratando de dar rodeos al asunto ni de rehuirlo. Nada de ello. Le diré lo que yo creo, dentro de un instante, pero tengo el deber de advertirle de antemano que no sabrá mucho más que ahora cuando me haya oído.
—Pensándolo mejor —dijo Thrupp—, quizás sería mejor que yo formulara de nuevo mi pregunta, con el objeto de ocuparnos de cada aspecto en su orden correspondiente, lo cual no ocurre tal vez con mi pregunta inicial. ¿Podría usted darme una respuesta más categórica si sólo le preguntase si cree o no cree en hechicería?
—¡Ah, esto es mucho mejor! —tío Odo se frotó las manos—. Sí, mi estimado Mr. Thrupp, decididamente creo en la hechicería, y ni siquiera pondré limitaciones a esta afirmación agregando «en la hechicería científica o intelectualizada», o bien que todo depende de lo que se entienda por hechicería. Lo único que deseo que observe es que yo no acepto necesariamente como verdad todas las innumerables leyendas e historias que han surgido en torno al tema. En cambio, creo con firme decisión que lo que se conoce como hechicería ha sido puesto en práctica desde el nacimiento de la historia hasta el presente, y pienso que seguirá siéndolo hasta el fin del mundo.
—¿Aun cuando la hechicería sea en apariencia contraria a la razón? —preguntó Thrupp.
—Pero ¿acaso es contraria a la razón? —replicó suavemente el Arzobispo—. No quiero hilar tan fino, pero yo habría dicho no, digo que la creencia en la hechicería está dictada por la razón más bien que es contraria a ella. Hablo, como es natural, desde el punto de vista cristiano, y cuando digo cristiano no me refiero exclusivamente al punto de vista católico. Si usted no es cristiano, si usted es uno de esos racionalistas modernos o agnósticos que forman una proporción tan elevada de la humanidad de hoy en día, en ese caso, comprendo perfectamente que todo aquello relacionado con la hechicería o con lo sobrenatural debe ser rechazado en forma evidente como «contrario a la razón». Por otra parte, no veo cómo usted puede afirmar que es cristiano, o aun creer en Dios, si no acepta elementos tan importantes como el satanismo, la demonología y la hechicería.
—Comprendo —dijo Thrupp no con mucha veracidad, según sospecho.
—Trataré de expresarlo como un encadenamiento lógico y sencillo —prosiguió el Muy Reverendo Odo—. Comencemos con el hecho fundamental de que yo creo en Dios y en la Sagrada Palabra de Dios. Ahora bien, no puedo creer en Dios y en su Sagrada Palabra sin creer en el Diablo. ¿Por qué? ¡Por una docena de razones excelentes, de las cuales la principal es que el Hijo de Dios, la Segunda Persona de esa sagrada e indivisible Trinidad que constituye a Dios, creía en el Diablo, predicó acerca de él, nos advirtió contra él, y hasta entró en conflicto abierto con él! En consecuencia, si Cristo creía en el Diablo, y yo creo en Cristo, es razonable que yo deba creer en el Diablo, o de lo contrario ser culpable de herejía. Negar la existencia del Diablo es lo mismo que afirmar que Dios no sabe de qué está hablando, y que yo sé mucho más que Él. ¿Hay fallas en este razonamiento?
—No veo ninguna —dijo Thrupp gravemente.
—Muy bien. Llevemos nuestros razonamientos una o dos etapas más lejos. ¿Quién es el Diablo? ¿Qué es? ¿Cómo adquirió existencia? ¿Cuál es su propósito? ¿Qué poder posee para cumplir ese propósito? Para responder a estas preguntas en términos convincentes, citando fuentes autorizadas, serían necesarios meses en lugar de minutos, además de un conocimiento extensísimo de las más diversas ramas de la literatura, gran parte de la cuales no están al alcance de la calle. Aparte de los libros canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, tendrían que estudiar ustedes el Talmud y una cantidad de obras apócrifas y apocalípticas tales como los Libros de Enos, Los Testamentos de los Doce Patriarcas, y así sucesivamente, para no mencionar las obras de los Padres Apostólicos, Clemente, Policarpo, Bernabás, Justino el Mártir, Teófilo de Antioquía, Ireneo, Tertuliano y muchos otros. Pese a ello —prosiguió tío Odo, guiñando imperceptiblemente un ojo—, no invocaré los argumentos de los primitivos Padres de la Iglesia, en el sentido de saber de qué hablan estos autores, porque, aunque ello parezca escandaloso, todos ellos se encuentran bajo la grave sospecha de haber sido… ¡católicos romanos!
Es de justicia señalar que Thrupp levantó los ojos con una sonrisa tan amplia como la mía.
—¡No puedo creerlo! —murmuró con tono de exagerado horror.
Tío Odo rió abiertamente.
—Nos arreglamos, pues, sin ellos —dijo—, y nos conformaremos con los libros canónicos, es decir, «respetables», como la Biblia, cuya autenticidad es admitida por las principales denominaciones. Existen literalmente docenas de pasajes que podría citarles, pero tomaremos uno o dos por el momento. Recordemos aquel episodio en el Evangelio de San Lucas en que los Setenta y dos discípulos regresan de su primera misión proselitista y dicen: «Señor, hasta los demonios se someten a nosotros en Tu nombre», a lo cual Cristo responde: «Vi a Satanás caer como un rayo desde el cielo». Relacionaremos ahora esto con el pasaje apocalíptico que todo el mundo conoce:
»Y hubo una gran batalla en el Cielo. Miguel y sus ángeles lucharon con el Dragón, y el Dragón luchó con seis ángeles; y no predominaron, ni tampoco se halló más su lugar en el Cielo.
»Y el gran Dragón fue expulsado, aquella vieja Serpiente llamada Diablo y Satanás, que seduce a todo el mundo. Y fue lanzado a la tierra, y sus ángeles con él…
»¡Ay de la Tierra y del Mar, pues el Diablo se encuentra entre vosotros, lleno de inmensa ira…!».
»… y así sucesivamente. ¿Es necesario que continúe? Naturalmente, San Juan era un místico, y los exégetas nos advierten que sólo debemos aceptar su versión de la caída inicial de Satanás en el sentido que los teólogos llaman “acomodado”. Pero tomado conjuntamente con las propias palabras de Cristo, “Vi a Satanás caer como un rayo desde el cielo”, no hay aparentemente lugar a dudas. Sea como fuere, ésa es la respuesta ortodoxa a la pregunta “Quién es el Diablo”, y asimismo nos revela qué es. Es un ángel caído, o, según algunos, un arcángel, lo cual significa que es un espíritu creado. Fue creado por Dios pero por soberbia se rebeló contra Dios, trató de usurpar la omnipotencia única de Dios como “Creador del Cielo y de la Tierra, y de todas las cosas visibles e invisibles”, se negó a servir a Dios, aspiró a la independencia como fuente de su propio poder y su propio destino, como fuerza motora de su propio ser. Y, desde luego, no lo consiguió.
Su Ilustrísima hizo una pausa para beber un sorbo.
—No podía conseguirlo —prosiguió luego—, como él mismo, Lucifer, lo habría podido apreciar de no haber estado cegado por su propio orgullo. Cayó, y como alguien lo expresara en términos muy aptos, «cortemos el alambre, y la corriente cesará». Esto es lo que sucedió a Satanás. Pero aunque «caído», sigue siendo espíritu puro, con todos los dones, inteligencia y facultades propias de un espíritu. Si bien sufrió un cambio de situación, como podríamos decir, no ha sufrido un cambio de naturaleza. De Lucifer, Ángel de la Luz, se ha transformado en el Príncipe de las Tinieblas, pero sus poderes espirituales se mantienen inalterables. Por ello debemos tomarlo tan seriamente; por ello mi Iglesia lo toma tan seriamente. Los ángeles, quizás a fortiori los arcángeles, participan hasta cierto punto de los poderes del Creador, lo cual les proporciona una enorme ventaja sobre nosotros, los simples mortales y Satanás, caído y condenado, sigue siendo un ángel. En resumen, es en muchos aspectos un Poder que no conviene menoscabar.
Thrupp y yo gruñimos en señal de aceptar este punto.
—En cuanto al propósito de Satanás, es demasiado conocido por todos para que nos ocupemos de él extensamente —prosiguió tío Odo—. Es aún el rebelde contra Dios. Y así como logró arrastrar a innumerables ángeles en su caída del Cielo, como que debía haber una gran cantidad de ellos para sostener una «gran batalla» contra Miguel y sus ejércitos, su objeto ha sido desde entonces apoderarse de las almas de los hombres, arrancándoselas a Dios y convertirlas en sus propios vasallos, en el Infierno eterno. Busca privarnos de nuestro derecho innato como «hijos de Dios»… ¿Y cómo encara este objeto? Es evidente que mediante el uso de sus poderes, y recordemos que estos poderes son los que nosotros denominamos habitualmente «sobrenaturales», para tentarnos hacia el pecado. Pecado es simplemente otra palabra de rebelión contra Dios. Estos poderes sobrenaturales suyos, esta eterna participación en «la omnisciencia» de Dios, le permiten ofrecernos bienes materiales y beneficios que nunca nos tocarían en el curso «natural» de los acontecimientos. Como espíritu, sabe más que nosotros. Puede hacer que ocurran cosas imposibles para nosotros. No es omnipotente ni mucho menos, pero es «un poder en la tierra», y, en verdad, la Biblia le llama el «Príncipe de este Mundo». Es más bien como un alto funcionario muy corrompido que puede mover «influencias» y obtener «favores» para quienes se han colocado ya bajo su poder. La consecuencia de ello es, según pienso, que no hay nada ilógico ni fantástico, por decirlo con cierta medida, en la idea de que un hombre o una mujer pueda hacer un pacto con Satanás por el cual, a cambio de ciertos favores especificados, de beneficios materiales en este mundo, el Diablo obtiene su alma en el próximo.
—Todo parece muy razonable —admitió Thrupp, aunque de mala gana—. Teóricamente, por lo menos. Pero ¿qué hay acerca de las dificultades prácticas? ¿Qué haría un hombre que desease hacer un pacto con el Diablo para establecer el contacto inicial? Usted afirma que es «espíritu puro», de lo cual infiero que es invisible a los ojos humanos e inapreciable por los otros sentidos.
—¡Ah! Ahora entramos en el dominio de lo que generalmente se llama Magia —repuso tío Odo—. Diré de inmediato que la verdadera Magia no es nada divertida ni entretenida, y no tiene ninguna conexión con el tipo de «mago» que extrae conejos de su sombrero de copa en las fiestas infantiles. La verdadera Magia es un asunto realmente sombrío y siniestro. Comprende algunas de las prácticas más repugnantes y… sí, aterradoras, que puedan imaginar ustedes. No interesan los detalles. El punto esencial relacionado con la Magia es que su objeto fundamental consiste en establecer contacto entre los seres humanos y el mundo de los espíritus sobrenaturales. Y por contacto diré que entiendo el verdadero contacto sensual o mejor dicho, sensorial. Lo que es más…
—Perdona que te interrumpa —dije—, pero ¿incluirías tú la obsesión actual de lo que llamamos espiritismo bajo la clasificación general de Magia?
—Decididamente, sí. Es simplemente el antiguo arte negro de la Necromancia, es decir, la adivinación mediante la comunicación con los espíritus de los muertos, que es una de las ramas reconocidas de la Magia. El espiritismo moderno es, en verdad, el recrudecimiento algo debilitado y no muy eficaz de la antigua Necromancia, pero en principio se trata de la misma cosa. Me alegro, sin embargo, de que hayas mencionado este punto, Roger, porque quizás ayude a Mr. Thrupp a comprender lo que voy a decir a continuación. Ustedes saben, desde luego, que hasta los espiritistas modernos afirman a veces que son capaces de lograr la «materialización» de los espíritus. Yo nunca he asistido ni de lejos a una sesión de espiritismo, pero no tengo el menor motivo para dudar que en ocasiones ello sea verdad, y que a pesar de cierta proporción de fraude, el fenómeno conocido como ectoplasma puede producirse en realidad.
—Yo diría que ello está fuera de toda controversia —dijo Thrupp—. Hubo un caso… Perdone. Le ruego que prosiga, Ilustrísima.
—Bien, el ectoplasma es lo que podríamos llamar la materialización embrionaria de un espíritu, y el punto que quiero que observen es que este efecto puede ser producido por personas que en verdad no conocen ni las nociones elementales de la verdadera Magia. Deben creerme cuando les digo que la Magia de la materialización ectoplásmica se encuentra en la misma relación frente a la Magia propiamente dicha que un refresco barato al Tokay Imperial. Y no hay la menor duda de que un auténtico adepto de la Magia es capaz de invocar la presencia de espíritus y lograr su materialización con un grado de perfección totalmente insospechado por el espiritista vulgar. Ésa es una manera por la cual un ser humano puede establecer contacto con el Diablo o con uno de sus demonios, como paso preliminar a uno de los pactos que mencionara con anterioridad. Pero aparte de ello, no veo razón alguna por la cual el Diablo no pueda materializarse por su propia iniciativa, si así lo desea, sin necesidad de recurrir a los servicios del mago. Como dije, Satanás participa hasta cierto punto de la omnisciencia divina, y si llega a advertir que un hombre o una mujer tiene la predisposición necesaria para este tipo de cosa, no creo que nada se oponga a que el Diablo se transforme o aparente transformarse en una criatura de carne y hueso a fin de establecer relaciones personales con su presunto cliente. Han llegado hasta nosotros virtualmente millares de leyendas y tradiciones que señalaban este fenómeno como realidad, y es el mayor error del mundo confundir la tradición con el mito y descartar ambas cosas como absurdas. Además, no es cuestión solamente de leyenda y tradición. Existen innumerables crónicas escritas de puño y letra por testigos cuya veracidad y exactitud están aparentemente fuera de toda duda. Y aun cuando fuese posible probar la falsedad de todos estos elementos de juicio, yo no aceptaría la proposición de que la idea de relaciones personales entre el Diablo y los seres humanos es necesariamente contraria a la razón, a la lógica o al sentido común. ¡Sin duda es lo más natural en el mundo que Satanás haga todo lo posible por entablar contacto con los hombres y las mujeres inclinados al mal! Tal es, después de todo, su único objeto en la tierra, y sería enteramente ilógico que no lo intentase. Para mí lo sorprendente, más aún, lo milagroso, diría, es no que ocasionalmente trate de hacer esto, sino que en apariencia logre tan poco éxito. Sólo podemos atribuir nuestra relativa inmunidad a sus atenciones a la gracia protectora del Espíritu Santo y a la incesante y, según temo, a menudo inmerecida y poco apreciada vigilancia de nuestro Ángel de la Guarda… Creo que estoy hablando con exceso —dijo de pronto Su Ilustrísima con tono de disculpa.
—Por favor, no se detenga —dijo Thrupp—. Encuentro todo esto sumamente interesante, y creo que tendrá gran utilidad, asimismo.
Tío Odo bebió de nuevo y encendió un cigarrillo.
—Creo que ahora estamos en situación de comenzar a definir nuestros términos —dijo—. ¿Qué es una bruja? De paso diré que las palabras apropiadas son «brujo o bruja», por cuanto puede tratarse de un hombre o de una mujer. En su acepción corriente, el término significa un hombre o mujer que practica la brujería, la hechicería o la Magia. Además, la cualidad esencial de un brujo o de una bruja es haber hecho un pacto con el Diablo. Con toda esta evidencia a nuestra disposición, podemos inferir que las condiciones de estos pactos varían considerablemente, según los dones específicos o favores que el Diablo accede a conferir sobre su cliente a cambio del alma de este último. Ello es razonable. Cada persona desea cosas diferentes. Tenemos la leyenda de Fausto, en la cual Satanás se compromete a devolver la juventud a un anciano. Otros hombres prefieren las riquezas, el éxito o el poder temporal. Otros quieren simplemente vengarse de sus enemigos. Algunos pueden aspirar a compartir la propia participación del Diablo en la omnisciencia de Dios, a fin de escudriñar los secretos del universo y alcanzar límites de conocimiento científico insuperados hasta ahora. La búsqueda legendaria del Elixir de la Vida y de los secretos de la transmutación de los metales tiene relación directa con este tipo de ambición. La mayoría de estas aspiraciones son motivadas, al parecer, por uno o más de los que llamamos los Siete Pecados Mortales: el orgullo, la avaricia, la intemperancia, la lujuria, la ira, la pereza y la envidia. Pero el punto que deseo destacar es que la recompensa que ofrece el Diablo a cambio del alma de su cliente puede incluir, aunque no siempre, ciertos poderes «mágicos» o sobrenaturales para beneficio de éste. Todo depende de lo que quiera. Algunos favores pueden concederse por medios aparentemente naturales, es decir, que puede provocarse la situación deseada sin la intervención de ningún proceso «mágico» o sobrenatural. Pero en otros casos es necesario dotar al cliente humano de ciertos poderes «mágicos», es decir, de la facultad de provocar ciertos fenómenos contrarios a las leyes aceptadas de la naturaleza y de la experiencia humana. En la esfera opuesta, o esa en lo que llamaré la esfera de la santidad, estos fenómenos son los milagros. ¿Comprenden a qué me refiero?
Hicimos un gesto afirmativo.
—Éste es un tema sumamente profundo, y si hablara toda la noche no llegaría a traspasar su envoltura externa —dijo tío Odo, jugando con su crucifijo—. Pero será quizás una ayuda el detenerme algo en el tema de los milagros. Probablemente Mr. Thrupp no me creerá y pensará que estoy tan sumergido en las supersticiones dictadas por Roma que…
—Le aseguro a Su Ilustrísima… —interrumpió el detective.
Tío Odo rió.
—Agradezco su cortesía, mi querido Inspector-Jefe, pero no debe despojarse de su escepticismo natural con demasiada facilidad, pues de hacerlo así, puede encontrarse al poco tiempo en la misma situación dolorosa que Simón Pedro cuando cantó el gallo…
»De todos modos, desde mi propio punto de vista, lo más milagroso de los milagros es que se producen ocasionalmente, y en especial, que siguen ocurriendo hoy en día como en el pasado. En realidad, me referiré a un determinado tipo de hecho milagroso, y ello con un objeto muy definido. No mencionaré siquiera temas sujetos a tanta controversia como las curas milagrosas de Lourdes, o los casos bastante frecuentes de stigmata que se observan de tiempo en tiempo. En verdad, no me será necesario alejarme de los límites de mi propia diócesis para ilustrar el tipo de cosa que sucede en realidad, aunque el mundo en general no se entere de ello. Normalmente, no hablamos de esas cosas, porque en el mundo racionalista de hoy en día su revelación sólo da lugar a escándalos, a sospechas de fraude, a una publicidad indeseable de tipo poco edificante. A pesar de ello, puedo asegurarle, Mr. Thrupp, que aquí, en mi propia diócesis de Arundel, en cierto convento que no nombraré, pero que se encuentra, digamos, a treinta millas de esta casa, hay una monja de cierta edad que es una mística auténtica. Y no una vez, sino muchas, se ha visto a esta santa mujer, mientras está entregada a la plegaria, caer en un éxtasis tan intenso y total que su cuerpo arrodillado ha sido levantado por una fuerza invisible hasta quedar separado del suelo, a una altura de tres o cuatro pies…
—¡No! —exclamé, silbando luego involuntariamente.
—¡Dios mío! —exclamó Thrupp a su vez, muy agitado.
—Se trata de un fenómeno sumamente conocido en la historia de la santidad y del misticismo —dijo tío Odo—. Lean ustedes cualquier obra sobre hagiología, y hallarán gran número de casos tan probados que no es posible no creer en ellos, y mucho menos explicarlos mediante ninguna teoría de charlatanismo como hipnosis colectiva, o algo semejante. Es el fenómeno conocido como Levitación. No se produce, con frecuencia, pero sí lo suficientemente a menudo como para dar a los científicos y racionalistas un perpetuo dolor de cabeza. No pueden explicarlo, lo cual no es nada sorprendente si observan ustedes que se trata, en el sentido más estricto de la palabra, de un milagro, es decir, de una manifestación o hecho que, por definición, no es posible explicar por mucho que se expriman las leyes naturales. Les he referido este caso de la monja porque es el único del cual yo tengo conocimiento directo, pero puedo asegurarles que lo mismo está ocurriendo en muchas partes del mundo… Tenemos, luego, ese otro fenómeno milagroso que a menudo se ha manifestado en los místicos y los santos, lo que llamamos Bilocación, o sea la facultad de estar, o aparentar estar, en dos lugares al mismo tiempo. Existen asimismo innumerables casos probados de este fenómeno, de que un hombre o una mujer aparezcan de improviso, pero según parece realmente y con forma física, en un lugar a decenas o centenas de millas del punto donde se ha observado que se encuentra su cuerpo a la misma hora. Se supone que la aparición más distante es en realidad alguna forma de materialización espiritual en una forma humana, mientras el verdadero cuerpo se encuentra en otra parte, o viceversa. Lo único que sé es que esto y otros fenómenos semejantes suceden efectivamente hoy, como resultado del éxtasis místico. Están fuera de la naturaleza, o bien «contra la naturaleza», si lo prefieren, y no es posible hallar ninguna explicación física. A pesar de ello, suceden. Bien, espero que adviertan adónde me dirijo.
—¿Quieres decir —sugerí pensativamente—, que si estas manifestaciones místicas o milagros pueden ocurrir mediante la intervención de Dios y la santidad de sus santos, no debemos sorprendernos de que ocurran cosas por igual inexplicables, mediante el poder del Diablo?
—Has comprendido perfectamente mi idea —repuso tío Odo con gravedad.