No faltaba mucho para la cena cuando reapareció Thrupp, cansado de caminar y poseído totalmente de una sed insaciable. Thrupp no es lo que podría considerarse un gran bebedor, ni siquiera un bebedor mediano, pero merece señalarse que en esta oportunidad se bebió dos litros de cerveza embotellada en algo más de siete minutos, como simple preliminar de dos raciones de whisky y de un doble vaso de jerez. Pero como de costumbre, estas libaciones no tuvieron ningún efecto apreciable en su mente, salvo restablecer parte de la energía gastada en su reciente esfuerzo físico.
Estuvimos los dos solos durante aquel breve período anterior a la comida, pues mis tíos se estaban bañando y Barbary estaba preparando la cena. Browning y Haste estaban instalados en el pueblo. Yo me había bañado y cambiado más temprano.
Como he dicho ya, probablemente, tengo por regla no interrogar nunca a Robert Thrupp. Despliego con ello un tacto que habitualmente arroja buenos dividendos. En esta oportunidad me atuve a dicha regla, pues en respuesta a una pregunta más o menos casual acerca de cómo le había ido aquel día, Thrupp procedió a comunicarme una generosa cantidad de noticias.
Después de dejar atrás Burting Clump, él y sus compañeros habían ido hasta Hagham, adonde llegaron sin dificultades, merced a mis instrucciones. Habían localizado la casa de Puella Stretton con toda facilidad, y estaba ya clausurada y vigilada por un agente policial enviado desde Merrington con ese objeto. Era una casa de aspecto agradable, muy antigua, formada por dos pequeñas casas transformadas en una. No tenía muchas comodidades, pero un sistema de pozo artesiano moderno y cloacas de reciente construcción habían hecho la vida más agradable de lo que hubiera correspondido esperar en una aldea tan apartada. Estaba amueblada cómodamente, y hasta con cierto lujo, y todo en ella era de muy buen gusto.
Thrupp personalmente tomó posesión de la única sala, mientras Browning y Haste se repartieron el resto de la casa. Thrupp comenzó por examinar los numerosos libros de la biblioteca y de los anaqueles sueltos. La mayoría eran novelas recientes, inclusive una de las mías; pero había además una cantidad de libros de literatura no imaginativa, algunos de los cuales, según comentó Thrupp, «no eran exactamente lo que uno habría esperado encontrar». No sé a ciencia cierta qué quiso decir con ello, pero no creí conveniente interrumpirle para averiguar.
A continuación, Thrupp dirigió su atención a un hermoso escritorio antiguo que estaba en un rincón de la habitación, cerca de las ventanas. Contenía gran cantidad de cartas privadas, además de facturas y recibos. Thrupp examinó minuciosamente todos ellos, anotando los nombres y direcciones de los corresponsales de Mrs. Stretton y el grado relativo de intimidad revelado por el tema y estilo de las cartas. Por desgracia, como ocurre a menudo con la correspondencia privada, las cartas más efusivas estaban firmadas tan sólo por nombres de pila o iniciales, con frecuencia sin dirección.
—No era precisamente una puritana —comentó Thrupp, con sequedad y en un tono que sugería una moderación excesiva en su juicio—. Y, por lo visto, creía en la teoría de que la «seguridad reside en la cantidad». Depende de lo que se entienda por seguridad. Había cuatro o cinco corriendo aproximadamente a la par.
—¿Algo sobre el comandante de escuadrón «Bill»? —pregunté.
—Bastante, gracias a Dios. No hay indicios de su apellido, pero tengo el número de su escuadrón y de su campamento, de modo que puedo orientarme en esa dirección. En realidad, ya he hecho algo. Si la Policía cumple su cometido, creo que lo tendremos aquí mañana, a tiempo para estar presente en la indagación.
Entre tanto, el agente de policía había partido en busca de la muchacha que había desempeñado funciones de criada de Mrs. Stretton. La muchacha en cuestión llegó en un estado de considerable agitación, y aparentaba no poder o bien no querer proporcionar muchos datos de valor. Según Thrupp, era o muy simple o anormalmente astuta; no fue posible arrancarle nada, salvo la evidencia de que había caído presa del encanto de la muerta y de que estaba perpetuamente a la defensiva contra toda insinuación de que su patrona hubiese sido algo menos que perfecta. Se estableció, no obstante, que el horario de la muchacha nunca se extendía después de las dos de la tarde, hora en que, luego de lavar la vajilla del almuerzo de su señora, regresaba a su casa hasta las siete de la mañana siguiente. Conviene mencionar que la casa de Mrs. Stretton estaba muy alejada de la pequeña aldea y oculta a la vista del mundo —salvo, quizás, sus chimeneas, debido a una brusca elevación del terreno—, y que sus actividades durante la tarde y la noche eran, pues, virtualmente desconocidas para el resto de los habitantes de Hagham, a menos que hubieran decidido espiarla con toda deliberación.
Por lo tanto, en conjunto Thrupp no había obtenido muchos datos sobre la muerta en su entrevista con la doméstica, y Browning y Haste, quienes poco después debieron realizar idénticas averiguaciones en la aldea, no tuvieron mejor suerte. Lo consideremos una virtud o bien un defecto, los campesinos de Sussex no son particularmente curiosos, y por hábito tienden a ocuparse de sus asuntos en lugar de los de sus vecinos.
—A pesar de todo, he logrado establecer una cosa más o menos definitiva —dijo Thrupp mientras yo llenaba de nuevo su vaso—. Es algo bastante delicado, dicho sea de paso, aunque no desvirtúa en modo alguno mi teoría. No menos de cuatro testigos independientes vieron a Mrs. Stretton en las inmediaciones de Hagham a las ocho y cuarto u ocho y media de la noche antes de morir, y su criada manifiesta que cuando fue a la casa a la mañana siguiente la vajilla de la cena estaba aún por lavar, pero la señora no había dormido en la cama. En otros términos, no hay duda de que la víctima comió en casa como de costumbre, y estaba en el pueblo a las ocho y media. Ello elimina mi idea de que pueda haber ido a alguna fiesta en un cuartel de la Real Fuerza Aérea, se haya embriagado allí y haya hecho un vuelo extraoficial con algún amigo. Aún me aferró a mi teoría de que debió volar en un aeroplano a alguna hora de la noche, pero debo admitir que esperaba que ella no estuviera ya en Hagham a las ocho y media de la noche. Es bastante oscuro a esa hora.
—Sin perjuicio de la alternativa de que se haya caído de una escoba —le dije provocativamente—, ¿no habría sido posible para el aeroplano aterrizar sobre las mesetas y recogerla?
—No hay nada que lo impida en cuanto a la topografía del terreno se refiere, Roger. Los Downs son casi planos en las inmediaciones de Hagham, como tú sabes. La única dificultad es que, si bien se oyó volar un aeroplano durante la noche, nadie lo oyó aterrizar ni levantar vuelo. De cualquier manera, dudo que a ningún piloto le haya gustado mucho la idea de aterrizar sobre las mesetas a oscuras, a menos que ello hubiese sido necesario. Con todo, podemos ocuparnos de esos puntos más tarde…
Una vez obtenidos todos los datos posibles de Hagham y sus habitantes, los tres detectives iniciaron su marcha de regreso por las mesetas. La expedición no había sido un éxito espectacular, pero tampoco un fracaso absoluto. Los tres hombres discutieron y analizaron sus respectivos descubrimientos durante el trayecto, y las ondulantes millas de elástico pasto fueron cubiertas con menos fatiga e incomodidad que lo esperado. A pesar de ello, cuando llegaron a Burting Clump, punto de referencia hacia el cual se habían dirigido, como es natural, todos comenzaron a sentir los efectos del esfuerzo en los músculos de sus piernas, poco acostumbrados a semejante ejercicio, y Thrupp decretó un pequeño descanso antes de emprender el descenso de la pendiente. Se tendieron, pues, en el suelo, cerca del borde sur del bosquecillo, a corta distancia del horno de los vagabundos que yo mismo había visitado sólo tres o cuatro horas antes que ellos.
Y al poco rato el Inspector Browning, quien es notoriamente el sabueso más curioso del Departamento de Investigación Criminal, acertó a ver el horno en cuestión entre los árboles y, conforme a su hábito, no pudo contenerse de ir hasta él con el objeto de satisfacer su curiosidad. Puesto que había vivido en la ciudad toda la vida, no supo con exactitud de qué se trataba. Y luego, al inclinarse para mirar el interior, vio con gran sorpresa un brillante florín de plata guiñándole desde el borde superior de la cavidad abierta. Era la misma moneda, desde luego, que yo había depositado con toda generosidad allí mientras esperaba a Carmel.
Este espectáculo inesperado sorprendió tanto al bueno de Browning, que deteniéndose tan sólo para implorar a su Hacedor que le transformara en piedra, llamó a sus compañeros para que compartiesen su asombroso descubrimiento. Sin mucho entusiasmo, pero a la vez porque de todos modos era ya hora de reanudar la marcha, los otros se reunieron con él y se maravillaron, en coro, del sorprendente hallazgo. A continuación, el sargento Haste, que es algo burlón, observó que convenía asegurarse de que no había allí más riquezas sin dueño, y comenzó a hurgar con las manos entre el montón de hojas secas, que como dije, ocupaban la mayor parte de la cavidad inferior del horno.
Inmediatamente sus dedos chocaron con algo liso, duro y curvado. El contacto inesperado le provocó tal sobresalto que retiró las manos como si le hubiese mordido un áspid, y anunció al mismo tiempo que deseaba que le colgasen. Luego, recobrándose, hundió otra vez las manos en el montón y extrajo lo que a sus ojos incrédulos y abiertos como platos se asemejaba a un par de cuernos de bronce de los usados por los antiguos cocheros de postas.
Recordaremos aquí que Browning y Haste habían llegado a Sussex sólo aquella mañana, y por lo tanto no tenían noticias del otro misterio que ocupaba la atención de la Policía local. En verdad, Thrupp mismo se había mostrado tan poco interesado por el robo perpetrado en la iglesia parroquial de Merrington, que no reaccionó frente al asombroso descubrimiento de su subordinado con la rapidez con que lo habrán hecho nuestros inteligentes lectores. Sólo cuando con aire algo distraído tomó los cuernos de postas en sus propias manos, se produjo el inevitable impacto, y algo sonó en su cerebro. Y ello ocurrió porque el metal del cual estaban hechos los instrumentos no era evidentemente bronce, sino oro.