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Conversamos un rato más, hasta que Carmel dijo que debía regresar. Eran cerca de las cuatro.

—¡Ah! —dije, deteniéndola en el momento en que se ponía de pie—, gracias a todas estas complicaciones me he olvidado completamente de preguntarle acerca de las trompetas de los ángeles. ¿Las han recuperado ya?

Carmel rió.

—Ni un indicio de ellas, hasta ahora. Han desaparecido sin dejar rastro. En verdad, es un asunto sumamente curioso.

—¿Qué sucedió, exactamente? He estado tan ocupado con este otro asunto que no he oído ningún detalle del robo.

Mientras se ponía de pie, sacudió unas hojas secas y ramitas de su pantalón de montar.

—¡La verdad es que nadie sabe qué sucedió, excepto el ladrón! Las trompetas estaban en su sitio anteanoche a las ocho, pues las vi yo misma cuando cerré la iglesia en lugar de mi padre. Y, al parecer, no estaban allí a las ocho de la mañana siguiente, cuando llegó Slogger Tosstick para el oficio inicial. En los días de entre semana se turnan él y mi padre. Pero la dificultad es que Slogger no imaginó en ningún momento que las habían robado, de modo que no descubrieron el robo hasta cerca de la hora del almuerzo.

—No comprendo —dije intrigado—. Si Slogger advirtió que no estaban allí…

—¡Ah! ¡Ése es el punto esencial! Lo que ocurrió es que la tarde anterior mi padre y Slogger tuvieron una discusión acerca de si no convendría guardar las trompetas en un lugar seguro hasta el día siguiente, a fin de que el obispo pudiese apreciar con sus propios ojos lo horribles que quedaban los ángeles sin ellas. Luego las traerían y las colocarían en su posición, con lo cual Bloody Ben quedaría tan impresionado con el cambio favorable que pediría a gritos la campanilla, el libro y el cirio y les bendeciría inmediatamente. Tal era el plan de Slogger, que se jacta de ser un habilísimo psicólogo. Además había señalado que podría considerarse una demostración de tacto presentar a los ángeles sin sus trompetas, como reconociendo humildemente que nosotros no teníamos derecho a colocarlas. En realidad, creo que este último punto hizo que papá desechara todo el plan. Quiero decir, que habría preferido morir antes que dar a Bloody Ben la impresión de que se sentía humillado, o que éste sospechase que le importaba un ápice un obispo cualquiera ni su miserable canciller. Así, pues, rechazó la iniciativa de Slogger de manera categórica. Pero cuando Slogger llegó a la mañana siguiente y halló que faltaban las trompetas, supuso, no sin razón, que seguramente mi padre había cambiado de opinión y había aceptado sus buenas razones. En vista de ello, no dijo nada, pensando que las trompetas estaban guardadas en alguna parte, listas para ser colocadas en su sitio cuando llegara el obispo.

—Pero indudablemente —interrumpí—, no querrá usted decirme que esas trompetas tan costosas pueden ser colocadas y quitadas en un instante, sin un cierre o candado de seguridad.

—Es evidente que usted no conoce a papá. Nunca cierra nada con llave. No cree en ello, por principio. Dice que las cerraduras y los candados sólo sirven de desafío para los ladrones, despertándoles malos impulsos. Ya le he dicho que deja el importante de las colectas en cualquier parte de la casa. La casa misma no se cerraría durante la noche si Andrea o yo no nos ocupáramos de ello; tampoco la iglesia. El hombre que vino a ver los ángeles para hacer las trompetas le rogó que le permitiera agregar algún tipo de cierre de seguridad, pero papá no quiso saber nada de eso… Bueno, como le decía, Slogger advirtió que no estaban las trompetas, pero consideró prudente no hacer mucho ruido acerca del supuesto cambio de opinión de mi padre. Es verdad que Slogger es un individuo repelente, pero sabe muy bien lo que le conviene. Nadie dijo ni hizo nada, por consiguiente, hasta las doce y media, aproximadamente, cuando llegaron el obispo y Sir John. Y entonces comenzó el escándalo.

Carmel echó hacia atrás la cabeza y comenzó a reír al recordar el episodio.

—El obispo tiene una buena cualidad. Si bien es exasperante en cuanto se refiere a la disciplina, nunca mantiene a sus víctimas en la expectativa. No diré con ello que papá se pareciese en lo más mínimo a un mártir en la rueda del tormento, pues también es un hombre temible, pero de cualquier manera, tan pronto como Bloody Ben llegó, esperó sólo a estrechar las manos y a beber un vaso de jerez, y en seguida golpeó a papá en la espalda y gruñó: «Bien, vamos a ver esos infames ornamentos papistas que ha encargado» —lo cual era evidentemente una insinuación dirigida a Sir John, quien adoptó una expresión asesina—, «y luego hablaremos de la autorización». Todos fueron, pues, a la iglesia; el obispo, Sir John, papá y Slogger Tosstick, mientras Andrea y yo nos quedábamos para vigilar el almuerzo. Lo habíamos descuidado todo de un modo terrible. Andrea se había levantado muy tarde y tenía los ojos hinchados aún, mientras yo acababa de regresar de mi entrevista con usted. A pesar de ello, Mrs. Tee se había portado bien, y no había motivo para preocuparse. Bueno, entonces sobrevino la algarabía en la iglesia. Puede imaginar lo que sucedió. Slogger me lo contó más tarde. ¡Allí estaba nuestro querido padre señalando el notable progreso estético que significaban las trompetas, mientras Slogger le daba con el codo y trataba de advertirle que las trompetas no estaban! Luego empezó a hablar el obispo y preguntó en que consistía el chiste, y Sir John comentó con actitud que seguramente ésta era la idea que mi padre tenía de una broma práctica, y… en fin, que se produjo un gran alboroto. Yo no pude resistir la tentación de telefonear y comunicarle la noticia.

—Fue un acto de cortesía que aprecié sobre manera —dije—. En el momento en que se produjo, tuvo un efecto profundo sobre mis nervios ya exacerbados. Pero ¿qué se ha hecho desde entonces acerca de las trompetas?

—Una vez que se estableció que era cierto que faltaba y que ni papá ni Slogger las habían guardado por razones tácticas, era evidente que había que acudir a la Policía, y han estado moviéndose como abejas desde entonces. El Superintendente de Steyning está a cargo de la investigación, y ha estado interrogando a todo el mundo, sin el menor resultado, dentro de lo que puedo juzgar. Bloody Ben y Sir John decidieron pasar la noche aquí y ver qué ocurría, y la única persona que no estaba demasiado agitada era mi padre. A propósito, apuesto a que el obispo está deseando en este momento que se le hubiese ocurrido partir a Bramber ayer, en lugar de quedarse hasta esta mañana.

Yo sonreía socarronamente.

—¿Se refiere a… Grimalkin?

—Sí —Carmel rió maliciosamente—. ¡Roger, cuánto desearía haberlo visto! Debió ser maravilloso. Usted lo vio, ¿no?

—Sí. Fue un espectáculo reconfortante, pero al mismo tiempo algo aterrador. No sabría decir si esa gata es una hija de Satanás en el sentido literal, pero indudablemente lo es en el figurado. ¡Alá! ¡Qué bestia salvaje!

—¿No es verdad que es terrible? Sinceramente, y dejando a un lado las bromas, uno no puede por menos de preguntarse muchas cosas, Roger —dijo Carmel frunciendo el ceño—. ¿Qué verá Andrea en ese animal?, a menos que sea algo como lo que usted…

—¿Cuánto tiempo hace que la tiene Andrea, y de dónde la ha sacado?

—Estaba perdida. Apareció de pronto aquí… aproximadamente durante el otoño pasado, o bien a finales del verano. Todo concuerda muy bien, como ve. De pronto apareció no sabemos de dónde, y Andrea la recogió inmediatamente. Hasta permitió que durmiera con ella desde un principio, hasta que yo me rebelé y papá se impuso. Desde entonces, Grimalkin me detesta, aunque nunca me ha atacado abiertamente —de pronto Carmel se interrumpió—. ¡Mire! ¿Qué es eso?

Seguí la dirección que señalaba, algo hacia la izquierda. Aunque bien protegidos a la vista de extraños, no estábamos muy lejos del borde sur del bosquecillo, y a través de la hilera de árboles podíamos ver buena parte del panorama de abajo hacia el sur y sudeste. A un millar de yardas de distancia, aproximadamente, la figura de un hombre muy alto caminaba en nuestra dirección con pasos largos y ágiles. No se distinguía su rostro a aquella distancia, pero con una mirada reconocí el cuerpo ágil y los movimientos atléticos del Mariscal de Campo Sir Piers Poynings, O. M., G. C. B., etc.

Carmel le identificó, a su vez.

—Es su tío, ¿no? —preguntó rápidamente—. El más delgado, que conocí ayer. Roger, me voy. Saldré por el camino de atrás, de modo que el bosquecillo quede entre nosotros.

—Pero ¿por qué? —le pregunté, deteniéndola—. ¡No va a comerla!

—No, pero imaginará cosas, Roger. Primero me encontró en su despacho ayer por la mañana, y ahora, sosteniendo una cita secreta con usted en las mesetas. No está bien, mi buen amigo. A mí no me preocupa nada, pero… ¡Roger, allá viene otra persona!

Miré nuevamente en la dirección señalada, y en efecto, vi una segunda figura recortada contra el cielo azul grisáceo. Al parecer, esta vez se trataba de una mujer, una mujer joven y de figura esbelta, con una falda corta de colores vivos. Caminaba bastante atrás de Sir Piers y algo alejada al este de él. Cuando la vi por primera vez, lo estaba siguiendo, evidentemente, pero luego se detuvo de pronto y se acostó sobre el césped.

Casi inmediatamente comprendí el porqué. Hasta aquel momento la extensión de planicie por la cual estuviera caminando mi tío había mantenido oculta a la muchacha, pero en cambio ahora los puso a la vista recíproca. Es verdad que no había motivo aparente para ocultarse en forma tan dramática, a menos que estuviese espiando a Sir Piers, o bien que tuviese algún motivo secreto para desear que su presencia no fuese descubierta. Y mi primera impresión fue que la muchacha le seguía deliberadamente y en forma bastante experta.

Con amistoso gesto, Carmel apretó mi brazo y corrió a su caballo, y tan intrigado estaba yo por lo que estaba viendo que no se me ocurrió detenerla más. Casi subconscientemente oí poco después el ruido metálico de las bridas y el rumor de hojas secas y de ramas, cuando Carmel montó y se alejó.