Nuestra conversación duró una hora solamente. Este hecho, en sí mismo, excluye toda posibilidad de reproducirla en forma textual. Lo más que puedo hacer es resumir las cuestiones abordadas, citando nuestras propias palabras cuando ello sea conveniente.
Comencé por tratar de descubrir cuánto sabía ya Carmel acerca de la tragedia de Rootham. La noticia desnuda había llegado a la Vicaría en las horas de la tarde anterior, según parecía, cuando un miembro de la congregación que había ido a visitar al vicario mencionó el hecho en forma incidental. El Reverendo Andrew, no obstante sentirse asombrado e intrigado en el primer momento, lo había olvidado todo, con su distracción habitual, hasta poco antes de recogerse, cuando, al recordarlo de pronto, comunicó la noticia a sus hijas.
—Seguramente fue una gran impresión para usted —dije—. Quiero decir, después de su experiencia de la noche anterior, y en vista de la hermosa conclusión que se habrá visto obligada a sacar.
—Usted lo ha dicho —dijo Carmel—. Desde luego, advertí inmediatamente la posible relación, y ello me produjo gran agitación. Pero le aseguro, Roger, que el efecto provocado en Andrea fue mucho más terrible. Andrea no es lo que podría considerarse una mujer nerviosa, como usted supondrá. Es más bien fría, y es necesario que suceda algo muy fuera de lo corriente para que se altere de esa manera. Pues durante unos pocos minutos, anoche, creí que estaba perdiendo la razón. Le aseguro, Roger, que estaba aterrorizada…
—¿Y qué pensaba Mr. Gilchrist de todo ello? —pregunté.
—¿Papá? No notó nada. No se quedó lo suficiente, sino que fue a acostarse inmediatamente después de contarnos el hecho, dejándonos a Andrea y a mí la tarea de cerrar las puertas y echar los cerrojos. Fue muy oportuno que se fuera, quizá.
—¿No dijo Andrea nada interesante mientras estuvo en ese estado alterado involuntario ni sugerente?
—Me temo que no. Nada que fuese comprensible. De todos modos, no duró mucho tiempo. Poco después logró dominarse y comenzó a aludir en tono de broma a su estado anterior. Y luego tuvo la audacia de dirigirse a mí preguntándome por qué estaba yo tan alterada. Por supuesto, era una estratagema demasiado infantil. Yo repuse simplemente que la forma en que ella había reaccionado bastaba para provocar a cualquiera un ataque de nervios. Creo que la convencí.
—Muy bien —dije, con tono de aprobación—. Dígame: ¿Cree usted que ella sabía, o bien sospechaba, quién era la muerta?
—No estoy segura de ello. Creo que debía tener algún tipo de sospecha, pues de lo contrario, ¿por qué se mostró tan agitada? Después de todo, no es frecuente sufrir un ataque de nervios cada vez que se tienen noticias del hallazgo de un cadáver de mujer no identificado, a menos que se tenga una sospecha definida de quién es. Mi propio caso era diferente, por supuesto. Dado que había visto partir dos «brujas» y regresar una sola la noche antes, sentí una horrible certeza interior de que este asunto tenía alguna relación con el de esa noche. ¿Cómo era posible, de otra manera, que el cuerpo desnudo de una muchacha apareciese sobre el techo de un establo, a millas de distancia de todas partes, con todos los huesos del cuerpo rotos, como si hubiese caído desde cierta altura? Naturalmente, debemos considerar el aeroplano, pero…
—¿Qué aeroplano? —pregunté rápidamente. Si bien no había dicho nada a Thrupp, había decidido con anterioridad que Carmel era la persona indicada para consultar sobre este punto, pues había estado despierta durante las horas que nos interesaban.
—Un aeroplano que anduvo merodeando sobre las mesetas —dijo ella con cierto tono de impaciencia—. No lo mencioné ayer porque no advertí que tuviese ninguna relación con el resto. Desde luego que a la sazón no sabía nada acerca de la tragedia de Rootham.
—¿A qué hora lo oyó, y qué estaba haciendo?
—No sabría decirle con exactitud. No llevaba luces, de modo que no me fue posible verlo, y tengo una idea sumamente vaga de la hora. Fue algún tiempo después de haber partido Andrea, y antes de que regresara. Entre la una y las dos, diría yo, o, por lo menos, entre medianoche y las tres de la mañana. No reparé mucho en él. ¿Por qué habría de hacerlo? Con frecuencia se oyen volar aeroplanos durante la noche. El único motivo por el cual éste despertó mi interés en cierto grado es el hecho de que estuviese volando a tan poca altura. Habitualmente un aeroplano aparece zumbando de pronto, pasa a gran altura y luego desaparece de manera vertiginosa; éste, en cambio, estuvo volando en círculo sobre las mesetas durante casi media hora.
—¿Volando a baja altura?
—Moderada. Como digo, yo no pude verlo, pero es seguro que no volaba muy alto. Sin duda a gran altura sobre la Vicaría, pero dicha altura debía ser menor sobre las mesetas.
—Exactamente. Bueno, volvamos a lo de anoche. ¿No dijo ni hizo Andrea nada significativo?
No dijo nada… dirigido a mí. Ambas terminamos por reír y subimos a nuestras habitaciones. Pero pocos minutos más tarde Andrea bajó de nuevo y estuvo ausente diez minutos, aproximadamente. Creo que estaba hablando por teléfono; en realidad, estoy segura de ello.
—¿Con quién?
—¿Cómo puedo saberlo? No fui a escuchar detrás de la puerta.
—¿Podría quizás adivinarlo?
—No sólo podría, sino que lo adiviné. Pero no veo qué valor puede tener este dato para usted.
Yo me acaricié la barba y llegué a una rápida decisión.
—Considerado aisladamente, es posible —dije—. Pero si por mi parte tratase de adivinarlo, y nuestros dos nombres coincidieran, es muy posible que el dato tuviese cierta importancia, ¿no cree usted?
Carmel me miró enigmáticamente con los ojos entornados.
—Esto es interesante —dijo en voz baja—. Dígame su solución, y si es la mía, lo admitiré. De lo contrario, me la reservaré.
—Muy bien —dije—. Frank Drinkwater.
Sus ojos reflejaron perplejidad, mientras aceptaba la exactitud de mi respuesta. Debemos recordar que ignoraba lo que yo sabía sobre las dos llamadas telefónicas de su hermana a aquel mismo caballero unas pocas horas antes.
—¿Y qué sabe usted acerca de Frank Drinkwater? —preguntó de pronto, sentándose muy erguida y mirándome fijamente—. ¿Qué le hace estar tan seguro de que sea la persona a quien telefoneó Andrea?
—No estaba seguro —repuse con exactitud—. Ha sido una respuesta al azar, como digo. Es curioso que nuestras dos soluciones hayan coincido, ¿no?
Carmel no respondió en seguida. Luego dijo:
—No es curioso, ni mucho menos, que yo lo haya adivinado —dijo—. No puedo por menos de saber algo acerca de los asuntos de mi hermana, y lo que sé hace que mi intriga es cómo lo ha adivinado usted. No tenía idea de que supiese lo suficiente acerca de nosotros como para adivinar que Andrea telefonearía a Drinkwater en una emergencia… —al decir esto, una nueva posibilidad pasó por su mente y se reflejó en sus ojos—. Usted no es amigo suyo, ¿no, Roger? Él no le habrá contado nada sobre… sobre…
—¡No! —exclamé con énfasis, pues era obvio que Carmel hallaba esta posibilidad sumamente inquietante—. Mi querida Carmel, apenas conozco al hombre, y no he hablado más de media docena de palabras con él en toda mi vida. Le veo muy de vez en cuando, y para serle sincero, no lloraría mucho si no volviese a verle nunca más. Sin tener ninguna razón especial para ello, me desagrada intensamente.
—¡Gracias a Dios! —dijo Carmel, lanzando un suspiro y estremeciéndose—. No habría soportado que usted fuese amigo de él, pues yo lo odio. ¡Lo odio! —repitió con violencia concentrada.
La conversación adquiría gran interés. En modo alguno estaba siguiendo el curso que yo pretendía, pero parecía haber mayores ventajas en la espontaneidad que en una rígida adhesión a un programa planeado de antemano. A pesar de ello, tal vez fuese necesario desplegar mucho tacto.
—Me da la sensación de que es un individuo desagradable —dije como al descuido—, pero no puedo decir que le conozco lo suficiente como para odiarlo… No me considere un entrometido, Carmel; pero no he podido olvidar lo que me dijo ayer, de que usted y Andrea habían reñido por él en una oportunidad.
—Es verdad —admitió ella concisamente.
—En aquel momento no pude insistir sobre ello porque llamaron por teléfono, pero la verdad es que entonces entendí que se trataba del tipo de disputa habitual entre dos muchachas cuando les gusta el mismo hombre, o quizás cuando una de ellas ha interferido y robado el admirador a la otra —si me perdona la forma de expresión—, posiblemente por medios ilícitos, como por ejemplo, pues… ofrecerle algo que la otra no está dispuesta a dar, si usted me entiende.
Mi fraseología era atroz, lo reconozco, pero la situación era sencilla. Carmel, después de todo, era poco más que una niña, y no me era posible expresar las cosas con mayor crudeza. Además, en aquel momento me parecía sumamente probable que hubiese ocurrido algo semejante, es decir, que la poco escrupulosa y menos virginal Andrea se hubiese divertido malogrando el romance incipiente de su hermana menor con un hombre mayor que ella, y que hubiera logrado quitárselo por fin, por medios más bien sucios que limpios. Si el lector me acusa de tener una naturaleza maliciosa, debo responder que muy pocas horas más tarde hube de tener una prueba palpable de las tendencias de Andrea en esta dirección. Oportunamente pondré al tanto de este hecho al lector, pero por el momento deberá continuar absorbido en este absorbente pasaje.
Cuando levanté los ojos, descubrí que los de Carmel urdían de indignación.
—¡Usted está loco! —exclamó furiosa—. ¡Por favor! ¿Cómo puede imaginar que pueda haberme sentido atraída por semejante ejemplar? —luego, una expresión más suave, casi humorística, apareció en sus ojos hasta disipar la anterior ira—. Perdóneme, Roger. No era mi intención mostrarme tan violenta, pero la verdad es que ha tocado un punto doloroso. Está usted completamente equivocado. Frank Drinkwater ni siquiera me ha gustado alguna vez, y mucho menos podría haberme enamorado de él, ni nada semejante. Siempre le he encontrado repelente, desde que llegó a estos lugares, y ahora le detesto, sencillamente. Puede que sea del gusto de Andrea, pero decididamente no es del mío. No puedo soportarle. ¡Me repugna!
Murmuré mis disculpas, siendo recompensado por su sonrisa cordial. Hubiera dado mucho por cambiar de tema en ese instante mismo, pero por desgracia era necesario profundizar más aún. Con gran alivio por mi parte, empero, Carmel me ahorró la necesidad de formular otra pregunta.
—El motivo de nuestra riña fue algo muy diferente —dijo con cierta vacilación—. No creo que pueda decirle con exactitud qué fue, pero decididamente no se trataba de una cuestión de rivalidad entre nosotras. Frank siempre ha sido el admirador de Andrea, y puedo asegurarle que nunca he tenido la menor tentación de reemplazarla. Andrea le considera maravilloso, y no es la única que tiene esa opinión aquí, dicho sea de paso. En cambio, yo le encuentro aborrecible. Pero como le he dicho ya, Andrea y yo siempre hemos visto las cosas desde ángulos diferentes.
Me limité a gruñir algo para expresar mi comprensión, pero no hice otros comentarios.
—Debo señalar, Roger —continuó—, que este odio es, por completo, unilateral. No hay una antipatía mutua, aunque con frecuencia he deseado que la hubiera. Frank nunca ha tratado de hacerme el amor abiertamente, pero siempre he tenido la sensación de que faltaba poco para ello, y que si sólo me mostrase un poco más amable con él, la historia sería muy diferente. Siempre he tenido mucho cuidado de no quedarme sola con él. La dificultad reside en que parece creer que finjo lo que siento. Es horriblemente vanidoso, y estoy segura de que cree que ninguna mujer puede mantenerse inconmovible ante sus encantos. Lo comprendí claramente cuando intentó hacer… hacerme algo que yo no deseaba. No, no lo que usted piensa —aclaró con una mueca—, o, por lo menos, no lo que yo creo que usted piensa. Bueno, esto no viene al caso. Lo importante es que a menos que no estuviera secretamente convencido de que yo era distinta de lo que aparentaba ser, nunca habría osado proponer lo que me propuso. Y por ese motivo tuve aquella disputa con Andrea, desde luego. Andrea se puso de su parte e hizo todo lo posible por persuadirme, pero yo me mantuve firme y logré resistir a sus deseos, lo cual enfureció a Andrea, que siempre se ha jactado de hacer lo que quiere conmigo. Luego, cuando no consiguieron persuadirme, intentaron el engaño, pero por suerte advertí la trampa a tiempo. Desde entonces me han dejado bastante tranquila, pero, a pesar de todo, nunca me siento verdaderamente segura. —Con un suspiro, Carmel apagó con cuidado su cigarrillo contra el tronco de un árbol.
Si aquellos lectores racionalistas y simples me preguntan de qué diablos estaba hablando la muchacha, sólo puedo asegurarles que los enigmas que formulaba eran tan incomprensibles para mí como para cualquiera. Habrían tenido algún sentido, de no haber mediado aquella aclaración de que no se trataba de lo que yo pensaba, en cuyo caso quedaba eliminada no solo la interpretación de sus palabras más obvias, sino virtualmente la única interpretación razonable. En otros términos, si la cuestión sexual no había levantado su fea cabeza de reptil, ¿qué diablos había surgido? Es verdad que la teoría del sexo ofrecía también dificultades, pues si Andrea mantenía ya relaciones con Drinkwater, no era muy probable que acogiese favorablemente la aparición de su hermana menor en la escena. Pero en definitiva, Carmel me había hecho eliminar aquel tipo de solución, de modo que a decir verdad no acertaba a imaginar ninguna otra alternativa.
Carmel se había quedado silenciosa, de modo que cambie el rumbo ligeramente.
—¿Y quién es este Drinkwater, de todos modos? —pregunté—. ¿De dónde vino? ¿De qué se ocupa? ¿Cómo se gana la vida? ¿Y por qué vive como un ermitaño en un lugar tan apartado? Todo lo que sé de él es que es repelentemente apuesto, y si no usa corsé estoy dispuesto a no probar cerveza el resto de mi vida.
Carmel agitó un dedo, como jugando: Convendría que se asegurara de los hechos antes de hacer votos de esa clase, Roger —dijo—. A pesar de que me duele condenarle a una vida entera de tristeza y limonada, se equivoca totalmente en cuanto al corsé. En realidad, ésa fue una de las acusaciones más desdeñosas que formulé durante mi riña con Andrea acerca de él. Lo gracioso es que mi hermana lo negó con tanta violencia, que yo, mala hermana, tomé el camino obvio pero de mala fe, de preguntarle cómo lo sabía. Y Andrea me dijo sin vacilar que lo sabía con seguridad, usando un lenguaje no sólo repudiable para la hija de un clérigo, sino además mintiendo, o bien delatándose, lo cual es mucho peor. No le diré lo que pienso, pero basta decir que no creo que estuviese mintiendo.
Frente a aquel ejemplo palpable de la ética femenina no pude por menos de reír en voz alta, mientras al mismo tiempo revocaba mentalmente mi voto sobre la cerveza.
—En cuanto a quién es, qué hace, y de dónde viene no sé mucho —prosiguió Carmel, mordiendo una hojilla de pasto—. Usted sabe, naturalmente, que vive en Old Pest House, el antiguo lazareto, en Bollington. La verdad es que siempre pienso que este lugar de residencia es harto apropiado para él, si bien lo único que puedo aducir en su favor es que ha dejado de llamarlo ya Olde Peste House, según la ortografía antigua y como lo hacía aquella ridícula señora de Gillespie, la propietaria anterior. Es una casa preciosa. ¿Estuvo alguna vez en ella?
Moví la cabeza negativamente.
—En el interior, no. Recuerdo cuando no era más que un grupo de ruinas desoladas de lo que fuera en otro tiempo un lazareto para las víctimas de la peste —dije—. Hace mucho de ello, por supuesto, pues fue mucho antes de que Mr. Gillespie la comprara y la restaurara.
—Podría ser una residencia preciosa —dijo Carmel—. En realidad, lo es ahora, a pesar de que Frank Drinkwater la ha amueblado de una manera un poco exótica. Tiene un gusto algo barato, y… bueno, decadente. Además, hay demasiada madera vieja, para mi gusto. Es muy pintoresco, y todo lo que se quiera, pero ardería como yesca si se produjese un incendio. La señora de Gillespie hizo derribar gran parte de los hermosos muros de piedra de Sussex y construir la parte superior de madera.
—No me ha dicho aún qué hace Drinkwater —le recordé.
—Creo que escribe, aunque ignoro sobre qué temas. De cualquier manera, tiene un despacho, o biblioteca, lleno de libros, papeles y documentos. Estuve allí sólo una vez. Había libros abiertos sobre su escritorio y hojas manuscritas en todas partes, de modo que formé mis propias conclusiones. Él no me dijo nada, de modo que yo tampoco hice ninguna pregunta. Con seguridad Andrea ha de saberlo, pues siempre va allí, pero nunca se lo he preguntado. No hablamos mucho de él.
Hice acopio de todo mi valor y por fin formulé una última pregunta sobre este tema.
—No responda, si lo prefiere —dije—, pero ¿puedo inferir, por varias cosas que usted me ha dicho, que Andrea mantiene relaciones amorosas con él, en la acepción menos delicada de la expresión?
Carmel me miró a los ojos.
—Puede inferirlo —repuso con calma—. Si bien no se jactan de ello públicamente, Andrea me lo ha dicho con el mayor desenfado.