1

Mi reacción inmediata frente a la tragedia de la muerte del Padre Pío, aparte del aspecto puramente humano y personal, fue de sentimiento de que la muerte hubiese eliminado a la única persona cuyo testimonio independiente y enteramente digno de confianza habría tendido a corroborar la extraña historia que me relatara Carmel Gilchrist. No debe inferirse de esto que a la sazón yo hubiera aceptado el testimonio de Carmel sin ninguna reserva. Dicho testimonio era en conjunto demasiado fantástico para aceptarlo en su totalidad, y todavía abrigaba una convicción íntima de que todo tenía que tener una explicación oculta en algún punto. A pesar de ello, estimaba a Carmel y la compadecía lo suficiente como para desear que sus afirmaciones no fuesen totalmente desvirtuadas; y el apoyo del Padre Pío habría sido de la mayor eficacia en este sentido. Es verdad que había en el convento una cantidad de testigos que podían dar testimonio sobre la visión del anciano monje, pero no era lo mismo. Deseaba además que Thrupp hubiese tenido oportunidad de conocer personalmente al Padre Pío a fin de medir por sí mismo el grado de fe que merecían sus afirmaciones.

Con gran sorpresa, en cambio, comprobé que la muerte del Padre Pío había producido en Thrupp mismo mucho más efecto que el que yo esperaba. Estaba a una distancia enorme aún de considerar en serio el asunto, pero por lo menos parecía sumamente impresionado por el hecho de que la experiencia sufrida por el anciano, cualquiera que fuese su naturaleza, hubiera sido tan vivida como para acelerar su fin. Yo había esperado a medias que la muerte acaecida en el convento tuviera el efecto de hacer que Thrupp olvidase totalmente el episodio, y no deseaba que ocurriera semejante cosa, por cuanto debía contarle aún la historia de Carmel. Pero, como digo, mostraba ahora menos disposición a ignorar todo el incidente, que antes de morir el Padre Pío.

Barbary, Thrupp y yo almorzamos solos, pues tío Piers había emprendido una expedición solitaria que duraría todo el día, y tío Odo había telefoneado para anunciar que permanecería en el convento de momento. En mitad de la comida, llamaron por teléfono a Thrupp para anunciarle que sus colaboradores habían llegado a Merrington y que en este instante estaban fortificándose en la Doncella Verde, donde esperaban instrucciones. Habían traído un automóvil, lo cual me liberaba de la tarea de actuar como chófer de Thrupp, aunque, a decir verdad, había utilizado mis servicios bastante poco hasta entonces. Significaba asimismo que no tardaría en perder mi puesto como su Watson, lo cual me habría resentido mucho más de no mediar mi compromiso con Carmel esa tarde. Con todo, no era posible realizar dos funciones a la vez ni estar en dos sitios al mismo tiempo, y puesto que era vital ver a Carmel, debía agradecer de cualquier manera el hecho de que la llegada de refuerzos asegurase mi independencia de la compañía de Thrupp, a la hora de la cita.

Creo haber señalado con anterioridad que la mejor manera de ocultar la verdad es decirla. En efecto, cuando Barbary me preguntó qué pensaba hacer por la tarde, le dije que tenía una cita con una rubia, sin agregar ningún comentario. Naturalmente, no me creyó, y sólo aceptó el hecho de que tenía alguna tarea particular que realizar, lo cual en cierto sentido era la verdad. Como al poco rato salí de casa con Thrupp para llevarle a la hostería, creo que pensó que pasaría la tarde en su compañía.

Y en verdad pasé los tres cuartos de hora consecutivos con él. En la Doncella Verde reanudé mi amistad con el cabo inspector Browning —quien, como de costumbre, apenas podía resistir sus deseos de arrestarme bajo sospecha, o bien simplemente por principio—, y con el elegante sargento Haste, con su pantalón gris de raya impecable y su chaqueta a cuadros de colores chillones, la cual, según él debía creer, le daba el aspecto de un gran señor de inclinaciones deportivas, pero que en realidad le transformaba en la imagen viva de un detective-sargento con una misión en una zona rural.

Thrupp no perdió mucho tiempo en largas explicaciones, observando con razón que tendría largo rato para bosquejar el caso durante su próxima marcha a través de las mesetas hasta Hagham, peregrinación que no parecía inspirar mucho entusiasmo a sus ayudantes. Así, pues, subimos todos en mi fiel coche, y yo me alejé con la mayor rapidez posible del pueblo, tomando el camino más directo, el que serpentea y se curva entre altas cercas hasta la cantera de yeso situada al fondo de la empinada estribación llamada Burting Hill. Una vez allí detuvimos la marcha y comenzamos a caminar, trepando casi cuatrocientos pies hasta un sendero tortuoso cubierto de maleza, y al poco llegamos a la parte superior de la estribación, en la parte posterior de Burting Clump. Eran apenas las dos y media, de modo que no abrigaba temor de que Carmel apareciera en seguida.

Los resoplidos y la sofocación de tres residentes de Londres fueron motivo de no poca diversión de mi parte, pero muy pronto se recobraron, bajo la influencia del aire purísimo. Les llevé hasta un punto estratégico más allá del Clump, desde el cual es posible ver una gran extensión de tierras más bajas que descienden hacia el sudoeste. Hagham mismo, su punto de destino, era invisible desde allí, oculto por un repliegue en las mesetas; pero en cambio pude señalarles un par de puntos de referencia que les ayudarían a mantenerse en el camino correcto. Bastante al oeste de este camino, señalé un techo que se hallaba a gran distancia, apenas visible en el horizonte, y les dije que era el techo del establo de Rootham, donde habían encontrado el cadáver de la infortunada Puella Stretton. Thrupp cotejó la posición con el mapa, agradeció mis servicios como guía y partió con sus compañeros en dirección a Hagham. No mencioné mi propio programa de actividades y dejé que creyesen que volvería inmediatamente a Merrington.

En realidad me limité a dar un rodeo al Clump, y poco después entré en él por el este. Burting Clump es uno de los innumerables bosquecillos semejantes que coronan las elevaciones más prominentes de los Sussex Downs. Es un conjunto muy compacto de nogales y robles, de forma aproximadamente ovoide, y quizás de cuarenta yardas de longitud por veinte de ancho. Estos bosquecillos deben su existencia, en gran parte, a una obsesión por mejorar la obra de la naturaleza, obsesión que imperara entre la nobleza del medio rural hace unos dos siglos, época en que, según suponemos actualmente, no consideraba necesario romper aquella línea del horizonte semejante a un lomo de ballena. Sea o no Burting Clump un elemento de progreso sobre la naturaleza desnuda, es de cualquier manera un punto de referencia de gran utilidad y sirve para prestar una protección relativamente adecuada al viajero que es sorprendido por mal tiempo. Generaciones de vagabundos, de una raza casi extinguida hoy en día, han utilizado el Clump como campamento, y en el límite sur, casi al borde del cordón exterior de árboles, existe todavía un horno hecho por los vagabundos con turba y arcilla, bajo el cual aparecen de vez en cuando cenizas frescas; y si alguien se toma el trabajo de inspeccionar las inmediaciones, hallará gran número de huesos de conejo asado, todo lo cual demuestra que el lugar alberga aún vagabundos ocasionales. Por alguna razón que ignoro, siento una especie de ternura frente a estos viejos vagabundos. Son indescriptiblemente sucios y cazadores furtivos incansables, pero en mi opinión esta caza no es un crimen, desde que comenzamos, en nuestro frenesí de economía, a importar conejos de las Antípodas a pesar de que millones de ellos habitan nuestras propias mesetas, los Downs. Sea como fuere, desde niño siempre he tenido una costumbre, de la cual me avergüenzo un poco hoy, de dejar unas monedas de cobre en el horno para el próximo vagabundo que lo use. En su mayoría se trata de viejos inofensivos que no hacen ningún mal a sus semejantes, y yo siento simpatía por cualquier hombre lo suficientemente sabio como para preferir un mullido lecho de césped bajo las estrellas a un asilo infestado de parásitos en la ciudad.

Tenía aún veinte minutos antes de que Carmel llegara, y me dirigí hacia el horno con el objeto de pagar mi tributo habitual al crimen de la vagancia. Comprobé que mi donación anterior había desaparecido: esto no me sorprendió, puesto que hacía varias semanas que no había vuelto al lugar; pero sí que no hubiera indicios de que el horno había sido usado recientemente. En efecto, su parte inferior estaba llena de hojas secas y envolturas de frutos de nogal, arrastrados, seguramente, por los vendavales del invierno y los del comienzo de la primavera. Recordé en aquel instante el escandaloso aumento del precio de la cerveza, y en lugar de las monedas de cobre habituales, dejé una de plata, pronunciando al mismo tiempo una tremenda maldición contra los desalmados ricos y satisfechos de sí mismos que justifican su negativa a ayudar a los vagabundos con el absurdo argumento de que sus donaciones serán gastadas en cerveza. El dinero gastado en cerveza nunca está malgastado. Y de todos modos, ¿quién somos nosotros para decidir cómo han de gastar su dinero nuestros semejantes?

Con estos pensamientos edificantes en la mente salí del macizo de árboles en el sector sur del Clump y dejé que mis ojos recorriesen con fruición las hermosas extensiones de planicie a mis pies. Las glorias de los Sussex Downs han sido tan cantadas por mis superiores literarios, especialmente por un tal Kipling —que era angloindio—, por el poeta Belloc —mitad francés— y aun por ese hombre Mais —nativo de Derby—, que quedaría mal que un simple nativo del lugar sumara su débil voz al resto de las alabanzas, por lo que no recargaré esta notable narración con páginas de material descriptivo. Baste decir que desde Burting Clump se obtiene una vista extensa y hermosa, a unos ciento ochenta grados, con el mar distante y que parpadea hacia el sur, en lontananza —aunque, por la gracia de Dios, no se ven desde esta distancia las melancólicas curvadas narices de los israelitas que infestan sus costas, ni tampoco los monstruosos tartanes escoceses de lo niños que juegan en la playa—. Algo hacia la derecha de donde yo me encontraba divisaba aún las siluetas cada vez más pequeñas de los tres miembros de la Policía que caminaban en dirección a Hagham. Aparentemente, eran los únicos seres vivos visibles aparte de un disperso rebaño de ovejas que pastaban pensativamente en mitad del camino, hacia la costa. Muy lejos, al sudeste, veía la depresión debajo de la cual se hallaba la aldea de Bollington, donde residía el individuo Drinkwater, y la aparición de su nombre en mi mente inició un tren de pensamientos que no convenía expresar en aquel momento.

Carmel fue encomiablemente puntual. En verdad, eran apenas las tres menos cinco cuando mis oídos advirtieron el golpear de los cascos de su caballo sobre la maleza. Me dirigí rápido al límite este del bosquecillo para saludarla, y llegué a tiempo para admirar su destreza como amazona mientras se acercaba a mí con su caballo al trote. Llevaba pantalones de equitación negros con un jersey de color turquesa vivo, la cabeza descubierta y sus rizos de rubia cobriza bastante desordenados por el ejercicio. Una vez más pensé que era deliciosamente atrayente.

Por razones de precaución no salí de la protección de los árboles, pero ella me vio en seguida y avanzó hacia mí. Al parecer no había nadie en las inmediaciones, y aun de haber habido alguien, nada sugería que nuestro encuentro no había sido fortuito. A pesar de ello, no había nada que perder; al contrario, existía la posibilidad de ganar algo, quizás, manteniendo secreta nuestra entrevista. La actitud de Carmel misma, si bien exteriormente tranquila y serena, revelaba en forma sutil su nerviosismo contenido. Supongo que, por ridículo que parezca, es algo agotador para el sistema nervioso llegar a convencerse mentalmente de que la propia hermana es bruja.

No perdimos mucho tiempo. Até su caballo a un árbol cercano, bien oculto a las miradas curiosas, y nos sentamos sobre el pasto a corta distancia. Le di un cigarrillo, le concedí medio minuto para que recobrase el aliento y ordenase sus pensamientos, e inmediatamente descargué sobre ella la serie de preguntas que había estado alineando en mi mente durante las horas anteriores.