Nos dirigimos al pueblo y yo dejé a mis acompañantes frente al depósito de cadáveres. Luego dejé a mi fiel coche junto a la acera y recorrí a pie el trayecto hasta la oficina de correos. No había estado nunca en la central de teléfonos, pero sabía que tenía acceso a ella por medio de una pequeña puerta en la parte posterior del recinto. Sin hacer caso de la advertencia, que colocada en un lugar bien visible, señalaba a todo el mundo las terribles sanciones impuestas a quien entrase en la central sin autorización, me introduje en ella y con gran alivio me encontré soportando la mirada indignada de Sue Barnes, quien estaba haciendo complicadas combinaciones con conmutadores y cuerdas, frente al impresionante tablero.
Estaba demasiado ocupada para conversar conmigo, pero intentó ahuyentarme con gestos indignados en dirección a la advertencia sobre la puerta. Yo me mantuve firme, empero, y ella debió comprender por mi expresión que no se trataba de una simple visita social. Por fin, desanimado por el tiempo transcurrido y por la interminable sucesión de pequeñas celosías que se cerraban y clavijas que se introducían en sus agujeros, tomé un papel de la mesa y escribí: Urgente, secreto. Miembro del DIC desea saber quién ha telefoneado Vicaría entre las once y las once y un minuto. Era el único medio eficaz de comunicarme con Sue, y por otra parte, nunca había imaginado que se telefonease tanto en un pueblo de las dimensiones de Merrington, en vista de lo cual resolví para mis adentros no mostrar nunca más impaciencia frente a la pobre telefonista, abrumada de trabajo.
Sue leyó mi mensaje, levantó las cejas, frunció los labios, y se detuvo en medio de la comunicación que estaba a punto de conectar. Luego hizo un gesto, como recordando la llamada en cuestión y después de mirar el reloj —pues apenas eran las once y quince— movió la cabeza otra vez.
—Está contra el reglamento —dijo severamente—. ¿Quién es este hombre del Departamento de Investigaciones Criminal, y por qué no viene aquí personalmente?
—Es Thrupp, el detective que ha venido para el caso de Bryony Hurst, como recordarás, seguramente —dije yo—. Está muy ocupado y me ha pedido que averigüe esto. Vamos, Sue. La verdad es que estoy muy apurado.
Sue me volvió a mirar con aire de duda, y luego, mientras conectaba a otro par de interlocutores, dijo:
—Muy bien. Pero con seguridad usted ha entendido mal. Nadie ha llamado a la Vicaría, pero en cambio ha habido una llamada desde la Vicaría a las once y un minuto, aproximadamente.
—Debo haberme equivocado —dije, tratando de ocultar mi expectativa.
—Una de las muchachas ha llamado a Bollington 2 —siguió diciendo Sue—. ¿Le dice algo este dato?
—Nada.
Mi amiga extendió un brazo y me entregó una vieja guía telefónica, que contenía la nómina de abonados de la zona. Volví las páginas hasta llegar a la letra B y encontré Bollington, una pequeña aldea, o más bien caserío, más pequeño aún que Rootham, situado en un repliegue muy apartado de las mesetas, en dirección diametralmente opuesta. Había allí, sólo tres teléfonos y frente al número dos encontré el siguiente nombre: Drinkwater, F., Old Pest House.
—¡Bueno, bueno! —exclamé para mis adentros, y un curioso escalofrío recorrió mi espalda. Mi rostro permaneció impasible, no obstante, y cerré el libro antes de que Sue pudiese satisfacer su justificada curiosidad.
—¿No has oído por casualidad parte de la conversación? —pregunté con cierta vacilación, pues sabía que las telefonistas tienden a ser muy susceptibles respecto a este punto.
—¿Cree usted que tengo tiempo para escuchar conversaciones? —repuso ella en forma violenta al mismo tiempo que en el tablero caían dos persianas más—. A decir verdad, ya que quiere saberlo, he oído una sola palabra… una mala palabra que nunca hubiera creído oír de boca de la hija de un vicario. Ha sido un comentario que ha agregado al decir que estaba ocupada. Estar ocupada no justifica decir malas palabras —terminó diciendo Sue con la indignación de los justos, lo cual me recordó que sus padres eran pilares de la iglesia local.
Yo asentí. Luego, antes de que ella adivinase mi intención, le di dos rápidos besos, uno en la frente, el otro en la punta de la nariz, y murmurando un «¡Gracias, compañera!» salí antes de que pudiese replicar nada. No la ofendí pidiéndole que guardase reserva sobre mi visita a su oficina. Tampoco la hice partícipe de mi reflexión de que, en ciertos círculos, la palabra «ocupado» es uno de los términos del hampa para describir a un detective.