7

Pensé que podía ser Carmel. Era Thrupp.

—Estoy en un apuro, Roger —dijo sin preámbulos—. Mi automóvil se ha declarado en huelga, y seguramente deberá andar mucho. No he podido alquilar nada, salvo un Daimler de modelo 1918 con una carrocería que parece un coche fúnebre. ¿Qué hay de tu Viejo Fiel, o como tú lo llames?

Semper fidelis. Pero su fidelidad se limita a un solo hombre, de modo que suele ser alérgico a los conductores extraños. Es mejor que te lleve yo a donde quieras.

—Te lo agradecería mucho, si no tienes otra cosa que hacer. Se trata de una medida de precaución, simplemente. Es posible que no necesite salir del pueblo.

—¿Dónde estás ahora?

—En la cabina telefónica, junto a la oficina de correos de Merrington. Apenas oigo mi propia voz. Hay aquí un maldito individuo que toca la gaita a poca distancia de la cabina, soplando como un fuelle. Mi propio coche me falló a cuatro millas de aquí, en la carretera de Pulmer. Me han traído en un camión de pescado. ¿Puedes venir ahora mismo?

—Dentro de cinco minutos —repuse. Y en efecto, me detuve tan sólo para avisar a Barbary sobre este último incidente, antes de movilizar mi viejo automóvil y partir.

Encontré a Thrupp estudiando los paquetes de cereales y latas de cacao que adornan, invariablemente, la ventana de la oficina de correos. A pesar de su accidente parecía estar tan tranquilo y sereno como siempre. Thrupp es un hombre bastante apuesto, de recia contextura y con aspecto atlético a pesar de sus cuarenta años, con cabello oscuro y bigote recortado, el tipo de hombre que en mi época de servicio activo habría correspondido, según lo habitual, a un mayor de artilleros. Sus ojos oscuros, detrás de las gafas de carey, son serenos, pero a la vez sutilmente elocuentes, y denotan una mentalidad activa y analítica. Su energía es a menudo sorprendente, pero nunca se apresura ni se altera. Rara vez pierde la paciencia, y nunca se enfurece.

Cuando subió a mi lado, me dijo:

—Salgamos de aquí. Quiero conversar contigo.

Me alejé una milla o más del pueblo doblé por un camino sombrío y poco frecuentado.

—Te agradezco que hayas venido en mi ayuda —dijo cuando nos detuvimos—. No quería molestar al Superintendente Bede pidiéndole un automóvil, especialmente ahora, que tiene las manos ocupadas en otro asunto. Alguien robó no sé qué cosa de la iglesia local, según entiendo. Bede estaba muy agitado por este robo cuando le telefoneé.

—Es el caso de las trompetas de los ángeles —dije. Y como al parecer Thrupp no sabía nada acerca de este episodio, se lo conté someramente, resumiendo los datos que me había dado Carmel y cuidándome de no alejarme ni una pulgada de los hechos escuetos. Quizá debido a mi parquedad, Thrupp no se mostró muy interesado.

—Es buscar dificultades —fue su comentario principal—. Sea como fuere, desde un punto de vista egoísta no me apena que haya ocurrido, puesto que ha servido para desviar la atención del no tan venerable Bede. Bede es una buena persona, muy bien intencionado, pero yo prefiero trabajar con mi propio equipo. He hecho venir a Browning y a Haste. ¿Los recuerdas? No tardarán en llegar.

—¿Cómo marchan las cosas? —pregunté—. ¿Has identificado a tu bruja ya?

—No de manera concluyente; y quisiera que no la llamaras bruja. No compliquemos un caso difícil en sí agregándole todas esas tonterías fantásticas —Thrupp parecía estar algo malhumorado, teniendo en cuenta su habitual temperamento tranquilo.

Agité el índice con un gesto de reconvención, y le dije:

—¡Cómo has cambiado desde anoche, Thrupp! Más aún, diría que desde esta madrugada a las tres.

Thrupp me miró suspicazmente y preguntó a su vez:

—¿Qué quieres decir con eso?

—¡Soy Hawkshaw el detective, y tengo espías en todas partes! —repuse riendo—. Has de saber, Robert, que no creo que seas del todo sincero conmigo. Está muy bien hablar de tonterías ahora, pero cuando tío Odo contó su pequeña historia anoche, casi saltaste hasta el techo, y no creo que te habrías quedado levantado toda la noche esperando la aparición de las brujas si la historia no te hubiera hecho efecto.

—¿Cómo sabes que estuve en vela toda la noche?

—No lo sé. Pero estabas de todos modos vigilando a las tres de la madrugada, de modo que me atrevo a inferir, con cierta seguridad de tener razón, que estuviste levantado toda la noche.

Thrupp me miró algo avergonzado.

—Es verdad —admitió—. Fue una tontería por mi parte. No debí haberlo hecho. Por desgracia, soy un hombre concienzudo —añadió suspirando profundamente.

—¿No crees, pues, en el cuento del Padre Pío?

—Naturalmente que no, ahora. Me sorprendió cuando lo oí por vez primera, sobre todo por venir de labios de un arzobispo en persona, pero a la fría luz de la razón, estoy obligado a rechazarlo. Debo señalar que no pretendo poner en duda la veracidad del buen padre, ni tampoco insinuar que lo haya inventado. Quizá vio realmente a una bruja que cabalgaba en una escoba, pero el pobre viejo estaba soñando, aunque él se niegue a reconocerlo. Te diré que considero una vergüenza que obliguen a levantarse a un viejo como él en medio de la noche para tocar las campanas.

—¿Le has visto? —pregunté evadiendo este punto.

—No, pero iré al convento más tarde a fin de oír el cuento directamente del interesado, aunque no pienso recargar mi cerebro con una serie de supersticiones e historias cuando tengo un asunto serio que investigar. De cualquier manera, ya no necesito explicaciones sobrenaturales. La muchacha tiene que haber caído desde un aeroplano, y el único punto incierto se refiere a la vieja, vieja pregunta: ¿Cayó, o la empujaron? Tengo ahora dos testigos separados que oyeron el rumor de un aeroplano aquella noche, volando muy bajo. Con ello queda aclarado ese punto, según espero. No hay nada más de donde pueda haber caído, y mientras haya habido realmente un aeroplano que volaba en las inmediaciones me creo justificado al suponer que cayó de él.

—¿Desnuda?

—¿Qué le vamos a hacer? Las mujeres son así, y sea como fuere, no es inevitable que haya comenzado su viaje desnuda. Tal vez se haya desnudado en el avión, o bien la hayan desnudado.

—¿Y la escoba de jardín en la cuadra? —murmuré maliciosamente.

—¡Tonterías! Estos peones de granja no son lo que podríamos llamar listos, Roger. Seguramente pertenece a la granja, digan lo que digan ellos.

—Pero una escoba de ramas es primordialmente un utensilio de jardinería, mi querido Thrupp —argumenté, más para molestarle que para otra cosa—. En el trabajo de granja se usan escobas y cepillos muy distintos.

—No me interesa en lo más mínimo lo que se usa —repuso Thrupp con una sonrisa humorística—. Reconozco que por poco me tragué la historia de brujas anoche, Roger, pero ahora que sé que anduvo un aeroplano por aquí, sería una locura considerar otra solución. Ten compasión de mí, muchacho. ¿Puedes imaginarme presentándome al Subjefe para informarle, con la mayor seriedad, que la muerta era una bruja que se cayó de su escoba?

Naturalmente, comprendí su punto de vista. En verdad, si la teoría de la bruja hubiese dependido exclusivamente de la historia del Padre Pío, según Thrupp suponía hasta aquel momento, yo habría compartido su opinión. Pero él ignoraba lo que yo sabía, que un par de horas antes de que la historia del Padre Pío trascendiese de los límites del claustro, Carmel Gilchrist me había contado en forma enteramente independiente, y sin posibilidades de comunicación entre ambos, que había visto a su propia hermana Andrea cabalgar por el espacio en una escoba.

Y en este punto mi dilema comenzó a pincharme nuevamente con sus crueles aguijones. Era evidente, en nombre de la justicia, que Thrupp debía conocer la historia de Carmel; pero ¿debía contársela yo, sin consultarla antes, o bien intentar persuadirla de que hablase directamente con Thrupp? Tarde o temprano llegaríamos a la segunda alternativa, pues mi propio testimonio, por ser indirecto, no tenía teóricamente otro valor que el de datos oídos de un tercero. No obstante, era una mala jugada y una falta de lealtad confrontar de pronto a Carmel con Thrupp, sin aviso previo, y sin una insinuación a éste de que la muchacha estaba en posesión de datos de indudable relación con su caso.

Entonces tuve un destello de inspiración, descubriendo un medio de aclarar un punto muy delicado, pero vital, sin complicar a Carmel personalmente, por ahora. Thrupp había dicho que todavía no habían identificado en forma definitiva a la muerta. Aunque ignoro el alcance de dicha restricción, era evidente que la verosimilitud de la teoría de la bruja dependía en primer lugar de la identidad de la mujer y de su origen. Si resultaba que procedía de algún punto a millares de millas de distancia y que no tenía ninguna conexión con West Sussex, las probabilidades serían abrumadoras en favor de la teoría del aeroplano. Pero si en cambio se lograba establecer que vivía en las inmediaciones, y especialmente, demostrar que tenía una relación íntima con Andrea Gilchrist, en este caso, por absurdo que pareciera, sería esencial considerar si la muerta no era la segunda bruja observada por Carmel en compañía de su hermana durante el viaje de partida de ésta. Evidentemente no era residente de Rootham mismo, pues en ese caso no habría habido dificultad en identificarla. Pero aquella noche habían salido dos brujas, regresando sólo una, Andrea… Por consiguiente, la única persona que quizás podría identificar a la muerta era Andrea. Y mientras no dejaba de advertir que requería sumo tacto lograr este fin, encontré en seguida que existía ya un pretexto perfectamente lógico.

El problema consistía en aplicar este pretexto de manera que, por el momento al menos, ni Thrupp ni Andrea sospechasen un objeto más profundo que el visible en la superficie.

—¿A qué te referías al decir que no han identificado definitivamente a la mujer? —pregunté al cabo de un rato—. ¿Que está demasiado deshecha como para que la reconozcan, o qué?

—No, no. En realidad, su rostro es la única parte del cadáver que no está destrozado. De dondequiera que haya caído, es una casualidad sencillamente asombrosa que haya quedado en la posición en que la hallaron. Yo diría que las probabilidades eran de una en cincuenta millones. Estaba extendida sobre la arista del techo, el estómago contra la arista misma, la cabeza y los brazos de un lado y las piernas del otro. Me imagino que al golpear el borde con el estómago su rostro sufrió poco, comparativamente. ¡Es extraordinario!

—¿Estás seguro de que cayó allí? ¿No es posible que la hayan matado en otro lugar y la hayan dejado luego en el lecho durante la noche?

—Se me ha ocurrido esta posibilidad, pero el doctor no lo cree. Entiendo que conoce su profesión, y su opinión rotunda es que murió a consecuencia de la caída que sufrió. Me ha enseñado ciertos… signos —añadió Thrupp con un estremecimiento involuntario.

—Mike Houghligan no es nada tonto —dije—. En realidad es bastante competente para ser un simple médico rural. ¿No ha encontrado otros signos sugestivos o sospechosos?

—Por ahora, no. Pero esta mañana le he visitado antes de telefonearte, y me ha facilitado datos muy interesantes. Parece que le habían dado alguna bebida poco antes de caer.

—¿Qué quieres decir? ¿Alcohol o drogas?

—Ambas cosas. En realidad, alcohol con alguna droga mezclada, seguramente. Había bebido algún tipo de vino blanco y han encontrado además un hipnótico o narcótico, cuyo nombre no recuerdo, pero que el médico mencionó. Ello sugeriría que la arrojaron del avión en estado de inconsciencia, más bien que haya caído por su propia iniciativa.

Yo gruñí.

—¿Quieres decir asesinato más bien que accidente o suicidio?

—Aparentemente, sí… En cuanto a la identificación, la situación es que el doctor Houghligan mismo y por lo menos dos personas más afirman que deberían conocerla, pero ignoran su nombre y tampoco tienen una idea de dónde vive. El rostro les es vagamente familiar, pero nada más. Yo creo que debe vivir en las inmediaciones, pero a cierta distancia, a menos que se haya mantenido muy aislada. Sin embargo, no parece ser el tipo de la reclusa —añadió pensativo.

—¿No?

—Debe de haber sido bastante casquivana. Es joven, de unos veintiocho años, diría yo, y probablemente muy bonita. De la sociedad o clase media elevada, evidentemente, y gastaba mucho tiempo y dinero en embellecerse. Cabellos con una permanente costosa, maquillaje perfecto en el rostro, uñas de manos y pies bien cuidadas, pintadas de color rojo sangre; y por último, dice el doctor que recientemente habían frotado su cuerpo con alguna loción herbácea, o crema de belleza, o algo semejante, de composición bastante complicada. Es raro que nadie haya denunciado su desaparición, hasta ahora. Uno se pregunta si viviría sola.

—¿Casada?

—No lleva anillo, pero el doctor dice que habitualmente llevaba uno. Me mostró la señal. De cualquier manera, debía estar casada si no lo estaba, según comprobó.

—Comprendo. En ese caso es extraño, como tú dices, que no hayan hecho averiguaciones… Mira, querido Thrupp: el sabio está trabajando. Es obvio que no podrás ir muy lejos hasta que la hayan identificado, hasta que puedas conocer algo de sus antecedentes, además. Lo que necesitas es una persona que conozca bien a toda la vecindad. El doctor es una de estas personas, pero como no ha ido más allá de señalar que su rostro le es vagamente familiar, debemos buscar a alguien más. Y en una región como ésta, tenemos otra persona a quien recurrir.

—¿El párroco?

—Exacto. Aunque en este caso particular, yo te recomendaría su hija mayor, en lugar de él. El vicario es notoriamente distraído, una buena persona, sin duda, pero dicen que es incapaz de recordar el nombre de nadie, y de cualquier manera, no sale mucho. Es viudo con dos hijas, y yo diría que en el aspecto social ellas saben mucho más acerca de la parroquia que el padre. La menor, Carmel, es muy joven todavía, pero Andrea debe tener veinticinco o veintiséis años, y como durante los últimos diez años ha tenido que hacer de ama de casa en todas las funciones sociales de la parroquia, seguramente conoce a todo el mundo.

Con gran alivio de mi parte, Thrupp acogió mi iniciativa con un gesto de aprobación.

—Gracias, Roger. Es una buena idea. Ocupémonos de esto inmediatamente, ¿eh?… Otra cosa —añadió cuando puse en marcha el motor—. Antes de molestar a nadie, quisiera que examinaras tú el cadáver. Tú eres uno de los habitantes más antiguos del pueblo, y existe una remota posibilidad…

—¿Crees que debo hacerlo? —pregunté con cierta vehemencia—. Soy un poco alérgico…

—No necesitas mirar más que su rostro —me aseguró Thrupp—. Y me han dicho ya que no tiene nada de horrible. Te agradecería que te cercioraras de que no la conoces.

Así, pues, al cabo de un rato de marcha nos detuvimos frente al pequeño depósito de cadáveres oculto discretamente detrás de una de las varias empresas de pompas fúnebres de Merrington, y acompañé a mi amigo al interior con más aprensión que entusiasmo. La verdad es que me había dicho la verdad. El rostro de la muerta presentaba muchos cardenales ocasionados por la caída, pero era un rostro, y a pesar de sus manchas descoloridas comprendí por qué Thrupp había dicho que había sido el de una mujer muy bonita. Sus cabellos cortos eran de color castaño oscuro, y su moderno peinado con ondulación permanente había sobrevivido. La cara era ovalada, con un delicado mentón puntiagudo en el que había un hoyuelo. Tenía una nariz corta y recta y labios curvados y algo gruesos.

No sabía quién era. Como dije a Thrupp cuando salimos, me encontraba en una situación muy semejante a la del doctor Houghligan en el sentido de que tenía una vaga impresión de haberla visto con anterioridad, pero no tenía idea de dónde ni cuándo. Quizás era simplemente un tipo de mujer. Tenía, empero, cierta seguridad de que no había residido en Merrington, pues aunque el nuestro es un pueblo grande con una cantidad de aldeas subsidiarias y de pequeños caseríos, creía yo conocer a todos los habitantes, por lo menos de vista.

—Por otra parte —seguí diciendo, cuando volvimos a mi automóvil—, debes recordar que yo me gano la vida escribiendo, lo cual significa que no salgo tanto ni tan lejos como podría hacerlo si tuviese otra ocupación. Además, ni Barbary ni yo somos lo que podría llamarse miembros prominentes de la sociedad. Barbary frecuenta el pueblo más que yo, debido a que tiene que hacer las compras, pero sigo pensando que en Andrea se encuentra tu mejor probabilidad.

—Muy bien —dijo Thrupp—. Probemos suerte.

Cambié de rumbo y regresamos lentamente por el pueblo. Era imposible conversar mientras no hubiésemos dejado atrás la pequeña plaza, pues además de los rugidos y chirridos de mi fiel coche, el gaitero de brillantes faldas seguía deambulando frente a nuestras únicas tiendas, sus delgadas mejillas hinchadas como un par de pelotas de tenis y sus zumbidos y chillidos en su punto culminante, mientras los fantásticos sonidos de su instrumento profanaban nuestra decente tranquilidad sajona. En secreto, debo confesarlo, no soy por completo contrario a la música de las gaitas como podría exigirlo mi espíritu patriótico, y contra mi conciencia suelo hallar algo noble y alentador en los ritmos escoceses debidamente tocados. Pero aún para mis oídos inexpertos, este gaitero, en particular, no era un ejemplar destacado en su arte y la cacofonía era poco menos que bestial.

—Tal vez te interese saber que lo que toca ahora es Maggie McFootle’s Farewell to Loch Diddle —gritó Thrupp, cuando doblamos la esquina de Church Street—. ¿O será The McFuggery’s Farewell to Skulduggery? Son los dos únicos que conoce, de todos modos, y es difícil diferenciar uno de otro.

—¿Cómo lo sabes? —le contesté a gritos—. Tú no eres un robusto escocés, ¿no? —la sola idea de que lo fuera me produjo un indescriptible escalofrío.

—¡No, por favor! Si lo fuera, sería Jefe de Policía a estas alturas —repuso Thrupp sonriendo—. No. Estuve conversando con él hace un rato, mientras te esperaba. Mi instinto policial me impulsó a comprobar si tenía una autorización para armar semejante algarabía, sólo que recordé a tiempo que éste no es mi distrito y que no debo inmiscuirme en la jurisdicción de West Sussex. El pobre hombre está sin trabajo, desde luego. Le he dado un chelín y me ha contado la historia de su vida y los nombres de sus melodías, aunque es posible que no los comprendiera bien. Los escoceses tienen una extraña noción de la gratitud. Parece que cuando invitas a uno a albergarse en tu casa pagan tu hospitalidad componiendo una buena melodía para gaita, donde celebran su partida. Las intenciones serán buenas, no lo dudo, pero no es muy halagador para el dueño de casa.

—Es más barato que dar propina a la servidumbre —le expliqué—. Bueno, hemos llegado…