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A pesar de la noche que había pasado, Thrupp se había servido un desayuno improvisado y había abandonado la casa antes de que Barbary bajase a la planta baja, poco después de las siete y media. Eran más de las nueve cuando yo hice mi aparición, y para esa hora tío Odo, perfectamente afeitado y fresco como una lechuga, había vuelto ya de decir misa en la capilla del convento y estaba salpicando una distraída bendición sobre su recipiente de copos de trigo, como rito preliminar al de sumergirlos en crema. Eheu fugaces! Barbary misma, que en todo momento y en toda circunstancia se las compone para estar bonita, había llegado a la etapa de los arenques a la plancha. El invitado que faltaba, tío Piers, llegó con paso ágil a la habitación a poco de haber entrado yo. También él parecía estar descansado y más fresco que la proverbial lechuga.

Es una saludable e inmemorial costumbre en la familia Poynings que no se charle en la mesa del desayuno. No pasamos al extremo de imponer un silencio casi monacal, y siempre se permite pedir la mermelada y aun murmurar un comentario breve y preciso sobre el tiempo o la marcha hacia la ruina del Times. Se permite leer cartas, pero está estrictamente prohibido comentarlas en voz alta, bajo pena de muerte o de mutilación. En el caso de que un mensaje urgente hiera nuestros ojos, el procedimiento aprobado consiste en pasar simplemente el documento en cuestión a la persona interesada, indicando el párrafo con una uña muda. En resumen, hacemos todo lo posible para conservar cierta decencia en esta hora tan extremadamente crítica, en esta hora en que la menor falta de delicadeza en cuanto a sonido o a espectáculo —como, por ejemplo, el de una locuaz habitante del centro del país describiendo con exactitud cómo ha dormido, o peor aún, el de un escuálido escocés con faldas a cuadros, que pasea ruidosamente por la habitación, al tiempo que sopla sobre su cocimiento de cereales salado al son cacofónico de estridentes gaitas—, puede muy bien alterar la serenidad y calma durante el resto del día.

La consecuencia es, pues, que aquel nueve de mayo nada se dijo durante el desayuno que tuviese la más imperceptible relación con temas tan perturbadores como asesinatos o hechicería, ni tampoco se aludió a paseos nocturnos ni vigilias. Sólo cuando me hube levantado silenciosamente de la mesa y cuando hube pasado a la galería techada bañada de sol, pude sostener una conversación continuada con mis dos invitados.

Tío Piers se reunió conmigo casi inmediatamente. Con un gesto despreciativo hacia la pitillera que le ofrecía, encendió uno de sus terribles cigarros negros, aspiró por él un minuto, y luego dijo:

—¿Crees que podrías hospedarme una o dos noches más, Roger?

La solicitud fue una agradable sorpresa. Como he señalado ya, los mariscales de campo que ladran como coroneles de opereta pueden no ser del gusto de todos, pero una vez salvada la barrera de anécdotas de la India bajo la cual Sir Piers oculta su verdadera personalidad, se llega a la conclusión de que es un viejo sorprendentemente humano, perspicaz, generoso e inteligente, con un cerebro bien dotado y de excelente funcionamiento.

—Encantados —dije rápidamente—. Quédate todo el tiempo que quieras.

—Gracias —ladró Sir Piers—. Pero no quiero incomodar a Barbary. Podría instalarme en la hostería.

—No te preocupes —dije—. Mrs. Nye está siempre a nuestra disposición para ayudar, y Barbary no es mujer que se ponga nerviosa por uno o dos invitados.

Mi tío reiteró su agradecimiento y siguió fumando en silencio un rato.

—La verdad es —dijo por fin—, que quiero disfrutar un poco de las mesetas mientras esté aquí. Se lo prometí a Curley Antrobus. Combinaré el placer con el deber, ¿sabes? Es un paraje ideal para descenso de tropas aerotransportadas. Veré qué podemos hacer, en caso de guerra.

En este punto recordaré que el Mariscal de Campo Lord Antrobus era Jefe de Estado Mayor Imperial en aquel momento.

Miré a mi tío con interés. Su postulado era indudablemente correcto, pero no pude por menos de preguntarme si tendría datos concretos sobre la inminencia de una guerra que hasta aquel momento era tan sólo de nervios. Como muchos otros, estaba convencido aún entonces de que la guerra estallaría tarde o temprano, a pesar de las sensacionales afirmaciones del grupo del Paraguas de que el hombre Hitler no podía ser tan canalla. Pero ¿era este comentario sobre aterrizajes de tropas aerotransportadas simple resultado del hábito, o bien sabía algo concreto?

—¿Cuándo comenzará la guerra? —pregunté despreocupadamente.

—Después de la cosecha —fue la rápida respuesta—. A finales de agosto o principios de septiembre, más o menos. A mediados de septiembre, a lo sumo.

—¿Sí? —murmuré—. ¿No hay esperanzas de evitarla?

—Ni una maldita esperanza —repuso mi tío decisivamente—. La habría habido si Pepe no nos hubiera jugado sucio o los yanquis se quitaran las anteojeras. Tal como están las cosas, no hay esperanzas.

—Bueno, bueno —exclamé.

El mundo de aquellos días estaba ya tan cargado de amenazas e incertidumbres que era casi un motivo de alivio que se confirmasen los peores temores.

—Dicho sea de paso, ¿qué piensa hacer «A» al respecto? —añadí.

—Quédate quieto hasta que recibas órdenes —dijo tío Piers—. No empieces a sentirte patriótico y a ofrecer tus servicios al Ministerio de Guerra ni cosas absurdas por el estilo, o te daré de puntapiés hasta que sangres por la nariz, ¿oyes? Tengo un trabajo para ti, algo relacionado con tus antiguas actividades. Necesito a alguien en quien pueda confiar. Te hablaré acerca de ello uno de estos días. Cada cosa a su tiempo.

Sus palabras me hicieron arquear con especulación una ceja. Pero en el momento en que abría la boca para pedir algunos detalles, una ancha sombra cayó sobre nosotros, y apareció en la galería el Muy Reverendo Odo.

—Preciosa mañana —observó Su Ilustrísima—. Hará calor otra vez, creo; no hay ni una nube en el cielo —volviendo su rostro hacia arriba, lo hizo girar lentamente como un astrolabio—. Me estaba preguntando —dijo con cierta cautela—, si tendríais inconveniente en que me quedase otra noche… Debería irme, desde luego. En realidad, le prometí a mi vicario general que estaría en Arundel esta noche. Pero… bien, si no significa una molestia, querido Roger…

Tenía aquí otra sorpresa, tan agradable como la anterior. Noté que Sir Piers levantaba la vista bruscamente del diario que estaba leyendo al oír a su hermano repetir su propia solicitud, lo cual me sugirió la idea de que sus respectivas iniciativas no habían sido concertadas.

—Nada me sería más grato —dije sin vacilar—. En realidad Barbary y yo estábamos quejándonos el otro día de lo poco que os vemos a los dos, considerando que vivís a tan corta distancia —tío Piers vive en una pequeña casa ancestral en el lado más próximo a nosotros de Hurstpierpont—, y me alegra comprobar que tanto tú como tío Piers habéis llegado a una mayor comprensión, por fin, de vuestros deberes de tíos.

—¿Cómo?… ¿Tú también te quedas? —preguntó el Arzobispo a su hermano, quien asintió silenciosamente—. Bueno, bueno, bueno. Cuantos más seamos, mayor la alegría; es decir, siempre que me aseguréis que no molestaré.

Yo le tranquilicé en el acto. Durante un instante jugué nostálgicamente con la idea de explotar mi posición como anfitrión de mis tíos y tomarles sus canosos cabellos mencionando lo que sabía de sus actividades nocturnas, descubriendo de paso si las conocían mutuamente; pero por fin decidí, con pesar, que sería una falta de tacto abordar el tema en presencia de los dos. A pesar de ello, encontraba su decisión de permanecer en Merrington tan sugerente como lo que presenciara de sus actividades durante la noche.

—Creo conveniente telefonear a mi vicario general —dijo tío Odo suspirando, con evidente mala gana—. No le gustará mucho, pero después de todo, el obispo soy yo, ¿no es verdad? Y no siempre parece recordarlo… —su voz se apagó en un murmullo.

Sir Piers gruñó mostrando comprensión.

—Igual que aquel condenado individuo McFossick que tenía yo como jefe de estado mayor en la India. Yo no era dueño ni de mi alma. Maldito escocés… Me alegro de haberle visto en posición horizontal. La dificultad es que… aparentemente su espíritu se instaló en mi actual ama de llaves, Mrs. Bartelott. Es igual que el escocés. Pero ella es una maldita normanda. Ésa es la razón.

Yo me reí.

—Es mejor que telefonee yo. O mejor aún, que envíe un telefonema a cada uno y no les dé oportunidad para discutir.

Mis dos tíos gruñeron con aire de aprobación, y les dejé instalándose para leer los diarios en el viejo banco de roble de la galería. Me detuve un momento en la cocina para anunciar a Barbary el cambio de planes, lo cual, como esperaba, le causó gran placer, en lugar de molestarla, y luego me dirigí a mi despacho, donde, con la inteligente cooperación de Sue Barnes, dicté los dos telefonemas.

Y dos minutos más tarde, mientras estaba balanceándome indeciso en mi asiento, tratando de decidir qué tarea especial dentro de mi formidable programa de actividades debía emprender a continuación, el teléfono sonó nuevamente con un sonido agudo e insistente.