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Era muy pasada la medianoche cuando me había acostado, y cuando mis cavilaciones y mis estériles reflexiones me llevaron al punto señalado, las manecillas luminosas del reloj sobre mi mesita de noche señalaban las tres de la madrugada. El sueño estaba al parecer muy lejos todavía; tenía el cuerpo entumecido y me sentía muy inquieto. La luz de la luna afuera tenía un aspecto tentadoramente sereno, a pesar de las nubes que la ocultaban de vez en cuando. A pesar de ello no pude resistir un injustificado estremecimiento cuando flotó en mi imaginación, sin provocación alguna, la visión de cómo, veinticuatro horas antes, la pobre Carmel había escudriñado temerosamente aquellos mismos cielos nocturnos desde la ventana de su dormitorio, temiendo lo que no tardaría en ver, y a la vez sin poder apartarse hasta haberlo visto. Y aunque la parte racional de mi intelecto rechazaba mi propia tendencia instintiva a reconocer y aceptar la historia más increíble que había oído jamás, todo mi corazón se inclinaba hacia Carmel. Aun suponiendo que ella hubiese sufrido simplemente una ilusión óptica, ello no alteraba el hecho de que, ilusión o no, sin duda había visto algo horripilante, algo capaz de alterar los nervios de gente mucho mejor equipada para soportar semejantes choques que una muchacha menuda de veinte años apenas. A continuación comencé a pensar cómo habría reaccionado yo mismo frente a semejante experiencia…

Pensar es imaginar, y la imaginación nos hace víctimas de extrañas ilusiones, particularmente en las primeras horas de la madrugada, y cuando actúa en el cerebro y sentidos de quien ha sufrido un prolongado insomnio. Naturalmente fue mi imaginación la que en aquel momento me hizo creer ver una forma blanca que flotaba en el espacio y pasaba rápidamente por el limitado campo de visión de la ventana. Sin embargo, tan potente e insidiosa es esta caprichosa facultad que, deteniéndome tan sólo para desprender mi corazón de mis amígdalas, estuve de un salto junto a la ventana, mirando por ella mucho antes de que el objeto que creía haber visto hubiese tenido tiempo de desaparecer de mi vista, según la velocidad que yo le atribuía.

No, no se movía nada en toda la extensión del cielo nocturno, salvo unas hojas temblorosas en los árboles más próximos. Quizás había visto un murciélago, a pesar de que no se ven con mucha frecuencia en esta época del año. Quizás fue una lechuza, o algún otro pájaro nocturno. Es decir, siempre que no hubiese imaginado lo que creía haber visto, lo cual era lo más probable. Decididamente no había ninguna bruja, con lo cual me sentí ampliamente aliviado.

Pero si ustedes, los lectores presuntuosos y cínicos, imaginan que he registrado este incidente como una simple treta interesada tendente a llenar espacio o a provocarles escalofríos, están completamente equivocados, como de costumbre, y deben desechar de inmediato sus difamantes sospechas. A pesar de que no vi lo que esperaba ver, sin duda alguna vi aquello que no esperaba ver; en verdad, no menos de tres cosas inesperadas, lo cual me da derecho a recibir disculpas por triplicado. No vi ni una bruja en el cielo, ni una escoba olvidada en el jardín, pero cuando comenzaba a retirar cuidadosamente mi barba del marco de la ventana, vi con el rabillo del ojo un diminuto resplandor rojo, como de un cigarrillo encendido, a unas pocas yardas de distancia hacia mi izquierda y al mismo nivel que ocupaba yo. No pude ver al fumador, quien estaba probablemente sentado, o bien de pie, a corta distancia de la ventana. Pero puesto que mi casa no es un palacio, ni siquiera una mansión, no dudé ni un instante acerca de la identidad del fumador. Y en verdad hallé interesante, por no decir más, que mi amigo el Inspector Thrupp, que había pasado un día de febril actividad en Rootham y a la medianoche estaba bostezando al máximo que permitían sus mandíbulas, hubiese sufrido un inusitado ataque de insomnio, como yo, o bien considerase de valor sacrificar sus horas reglamentarias de sueño para dedicarse a la contemplación silenciosa del cielo.

La ventana desde la cual observaba yo este espectáculo mira al sur, pero Barbary y yo ocupamos una habitación en la esquina, con dos ventanas más orientadas hacia el oeste. No puedo explicar qué me impulsó a mirar por estas ventanas antes de volver a mi cama. Baste decir que lo hice, y que cada intento fue recompensado por otra sorpresa. La más próxima de estas dos ventanas estaba abierta, y cuando saqué la cabeza por la abertura advertí que otro miembro más de nuestra casa había decidido desdeñar los brazos de Morfeo y dedicarse a la misma ocupación que Thrupp. En una ventana, a corta distancia, a mi derecha, sobresalía el rostro cuadrado y afeitado del Muy Reverendo Odo, además de algo que sugería unos pijamas sumamente poco canónicos, a juzgar por sus chillonas rayas. Su Ilustrísima, por el contrario, estaba silencioso e inmóvil, a pesar de que yo podía adivinar que sus ojos vagaban incesantemente por toda la extensión bañada por la luz de la luna. No me vio, de modo que rápidamente entré la cabeza.

La tercera ventana estaba cerrada, y por temor a despertar a Barbary no tenía intenciones de abrirla. Pero me dirigí silenciosamente hacia ella y miré hacia afuera por uno de los vidrios. Esta ventana, no obstante estar orientada hacia el oeste, se halla en el extremo norte de nuestra habitación, de modo que estirando el cuello es posible abarcar el sector del noroeste, invisible desde las otras ventanas. Desde esta dirección, nuestro corto sendero de acceso parte del Camino del Monasterio y llega hasta la casa, si bien en sus últimos tramos se desvía notablemente y prosigue hasta llegar al frente sur. Desde mi punto de observación podía ver unas treinta yardas de sendero, y casi simultáneamente, como si ello hubiese sido organizado por un hábil maestro de ceremonias, una figura humana muy oscura entró en mi campo visual y avanzó con paso decidido por el escenario iluminado por la luna. Era un hombre de porte marcial, delgado, totalmente vestido, y con un abrigo liviano que ocultaba su traje. Caminaba no por el sendero de granza, sino por el borde cubierto de césped como si tuviera interés en que no se oyeran sus pasos. Hablando con exactitud, marchaba, más bien que caminaba, con gran agilidad en su paso y la sugerencia de un vaivén propio de los oficiales de caballería en sus caderas. Cubría su cabeza un elegante sombrero de fieltro colocado en un ángulo despreocupado; un objeto que reconocí como mi palmeta de matar moscas colgaba absurdamente de su muñeca, y un cigarro resplandecía con gran brillo entre sus labios.

Desde luego que se trataba sólo del mariscal de campo Sir Piers Poynings que regresaba de un paseo a pie realizado bastante después de medianoche, evidentemente. No tenía nada de extraño. No hay ninguna ley que prohiba a los mariscales de campo, ni aun a los cabos de los regimientos de lanceros, con su escasa paga, pasear por los campos durante la noche si así lo desean, así como no hay nada que impida a los arzobispos y a los inspectores jefes mantener una guardia junto a sus ventanas a las tres de la madrugada, en horas en que normalmente corresponde suponer que duermen.

Quizás todos tenían insomnio, a pesar de que no es éste un mal de familia en la noble estirpe de los Poynings, cuyos representantes masculinos son, por el contrario, más bien notables por el esplendor y sonoridad de sus ronquidos. Tampoco había relacionado a Thrupp con esta falta de sueño involuntaria, a pesar de haberle dado mi hospitalidad en numerosas oportunidades.

Sea como fuere, con tantas personas en guardia no veía razón alguna para continuar sumado a su número. En vista de ello, volví cuidadosamente a mi cama, donde deposité mi cuerpo, volví espalda y barba lejos de mi dormida compañera, y cogí el sueño inmediatamente, como un sacristán, hasta las ocho y media de la mañana por el reloj de mi mesita de noche.