4

Y mientras reflexionaba sobre este asunto de las relaciones entre Carmel y Andrea, recordé perplejo, y no sin inquietud, aquella alusión superficial, durante la conversación de la mañana, a una disputa bastante reciente entre las hermanas, «sobre un hombre». En aquel momento no había tenido oportunidad de obtener detalles, aun cuando hubiese tenido la temeridad suficiente como para pedirlos, pues la llamada telefónica del Padre Prior se había producido en el preciso instante en que podía haber recibido dicha información, y no había habido otra oportunidad de volver a ese tema antes de que se fuera Carmel. Lo único que sabía acerca de esta disputa es que el hombre en cuestión no había sido, según había temido yo en un principio, Adam Wycherley, sino aquel otro personaje misterioso, Frank Drinkwater. No obstante mi alivio de que mi joven amigo Adam no estuviese complicado en la disputa, la aparición inesperada del nombre de Drinkwater me había llenado de sorpresa y de algo muy semejante a la alarma.

No soy muy curioso por naturaleza en cuanto a relaciones sociales, y me interesan poco los chismes y habladurías entre los vecinos, lo cual en Merrington como en otros pueblos, constituye una de las principales ocupaciones. Tengo una debilidad humana y normal frente a un escándalo bien jugoso, y logro mantenerme, con moderación, bien informado sobre acontecimientos vulgares tales como nacimientos, matrimonios y defunciones; compromisos, romances y divorcios; llegadas y partidas; accidentes, enfermedades y operaciones; y aun de los actos más notables, de licencia, adulterio y embarazos fuera de matrimonio. Por otra parte, en cambio, no es muy posible mantenerme en la mayor ignorancia frente a acontecimientos tan importantes como la instalación de trompetas para los ángeles de la iglesia parroquial, como debí confesarle a Carmel, y no hay duda de que este caso de ignorancia imperdonable era sólo uno entre muchos. Finalmente, se me puede perdonar diciendo que buena parte de la culpa la tienen mis lectores, que con su generosa y sabia insistencia en hacer que me resulte lucrativo escribir estos magistrales libros, me impulsan a no malgastar energías inmiscuyéndome en asuntos que no me conciernen directamente.

Así, pues, aunque llegan a mi conocimiento muchas de las cosas que ocurren en mi vecindad, no puedo pretender saberlo todo. Sé algunas cosas, pero otras no. Sabía, por ejemplo, que durante algún tiempo Carmel había sido, según los repelentes términos usados por la juventud de hoy en día, la «festejada» de Adam Wycherley, y quizás por un proceso de desear con intensidad que las cosas sucediesen así, había supuesto vagamente que, si no estaban ya prometidos, era cuestión de tiempo el que se formalizara dicho compromiso. De una manera igualmente vaga, esta unión hipotética contaba con mi bendición, lo cual significa, simplemente, que no veía nada absurdo ni inconveniente en el matrimonio, y que aún lo consideraba más o menos adecuado. A decir verdad, mi interés en el asunto se había limitado hasta ahora en una concesión mental de que Carmel sería una mujer muy conveniente para Adam, en lugar de lo contrario. De ello podrá deducirse que hasta aquel día, me había interesado mucho más el bienestar conyugal de Adam que el de Carmel.

Para explicar esta parcialidad debo remontarme casi veinte años más atrás e informar al lector que cuando era todavía un repelente joven de mejillas sonrosadas y con seguridad con granos, recién terminados mis estudios en Sandhurst, me había incorporado a mi Regimiento en la India, siendo nuestro Comandante un excelente individuo llamado el mayor Charles Wycherley, y su único hijo, Adam, un vigoroso niño de cuatro o cinco años. Durante seis o siete años compartía una vivienda con los Wycherley, quienes fueron sumamente generosos conmigo, y tan buenos amigos, filósofos y consejeros como ningún hombre joven espera hallar en su vida. También Adam logró enseñarme algo que ignorara hasta entonces: que no todos los niños de esa edad tienen que ser inevitablemente candidatos a la obra de un Herodes. En verdad, en aquellos días fundamos los cimientos de una amistad que debía perdurar de forma sorprendente. No había llegado a verle con mucha frecuencia, pues uno o dos años después de mi llegada le habían enviado a un internado en Inglaterra.

Charles Wycherley era un hombre sin arraigo en Inglaterra, y cuando a su debido tiempo decidió retirarse, siguió mis consejos y exploró las posibilidades de establecerse en West Sussex. En definitiva, se compró una casa más bien grande en el límite norte de Merrington. Pero cuando por fin logré yo sacudir el maloliente polvo de la India de mis botas militares, varios años más tarde, y me instalé a escribir bajo la sombra acogedora de Merrington Priory, el pobre Charles había muerto, quedando sólo su encantadora viuda, y Adam, un adolescente. Dentro de lo que permitían las prolongadas ausencias de Adam en el internado, y posteriormente en Sandhurst, habíamos reanudado nuestra amistad hasta cierto punto, y a pesar de la gran diferencia de nuestras edades respectivas, continuábamos viéndonos con cierta frecuencia cuando él pasaba una temporada en su casa. Era una amistad despreocupada, sin mucha intimidad, pero me gustaba tanto el muchacho como me agradara el niñito, y a medida que se aproximaba a la edad adulta comencé a reconocer en él muchas de las admirables cualidades y rasgos de su padre. Hasta me había consultado una o dos veces acerca de asuntos de menor importancia, y, en conjunto, no era extraño que yo sintiese por lo menos un interés pasivo en sus actividades y bienestar.

Era todavía un cadete en la academia militar cuando advertí por primera vez su creciente inclinación por Carmel Gilchrist, y cuando al correr los años fue evidente que no se trataba de un simple afecto de adolescentes, sino de un sentimiento en potencia más intenso, había, como he dicho, dado mi tácita bendición y aprobación. No es que ello me incumbiese en modo alguno, pero Adam era un buen muchacho y me alegraba comprobar que había elegido una mujer como Carmel. Naturalmente, había tiempo aún de que se rompiese el encanto y de que todo el episodio quedase en nada, pero tenía esperanzas de que no ocurriera así.

De aquí mi alivio cuando supe que Adam Wycherley no había sido, como yo temí, el objeto de la disputa infernal que Carmel sostuvo con su hermana unos meses atrás. Los muchachos siempre serán muchachos, y las muchachas, siempre muchachas. Había además un peligro innegable en el hecho de que Andrea era mucho más hermosa que Carmel, y probablemente, además, mucho más apasionada y experta en cuestiones amorosas. Tampoco debe suponerse que yo hubiera dedicado mucho tiempo a especular sobre esto, pero a pesar de ello siempre había tenido la sospecha de que Andrea era posiblemente de una sexualidad anormal. Y la verdad es que Adam era un hombre apuesto, de buen color y con ojos azules que bien podían despertar el interés de Andrea oscura como la noche. Siempre existía, en verdad, el peligro de que Adam se enamorase de Andrea, o bien Andrea de Adam, con resultados desastrosos para Carmel en cualquiera de los dos casos. Por ello repito que sentí un profundo alivio al enterarme de que la disputa entre ambas hermanas no había sido por Adam.

En cambio, cuando Carmel dejó escapar que el casus belli había sido el individuo Drinkwater, sentí una inmediata inquietud mental. Drinkwater era un hombre a quien no podía soportar por ningún precio, y debo admitir que la sola idea de que Carmel hablase siquiera con él me provocaba resentimiento, y mucho más, desde luego, que tuviese una relación suficientemente estrecha con él como para haber sostenido una pelea infernal con su hermana por su culpa. Que existiese una relación íntima entre Drinkwater y la provocativa, sabia Andrea, sí podía creerlo, si bien no recordaba haber oído hablar de ello. Pero entre Drinkwater y Carmel, tan joven, tan fresca, tan inocente, no, no podía soportarlo.

Si algún lector pedante y curioso me pregunta por qué abrigaba sentimientos tan ingratos y poco caritativos hacia Drinkwater —quien, para hacerle justicia, nunca me había hecho daño alguno—, me veré obligado a retirar de mi anaquel los Epigrammata del poeta Marcial, y copiar laboriosamente aquel Epigrama que dice:

Non amo te, Sabidi, nec possum dicere quare:

Hoc tantum possum dicere, non amo te,

Del cual, para beneficio de los ignorantes, el poeta Brown hizo la siguiente versión inglesa:

I do not love thee, Doctor Fell;

The reason why I cannot tell, etc.

Dejo a la inteligencia del lector juzgar la relación de este apóstrofe con mis propios sentimientos hacia Frank Drinkwater.

En otros términos, mi aversión hacia el hombre era tal vez más instintiva que razonada. No conocía nada concreto acerca de él, y en verdad, sabía poco de él, y tenía muy poco interés en aumentar mis conocimientos. Era casi un forastero en la región, pues había aparecido por primera vez entre nosotros hacía algo más de un año, siendo por lo tanto un «forastero» de acuerdo con la acepción dada al término en West Sussex. Si bien no hay que pensar que todos nosotros somos tan agresivamente xenófobos frente a los extranjeros como lo es tío Piers hacia los celtas, tampoco puede negarse que los forasteros siempre son hasta cierto punto objeto de sospecha y falta de cordialidad en nuestros distritos rurales más apartados, por lo menos hasta que han justificado su presencia satisfactoriamente y desgastado mediante sus propios esfuerzos y virtudes los bordes más ásperos de nuestros prejuicios nativos. No pretendo disculpar nuestra idiosincrasia, sino que la menciono, simplemente.

En cuanto a mí se refiere, diré que mis pocas experiencias de trato superficial con Drinkwater habían tenido más bien el efecto de intensificar mi antipatía hacia él, antipatía que sintiera desde el primer momento en que le vi. En realidad, no había frecuentado mucho su trato, pues se había radicado, no en Merrington mismo, sino en una aldea cercana llamada Bollington, a la cual se llegaba al cabo de dos horas de marcha a través de las mesetas. Hablaré con el espíritu lleno de prejuicios de un inglés, señalando que hallaba el aspecto físico del hombre muy desfavorable, pues era increíblemente apuesto, pero había algo de degenerado en su apostura, y cultivaba patillas de una pulgada y el fino bigotillo que hemos aprendido a relacionar con actores cinematográficos latinos y músicos baratos. Su tez era trigueña, sus labios gruesos y sensuales, y sus ojos alargados tenían la inclinación de los del dios Pan. Tenía una figura esbelta y ágil, y sus ropas le envolvían con una gracia enteramente poco masculina. La historia no dice cómo era la bête noire de Marcial, Sabidius, pero si se parecía algo a Frank Drinkwater, no es fácil comprender cómo fue escrito el Epigrama citado.

Es verdad que podemos reconocer con ciertas reservas que un hombre no tiene la culpa de su aspecto físico. Pero lo que había apreciado fugazmente de sus modales y costumbres no contribuía en modo alguno a mitigar mi antipatía hacia él. La primera vez que le vi fue en aquella dependencia pequeña y sombría de los comercios del pueblo que justifica al propietario al denominarse a sí mismo mercader de vinos y alcoholes. Había entrado yo a encargar un nuevo barril de cerveza, y tuve que esperar mientras Drinkwater, cuyo nombre ignoraba a la sazón, estudiaba las listas de vinos y por fin encargaba una marca particularmente repugnante de champaña dulce de color rosado, elección que recordaba algo el pecado y la decadencia de los días pasados, cuando nobles malvados solían seducir a las muchachas de los cabarets en salones reservados del restaurante de Romano. Al mismo tiempo estaba fumando los cigarrillos más intensamente perfumados que he tenido la desgracia de oler en muchos años, y habría jurado que las exquisitas uñas de las manos que sostenían el cigarrillo habían sido pintadas con laca o barniz. En aquella oportunidad no conversamos, pero pocos días más tarde fuimos presentados en la Muestra de Floricultura del pueblo, creo que por Slogger Tosstick, aunque no estoy seguro de ello. Por cortesía, simplemente, me sentí en la obligación de cambiar algunas frases triviales con el hombre, si bien mientras lo hacía sentí una especie de fría repulsión. Se mostró en verdad muy cortés, pero sentí un alivio ilimitado cuando a los pocos minutos le asaltaron ruidosamente tres muchachas muy alegres y le arrancaron de mi lado. Dicho sea de paso, la identidad de estas tres jovencitas era un elemento revelador, para no mencionar el deseo casi indecente en las miradas que le dirigían. En efecto, si bien estas tres hijas del difunto Sir Jonathan Smudge habían sido bautizadas con los bonitos nombres de Lucila, Lavinia y Felicitas, lamento decir que desde hacía mucho tiempo se habían ganado los motes de Lubricia, Lascivia e Impudicia. Recuerdo haber reflexionado entonces que eran exactamente el tipo de muchachas a quienes podía gustar Frank Drinkwater, y que éste había necesitado muy poco tiempo, en verdad, para encontrar su propio nivel.

Además, aunque nunca me había dignado mostrar un interés activo frente al hombre, todo lo que había visto y oído por casualidad, posteriormente, tenía las mismas características. Dado que vivía apartado de aquella aldea, no era del todo raro que participara muy poco en la vida social de Merrington, pero a pesar de ello, siempre que le veía, iba acompañado por una o dos mujeres, y por accidente o no, se trataba invariablemente de muchachas de las mismas características que las de Smudge. Tampoco parecía tener inconveniente en salir con una que otra viuda aficionada a los hombres y con esposas descuidadas. Hasta qué puntó llegaban sus relaciones con ellas, no lo sé, ni tampoco me interesaba entonces, pero Barbary me había dicho una vez, no sin malicia, que por lo menos una docena de mujeres de la región acusaban un notable desarrollo de los músculos de las piernas a raíz de sus frecuentes peregrinaciones a la casa de Drinkwater en Bollington. Barbary misma le había tratado sólo una vez y, como era de esperar, le había sido altamente antipático.

Todo lo dicho anteriormente servirá para demostrar, según espero, por qué experimenté aquella sensación de alarma y aprensión al enterarme de que Carmel y Andrea habían reñido por él. Como ya he dicho, comprendía perfectamente que Andrea sintiese atracción por Drinkwater, pues quizá existía una especie de afinidad psicológica entre ambos y era casi seguro que hallasen placer en las mismas cosas. Pero Carmel… Por mucho que yo hubiese decidido considerarla como la futura mujer de Adam Wycherley y como una joven encantadora por sus méritos propios, no me agradaba aquella idea de que compitiese con su hermana Andrea por los favores de Drinkwater. No sólo se me antojaba esto vagamente desleal hacia Adam, que estaba lejos con su Regimiento, sino que además era algo inconcebible en Carmel, a menos que hubiese juzgado muy mal su carácter.

No era asunto mío. Con todo, deseé que Adam pudiese venir con licencia más a menudo.