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Se reconocerá en general que yo, Roger Poynings, había pasado un día accidentado. Decididamente, mi cerebro había soportado un ejercicio más variado y violento que el realizado en forma habitual, en un plazo menor de doce horas.

Cuando me levantara el mundo parecería grato y sencillo. Cuando me levantara a una hora decente, apropiada, cristiana, y cuando asomara mi barba por la ventana del dormitorio para que se secara, con el rostro adherido a ella, desde luego; e insisto en esto para que no haya ninguna duda acerca de este punto vital. No tenía entonces ni idea ni presentimiento, de la asombrosa sucesión de choques que soportaría mi sistema nervioso antes de que llegase nuevamente la hora de acostarse. A las ocho y cuarto de la mañana había tenido conciencia tan sólo de que se presentaba un día altamente auspicioso, de que era la fiesta de la Aparición de San Miguel Arcángel, en cuyo honor Barbary se había levantado temprano para ir a misa, y de que estaba yo aún dispuesto a holgazanear, en medio del breve período de vacaciones, que suelo permitirme entre la conclusión de una novela y la iniciación de otra. Por último, sentía que en lo único que aquel día se diferenciaría del anterior era en el hecho de que nuestros dos tíos, condenadamente distinguidos, pero decididamente soportables, conferirían a nuestro techo una dignidad temporal que se aproximaba sólo a la del Vaticano y el Ministerio de Guerra combinados en una sola unidad. Y aunque debo confesar que por temperamento soy un indolente conservador y un intolerante frente a cualquier cambio, aclararé al mismo tiempo, considerando la posibilidad de que cualesquiera de los dos lea este vigoroso libro, que esperaba la llegada de mis tíos con agradable expectativa. Es verdad que los arzobispos y mariscales de campo pueden no ser del agrado de todos, y en general aplicaré este comentario a la mayoría de los altos dignatarios de la Clase Dirigente, aunque sea tan sólo por el hecho de que ninguno de nosotros podemos llegar a ser arzobispos o mariscales de campo sin perder en parte algo de nuestra normalidad. A pesar de estas consideraciones, la situación cambia algo cuando estos personajes son de nuestra propia sangre y linaje, y especialmente cuando uno tiene edad suficiente como para recordarlos como canónigos y tenientes coroneles.

Sea como fuere, no sentía aprensión alguna frente a la inminente llegada de mis tíos, y mientras me vestía no sentía otras preocupaciones que las derivadas de un rápido examen mental de nuestras existencias de vinos y alcohol en general. Ignoré por completo el traje de rayas de gusto repugnante por afeminado que Barbary dejó sugestivamente a la vista, me vestí con mi conjunto de trabajo de camisa de punto y pantalones de pana y fui al piso bajo con la mente tan limpia de todo pecado como los huevos recién puestos que comí poco después durante el desayuno.

Ahora, en cambio, mientras me desvestía al finalizar aquella jornada fantástica, reflexioné que si alguien me hubiera anticipado una ínfima parte de lo que ella me traería, probablemente me habría quedado en cama, habría desconectado el teléfono, habría dado instrucciones de que no podía recibir visitas, y hubiera telegrafiado a mis tíos que estaba agonizante de lepra o paperas y que debían aplazar su visita o buscar otro alojamiento. Pero aparte del presentimiento vago, ya señalado, de que quizás tuviese una visita inesperada, no había ocurrido nada que oscureciera mi horizonte hasta… —y en un principio ello fue una nube no mayor que una uña de urraca— que advertí la obra de las garras de la gata Grimalkin entre mis trompetas celestiales.

¡La gata Grimalkin! ¡Cuán trivial, o a lo sumo, levemente jocoso, había parecido aquel nombre cuando en un principio atribuyó Carmel los estragos al animal! Por supuesto, nunca lo había imaginado como otra cosa que una extravagancia de la hermosa hermana de Carmel, un nombre conferido con el mismo espíritu con que cualquiera llama a su perro Satanás. Y sin embargo, alguna vez he escrito extensamente acerca de la teoría y práctica de la mentira, tema que ofrece para mí un interés personal además de profesional, pues ¿qué es la buena literatura de ficción, sino la habilidad de contar mentiras entretenidas? Es, además, un principio elemental de este arte el que la mejor manera de ocultar la verdad es decirla. Si Andrea Gilchrist era en verdad una bruja —y sólo aceptando semejante hipótesis, por improbable que apareciese para el pensamiento de nuestros días, era posible comenzar a reflexionar sobre los increíbles sucesos de ese día—, el hecho de que tuviera un compañero o «familiar» infernal era una simple consecuencia lógica de la situación, conforme a la tradición ortodoxa. Y puesto que los «familiares» medievales, si confiamos en la extensa y copiosamente documentada evidencia, con gran frecuencia tomaban la forma conveniente y poco conspicua de gatos domésticos, siendo el nombre Grimalkin, y Grey Malkin, o mejor aún, Maudkin, uno de los apelativos más corrientes dados a dichos animales, Andrea no podía haber hallado una forma más eficaz de ocultar la verdadera naturaleza de su compañero que siguiendo la tradición actualmente desacreditada.

Pero, desde luego, todo el asunto era un absurdo.

De cualquier manera, éste era sólo uno de una serie de factores diferentes que, casi todos absurdos en sí mismos, contribuían de alguna manera a entrelazarse y combinarse hasta el punto de exigir un análisis mucho más serio que el que nadie les había prestado considerados individualmente. El asunto del gato Grimalkin era solamente el eslabón inicial de una cadena de acontecimientos grotescos, si en verdad eran acontecimientos y no simplemente alucinaciones. Más de una vez aquel día había sentido la tentación de retirarme a mi estudio para repetir, con mayor violencia, mi experimento masoquístico con el cuchillo Pathan.

Cualquiera con inteligencia suficiente como para haber seguido esta absorbente narración hasta su grado actual de desarrollo, no tendrá necesidad de que le repita que después de mi prolongada entrevista con Carmel, con su interrupción brusca, y en cuanto a ella se refiere, decididamente blasfema, no tuve un momento de tranquilidad. Mucho menos, un momento en el cual reflexionar a solas, ni tampoco para conversar tranquilamente con mi sabia y sólida Barbary. En mitad de la tarde hubo un breve intervalo durante el cual tío Odo se encaminó hacia el convento y tío Piers salió a «estirar las piernas» como él decía, mediante un paseo a pie por las mesetas, y en el cual intenté, con un éxito justificadamente negativo, dar a Barbary una somera idea del motivo de la visita de Carmel. Dudo, sin embargo, que obtuviese entonces ninguna impresión concreta de lo que yo le dije, salvo la sospecha de que Carmel había perdido la razón, solución que, debo confesarlo, yo había desechado con mucha resistencia, por considerarla demasiado simple. Dejando a un lado otros factores, me encontraba en un dilema en cuanto al volumen de pormenores que estaba autorizado a divulgar, aun a mi mujer, de cuanto me contara Carmel en la soledad de mi despacho. Carmel no me había comprometido formalmente a guardar secreto, pero yo no podía por menos de sentir que dicho secreto estaba entendido de manera tácita. Por otra parte sabía que lo que contase a Barbary nunca saldría de sus labios.

Otra dificultad era que debido a la irrupción de mis tíos y de Barbary, mi conversación con Carmel se había visto interrumpida con brusquedad antes de que ella tuviese tiempo de completar su exposición. En particular se había ido sin llegar a explicarme exactamente por qué había acudido a mí con sus dificultades. Barbary, con su intuición habitual, señaló esta omisión fundamental tan pronto como hube terminado de presentarle el primer esquema somero del asunto. Su comentario inicial frente a mi monstruosa relación sobre brujas y palos de escoba se había limitado textualmente a dos únicas palabras: «¿Y ahora?». Cuando insistí en que explicase su comentario, a mi juicio demasiado ambiguo, agregó sólo tres palabras más: «¿Por qué tú?». No infiera el lector de esto que Barbary es habitualmente lacónica, o bien que se caracteriza por economía en la palabra. En general es capaz de charlar con tanta volubilidad como cualquier otro miembro de su sexo, pero por una paradoja, he observado que cuanto más importante es el tema considerado, tanto más frugales y concentrados son sus comentarios. En las circunstancias que relato, tuve la sensación inequívoca de que, como de costumbre, había planteado la pregunta esencial en todo el asunto.

¿Por qué, en verdad, me había elegido Carmel como depositario de sus extraordinarias confidencias? Y lo que viene más al caso, ¿qué esperaba que hiciera yo en relación a ellas? Es verdad que hasta cierto punto había explicado su elección de un confidente al obtener de mí una corroboración de sus propias impresiones, impresiones obtenidas, al principio, de uno de mis propios libros, en el sentido de que, contrariamente a la mayoría de sus amistades, yo creía aún en el Diablo y me resistía a rechazar todo lo que se relacionaba con lo oculto sin antes someterlo por lo menos a alguna forma de escrutinio analítico. Quizás ello pudiera considerarse respuesta suficiente para la segunda pregunta de Barbary, pero dejaba sin solucionar su planteo inicial, el que había expresado diciendo: «¿Y ahora?». A pesar de no haberlo dicho expresamente, por cuanto yo no era ni empleado del gobierno ni militar, Carmel había dado a entender que sometía el asunto a mi consideración a fin de que me informase y tomase las providencias necesarias a la mayor brevedad posible. Las circunstancias habían decretado, empero, que partiera sin dejar ningún indicio en cuanto a la naturaleza de dichas providencias «según se juzgare necesario», en la terminología administrativa.

Más aún: si el relato de Carmel hubiera sido un fenómeno aislado, quizás habría tenido algún justificativo, si bien con algún remordimiento de conciencia, en el hecho de encogerme de hombros y repetir, como Barbary, «¿Y ahora?», por lo menos hasta ver nuevamente a la muchacha y preguntarle sin preámbulos qué esperaba que yo hiciera. En este sentido toda la razón estaba de su parte. Por desgracia, su relato no era un fenómeno aislado. Por el contrario, aparecía ahora estrecha y peligrosamente relacionado con dos asuntos más, por lo menos, los cuales no eran triviales ni mucho menos: el uno, porque afectaba a la salud mental y a la vista del excelente Padre Pío, y el otro, porque tenía relación con el extraño destino de la mujer cuya trágica y misteriosa muerte correspondía investigar a mi amigo Thrupp.

Finalmente, era necesario afrontar el hecho de que Thrupp, considerado en general como uno de los investigadores más inteligentes y cautelosos de las fuerzas del Departamento de Investigación Criminal, había admitido sin ambages que se trataba probablemente de un asesinato.

¿Y ahora?