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El pollo dorado, rodeado por un círculo interior de legumbres y salsa y un círculo exterior de comensales hambrientos, estaba humeante en medio de la mesa del comedor. En un extremo de ella estaba yo, Roger Poynings, con el cuchillo y el tenedor de trinchar el ristre. En él otro, el Muy Reverendo Odo Poynings, Arzobispo-Obispo de Arundel, apoyó una mano sobre su crucifijo y levantó la derecha sobre la mesa.

Benedictus benedicat, per Christum Dominum nostrum —dijo Su Ilustrísima, con encomiable brevedad, y todos, salvo yo, tomaron asiento. Apenas se hubieron sentado, cuando sonó nuevamente el teléfono en el despacho.

Con un gemido, pues estaba hambriento y exhausto por mis experiencias de la mañana, entregué mis armas a tío Piers, que sea como fuere, sostiene que el arte de trinchar no ha pasado de su propia generación, y salí del comedor. Con bastante malos modos levanté el auricular y dije bruscamente:

—Roger Poynings.

—¡Roger! —con gran sorpresa oí la voz de Carmel, baja e insistente, en el extremo de los hilos telefónicos—. Le llamo en un mal momento, lo sé, pero creo que le interesará saber que hay una tremenda conmoción aquí. Alguien ha robado las trompetas de los ángeles