Si bien mi comunicación con Thrupp no me había hecho olvidar del todo la presencia de Carmel, al menos había distraído mi mente momentáneamente, alejándola del fantástico tema que nos ocupaba cuando se produjo la interrupción.
Después de contemplarme con los ojos muy abiertos mientras realizaba mi sangriento experimento con el cuchillo Pathan, Carmel había vuelto a su vez a la tierra a raíz del sonido del teléfono. Luego se había enjugado las lágrimas y con gran tacto había hecho un movimiento de salir al jardín a fin de permitirme hablar a solas. Pero yo le había hecho señas de que se quedase, y desde entonces había pasado el tiempo examinando mis libros mientras yo conversaba con Thrupp. Cuando colgué el auricular y enjugué por última vez la pequeña herida de mi antebrazo, vi que había sacado de un estante un volumen de regular tamaño y que estaba volviendo con lentitud las páginas con dedos inusitadamente torpes. Cuando por fin levantó la vista hacia mí, vi una expresión en sus ojos que me recordó la de un pájaro fascinado por una serpiente.
Con una ojeada reconocí el libro y deseé con la mente que no lo hubiese descubierto. En las mejores circunstancias no era lectura muy apropiada para una muchacha joven, y en verdad, estaba guardado en una estantería con puertas de cristales que habitualmente mantengo cerrada bajo llave, pero había abierto a solicitud de Barbary para que limpiasen y arreglasen los libros. Era un raro ejemplar de «Costumbres de las Brujas» de Ciprian Tuckaberry, quizá el tratado más minucioso y franco sobre ciencias ocultas publicado en ninguna época.
Atravesé la habitación, consciente del deseo de sacarlo de sus manos, y creo que Carmel misma, habiendo adivinado de qué clase de libro se trataba, se habría sentido muy aliviada de deshacerse de él, de no haber mediado uno de esos extraños incidentes triviales que, citando a Burn, con frecuencia alteran los planes de los ratones y de los hombres. En efecto, en el momento en que llegué junto a ella, el libro quedó abierto por casualidad en una ilustración de una página, una reproducción de un antiguo grabado llamado «Regreso de sabbat». Presentaba un grupo de brujas que cabalgaban por los aires en sus consabidas escobas, contra un fondo melodramático de noche de luna, con el cielo cubierto de nubarrones de tormenta y haces de rayos. Desde un punto de vista intrínseco y artístico no tenía mayor mérito, pero lo que lo hacía sorprendentemente apropiado para el febril relato de Carmel era el hecho de que las brujas representadas no eran las mujeres viejas, de ojos hundidos y mandíbula saliente, con sombreros puntiagudos y siniestros harapos flotantes, sino muchachas jóvenes y bonitas, desnudas y superlativamente desvergonzadas, con miembros opulentos y sensuales y rostros que hubieran sido bellos si no tuviesen aquel reflejo mercenario de licencia y depravación en sus ojos pecaminosos y llenos de experiencia, y si el obsceno abandono de sus cuerpos mientras volaban fatigadas y a la vez jubilosas, no hubiese revelado que regresaban de orgías indescriptibles en algún punto apartado.
Aparte de estas características desagradables, el grabado era, como digo, sorprendentemente apropiado para el caso. A pesar de mis firmes intenciones, me encontré incapacitado por un momento de quitar el libro de las manos de Carmel, y durante unos cuantos segundos permanecimos inmóviles en la contemplación silenciosa de la lámina, a la vez absorbidos y disgustados. Luego tomé el libro, lo coloqué de nuevo en su estante, busqué mis llaves y cerré las puertas de cristales. Cuando terminé de hacer todo esto, Carmel se había apartado de mi lado y estaba apoyada con aire taciturno contra el marco del ventanal, contemplando el jardín. Me acerqué a ella con lentitud, muy pensativo.
Sus ojos preocupados buscaron los míos.
—Como usted ve, yo tenía razón —dijo, mientras una sonrisa triste curvaba levemente sus labios.
Busqué con torpeza las palabras apropiadas.
—¿Quiere usted decir, respecto a la apariencia de las brujas? —Carmel asintió—. ¿Nunca había visto esa lámina, Carmel? —añadí yo.
—No, nunca.
—¿Ni ninguna semejante, o del mismo tipo?
—No. No creo haber visto nunca láminas de brujas, en realidad, salvo las ilustraciones absurdas de los cuentos infantiles de que hablamos hace un rato. Por ello el asunto resulta tan… inexplicable.
—Ya lo sé. Dígame, Carmel. ¿Tenía Andrea ese aspecto?
—Sí, Roger —su voz era baja y melancólica.
—¡Pobrecita! —dije compasivamente, y apoyé una mano fraternal en su hombro. Poco a poco ella respondió a mi gesto volviéndose y dirigiéndome una sonrisa más natural.
—¿Quiere decir que comienza a creer mi historia absurda? —preguntó—. ¿Le he convencido de que no la he inventado a medida que la contaba, y de que no esto tratando de tomarle el pelo?
—Mire, señorita —dije, y respirando profundamente, me dispuse a dar el gran salto—. Si ello le causa el menor consuelo, le digo en este momento que no creo que lo haya inventado ni de que esté tratando de tomarme el pelo. Creo que me ha contado lo que según su firme convicción tiene un ciento por ciento de verdad. Quiero decir, que creo que usted vio en realidad todo lo que dice haber visto; que toda su historia está basada exclusivamente en la evidencia recogida por sus propios ojos, sin nada añadido o exagerado… Por otra parte, tengo el deber de agregar lo siguiente: que mientras creo que usted vio realmente lo que me ha contado, no estoy convencido de que si otra persona, yo, por ejemplo, hubiese estado a su lado junto a la ventana de su dormitorio a las tres de esta madrugada, habría visto lo mismo que usted. ¡Con franqueza, no creo que habría visto nada, salvo el notable espectáculo de usted pinchándose el muslo con un alfiler de prendedor!
Carmel reflexionó gravemente sobre esto.
—¿Sostiene aún su teoría de una ilusión óptica, entonces? —preguntó poco después.
—Démosle ese nombre, en ausencia de otro más apropiado. No conozco muy bien la terminología psicológica, y puede que mis denominaciones sean un poco anticuadas. Usted sostiene haber visto a su hermana cabalgando desnuda sobre una escoba. Bien, yo no diré que no la ha visto; creo sinceramente que la vio. Lo que digo es que, si yo hubiese estado allí también, no habría visto nada de eso. Lo que es más, estoy dispuesto a apostar a que si usted hubiera tenido la iniciativa de entrar en la habitación de su hermana la habría encontrado bien arropada en su cama, durmiendo el sueño de las bellas.
—Está equivocado —dijo Carmel en voz baja—. ¿Cómo cree que pude haber sido tan tonta de no hacer eso? ¡No creerá que estaría aquí, contándole esta historia fantástica si no estuviese muy segura del terreno que piso!… Mire, Roger. Lo que debí haberle dicho, puesto que naturalmente usted lo ignora, es que en realidad Andrea y yo compartimos la misma habitación. No es eso, con exactitud, pero sí algo muy semejante. Hasta hace dos años teníamos una sola habitación muy grande que había sido nuestro dormitorio de niñas, cuando llegamos aquí. La única diferencia ahora es que está dividida en dos mitades por un tabique de siete u ocho pies de altura, con una puerta, que casi siempre está abierta, desde luego. Debí explicárselo desde un principio, pero he estado tan aturdida que no soy capaz de contar algo con ilación. Bueno, ahora le digo, Roger, que tanto Andrea como yo estábamos anoche acostadas y con las luces apagadas a las diez y cuarto, pero que Andrea no estuvo en la habitación desde las once menos cuarto, aproximadamente, hasta las cuatro menos veinte de esta madrugada. No puedo fijar con exactitud las horas, pero de cualquier manera fue ése el período.
Cuando ella calló, yo no dije nada.
—Corroboré esto por lo menos diez veces durante la noche —prosiguió—, pues siempre lo hago en ocasiones semejantes. Anoche ocurrió lo mismo de siempre: la cama vacía, las sábanas retiradas, el pijama en el suelo, donde quedó al quitárselo, y la habitación desierta.
Lancé un leve gemido. ¡Ahora, como siempre, la muchacha era tan precisa en la relación de los hechos circunstanciales! Y no lo hacía con intención —estoy seguro de ello—, sino por casualidad y con toda ingenuidad.
—Pero a pesar de todo, a las cuatro menos veinte, más o menos, estaba de regreso, ¿no? —pregunté.
—Sí. A las cuatro menos cuarto estaba dormida, por lo menos.
—¿La vio llegar a su habitación?
—No, pero la oí. Muy levemente, pero con toda claridad. Oí cerrarse la puerta, su respiración, y el ligero ruido de los muelles de la cama cuando se acostó. Es silenciosa como un gato, pero la oigo, siempre que esté esperándola con el oído aguzado.
—¿No se le ocurrió espiarla cuando la oyó entrar?
—¡No, no! No me atrevo. En realidad, ocurre exactamente lo contrario. Andrea siempre me espía en estas oportunidades; es lo último que hace al salir y lo primero al llegar, como para asegurarse de que estoy dormida. Siempre finjo dormir. Creo que… que me mataría si me hallase despierta.
—¿Que la mataría? —mi voz denotó incredulidad—. ¡Querida Carmel, no diga cosas absurdas! La verdad es que tenemos un país libre aún, hasta cierto punto, por lo menos, y ni el gobierno pretende ahora fijar las horas en que debemos estar dormidos o despiertos. ¿Qué derecho tiene su hermana a enojarse porque esté usted despierta a las tres y media de la mañana? Seguramente no tendría motivos para acusarla de que la espía si usted sufre insomnio en el momento en que ella sale o liega.
—Roger, lo intenté una vez —por cuarta vez aquella mañana Carmel se estremeció, como si un recuerdo muy desagradable volviese a su memoria—. Lo intenté una vez, con toda inocencia, pero no lo haré nunca más. Fue en el otoño pasado. Era la segunda o la tercera vez que oía a Andrea levantarse y salir, luego de fingir haberse acostado, y no pude contener mi curiosidad. Traté de espiar, y… pues, me sorprendió y… bien, los detalles no interesan. Casi me mató entonces, y nunca me he atrevido a intentar hacerlo otra vez… En realidad, entonces ignoraba lo que sé ahora. Pensaba simplemente que iba a… pues, a una cita con un amigo, o algo por el estilo.
Le di otro cigarrillo.
—Si no es una pregunta indiscreta —dije, mientras sostenía el fósforo encendido—, ¿es muy aficionada a hacer eso, quiero decir, a tener citas clandestinas con hombres, y cosas por el estilo?
Rehuyendo mi mirada, Carmel hizo un gesto afirmativo.
—No es que ello me preocupe exageradamente —dijo al cabo de una pausa—. En verdad, daría cualquier cosa porque sólo se tratase de eso. Estoy segura de que no está bien, pero yo me mostraría tolerante por completo, y nunca se me ocurriría delatarla. Mis sospechas intensas se despertaron la noche en que me sorprendió espiándola. Después de todo, me conoce lo suficiente como para saber que aun si hubiese descubierto que salía a reunirse con un hombre, yo no soy tan puritana e intransigente frente a esas cosas. Habíamos crecido juntas durante cerca de veinte años, y dormido juntas durante dieciocho, y no pude comprender por qué se enojó tanto de que la hubiese descubierto portándose… mal. De todos modos, no hubiera sido la primera vez, y ella misma me contaba a menudo sus aventuras. Por eso me pareció absurdo que se enfureciese tanto y tratase de asesinarme, como por poco lo hizo. Sinceramente, Roger, mi primera reacción fue sentirme herida porque mi hermana me creyese capaz de delatarla.
Aún en aquel instante, la pobre Carmel estaba indignada, pero de alguna manera yo la comprendía muy bien.
—Dicho sea de paso —dije—, alguien me dijo una vez que usted y Andrea no son hermanas, en realidad, pues su padre se casó dos veces. Usted sabe que estos chismes circulan…
—Es verdad —dijo ella rápidamente—. En realidad somos medio hermanas, a pesar de que mucha gente lo ignora y nosotras mismas lo olvidamos. La madre de Andrea murió al nacer ella, y papá se casó con mi madre poco después, a los años de enviudar, creo, de modo que prácticamente mi madre fue siempre la madre de Andrea, y ninguna de las dos supimos que no éramos hermanas del todo hasta que nos lo dijeron, muchos años más tarde. Yo soy casi cinco años menor que Andrea, y, desde luego, cuando yo nací, Andrea veía ya en mi madre a la única que había conocido. Esta situación se mantuvo mientras vivió mi madre. Luego murió, hace diez u once años, cuando estábamos en Maniston. Por ese motivo papá dejó esa parroquia y vino aquí.
—Comprendo —recordaba vagamente haber oído contar algo acerca de ellos cuando Mr. Gilchrist llegó por primera vez a Merrington—. Hábleme algo más acerca de sus propias relaciones con Andrea, Carmel. Lo que acaba de contarme me ha dejado anonadado, a decir verdad. Siempre tuve la impresión de que, como hermanas, ustedes se llevaban muy bien.
Carmel no contestó inmediatamente.
—Siempre fuimos excelentes compañeras —dijo por fin, con un acento de nostalgia—. Hasta cierto punto, seguimos siendo amigas, en el sentido de que no reñimos abiertamente muy a menudo. Aun esa escena que mencioné hace rato no alteró nuestras relaciones tanto como usted habrá supuesto. Ninguna de las dos hemos aludido a ella desde entonces, y quizá ambas fingimos haberla olvidado y perdonado hace mucho, como supongo que habría sido el caso, de habernos referido a ella. Quiero decir, que seguramente habríamos intercambiado el beso de la paz. Pero por desgracia, no hicimos eso. Yo casi llegué a juntar el valor necesario para decirle que lamentaba mi parte en el hecho, pero nunca llegué a hablar. Por su parte, Andrea tampoco tuvo una iniciativa. Verá… ¿cómo podría explicarlo?… Pues, en primer lugar, los cinco años que nos separan constituyen una diferencia mucho mayor que la que supone en general, y Andrea no me permite olvidarlo… A pesar de ello como le decía éramos inseparables.
Terminada su explicación, Carmel dejó escapar un suspiro.
Me acaricié la barba, pensativo.
—¿Y el enfriamiento de las relaciones data, por casualidad, de la época en que se dividió la habitación con un tabique? —pregunté con cautela.
Carmel me miró atentamente y asintió.
—En cierto modo, sí —admitió—. Aunque es posible que usted haya interpretado este episodio al revés.
—Supongo que la separación fue en un principio idea de Andrea —dije. La deducción era razonable, pues si Andrea estaba en verdad complicada en andanzas que exigían ciertas facilidades para salir clandestinamente durante la noche, ya fuera para reunirse con un amante de carne y hueso o bien con fines menos vulgares, debía ser en grado sumo inoportuno para ella tener una hermana menor, bastante despierta, compartiendo su habitación. Al parecer, estaba equivocado.
—Al contrario, la iniciativa fue, por entero, mía —dijo Carmel—. Para empezar, diré que acudí a mi padre y le exigí una habitación propia, diciendo que tenía edad suficiente para tenerla, y sin invocar otras razones. Con gran sorpresa de mi parte, papá accedió inmediatamente en principio, en lugar de enojarse como yo había temido. La única dificultad era que, como usted sabe, la Nueva Vicaría no es muy grande, y papá manifestó que sí yo tenía una habitación propia nos quedaríamos con una sola para invitados, lo cual es muy poco cuando se vive en el constante peligro de recibir la visita de obispos y archidiáconos en cualquier momento. Además, el dormitorio de niños era demasiado grande para que Andrea lo tuviese para sí sola, de modo que por fin accedimos a levantar un tabique y a mandar hacer una puerta en la mitad del dormitorio correspondiente a Andrea, a fin de que no tuviese necesidad de pasar por mi dormitorio para entrar en el suyo. En realidad, no era lo que yo deseaba, pero era mejor que nada.
—¿Y cuál fue la actitud de Andrea?
—Al principio estaba muy ofendida e indignada de que yo me hubiese atrevido a acudir a papá sin consultarla primero. Habló tanto que casi desistimos de todo el proyecto. Pero por fortuna, y en forma sorprendente para mí, papá se puso de parte mía, y gradualmente Andrea accedió. Una vez que se inició la obra, se entusiasmó mucho más que yo, lo cual demuestra, según creo, que su oposición inicial se debía sobre todo al hecho de que yo hubiera tomado la iniciativa. Ella actúa invariablemente en su papel de hermana mayor, y con seguridad consideró que yo era una atrevida.
Estábamos llegando a un terreno muy delicado, pero con la mayor habilidad me aventuré a avanzar otro paso.
—¿Y cual era su verdadero motivo para querer una habitación propia? —pregunté con tono despreocupado.
—Probablemente lo que los cronistas de divorcios llaman «incompatibilidad de caracteres» —repuso por fin, con una leve sonrisa—. No diré que yo no tuviera en parte la culpa. Quizá la tenía. Pero el hecho es que durante mucho tiempo, mucho, yo había llegado a la conclusión de que Andrea y yo no compartíamos los mismos puntos de vista frente a muchas cosas. Y ello no tiene excesiva importancia, pues el mundo sería muy monótono si todos pensáramos lo mismo acerca de todas las cosas, ¿no es verdad? Pero pienso que es justo que cada cual sea respetado en sus opiniones, y la dificultad con Andrea es que no aceptaba que mis puntos de vista divergieran de los suyos. Siempre se burlaba de mis ideas y trataba de inculcarme las suyas, aprovechando su mayor edad para intentar imponerme su voluntad, por así decir. Cuanto más crecía yo, mayor era el número de puntos en los cuales no estaba de acuerdo con ella. Algunos de ellos eran triviales, otros… según mi concepto, por lo menos, fundamentales. No sé por qué le cuento todo esto —prosiguió, luego de una pausa—. No acostumbro a lamentarme sobre estas cosas en presencia de nadie, pero… siento la necesidad de confiarme a alguien, pues de lo contrario, estallaré. Aún ahora, no sé cómo proseguir sin darle una impresión totalmente errónea de las cosas. En gran parte se trata de una cuestión de vocabulario, según creo. No quiero ser injusta con Andrea, y mucho menos pretender ser mejor de lo que soy en realidad. No soy una santa, ni nada parecido. Ni siquiera me llamaría «buena». Pero menos que todo podría considerarme una farisea.
Carmel había hablado con cierta vehemencia, si bien con serenidad, pero ahora se interrumpió con una pequeña carcajada.
—La palabra «farisea» me recuerda uno de los sermones de mi padre —explicó, al advertir mi sorpresa—. Generalmente se las compone para introducir un comentario punzante al final de sus sermones, y en la oportunidad a que me refiero, luego de decir las cosas habituales sobre el Fariseo y el Publicano, terminó diciendo que a pesar de que en ese caso correspondía culpar al primero y elogiar al segundo, la parábola podía tener efectos peligrosos sobre la gente poco inteligente que no comprende que la humildad del Publicano puede convertirse en una forma altamente repudiable de orgullo espiritual, a menos que sea absolutamente sincera. «Desde aquí puedo ver a muchos de vosotros», rugió mi padre con su tono más agresivo, «que os decís a vosotros mismos satisfechos, que este Publicano no tiene nada que ver con vosotros en cuanto a humildad se refiere, y casi percibo el aliento de los que se dicen con toda satisfacción que por fortuna no son como ese terrible Fariseo». ¿Comprende qué quiero decir, Roger? No hay nada más repelente que tratar de parecer mejor de lo que se es, sobre todo al compararse con los semejantes, y por ello no querría sugerir que soy «mejor» que Andrea. No me corresponde juzgarla, de todos modos, y a pesar de ello, he sentido que… bueno, que debía apartarme de ella, o bien hundirme con ella.
Carmel golpeó el suelo con un pie calzado con una sandalia y agitó las manos con desaliento.
—¡Ya ve usted! ¿Ha oído alguna vez una frase que denote mayor complacencia de sí mismo que ésta? —se quejó.
—Comprendo exactamente qué quiere decir —la consolé—. Por lo menos, estoy casi seguro de ello. Hay momentos en la vida, Carmel, en que la gente como usted y yo, seres vulgares, decentes, pecadores, sensuales, sin mayores dotes relevantes, nos encontramos en presencia de individuos de un tipo muy diferente. Un individuo, por ejemplo, que no es ya a medias decente, o pecador, o sensual, sino notablemente mejor que nosotros, una especie de santo, o bien notablemente peor, es decir, alguien del todo malo, en apariencia, mientras que nosotros somos simplemente pecadores. En verdad, hay unos pocos seres en este mundo que podríamos llamar virtualmente anormales, o sea, por encima o por debajo de la norma, ya sea en el bien o en el mal. Una vez aceptado esto, quizás no se sienta tan avergonzada de sí misma por el hecho de intentar decirme que ha descubierto esta clase de anormalidad en su hermana. Usted se refería a eso, ¿no es verdad?
—Quizá sí. Sí, comprendo qué quiere decir, Roger. Detesto tener que decirlo, pues a pesar de todo quiero mucho a Andrea todavía, y no puedo olvidar que a veces ha sido muy buena conmigo. Pero tiene usted razón. Existe esa diferencia esencial entre nosotros. Dios sabe que soy capaz de desobedecer los Diez Mandamientos simultáneamente, o bien uno después de otro. Creo poder afirmar que no hay nada inherentemente malo en mí. Es probable que Andrea no haya cometido tantos pecados como yo, y sin embargo… sí, es mala en un sentido en que yo no lo soy. Y cuando comencé a comprender que Andrea no hacía ciertas cosas sólo por debilidad, o afición a los placeres, como yo, sino por el gusto de ser mala, me preocupé mucho y decidí apartarme de ella. Andrea nunca ha cedido a la debilidad, Roger. Siempre ha tenido un carácter mucho más firme que el mío, y es mucho más capaz que yo de resistir una tentación, si lo quisiera. Esto es, en cierto modo, lo terrible de todo el asunto.
—Lo comprendo perfectamente —dije para animarla.
—Le daré un pequeño ejemplo de lo que quiero decir, Roger. Es una tontería, en sí mismo, pero a pesar de ello ilustra la diferencia entre nosotras, y dicho sea de paso me resultará más fácil hablar de ello que de episodios posteriores. Cuando éramos unas niñas, digamos de nueve o diez y trece o catorce años, siempre estábamos escasas de dinero. Teníamos una cantidad semanal, por supuesto, como todos los niños, pero nunca nos alcanzaba para todo lo que queríamos comprar con ella. Bueno, cuando yo me quedaba sin dinero y quería comprar algo, solía acudir a papá y decírselo, y él rezongaba un poco y me llamaba dilapidadora (¡con un chelín por semana que teníamos!), y al final siempre cumplía yo mi deseo sin mayores dificultades. Andrea, en cambio, nunca se molestaba en pedir dinero a papá. De ningún modo. Se lo robaba, lo cual significaba que no sólo tenía siempre todo el dinero que quería, sino que lo obtenía sin tomarse el trabajo de solicitarlo, eso sin mencionar el hecho de que, en medio de su inocencia, mi padre me la presentaba siempre como un ejemplo de economía y sabiduría en la distribución de su chelín. Pero eso no era todo. Papá, como habrá adivinado, es muy descuidado en materia de dinero. Nunca sabe cuánto tiene o debiera tener, y siempre lo deja en cualquier parte, sin recordar dónde lo ha guardado. Así, pues, habría sido muy sencillo para Andrea y para mí, si hubiera tenido tal inclinación, cogerlo sin riesgo de ser descubiertas, pero no. Aquello no era suficiente maldad para ella. Esperaba siempre el domingo por la tarde, cuando papá traía el importe de la colecta de la iglesia y lo dejaba en un gran recipiente de plata, en el comedor, hasta el lunes por la mañana, en que contaba el dinero y lo llevaba al banco. Para entonces, desde luego, Andrea se había apoderado de todo el dinero que quería, nunca mucho, es verdad. Se conformaba con dos chelines o media corona, suma que papá le habría dado sin vacilar si hubiera tenido la honradez de pedírsela. Pero ella tenía que robar. Y tenía que robar no el dinero particular de mi padre, sino el de la colecta de la iglesia, porque era mucho peor. Técnicamente, según creo, es una forma de sacrilegio, ¿no es verdad?
—Yo diría que sí —repuse.
—Teníamos serias disputas y discusiones acerca de ello, Roger. La verdad es que siempre trataba de que yo también robara. A veces me tentaba hablando de todas las cosas bonitas que podría comprar con dos o tres chelines más. Otras se burlaba de que careciese del valor necesario para robar, y me desafiaba a que demostrase lo contrario, lo cual, diré, era la forma de provocación más peligrosa, en mi caso, pues siempre me he preciado de tener valor y he despreciado a quienes carecen de él. Sea como fuere, nunca cedí. No sé por qué; decididamente no era una cuestión de moralidad, ni tampoco de temor. En parte era obstinación, pero una razón más poderosa aún era que no veía necesidad alguna de robar, cuando sabía que podía obtener lo que deseaba pidiéndoselo papá… No necesito hablar más de esto, ¿no, Roger? Como digo, es una tontería en sí, pero ilustra perfectamente la diferencia entre Andrea y yo. Francamente, si quisiera con mucha intensidad algo, y no pudiera obtenerlo por medios legítimos, dudo que tuviera muchos escrúpulos en apoderarme de ello. Créase o no, soy muy poco escrupulosa en ese sentido. Pero si usted presenta a Andrea la alternativa de obtener algo por medios legítimos o ilegítimos, puede estar seguro de que optará invariablemente por los ilegítimos, sólo por el placer de cometer una mala acción. Temo haber hecho a menudo cosas más incorrectas que robar dinero de la colecta, pero por lo menos, me comporto mal sólo cuando no puedo ser buena. Andrea preferirá siempre ser mala a ser buena, y lo dice abiertamente, quizás no a todo el mundo, pero a mí sí. En cuanto a mí se refiere, no tiene reparos en confesarlo. ¡Es su filosofía de la vida!
—En verdad me sorprende, Carmel —dije—. Por supuesto no tenía la menor idea de ello. Es terrible, ¿no?, sobre todo que haya tratado de arrastrarla a usted. Debe de haber pasado momentos difíciles.
—Era mucho peor cuando yo era más joven. Como usted sabrá, es inevitable sufrir la influencia de una hermana mayor, y muy difícil resistirse a las iniciativas; no a las órdenes. Sinceramente, no siempre logré resistirme. Lo logré en cuanto a robar dinero, pero había muchas otras cosas, y a veces Andrea se salía con la suya, con mucha mayor frecuencia de la que me atrevo a admitir, en realidad. De todos modos, aun cuando lograba obligarme a hacer lo que ella quería, yo nunca perdí del todo mi voluntad de resistir, por así decir. Y lo que es más, al final gané.
—¿Ganó? —repetí intrigado—. ¿Quiere decir que ha abandonado sus tentativas?
Carmel asintió.
—Por suerte. Ahora no tengo dificultades con ella. Nunca las he tenido, desde que hicieron ese tabique. Es extraño, ¿no?
—Pero…
—No me pida que se lo explique, Roger. No puedo. No pretendo comprender el motivo de ello, sino que me conformo con el hecho de que el tabique haya sido eficaz. Tal vez parezca absurdo, como todo lo que le he dicho esta mañana, pero decididamente el tabique ha sido el motivo de ello. En realidad no llega al techo, y casi siempre la puerta está abierta, pero por alguna razón misteriosa, ha dado resultado. Quizás sea simbólico, pero de algún modo significa que tengo mi habitación, y desde hace mucho Andrea ha aceptado la idea y se ha resignado a dejarme tranquila. En el momento en que quedó terminado el tabique, me di cuenta de ello. Tuve una sensación de liberación, como no tuve nunca mientras dormí con Andrea. Era una especie de sensación de liberación de su influencia y… de su dominación. Me sentí libre y llena de confianza en mí misma, por primera vez en mi vida. Lo extraño es que Andrea aceptó, al parecer esta situación. Desde aquella noche, su actitud hacia mí cambió radicalmente. Dejó de intentar obligarme a hacer cosas contra mi voluntad, dejó de dominarme y me permitió seguir mi camino sin interferir en mis asuntos. El resultado es que desde entonces nos llevamos mucho mejor, si bien no tenemos tanta intimidad, pero en general, somos mejores amigas. Desde luego tenemos discusiones y diferencias, como todas las hermanas, pero se trata de discusiones muy claras y, con una excepción, muy diferentes de las anteriores. Hace unos pocos meses tuvimos una terrible —por un hombre, debo decir—, pero aparte de eso, nuestras relaciones son bastante buenas. Hasta que comenzó este horrible asunto de las brujas yo me sentía mucho más feliz y reconciliada con la vida que cuando niña.
Muy de mala gana, pero con la convicción de que la importancia de completar mis datos supera toda consideración de delicadeza, decidí abordar el tema abiertamente, y pregunté:
—Este hombre sobre quien riñeron —a riesgo de ser excesivamente curioso—, ¿era Adam Wycherley?
Tuve una verdadera sorpresa cuando, con un ligero sobresalto, ella agitó la cabeza con énfasis, se ruborizó imperceptiblemente, y contestó:
—No, no. Ése era otro asunto muy diferente. Si quiere saberlo, me refiero a Frank Drinkwater…
—¡No! —exclamé en voz baja. Y en aquel momento el teléfono volvió a sonar.