7

Sin decir una palabra me levanté del sofá y me dirigí con paso firme hacia mi escritorio. Sobre él, en medio de mil objetos, está siempre un pequeño cuchillo Pathan, no más grande que una daga diminuta, que arranqué de manos de un nativo con impulsos asesinos hace muchos años. Su función nominal, en la actualidad, es abrir sobres, aunque dudo que lo use más de una o dos veces por año. Tiene una hoja afilada, terminada en una punta muy aguda. En resumen, es un juguete bastante peligroso. Lo cogí con una mano, y apretando los labios, hundí su afilada punta en la parte más musculosa de mi antebrazo izquierdo.

Me dolió. Sangró.

Y en este instante increíble sonó el teléfono. Tan confuso estaba, que aquel sonido inesperado me provocó un sobresalto. Con una palabra convencional de excusa a Carmel, levanté el receptor y dije brevemente:

—Roger Poynings.

La voz que contestó a mis palabras era la de Sue Barnes, una de las muchachas a cargo de las líneas telefónicas locales. Sue y yo nos hicimos amigos desde que, siendo ella una niñita de cinco o seis años, con cabellos color de lino, acostumbraba a pasear en el carro de reparto de leche de su padre y cambiar bromas conmigo por sobre la cerca del jardín. Hoy en día su amistad ha tomado la forma de advertirme por anticipado, siempre que ello es posible, acerca de una llamada inminente, ya sea local o de larga distancia, con datos sobre su origen. Esta ventaja me proporciona unos segundos de gran valor para orientarme mentalmente en la dirección adecuada.

—Llamada de Londres —dijo Sue, y al cabo de una combinación ensordecedora de ruidos característicos y de una breve espera durante la cual pude oír una radio lejana que gemía las notas azucaradas y melosas de You Are My Heart’s Delight, una voz masculina dijo:

—Habla New Scotland Yard. ¿Mr. Roger Poynings?

Creo que esa mañana había agotado todas mis reservas de sorpresa. Si el que llamaba se hubiera anunciado como el Papa de Roma o aquel individuo llamado Joad, dudo de que me hubiese inmutado.

—Sí, Roger Poynings —dije, enjugando la sangre de mi antebrazo con un pañuelo.

—El inspector jefe Thrupp desea hablar con usted, señor —dijo la voz—. Le comunicaré inmediatamente.

Otro intervalo de ruidos, y luego una voz muy familiar dijo:

—¡Buenos días, Roger!

—¿Cómo estás, Robert? —dije con igual cordialidad—. ¿Y cómo marchan tus síntomas?

Una vez revelado el origen de la llamada telefónica, no tuve la menor duda de que se trataba de Thrupp, pues no conocía a nadie más en Scotland Yard que tuviese probabilidades de telefonearme. A pesar de ello, me sorprendió oír su voz. Mi amistad con Robert Thrupp era una relación agradable, espontánea, de esas que no por frecuentarse de forma intermitente dejan de ser sumamente firmes. El mismo destino que en un principio nos reuniera ha decidido que nuestras relaciones deben constar de períodos de asociación intensiva, alternados por prolongados períodos durante los cuales ni nos vemos ni nos hablamos durante meses y años, al cabo de los cuales, como dice Barbary, nos turnamos para enviarnos tarjetas de Navidad. Cuando oí su voz incisiva a través de las líneas telefónicas, en esa mañana de mayo, reflexioné fugazmente que habían transcurrido cerca de once meses desde que nos viéramos por última vez. A pesar de mi preocupación con los asuntos de Carmel Gilchrist tuve un gran placer al oírle ahora.

—Roger, estoy muy apurado —dijo Thrupp con tono apremiante—. Me ha mandado llamar nuestro viejo amigo el superintendente Bede, de Steyning. Voy hacia allí en automóvil inmediatamente. No conozco muy bien el motivo de la llamada, pero ya me enteraré cuando llegue. Entiendo que el caso está dentro de la jurisdicción de tu distrito: es un lugar llamado Rootham.

—A cinco millas, cruzando las mesetas, y a nueve o diez por carretera —le dije—. Pero ¿qué diablos ha ocurrido allí? Rootham es una pequeña aldea acurrucada dentro de un pliegue oculto de los Downs, con una escasa población consistente casi exclusivamente en trabajadores de las granjas y pastores.

—Ha muerto alguien —dijo Thrupp lacónicamente—. Es todo lo que puedo decirte por ahora. El asunto es, ¿hay una hostería allí, o algún lugar donde pueda alojarme?

—No, no seas optimista. Dudo de que haya un chiquero vacío, siquiera. Mi querido Robert, vendrás aquí y te quedarás con nosotros, como siempre. Barbary estará encantada. Todavía te adora en secreto.

—¿Estás seguro de que no molestaré, Roger? No quiero abusar. ¿Estáis solos?

—No, pero casi solos.

—¿Quién está en tu casa?

—En este momento, nadie, pero tengo una yunta de tíos que llegarán de un momento a otro. Pero no te preocupes por ellos. Son enteramente inofensivos.

—¿Tíos? —Thrupp estaba, al parecer, un poco desilusionado—. ¡Ejem! No sé si…

—Considerados individualmente o en yunta, tienen cierto valor como fuentes de entretenimiento —insistí—. Uno es arzobispo, y el otro, mariscal de campo, de modo que entre los dos…

—¿Qué? —dijo Thrupp, sin duda alguna anonadado.

—Son muy respetables —proseguí—. No se inmiscuirán en tus asuntos, te lo prometo.

—¡Increíble! —exclamó Thrupp, quien tiene una incurable tendencia a la exageración—. Resérvame una habitación en la Doncella Verde, ¿quieres?

—Pero ¿por qué? —insistí—. Tenemos mucho espacio aquí. Ni siquiera un arzobispo puede dormir en más de una cama a la vez. Además, Barbary no me lo perdonaría, ni tú tampoco, si vas a la Doncella Verde. Luego, estoy seguro de que tío Odo me excomulgaría, y tío Piers me daría de latigazos, si llegasen a enterarse de que les he privado del placer de conocer a un auténtico funcionario de Scotland Yard. Y si me dices que te importan un bledo mis tíos, por lo menos tenme compasión. Acabo de terminar un libro y debería comenzar otro, pero no se me ocurre ningún título, y mucho menos un argumento, En vista de estas circunstancias, es tu deber, sin duda alguna, venir en mi ayuda. Te necesito, Thrupp mío. Mi alma clama por ti. Como jadea el ciervo…

Thrupp me interrumpió riendo.

—¿Sigues llevando esa barba repelente? —preguntó inesperadamente.

—Es una barba hermosa —repuse indignado—. La mejor barba que he tenido hasta ahora, como podrás comprobar en persona cuando llegues aquí. Pero si oigo más acerca de la Doncella Verde iré directamente al cuarto de baño y me la afeitaré, para vengarme.

Thrupp lanzó un grito de fingido horror.

—Es mejor que vaya —dijo—. Aún me despierto bañado en sudor espeso cuando recuerdo tu aspecto al afeitarte el año pasado. Muy bien, pues, ¿estás seguro de que no molestaré?

—Seguro.

—¿Ni tampoco a Barbary? Tendrá las manos llenas…

—¿Alguna vez has conocido a Barbary con las manos demasiado llenas?

—Verdaderamente, no —admitió Thrupp—. Pero…

—¿Vendrás a almorzar? —le interrumpí—. Pollo asado y Budín de Sussex.

Le oí relamerse los labios.

—Es imposible, por desgracia —repuso con tono de pesar—. Debo reunirme con Bede en Rootham a las doce y media, y seguramente estaré ocupado con él durante el resto del día. Espérame en las últimas horas de la tarde, siempre que no tengas inconveniente en que vaya. Te llamaré por teléfono desde algún sitio cuando sepa de qué se trata y cómo marchan las cosas. Por ahora no sé nada, o casi nada…

Poco después, luego de mutuos saludos efusivos, cortamos la comunicación.