6

Nadie puede acusarme con justicia de ser misógino, pero hay momentos en que no se puede evitar el desear —seguramente sin razón, pero por lo menos con la mayor falta de originalidad— que no se hubieran inventado las mujeres, o bien que las diferencias entre ambos sexos fuesen simplemente cuestión de anatomía y no también de mentalidad. Por otra parte, quisiera comprender mejor su estructura psicológica, a fin de estar adiestrado en la función de ser un protector más eficaz de damas en apuros. A pesar de ello, no creo ser en modo alguno alérgico a las mujeres jóvenes. Por el contrario, en general tengo una tendencia a sentirme atraído con fuerza por ellas; y, al parecer, a algunas les gusto. Pero, como digo, hay momentos…

Y éste era uno de ellos. Decididamente era uno de ellos. Y si con una visión microcefálica de las cosas el lector exige una explicación para ello, sólo le ruego que reconozca que mi situación era en extremo delicada. Y para incurrir en otro lugar común, las cosas iban ya demasiado lejos.

Una cosa es, después de todo, compartir un sofá con una hermosa muchacha y sostener una amigable fiesta del razonamiento, y aún permitir moderadas incursiones en el alma, acerca de cuestiones de interés concreto para ambas partes. En un sofá pueden ocurrir cosas mucho peores, según me dijo una rubia en cierta oportunidad, añadiendo que algunas de las cosas que le habían ocurrido a ella en sofás no eran para contar y eran, en cambio, peores que la muerte —en verdad, no podría decir a qué se refería con exactitud, ya que en apariencia estaba llena de vida, por lo menos del cuello para abajo—. Siempre he sostenido, empero, que uno de los requisitos esenciales para disfrutar de las disquisiciones señaladas es que la interlocutora se encuentre en su sano juicio, o por lo menos libre de las obsesiones más violentamente misológicas. Pero otra cosa es, en cambio, hallarse sentado junto a una muchacha, por bonita y atrayente que sea, que proclama histéricamente haber visto, con sus propios ojos corporales, un espectáculo que aun los ocultistas más recalcitrantes vacilan en afirmar haber visto, salvo en cuanto se refiera a las visiones más frenéticas de nuestros antepasados acosados por los malos espíritus.

Es verdad que hasta ese instante, Carmel se había mostrado enteramente cuerda. En verdad, había llegado a advertirme que lo que me contaría sería causa suficiente como para que dudase de su salud mental. Pero por mi parte había tomado con tanta ligereza semejante contingencia, que la olvidé tan pronto como pasamos a otros puntos. No había dejado de estar preparado para enterarme de alguna experiencia perturbadora y misteriosa relacionada con lo sobrenatural, lo oculto. Creo aún que había esperado que Carmel me hablase de algún encuentro personal con el Diablo, y de haberse tratado de esto, habría estado mucho más dispuesto a creer en la verdad de sus afirmaciones. Como le sugiriera ya, yo sostengo, con un espíritu algo excéntrico según el concepto moderno, que no es posible ser totalmente agnóstico respecto al Diablo sin ser, ipso facto, agnóstico respecto a Dios. A pesar de que nunca había visto al Diablo no encuentro nada intrínsecamente imposible en la idea de que un espíritu pueda materializarse y adquirir forma humana. Si Carmel hubiera afirmado haber visto al Diablo, quizás me habría mostrado sumamente escéptico, pero, no obstante haber sido difícil convencerme, por lo menos me habría mostrado dispuesto a ser convencido. En cambio, estas alusiones absurdas a brujas que cabalgan en palos de escoba en la forma tradicional, eran una prueba tan intolerable para mi credulidad, que simplemente no podía aceptarlas ni en su planteamiento inicial.

Por el momento, no obstante, todo ello no tenía importancia. La consideración más urgente era que junto a mí, en mi sofá sagrado, una muchacha joven, mi invitada a pesar de haber venido sin invitación, se encontraba en medio de una profunda perturbación psicológica, y tan alterada que era de temer un acceso histérico en cualquier momento. Mi primer impulso, como es natural, fue correr con rapidez hacia la puerta y llamar a gritos a Barbary, no sólo porque el problema estaba evidentemente dentro del dominio femenino, sino también porque Barbary es una de esas mujeres tranquilas y serenas cuya sola presencia en una escena de pánico incipiente basta para restablecer la calma y el sentido común. Barbary no tiene nada de pasivo ni insensible, pues en las oportunidades apropiadas es capaz de desplegar un volumen desbordante de vitalidad, elocuencia y pasión, pero aún en estos casos hay en ella algo sedante y tranquilizador. Probablemente Barbary habría curado el nerviosismo de Carmel entrando en la habitación y diciendo tan solo: «¿Qué diablos ocurre?». A pesar de ello, algo me contuvo de llamarla. No sé por qué, a menos que temiese que Carmel, al tranquilizarse nuevamente, se resintiese frente a la intrusión y creyese que de alguna manera yo había traicionado su confianza permitiendo a un tercero ser testigo de la alteración transitoria de su equilibrio.

Además, su estado no era verdaderamente de histeria. Estaba llorando sin consuelo, pero con cierto control y muy quedamente. Su desesperación, aguda como era, no había llegado al borde del frenesí. Calculaba yo que, teniendo presentes todos los factores, lo mejor que podía hacer era dejarla disfrutar de esa panacea universal de las mujeres, un buen acceso de llanto. Así, pues, me retiré en silencio del sofá, escurrí la tetera hasta lograr obtener otra taza de té para Carmel, dejé mi pitillera y una caja de fósforos en una mesa junto a ella, y sin decir una palabra salí al jardín. Al llegar a los ventanales me volví y dije con despreocupación:

—Volveré dentro de diez minutos —y salí. Mi propio estado de ánimo era de gran confusión, y, sin advertir la dirección de mis pasos me encontré de pronto junto a aquel parterre profanado por Grimalkin, con mis desgraciadas trompetas celestiales. Sería monótono, cuando no imposible, describir todos los pensamientos e ideas desconectadas que pasaban, saltaban y se deslizaban en mi mente, pues fueron innumerables. Lo que recuerdo con mayor claridad es la extraña sensación de irrealidad que me había invadido, juntamente con una sensación contradictoria, casi paradójica, de que aquel sentido de irrealidad era en sí irreal, es decir: la situación era en verdad sumamente real, y como tal, era necesario afrontarla.

Recuerdo asimismo haber tratado de sacar una conclusión lógica de aquellos dos pares de coincidencias absurdas. Primero, que mi parterre de trompetas celestiales hubiera sido atacado, casi con seguridad, por la gata Grimalkin, cuyo nombre, a pesar de haber sido dado por la hermana de Carmel con un espíritu de broma, estaba tradicionalmente asociado con la hechicería. Segundo, que antes de hacer su absurda afirmación de haber visto brujas que cabalgaban en el espacio de nuestro glorioso Sussex, Carmel me había deleitado con una entretenida relación de las dificultades causadas por la instalación de un par de trompetas para los ángeles de la iglesia parroquial. Teníamos aquí una situación compleja, en la cual intervenían dos palabras comunes, usadas legítimamente en dos sentidos diferentes, el uno, literal, y el otro de nomenclatura, pero la asociación con la hechicería había intervenido en cada uno de ellos. Había luego, sin duda, una tercera coincidencia que en circunstancias más normales nos habría parecido más o menos notable, es decir, el hecho de que en el mismo día hubiese como invitados un prelado y un noble, tanto en casa de Carmel como en la mía. Pero por comparación con la otra serie, esto se presentaba tan claro y sencillo que no tenía mayor valor que el de habernos divertido fugazmente. En cuanto a la cuarta coincidencia, trivial, de que ambos pares de visitantes debiesen comer pollo asado y Budín de Sussex… pues bien: en ello no había nada excesivamente extraño. El menú era el típico de los almuerzos que acostumbramos presentar a nuestros invitados en esta región del mundo.

Era inevitable supongo, que éstos y otros pensamientos parecidos se agitasen en mi mente; pero en general no perdí mucho tiempo en detenerme en ellos. Por absorbentes que fuesen todos estos factores coincidentes, bien podían quedar a un lado mientras no abordara el problema fundamental de Carmel y su estado mental. Y por fin, luego de consultar mi reloj y comprobar que había transcurrido el plazo fijado de diez minutos, eché los hombros hacia atrás, me arreglé la barba y me dirigí hacia la casa.

Con infinito alivio vi la esbelta fisura de Carmel apoyada graciosamente contra el marco de uno de los ventanales, con un cigarrillo entre los labios y la taza en una mano. Aun desde cierta distancia pude advertir que había desaparecido el peligro de histeria, y al acercarme más observé un resplandor de vergüenza en sus ojos y un tinte sonrosado en sus mejillas.

—¿Mejor? —pregunté lacónicamente.

—Sí, gracias. Siento haberme comportado como una tonta…

—No se preocupe.

Dejando a un lado las convenciones, levanté su mentón con un dedo hasta que sus ojos castaños miraron los míos. Había en ellos preocupación, y no poca sorpresa, pero estaban tan cuerdos como los de Barbary. En realidad, poco a poco apareció en ellos un breve destello humorístico.

—Bueno. ¿Estoy loca o no? —preguntó unos segundos más tarde.

Con un tono de incredulidad, sonreí.

—Sí, está loca —dije—. Loca como un conejo, pero no demente.

—Bien, se lo he advertido.

—Es verdad. Pero… ¿Afirma aún lo mismo?

—No tengo otra alternativa, porque es verdad, piense lo que piense usted —sus ojos estaban más serios ahora y me desafiaban.

—¿Tiene ganas de hablar de ello?

—Sí. Ya estoy bien. Desde luego que no me creerá. No espero que lo haga. Pero aun cuando sólo confirme sus sospechas de que estoy loca, me sentiré mejor confiándome a usted. ¡Quizás pueda indicarme el tipo de especialista a quien debo acudir!

Con un gesto amistoso la llevé otra vez al despacho y ocupamos nuestros lugares en el sofá.

—Mire, amiguita —le dije antes de que abriese los labios—; creo que debo establecer mi posición con mayor claridad. No quiero que me interprete mal. En especial, no quiero que piense que soy incrédulo cien por cien acerca de todo lo que se relaciona con la hechicería. Siempre he sentido cierto interés por las ciencias ocultas y he leído los libros consagrados, y partiendo del principio de que donde hay humo hay fuego, estoy convencido de que debe haber habido mucho más en el asunto de la hechicería de lo que nuestros escépticos están dispuestos a reconocer. Pero ello no quiere decir que lo acepte todo, anzuelo inclusive. Creo que los factores posiblemente reales de la hechicería han sido recubiertos por una serie de elementos sensacionales concebidos por la imaginación supersticiosa de generaciones infinitamente más crédulas que la nuestra. No tengo mucha fe en las manifestaciones más espectaculares de la «magia» antes atribuida comúnmente a las brujas; por ejemplo, su poder de convertir a sus enemigos en ranas o ratas, y su supuesto poder de cruzar los aires sobre escobas en su marcha al sabbat. No quiero negar que se hayan celebrado estas fiestas infernales, más aún, que se celebren actualmente en algún punto, puesto que el satanismo ha sido siempre y continúa siendo una práctica viva, y sabemos por opiniones autorizadas que los satanistas se reúnen en puntos apartados con el objeto de adorar al Diablo. Ello es muy posible; pero lo que despierta mi dudas es la concepción de que esta gente se transporte a sus puntos de reunión secretos por otros medios que lo de locomoción normales. En resumen, la idea de que las brujas tengan el poder de cabalgar por el aire sobre escobas o algún otro tipo de palo, garrote o vara, es una de las cosas que mi razón rechaza de plano. No creo tampoco que haya ocurrido nunca, ni siquiera en los días más prósperos de la hechicería y magia negra. Pero aun cuando haya sucedido entonces, seguiría rechazando la idea de que pueda ocurrir durante esta tercera década del siglo XX.

—¿Por qué? —preguntó Carmel sin inmutarse.

—Mi querida amiga, el motivo más sencillo, sin duda, es que ya no es necesario. En días pasados, cuando había pocas carreteras de las cuales se pudiera depender, ya fuese para recorrerlas a caballo o bien a pie, podía justificarse que las brujas contasen con un medio de transporte rápido y seguro para ir y volver de sus fiestas. Hoy en día ello es un anacronismo. ¿No cree usted que existiendo automóviles, autobuses, bicicletas y demás vehículos, las escobas mágicas resultan superfluas?

—Comprendo —la voz de Carmel era serena y fría—. Mire, Roger. ¿Le sorprenderá que le diga que estoy por completo de acuerdo con todas las cosas que acaba de decir? ¡Sinceramente, no podía estar más de acuerdo con todo ello! Usted ha resumido con exactitud mi posición, o, más bien, lo que era mi posición hasta que… hasta que sucedió eso. En realidad, es aún posición cuando puedo pensar con sensatez y olvidar… lo que he visto. Pero en esto reside el problema, Roger. Quiero decir lo siguiente: ¿qué puede pensar uno cuando lo que ve con sus propios ojos es totalmente contrario a la razón, cuando ve cosas que uno reconoce como imposibles, y a pesar de todo, está viéndolas?

—Pero sin duda —observé con suavidad— usted está describiendo una situación que no deja de ser frecuente, conocida vulgarmente como ilusiones ópticas. O bien puede haberse tratado de un sueño.

Carmel no contestó en seguida, sino que me miró, luego retiró los ojos, vacilando, y por fin, con una sonrisa muy leve, me miró otra vez a los ojos.

—Voy a hacer algo que le chocará, sobre todo por ser yo la hija de un clérigo —dijo con una sonrisa maliciosa—. Quiero aclararle que no estoy tratando de seducirle ni nada por el estilo, pero de todos modos quiero mostrarle algo. Mire…

Carmel se levantó tranquilamente la falda de su vestido de hilo hasta más arriba de sus rodillas, dejando ver una amplia extensión de sus muslos desnudos, limitados tan sólo por el borde adornado de una braguita muy escasa. El gesto no fue impúdico, pero sí provocativo por lo imprevisto. Sus muslos eran blancos y perturbadoramente torneados, sin nada de la inmadurez de adolescente de sus piernas. La piel era fina y sin defectos, salvo en un único punto, una mancha de color púrpura, del tamaño de la cabeza de un alfiler, en la parte externa de su muslo derecho. Situada a una decorosa distancia de mi persona, Carmel señaló esta marca con una uña pulida.

—Parece un pinchazo —me aventuré a decir intrigado. En efecto, era visible un diminuto punto de sangre seca en el lugar señalado.

—Exactamente, es un pinchazo —confirmó ella, dejando caer su falda—. Me lo causé yo misma, en realidad.

—¿Por qué?

—¡Adivine!

—¿Cómo puedo yo…? A menos que… ¡Ah! ¿Quiere decir que lo hizo para cerciorarse de que estaba despierta?

Carmel asintió.

—Para asegurarme completamente, sin la menor sombra de duda, de que no estaba soñando —dijo. Se hundió en el sofá, volvió sus ojos preocupados hacia mí, y añadió—: ¿Y ahora?

—Pero Carmel —dije con ansiedad—. Ese pinchazo es reciente. ¿Cuándo se lo hizo? ¿Anoche?

—A las tres de la madrugada de hoy, aproximadamente —repuso ella, y con un estremecimiento extendió la mano y me asió la manga de la chaqueta—. Roger, no me interprete mal, por favor. Sé que todo esto parece increíble, pero le juro que el pinchazo es auténtico. También comprendo que no prueba nada en uno u otro sentido, ni siquiera que no he venido aquí con una especie de deseo freudiano de mostrarle mis muslos. No, no he venido a eso, pero comprendo que de todos modos no tengo muchas pruebas que aducir. Podría haberlo hecho fácilmente con objeto de sustentar cualquier otro tipo de historia para despertar su interés, pero en este caso no tienen ninguna utilidad. Lo hice porque, en aquel momento, estaba viendo algo que me parecía imposible estar viendo, a menos que estuviese dormida y soñando. Entonces, a pesar de saber que estaba tan despierta como en este instante, no sólo me pellizqué con los dedos, como lo había hecho con anterioridad, en verdad, sino que deliberadamente tomé un prendedor de mi cómoda y lo hundí en mi muslo hasta que grité. Puedo mostrarle la sangre es mi camisón, si con ello puedo convencerle.

Era evidente una de dos alternativas: que Carmel era una actriz excepcional, o bien que estaba diciendo la verdad, o por lo menos lo que con sinceridad consideraba la verdad. Yo la había visto actuar en la compañía teatral de aficionados local más de una vez, de modo que debí llegar a la conclusión de que en las tablas era más un adorno que un hallazgo histriónico. Por lo tanto, no me quedaba otra alternativa que aceptar como cierta su afirmación, si bien con un millar de reservas mentales. Mi sentido común lanzaba gritos de protesta, pero no me quedaba, como digo, otra alternativa.

—Aclaremos este punto de forma definitiva —dije, acariciándome la barba—. Usted me está diciendo —y observe que no me río de usted por el hecho de que me lo diga— que a las tres de esta madrugada se clavó deliberadamente un alfiler en el muslo hasta que el dolor y la sangre la convencieron de que estaba despierta, y de que por lo tanto cierto espectáculo que había visto, o estaba viendo, no era un sueño, una pesadilla, ni nada semejante. Más aún, me pide que crea que ese extraño espectáculo, que despertó su incredulidad al extremo de llevarla a causarse un daño físico, fue el de unas brujas que cabalgaban sobre escobas…

—Brujas, no —me interrumpió ella—. Una sola bruja, esta vez. En realidad, no sé si tengo derecho a llamarla bruja. Lo que vi fue una figura de mujer a horcajadas sobre una escoba corriente de jardín, un haz de ramas de abedul secas atadas en torno a un palo, recortada contra la luz de la luna y volando lentamente por encima de las copas de los árboles del jardín. La vi muy de cerca, a treinta o cuarenta metros de distancia como máximo, de modo que no había error posible. Había luna llena, y la noche era excepcionalmente clara.

Su tono era tan tranquilo y objetivo que los cabellos en el nacimiento de la nuca se me erizaron tan pronto como una convicción adquirida de mala gana se unió a mi temor atávicamente instintivo a lo sobrenatural. A pesar de ello, logré dominar firmemente mis emociones.

—Muy bien —dije, haciendo un gesto de asentimiento—. ¿Tiene inconveniente en que le haga algunas preguntas?

—Ninguno —dijo Carmel—. Hable.

—Dice que esta vez vio una sola bruja, lo cual implica que en alguna ocasión anterior vio más de una.

—Sí, Una vez vi cuatro o cinco a la vez, pero fue una excepción. A menudo he visto dos, pero a veces sólo una.

—Bueno ¿Desde cuándo está viendo estas cosas? Carmel frunció el ceño.

—Creo que la primera vez fue en septiembre, aproximadamente —dijo por fin.

—¿Y cuántas veces ha ocurrido desde entonces?

—Por desgracia no puedo decírselo con exactitud. No he llevado la cuenta, pero yo diría que, por lo menos, una docena de veces.

—¡Dios mío! ¿Y nunca se lo ha dicho a nadie?

—No. ¿Cómo era posible, Roger? ¿Quién me habría creído? Usted mismo no me cree, a pesar de lo comprensivo que se ha mostrado.

—¿No se lo ha contado a su hermana?

—¡No!

Su negativa fue tan brusca y decidida que momentáneamente me sentí desconcertado. Sin conocer muy bien a los Gilchrist, siempre había tenido la impresión de que las dos muchachas estaban mucho más unidas que muchas hermanas. Aunque no eran inseparables, a menudo se las veía juntas y siempre parecían comportarse como excelentes compañeras. El tono de la respuesta de Carmel sugería ahora lo contrario. Pero ello no me concernía. Proseguí mi interrogatorio.

—Cuando usted vio esta… figura de mujer a las tres de esta madrugada, ¿estaba mirando por la ventana de su dormitorio?

—Sí.

—¿Por qué? —le pregunté bruscamente.

—¿Por qué?

—Sí. ¿Por qué? ¿Qué estaba haciendo junto a la ventana a esa hora inusitada? ¿Qué le hizo levantarse?

—Pues… no me había acostado. Por lo menos, me había echado un rato, pero no me había acostado bajo las sábanas. Sea como fuere, hacía muchísimo tiempo que estaba junto a la ventana cuando apareció.

—¿Por qué? —repetí.

—La estaba esperando —repuso Carmel—. No podía dormir hasta saber qué había pasado.

Lancé un gemido, rogando en silencio porque se me concediese la paciencia necesaria.

—¿Cómo sabría que vendría? —pregunté pacientemente.

—Porque la había visto partir cinco horas antes —repuso ella con la misma paciencia. A continuación rió un poco y prosiguió—: ¡Pobre Roger! Encuentra todo esto demasiado fantástico, ¿no? Lo siento mucho. Comprendo su reacción… La mía es bastante desagradable, a pesar de estar ya… no diré acostumbrada, pero por lo menos preparada.

—Mi querida Carmel —dije—, si en este momento llevase usted un prendedor o yo un alfiler de corbata, me daría un pinchazo en el lugar donde más me doliera. Como alternativa, podría pedirle que me arranque un mechón de la barba, y entonces, si me viese pegándole un puñetazo sobre su linda nariz, sabría realmente que estoy aquí, oyendo lo que oigo… Pero prosigamos. Dice que vio partir a esta «bruja» cinco horas antes. ¿A las diez y media, aproximadamente?

—Más cerca de las once menos cuarto.

—Bueno. ¿Sola?

No. Salieron dos. Es frecuente que sean dos, como usted sabe ya.

—Pero ¿regresó sólo una?

—Si.

—¿Hay algo de extraño en eso?

—Pues… ha ocurrido con anterioridad, pero no es frecuente. Por lo general, cuando parten dos, regresan dos también.

—Comprendo —huelga decir que no comprendía nada, pero debía decir algo—. Quisiera mayor detalles acerca de estos vuelos de brujas, Carmel. Dice que ha presenciado alrededor de una docena de ellos, de modo que tiene que haber llegado a ciertas conclusiones generales. Primero, ¿a qué velocidad vuelan?

—Velocidad variable —repuso ella pensativamente—. No es fácil calcularlo, pero vuelan con bastante lentitud, a juzgar por las normas habituales. Yo diría que el máximo es de treinta a treinta y cinco millas por hora, pero las he visto arrastrarse casi, o bien avanzar apenas. Aunque entiendo que estar suspendidas en el aire sin avanzar estaría contra las leyes de gravedad —añadió con una sonrisa.

—¡Carmel, Carmel! —exploté—. ¡Todo este condenado asunto está en contra de todas las leyes de la naturaleza descubiertas por la ciencia! ¡Dios nos ayude! ¡Si debo creer que la gente puede cabalgar por el espacio montada en una escoba, sin un motor auxiliar para ayudarse, no tengo por qué dudar de su capacidad de quedar suspendida en el aire! Lo cual me hace recordar algo: ¿hacen algún ruido durante el vuelo?

—No mucho, creo. Una o dos veces, en noches muy serenas, he creído oír un ligero rumor, pero no podría asegurarlo categóricamente.

—¿Altura? —pregunté luego de emitir un gruñido.

—Pues nada comparable a un aeroplano. Bastante bajo, por lo que he visto. Doscientos pies como máximo, pero con mayor frecuencia, apenas por encima de la parte superior de los árboles.

—Según parece las ha visto desde muy cerca —le recordé—. ¿Lo suficiente para observar algunos detalles?

—Desde luego, ello depende de la visibilidad. Esta madrugada había mucha claridad, pero otras noches apenas he podido ver nada. A pesar de todo, he visto bastante —dijo Carmel, y se estremeció otra vez.

—Dígame, pues, qué aspecto tienen —dije—. ¿Son como las brujas tradicionales de los cuentos para niños, quiero decir, misteriosas, sombrías, horribles, con narices ganchudas y barbas puntiagudas, con sombreros cónicos y capas harapientas agitadas por el viento?

—No —dijo Carmel decididamente—. Nada de eso. Las que yo he visto son todas jóvenes, y no llevan ropas. Ni una prenda. ¡Aun en lo más crudo del invierno van enteramente desnudas!

Apenas pude contener un grito, y juré para mis adentros. Mi última pregunta había sido totalmente intencionada, y por lo menos una prueba tendiente a establecer hasta qué punto eran derivativas sus visiones. Carmel había sorteado el obstáculo sin advertir que estaba allí. Me dispuse, por último, a abordar el punto delicado hasta el fin.

—¿Nunca han pasado lo suficientemente cerca para que haya reconocido a ninguna de ellas? —pregunté—. Es verdad que de noche todos los gatos son pardos, pero…

—Al contrario —la voz de Carmel estaba muy próxima a quebrarse en llanto—. Esto es lo infernal de todo el asunto, Roger. La noche en que vi a varias, creí reconocer a dos o tres, aunque tal vez «reconocer» sea un término inexacto. De cualquier manera, me recordaron a varias mujeres que viven en los alrededores. Con seguridad fue mi imaginación… Pero hay una de ellas a quien conozco invariablemente, sin la menor duda. La conozco demasiado bien. Quisiera no reconocerla, se lo aseguro…

Su hermoso rostro se deformó en una mueca de pesar y horror. Mis cabellos se habían erizado también, y debí arrancar, por la fuerza casi, la pregunta inevitable, pues tenía la garganta reseca. Tomando su mano, la apreté con fuerza para reiterarle mi simpatía.

—¿Quién? —pregunté con voz ronca, a pesar de que un rayo de presentimiento había pasado ya por mi mente, de modo que su respuesta era virtualmente innecesaria.

Como esperaba, Carmel repuso:

—Mi hermana Andrea —su voz era tensa; e inmediatamente se echó a llorar.