5

En el instante en que comenzó a hervir el agua en la marmita eléctrica, me levanté y preparé el té. Carmel se mostró visiblemente agitada cuando mencioné la coincidencia en cuanto al menú, y luego reímos de buena gana. Durante un minuto o dos, en verdad, mientras bebíamos el té, consideramos las delicias de un Budín de Sussex bien preparado, y mediante preguntas cautelosas no tardé en comprobar que, como correspondía a una familia cuyo origen se remontaba a los desiertos de Caledonia, su receta estaba totalmente equivocada. Tanto me gustaba Carmel que durante un instante de insensatez tuve la tentación de iniciarla en los secretos del tradicional método de Old Gumber, el cual, de haber sido llevado a la práctica de inmediato, habría asegurado la existencia de las trompetas de los ángeles; pero, por fortuna, me sobrepuse a esta tentación. De cualquier manera, la receta de que disponían serviría para producir una especie de Budín de Sussex, y es un hecho innegable que siempre es preferible un Budín de Sussex cualquiera a ninguno.

Carmel dejó su taza e hizo un gesto en dirección al reloj de pared.

—Debo continuar mi historia, Roger. Hace más de media hora que estoy aquí y ni siquiera la he comenzado.

—Quizás no hayamos perdido el tiempo —dije—. Por lo menos hemos llegado a conocernos un poco mejor, y ello no deja de ser conveniente.

Ella asintió.

—Sí, será muy conveniente —dijo—. Usted es una persona curiosa, Roger. Tiene un aspecto tan fiero e hirsuto con esa barba; sus libros están tan llenos de aventuras audaces; y a pesar de todo ello se ha mostrado muy comprensivo conmigo esta mañana. Sinceramente, cuando se me ocurrió por primera vez venir a verle, me asusté de mi temeridad, pues temía que gritase y me echase de aquí asiéndome de una oreja. Con deliberación o no, ésa es la impresión que usted produce.

Consideré este punto con un poco de vergüenza.

—No es precisamente deliberado —dije—. Pero, por otra parte, no sería honesto fingir que hago algo por contrarrestar esa impresión. Puede que sea antisocial, pero me ahorra muchas dificultades. No adopto una pose deliberada, pero quizás soy demasiado impaciente por naturaleza para ocultar el hecho de que no soporto a los tontos con muy buena voluntad. Eso es todo. No puedo soportar a los charlatanes, pero siempre estoy dispuesto a conversar con quienquiera que tenga algo que decir.

—Esa convicción me impulsó a verle. Quiero significar que, en verdad, tengo algo que decir, a pesar de que necesite tanto tiempo para abordar el tema. He estado charlando esta mañana, pero le diré que en gran parte usted tiene la culpa.

—No ha estado charlando, y yo acepto toda la responsabilidad por los temas considerados hasta ahora —manifesté—. Como decía antes, no tengo ninguna prisa y no quiero que se apresure.

—No, pero el tiempo vuela, y yo también debo irme —cruzando las piernas, fingió examinar la suela de una de sus sandalias—. Mire, Roger: supongamos que comience diciéndole que he estado leyendo, o mejor dicho, releyendo por tercera o cuarta vez uno de sus libros. En parte, porque siempre me gustó, y en parte para convencerme de que usted es la persona indicada para contarle mis dificultades. ¿Adivina a cuál me refiero?

—Probablemente a El caso de la joven alocada —diagnostiqué sin vacilar, mirándola con aire calculador.

—Sí.

—Es demasiado joven —le dije en tono de broma.

—¡Le aseguro que no! —dijo ella, sonrojándose levemente.

—Demasiado joven para comprenderlo bien —insistí con un objeto muy personal.

—Pues lo comprendí muy bien —afirmó ella, estudiando su sandalia con renovada atención—. Recuerde, Roger, que soy la hija de un clérigo, y usted sabe muy bien lo que afirman acerca de nosotras.

—Ya lo sé, pero las generalizaciones resultan muy inexactas cuando se las somete al análisis.

—Lo cual es a su vez otra generalización —señaló ella perspicazmente—. Pero no hablemos de ello.

—¿Y qué piensa usted de «El caso de la joven alocada»?

Carmel hizo un mohín.

—Me asustó bastante, pero al mismo tiempo me fascinó —repuso—. Le diré, Roger, que nunca había tomado en serio ese tipo de cosas. Me refiero al concepto del Mal Absoluto, por ejemplo.

—Muy pocas personas lo toman en serio, hoy en día —dije—. Sería muy anticuado en esta época de psicólogos charlatanes y de libre pensamiento general. Por ello pensé que convenía poner al día el tema.

—Pues lo consiguió. Ahora quisiera hacerle una pregunta personal, Roger: no sé qué pensar de su punto de vista frente a esta cuestión del Mal. En un momento aparenta tomarlo con la mayor seriedad, y todo lo que escribe tiene una especie de lógica implacable que resulta aterradoramente convincente. Luego, en el siguiente, se muestra cínico y ambiguo frente a todo el problema, como si estuviese descendiendo con deliberación de lo sublime a lo ridículo; o quizás, diría yo, ascendiendo de lo infernal a lo jocoso. Además, está el rompecabezas de la Nota del Autor.

Me eché a reír.

—¿Se refiere a «con la posible excepción del Diablo, todos los personajes son enteramente ficticios»?

—Sí. No puedo expresarle cuánto me intrigó esto, Roger. Después de todo, la historia depende en gran parte de la existencia del Diablo, ¿no es verdad? Usted se toma un trabajo denodado para demostrar que el Diablo existe, con lo que parecen ser, como digo, sólidos razonamientos lógicos de tanta eficacia que asustan. Terminé de leer el libro totalmente convencida —por primera vez en mi vida, dicho sea de paso— de que el Diablo existe en realidad y de que hay algo llamado Mal Absoluto. Por último, llegué a esa Nota del Autor, en la cual usted habla tranquilamente de la posible excepción del Diablo, como si, a pesar de todo lo que ha escrito, todavía estuviese bromeando para sus adentros.

La pobrecita Carmel hablaba con la mayor seriedad.

Yo me cogí las sienes con fingida desesperación, y deseé para mi interior que el buen Dios no hubiese conferido a las mujeres, aun tratándose de una tan encantadora como Carmel, mentalidades tan fatigosamente metafísicas. Aun el hombre más prosaico, con la eterna excepción de los asnos solemnes a quienes dirigía yo mi nota con premeditada malicia, debe haber apreciado dicha nota en su valor exacto. No obstante…

—No tenía por qué saberlo, por supuesto —dije—, pero esa nota era pura y simplemente una broma, una especie de chiste secreto, destinado con toda malicia a despertar el odium theologicum de ciertos críticos católicos que abrigan las mayores dudas acerca de mi ortodoxia. En realidad fue una maniobra deliberada, y el mayor justificativo que puedo ofrecerle es que tuvo resultados que superaron mis más caras esperanzas.

Carmel me miró.

—Quiere decir que… ¿cree en el Diablo? —insistió.

—¡Por supuesto! Y muy firmemente. En este aspecto, pues, mi ortodoxia está mucho menos expuesta al reproche que la de algunos de los escribas y fariseos mencionados. ¿La suya?

Carmel vaciló.

—Sí, creo que me ocurre lo mismo —dijo por fin—. En realidad, estoy segura de ello, aunque creo que nadie cree en él hoy en día, dentro de nuestra religión, quiero decir. La mayoría de la gente lo toma a risa, ¿no es verdad? Y no es fácil discutir acerca de ello.

—No… Pero ¿puede uno continuar llamándose cristiano si rechaza algo que es… o era… un punto esencial de la doctrina cristiana? No estoy seguro de que el Diablo aparezca en alguno de los treinta y nueve artículos del dogma anglicano, pero en cuanto a nosotros se refiere, está presente. Además, aparece con la mayor frecuencia en la Biblia.

Carmel asintió lentamente, aunque no del todo satisfecha.

—Es verdad. Pero ¿no cree usted que los tiempos han cambiado desde las épocas bíblicas, Roger? Entonces, convengo en ello, el Diablo parecía desplegar una intensa actividad y todos estaban conscientes por completo de su existencia —presumiblemente, porque podían apreciar por sí mismos lo que ocurría—. Ahora, en cambio, todo es diferente. No se encuentran tantas pruebas palpables de la existencia del Diablo. Nunca tenemos noticias de gente poseída por espíritus malignos ni de nada por el estilo, y los argumentos teóricos no son muy eficaces a menos que sea posible apoyarlos con ejemplos prácticos. Hasta oímos afirmar a algunos que bien pudo existir el Diablo en los tiempos bíblicos, pero que es evidente que actualmente se ha retirado de la actividad. Ha perdido interés por las cosas del mundo, o algo por el estilo, y ha regresado al Infierno disgustado.

Yo comenté, señalándola con el índice:

—Mi querida amiga, ése es el punto esencial. No sé si usted ha leído a Baudelaire alguna vez, pero este poeta dice muy bien cuando declara que «la treta más ingeniosa del Diablo es persuadirnos de que no existe», lo cual es exactamente lo que ha logrado hoy en día, y nunca con mayor éxito que hoy. Otro autor lo expresó asimismo muy bien cuando dijo que el Diablo, como el proverbial gato de Cheshirre, ha conseguido desvanecerse sin dejar rastros, salvo una sonrisa suspendida en el aire, sonrisa que ni siquiera advertimos en medio del ruido y la actividad del mundo actual.

—¿Quiere usted decir que permanece deliberadamente agazapado, con la esperanza de que olviden su existencia y pueda transformarse en algo, conforme a los mitos tradicionales, mientras despliega sus actividades habituales, sólo que con mayor secreto y con mayor disimulo que en días pasados?

—Precisamente. ¿Otra taza de té?

—Sí, por favor.

Carmel me pasó su taza de té y me levanté a llenarla, con la mente repleta de emociones contradictorias y reflexiones silenciosas. ¿Adónde conducía todo esto? ¿Qué interés saludable podía tener una muchacha joven y bonita, hija de un párroco anglicano, además, frente a un tema tan tenebroso y siniestro? ¿Qué debía hacer yo? Aparte de otras consideraciones, pertenecíamos a distintas creencias, lo cual quería decir, entre otras cosas, que si nos sumergíamos en una profunda discusión teológica no podríamos evitar un conflicto de doctrinas que en las circunstancias presentes juzgaba yo altamente inconveniente. Además, yo no soy teólogo, y el principal efecto de mis incursiones de aficionado en ese campo ha sido convencerme de que la exposición de debate de estos problemas debe quedar en manos de los profesionales. Tampoco me obsesiona, debo confesarlo, ningún afán de realizar conversiones. A pesar de todo ello, la situación no era todavía crítica y no podía interrumpir la conversación abruptamente.

—Me gusta mucho esa teoría —dijo Carmel al cabo de unos instantes—. En realidad, tan pronto como nos hayamos desembarazado del obispo, pienso formularla en presencia de Slogger Tosstick y observar cómo se agita.

El Reverendo Basil Tosstick era el teniente cura de su padre, un joven algo afeminado, con ojos miopes, sin mentón visible, y una chillona voz de falsete que provocaba muchos comentarios y especulaciones. Temo que el sobrenombre de «Slogger» le había sido conferido por un reprensible espíritu de burla.

—¿No cree Slogger en el Diablo? —pregunté.

—¡No, no! En realidad no cree en nada, salvo en su superioridad sobre todos los demás. Y no estoy segura de que crea en la Biblia; sin embargo, espero que sí, pues de lo contrario, su argumento no tendrá mucha validez pero no hablemos de él: me es sumamente antipático. ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí!… Mire, Roger. En este punto las cosas se ponen más turbias que nunca. Dejemos el asunto del Diablo. Dígame, ahora, qué piensa usted de la hechicería.

Me incorporé en mi asiento con un movimiento brusco.

—¿La hechicería? —exclamé.

—Sí —la voz de Carmel vacilaba entre la decisión y la aprensión—. Estamos llegando al punto delicado, Roger. El motivo de mi visita. No era mi intención extenderme tanto en los preámbulos, pero la verdad es que el asunto es tan fantástico que no he podido evitarlo. Lo que voy a decirle es una absoluta locura, pero le juro que es verdad. O por lo menos, yo creo que es verdad —Carmel suspiró profundamente y agitó una mano con un gesto elocuente de incertidumbre—. Esto es lo más horrible, Roger. No puedo estar segura. Si pudiese estar segura en un sentido o en otro, no sería tan horrible, aun cuando tuviese que afrontar la posibilidad de haber perdido la razón.

—Cálmese —le dije con tono firme, y coloqué mi cigarrera debajo de su nariz. Carmel encendió un cigarrillo y aspiró el humo profundamente—. Usted me ha preguntado qué opino acerca de la hechicería —proseguí—. Con franqueza, no estoy seguro de pisar terreno tan firme en este punto como en el relativo al Diablo. He leído muchos libros, de los cuales puede ver unos cuantos en ese anaquel, pero hasta ahora no he llegado a una conclusión definida sobre la verdad del asunto. En la acepción técnica del término, una bruja es una mujer, aunque bien puede tratarse de un hombre, o sea un brujo, que ha hecho un pacto con el Diablo. Generalmente el Diablo adquiere un derecho sobre su alma a cambio de ciertos beneficios materiales o temporales en la tierra. En teoría, no veo nada intrínsecamente imposible en la idea de vender el alma al Diablo, si bien reconozco que personalmente no sabría cómo iniciar semejante trámite, en caso de sentir tal inclinación. En verdad soy algo escéptico en lo referente a los detalles horripilantes que encontramos en las distintas versiones de la leyenda del Fausto y en los antiguos libros de hechicería. En conjunto, no puedo menos de creer que puede existir algún fundamento sólido en lo que oímos acerca de la hechicería, pero a la vez considero que la mayor parte de los adornos y detalles sensacionales relacionados con la hechicería y la demonología son demasiado absurdos para que los tomemos en serio. A pesar de ello, estoy dispuesto a que me convenzan —terminé diciendo.

Carmel se mordió el labio inferior y contempló fijamente la alfombra. Se produjo una pausa, y luego dijo:

—Usted no creería, por ejemplo, que las brujas pueden volar por el aire montadas en una escoba, ¿no?

Lancé una carcajada tranquilizadora.

—¡Desde luego que no! —exclamé—. Ésa es una de la cosas que… Me interrumpí en mitad de la frase cuando Carmel cogió mi muñeca con tal fuerza, que las marcas eran aún visibles al día siguiente.

—¡Pues en ese punto está usted equivocado! —dijo ella con una voz tan agitada que apenas la reconocí, alterada como estaba por el temor y el horror—. ¡Está equivocado Roger, equivocado, equivocado! Dios me ampare, pero lo he visto. Lo he visto con mis propios ojos, ¿me oye?… Cree que estoy loca, ¿no? —prosiguió diciendo con tono agitado—. ¡Sí, rematadamente loca! Pues… lo he visto, Roger, le juro que lo he visto, con tanta claridad como le estoy viendo a usted ahora… —Y con un sollozo soltó mi muñeca y hundió el rostro entre las manos—. ¡Dios mío! —gimió muy quedamente—. ¡No puedo soportarlo!…