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Al apagarse la voz de Carmel sonaron las diez de la mañana en el reloj del convento cercano. Tomándola del brazo, la conduje en dirección a los ventanales que se abrían desde mi despacho al jardín.

—Vamos a mi despacho —le dije—. Por una casualidad casi milagrosa ha llegado en un día, de los pocos en el año, en que estoy visible a esta hora, y en que, lo que es más importante, podrá tener acceso a mi despacho sin necesidad de abrirse paso entre una montaña de papeles, telarañas y colillas de cigarrillos. Cuando estoy trabajando en un libro no permito entrar a nadie allí, pero sucede que anteayer despaché por correo mi última obra maestra a mis editores, y ayer Barbary y Mrs. Nye pasaron todo el día realizando el rito místico denominado «limpieza general», por primera vez en nueve meses. La consecuencia es que no puedo encontrar nada y que la habitación apesta a limpieza; pero, por otra parte, tendrá al menos dónde sentarse. A menos que prefiera que nos quedemos en el jardín.

—No, preferiría ir al despacho. El jardín está precioso, a pesar de los estragos de Grimalkin, pero me distrae demasiado, y además no está suficientemente aislado. No sé si me explico. No se ría, Roger, pero cuando se me ocurrió por primera vez acudir a usted, por poco no di un salto mortal y vine a verle en mitad de la noche. Sólo Dios sabe lo que usted habría pensado, y también su mujer, pero de cualquier manera, ése fue mi primer impulso. He necesitado mucho tiempo para decidirme a venir en pleno día y recitarle mis penas cara a cara. Y agregaré que si usted no hubiera sido tan comprensivo y discreto, quizás me habría acobardado en el instante de llegar aquí y habría huido sin decirle por qué he venido.

Sus palabras, a pesar de su tono ligero, eran evidentemente sinceras, y provocaron una curiosa sensación de inquietud en mi plexo solar.

—Todo esto suena muy siniestro —le dije en tono de broma, mientras atravesábamos el jardín.

—Ése es el término apropiado —dijo ella en voz baja—. Es siniestro, condenable, pero no me preocuparía mucho si no hubiese algo más en todo ello. Lo que me preocupa es el hecho de que sea además tan absurdo, tan absurdamente increíble, tan… fantástico. He debido forzarme para contárselo, pero en este momento no tengo la menor esperanza de que me crea. Estoy segura de que pensará que he perdido el juicio —terminó diciendo Carmel, a punto de llorar, mientras yo me apartaba para permitirle pasar al despacho por uno de los ventanales.

En el curso de la limpieza general, Barbary había trasladado mi enorme sofá de cuero —que durante el invierno está frente a la chimenea— a sus cuarteles de verano, frente a la ventana y mirando hacia el jardín. Este sofá es, sin excepciones, el mueble más importante de toda la habitación, pues tiene propiedades mágicas que vacilo en especificar aquí por temor de que un rival poco escrupuloso, o peor aún, un crítico con ambiciones literarias, tenga la tentación de robarlo o destruirlo con toda premeditación. En efecto, si el lector me imagina componiendo mis vigorosas narraciones frente a un escritorio de palo de rosa ricamente tallado, o acurrucado con la espalda encorvada junto a una máquina de escribir, como un periodista cualquiera, tiene un defecto en su visión mental que me considero en el deber de desarraigar. Desgraciadamente es necesario sentarse en una posición más o menos vertical para la tarea de consignar por escrito mi prosa inmortal; pero la creación de dicha prosa —su procreación, gestación y alumbramiento final— se produce mientras me agito y me desperezo en mil posturas desairadas en este sofá dramático, mientras el hábito divino se agita cavilosamente en mi cerebro, polinizando las pequeñas células de materia gris y realizando todo el complicado proceso de la creación de pensamientos, hasta el punto en que lo que comenzara como simples fantasías en estado embrionario surge por fin en forma de frases y oraciones completas, dispuestas en un orden más o menos lógico y con su desnuda crudeza revestida de palabras adecuadas. El resultado es que siempre que necesito buscar inspiración y guía frente a un problema inusitadamente complejo, me traslado, como llevado por un instinto, a mi bendito sofá y me entrego al éxtasis del pensamiento verdaderamente fructífero.

Instalé, pues, en un rincón del sofá sagrado a la joven Carmel, mientras yo me instalaba decorosamente en el otro extremo, a unos dos metros de distancia. Carmel se hundió con elegancia pero a la vez con abandono en sus atrayentes profundidades, y, luego de echar una rápida ojeada sobre el resto de la habitación, aceptó otro cigarrillo y lo encendió. Como si ello se me ocurriese en aquel instante, me levanté otra vez e hice funcionar la marmita eléctrica que siempre conservo en el despacho a fin de poder preparar una taza de té en cualquier momento sin molestar a Barbary, pues aunque la mañana no había avanzado mucho aún y no había olvidado de todo mi copioso desayuno, pensé que un suave estimulante nos vendría muy bien más tarde. Inmediatamente ocupé mi lugar en el sofá, dispuse mi barba en un ángulo filosófico y la invité a hablar.

Carmel suspiró.

—Se sorprendería si supiera cuántas veces he tratado de ensayar este momento, Roger —me dijo—. No sé cuál es su opinión al respecto, pero la mía es que el planteamiento inicial de un problema siempre es más difícil que el núcleo del mismo. Como le decía, es un asunto tan fantástico que no me es posible entrar en él sin preámbulos, porque sin duda pensará que estoy rematadamente loca. Imaginé innumerables formas de abordarlo, una infinidad de pretextos para justificar mi visita. Pero finalmente los deseché todos, y no he dado a Barbary ninguna razón. Al parecer todo ha salido bien, pero a pesar de todas mis maquinaciones y planes, todavía no tengo una noción exacta de cómo empezar —al decir esto Carmel sacudió nerviosamente la ceniza de su cigarrillo sobre la alfombra—. Me he sentido tan agitada y alterada durante los últimos días, que no puedo dar a mis pensamientos un orden lógico.

—No se preocupe por la lógica —dije—. Comience por donde quiera y termine por donde más le guste; sólo le ruego que no omita la parte central. No se apresure, y sobre todo, no simplifique excesivamente. Tómese todo el tiempo que necesite. No tengo nada que hacer hasta la hora del almuerzo.

Carmel hizo un gesto.

—Gracias, Roger. Es usted muy comprensivo. Dicho sea de paso, no debo llegar demasiado tarde a casa. Vendrá el obispo a almorzar y mi padre se pondrá muy nervioso si no estoy en casa cuando llegue.

Levanté las cejas.

—¿Sí? ¿Se refiere al obispo de Bramber?

—Sí. Su Reverencia en persona, y también Sir John Winston, canciller de la diócesis. Como ve, Roger, hoy alternaremos con la alta sociedad.

—Tiene razón. Pero le diré que hay una coincidencia notable: nosotros también tenemos invitados, y uno de ellos es un obispo, y el otro un noble. En realidad, en cuanto a alta sociedad se refiere, no estoy seguro de que no les hayamos superado, porque nuestro obispo es un arzobispo-obispo, y nuestro noble es un mariscal de campo. ¡Supere esta oferta si puede!

Carmel silbó quedamente.

—¿Habla en serio? —dijo.

—Muy en serio. Es posible, sin embargo, que la situación pierda algo de su esplendor si agrego que los dos son tíos nuestros, de modo que no cuentan ya tanto. Tío Odo es el Arzobispo-obispo de Arundel, y no trate de hacerme creer que nunca ha oído hablar de él, aun cuando sea la hija de un vicario anglicano. Y tío Pies, como decía, es mariscal de campo. En este momento no desempeña ningún cargo, pero sospecho que será nuestro próximo Jefe de Estado Mayor Imperial.

Carmel suspiró y sonrió.

Nos ha derrotado ampliamente —admitió con un acento de ironía—. Sí, he oído hablar de los dos, desde luego, pero nunca los había relacionado con usted. Dígame, Roger, ¿qué significa exactamente un Arzobispo-obispo? Siempre me lo he preguntado. ¡Ustedes los católicos tienen títulos extraordinarios!

Es verdad. Pero en realidad el título de tío Odo no tiene nada de extraño. Tío Odo encabeza la sede de Arundel, que es simplemente un obispado. Pero tío Odo es un Arzobispo ad personam, es decir, que su propio rango individual es demasiado elevado para sus funciones actuales, y como no es posible disminuir de rango a un arzobispo una vez consagrado como tal, le conocen en la actualidad como arzobispo-obispo. Era Arzobispo de Meerut, en la India, pero su salud sufrió ciertos trastornos y debió renunciar a su cargo. Luego mejoró, y como Arundel estaba vacante, le ofrecieron el cargo. Y allí está el tío Odo, vivo y rozagante.

—Comprendo.

—Es extraño, no obstante, que tanto él como el obispo de ustedes se encuentren en Merrington el mismo dia —murmuré—. Tío Odo ha venido a visitar el convento. ¿Y para qué ha venido el obispo de ustedes?, ¿para la… Confirmación, o algo semejante?

Carmel movió la cabeza, y un destello de risa iluminó sus ojos. Nuestra conversación, no obstante, ser ajena a sus preocupaciones, le estaba haciendo mucho bien, evidentemente. Por mi parte, no tenía inconveniente alguno en mantenerla.

—Se trata de algo mucho más divertido —dijo ella—. El Obispo y el Canciller deben emitir su juicio acerca de lo que mi padre llama con toda irreverencia «El caso de las trompetas celestiales».

—¿El qué? —repetí mirándola con los ojos muy abiertos. La imagen espontánea provocada por sus últimas palabras era tan diferente de la que existía en la mente de Carmel, que durante un instante me sentí totalmente desconcertado. Durante dos gloriosos segundos tuve una visión fantástica de un prelado con capa y mitra de la Iglesia Anglicana, acompañado por su canciller seglar, de pie en un rincón de mi jardín, que examinaba y gesticulaba solemnemente frente a la obra de las garras de Grimalkin sobre mi ultrajado parterre de datura. Si el lector me supone loco (sobre todo si se trata de un pálido habitante de la ciudad), permítame explicar que las grandes flores en forma de trompeta de esta planta llevan el nombre común de estramonio o de trompetas celestiales.

Esta asociación de ideas, explicable a la vista de las circunstancias, no soportó la explicación del misterio que Carmel me dio.

—En realidad es muy sencillo —dijo, aspirando su cigarrillo—. ¿Nunca ha visitado nuestra iglesia, Roger?

—Muchas veces, a intervalos.

—Entonces habrá observado los dos ángeles, uno a cada lado del altar.

—Sí. Son muy viejos y originales, pero… sin desear ser ofensivo, un poco absurdos. La talla de sus túnicas y alas es aceptable, pero tienen unas caras semejantes al tipo más repulsivo de maestra de catecismo de la época victoriana, y el que está del lado de los Evangelios tiene aspecto de estar a punto de vomitar.

Carmel sonrió, pero me devolvió el golpe.

—¡Teniendo en cuenta que son anteriores a la Reforma, y que por lo tanto fueron instalados por ustedes, los papistas, no podía esperarse otra cosa! —replicó—. Sea como fuere, lo importante en lo que a ellos se refiere es que, según los anales de la parroquia, en una época tenían trompetas de oro, con las cuales parecían estar tocando una fanfarria o algo por el estilo. Estas trompetas estaban evaluadas en ochenta libras cada una en el siglo XV, lo cual era, entonces, una enormidad de dinero. Dicho sea de paso, ello explica por qué los brazos de los ángeles están extendidos en posiciones tan raras, y por qué tienen los labios fruncidos y las mejillas infladas. De cualquier manera, vino la Reforma con su saqueo de todos los ornamentos de iglesias, y desaparecieron los ángeles con sus trompetas. Nadie supo qué había ocurrido con ellos hasta hace unos cincuenta años, en que se descubrieron los ángeles, un poco estropeados, debajo de un montón de trastos en el antiguo establo donde se recolectaban los diezmos; pero no había signos de las trompetas. Lo cual no es sorprendente, si en realidad eran de oro.

—Es verdad —dije secamente.

—Bueno, parece que el vicario consideró una lástima dejar que se estropearan definitivamente, por tratarse de verdaderas reliquias, de modo que los lavó, los retocó algo y los colocó otra vez en la iglesia, sin las trompetas, claro está. Y allí están desde entonces, con su aspecto absurdo para cualquiera que no sepa que les falta algo. Esto, hasta el otro día, en que llegaron las trompetas nuevas.

Era ésta una novedad para mí.

—¡Ah! Tienen trompetas nuevas, ¿eh? —murmuré con humildad.

Carmel me miró boquiabierta, sin comprender, evidentemente, que fuese posible que semejante acontecimiento pasara inadvertido, ni siquiera para un papista.

—¡Si tienen trompetas nuevas! ¿Va a decirme que no ha oído hablar de ellas? ¡Sí, trompetas nuevas! Y, lo que es más, son de oro, no de veintidós quilates, desde luego, pero sí de oro, y no de plata dorada.

Emití un silbido.

—Deben haber costado bastante —comenté, algo perplejo—. ¿Son muy grandes?

Carmel extendió sus brazos esbeltos a ambos lados del cuerpo, en la actitud de un pescador describiendo el pez que ha dejado escapar.

—Papá no ha recibido la cuenta definitiva, todavía, pero sé que el presupuesto era de miles —dijo—. Usted sabrá sin duda, que esto forma parte del legado de la vieja Mrs. Beeding.

—Recuerdo a Mrs. Beeding, como asimismo que dejó parte de su fortuna a la iglesia, pero no recuerdo nada relativo a trompetas.

—Pues, Roger, ésa era la idea principal en su legado. Durante años estos ángeles sin trompetas le habían despertado gran contrariedad. Sin duda irritan a muchas personas, pero mientras algunas opinaban que debían quitarse los ángeles, Mrs. Beeding sostenía que si tuviesen sus trompetas quedarían muy bien. En vista de ello dejó su dinero a mi padre para la iglesia, con la condición de que la primera inversión del dinero sería la compra de las trompetas de oro. Y como dejó más de 60 000 libras, evidentemente papá debía moverse o, de lo contrario, perdería todo el legado. Papá se movió y como digo, las trompetas, aunque son más bien cuernos de coche de postas, fueron encargadas y ahora están listas. El aspecto de los ángeles ha mejorado mucho con ellas, pero a mi juicio es un despilfarro escandaloso. Conviene que vaya y las observe bien, Roger. No creo que estén allí mucho tiempo, de cualquier manera.

—¿Por qué?

—Existen dos posibilidades. Primero, que las roben. Segundo, que el Obispo ordene que sean retiradas como ornamentos no permitidos. Verá usted: Papá, con su soberano desprecio a todo lo que signifique expedientes y papeles, no pensó en ningún momento que debía solicitar una autorización. Pero alguien debió decírselo al canciller, y el canciller se lo dijo a Bloody Ben, el obispo, con el resultado de que se produjo una gran conmoción en el palacio, y todo el mundo quería saber qué significaba la actitud de mi padre. No sé si usted conoce a Bloody Ben. Es un buen obispo, y muy pacífico cuando se le trata, pero suele desplegar un genio violento y no vacila en decir todo lo que piensa. Estuvo conversando por teléfono con mi padre durante una hora, y le aseguro que fue una conversación bastante profana. Como tal vez sabrá, papá no vacila en llamar las cosas por su nombre cuando se enoja, y, de todos modos, no le interesan mucho los obispos. Total: el majestuoso descenso del obispo y su canciller en el día de hoy a fin de decidir si las trompetas quedarán en su sitio para ser debidamente bendecidas, o bien si serán arrojadas al abismo como elementos que pueden conducir a la idolatría y a la superstición papista.

El tono de Carmel era alegre, y por primera vez parecía haber recobrado su humor habitual. Yo reí.

—¿Y cuáles son las probabilidades en uno u otro sentido? —pregunté.

—He oído decir que están apostando seis a cuatro a favor de mi padre en la taberna de la Doncella Verde. Personalmente, yo diría que iguales en ambos sentidos. Será una lucha muy reñida, estoy segura de ello.

—Pero ¿por qué? —pregunté intrigado—. ¿Ustedes no creen, verdaderamente, que los católicos adoramos trompetas y objetos semejantes?

—Desde luego que no. Por lo menos, es probable que lo creamos oficialmente, pero en la práctica es una especie de fantasma muy útil. El asunto importante en un caso como éste es que mi padre no ha solicitado la autorización correspondiente, como un buen vicario, y con ello ha ofendido la dignidad del obispo, o quizás del canciller, y están un poco molestos. Las patrañas sobre idolatría serían simplemente los fundamentos legales para suprimir las trompetas si mi padre no lograse convencerles.

Yo hice un gesto, acariciándome la barba. Si bien no conocía en persona al obispo de Bramber, conocía su reputación de dignatario exigente. Sabía, además que le consideraban un caso excepcional entre los prelados de la Iglesia Anglicana por el hecho de haber sido ordenado y ungido por un obispo de una de las iglesias cismáticas de Oriente, y que por lo tanto, aún la Santa Sede debía reconocer la validez de sus votos. En otros términos, si decidiera impartir su bendición a estas nuevas trompetas de oro en lugar de disponer que se quiten, quedarían definitivamente bendecidas. No es que ello tenga mucha importancia, pero…

—Por Mr. Gilchrist y por los ángeles, espero que usted haya tenido la previsión de hacer preparar un buen almuerzo —observé—. Conozco muy bien a estos señores. Haga lo que haga, no permita que vayan a la iglesia con el estómago vacío.

—Es lo que le he dicho a la cocinera —repuso Carmel, sonriendo—, y me prometió hacer todo lo posible. Pollo asado y un Budín de Sussex…