Quisiera aclarar aquí que la sorpresa de Barbary ante la visita de Carmel Gilchrist había sido una emoción leve y pasajera comparada con la mía. En el curso normal de los acontecimientos no me sorprendo con mucha facilidad, pues muchos períodos prolongados de mi vida han transcurrido en medio de circunstancias que me han dejado una duda permanente acerca de las sorpresas que me deparará el destino a cada instante. Hasta en materia de visitantes, ahora que llevo una existencia relativamente tranquila y sin peripecias, he aprendido a aceptar que lo inesperado es lo que ocurre más a menudo, especialmente cuando se es un novelista cuyos libros parecen atraer, no ya a la clase de lector a quien van dirigidos, sino además al más extraño conglomerado de individuos, desde jueces de la alta magistratura hasta dementes furiosos, que la mentalidad más fecunda podría concebir en el más absurdo de los sueños.
Por una circunstancia curiosa tenía asimismo el presentimiento de que aquella mañana recibiría una visita inesperada, y en verdad había dedicado parte de mi paseo de después del desayuno alrededor del jardín, a preguntarme, sin mucha preocupación, qué clase de persona sería. Estaba ya sobre aviso acerca de la llegada inminente de mis dos tíos: tío Odo debía realizar una visita canónica a nuestro monasterio local, tío Piers —según yo creía— le había acompañado simplemente para matar el tiempo, de acuerdo con la tradición entre los mariscales de campo transitoriamente desocupados y que carecen de algo más interesante para matar. Tenía, sin embargo, la sensación de que vería a otra persona, además de ellos. Y cuando, en momentos en que estaba mascullando una solemne maldición contra todos los gatos del mundo, al contemplar sus estragos sobre un prometedor parterre de Datura indica Suaveolens, oí pasos a mi espalda y me volví para ver a Barbary que acompañaba a Carmel Gilchrist hacia donde yo estaba, supe que mi presentimiento se había cumplido ampliamente.
Mi primera sensación fue de alivio, pues si era mi destino recibir una visita inesperada, se me ocurrían diez mil personas con quienes podría haber conversado con menos gusto que con Carmel Gilchrist. Por lo menos Carmel era joven, sensata y agradable, con un aspecto de frescura en total armonía con la belleza de una mañana primaveral. Y a pesar de que no nos conocíamos mucho, la había visto lo suficiente como para sentir un deseo pasivo de conocerla mejor. En mi condición de hombre casado, más o menos respetable, que casi le doblaba en edad, nunca había adoptado medidas concretas con el fin señalado, pero no puedo negar que sentí una pequeña corriente de placer cuando Barbary dejó a la muchacha en mis manos.
Carmel, la hija menor del Reverendo Andrew Gilchrist, era una mujercita muy atractiva, cuando uno la miraba detenidamente. Si el lector considera poco caballeresca la adición de la salvedad final en mi última oración, replicaré que sólo cuando se miraba a Carmel por segunda o tercera vez se comenzaba a percibir su enorme atractivo. No era una de esas muchachas atrevidamente bonitas, cuyo solo rostro es capaz de hundir mil barcos o hacer palpitar mil corazones, pues no era la suya esa belleza digna de Helena de Troya que, a decir verdad, bien podría atribuirse a su hermana mayor, Andrea. La verdad es que posiblemente en esto residían las dificultades que pudiese tener Carmel. Quiero decir que a menudo se conocía a las dos hermanas al mismo tiempo, y entonces la belleza nítida y resplandeciente de Andrea tendía a oscurecer los encantos menos obvios de Carmel. Sólo cuando se la trataba a solas y se tenía tiempo para regocijar los ojos con mayor serenidad, se advertía que ella también era hermosa, pero de una forma más apagada y sutil que su hermana.
En esta festividad de la Aparición de San Miguel Arcángel, en el año de gracia de 1939, Carmel había cumplido veinte o veintiún años, no recuerdo bien. Era lo que mi colega Cheyney, americanizando deliberadamente la lengua materna, habría llamado una rubia rojiza. En otros términos, tenía cabellos rubios, pero no del tono platinado, oxigenado, ceniciento o tan siquiera de lino, de los sajones, sino de un tinte oro pálido, con reflejos marcados de color rojizo. No sé qué color de ojos se considera correcto para una rubia rojiza, pero los de Carmel, inesperadamente, eran de color castaño muy oscuro, los ojos que habitualmente tienen las morenas. Eran ojos preciosos, bien separados y adornados con largas pestañas negras. Su nariz era traviesa, levemente respingada, y si me preguntan cómo puede ser traviesa una nariz de mujer, me limitaré a recomendar al lector que venda este libro por lo que le den y en el futuro lea solamente a Bernard Shaw. También su boca era traviesa, más ancha que lo estipulado por los cánones clásicos, y con labios que invitaban al beso. En cuanto al resto de su persona, o por lo menos, a lo que es posible describir a través o debajo de un sencillo vestido de hilo de color azul lavanda, combinaré la verdad con la delicadeza si afirmo, citando a la señora Cautela, que la dama tenía curvas y que todas sus curvas estaban exactamente donde deben estar las curvas. No había perdido totalmente la atrayente delgadez de miembros largos de la adolescencia, pero sus piernas ofrecían una promesa de perfección futura. Sus tobillos… eran ya perfectos.
Carmel era, en resumen, el tipo de muchacha que a todos nos agrada ver en una hermosa mañana de mayo, y yo estaba en forma debida satisfecho de verla, aunque al mismo tiempo, profundamente intrigado y curioso por conocer qué brisa feliz la había traído a mi camino. Para aumentar mi perplejidad, mientras las saludaba agitando la mano, tuve una ligera pero a la vez definida sensación de que estaba, según comentara Barbary más tarde, algo deprimida. No diré que la muchacha estuviese llorando o abiertamente preocupada, y mucho menos desasosegada o agitada. Pero había una expresión tensa en sus ojos castaños, como si no hubiese dormido mucho, y una cierta vacilación en su andar. Por último, la sonrisa amistosa que me dirigió no se reflejó en sus ojos.
Barbary la dejó conmigo y se excusó con un breve comentario relativo a invitados para el almuerzo y a un pollo que esperaba ser rellenado. Cualquier otra mujer habría tenido la curiosidad de quedarse con nosotros, con la esperanza de enterarse del motivo de la visita, pero era característico de mi mujer no desplegar un interés intempestivo en nada que no le concerniera directamente. Sabía —es natural— que con toda seguridad yo le haría una crónica detallada de la entrevista más tarde. Pero Carmel había solicitado claramente verme a solas, y Barbary tenía demasiado tacto para inmiscuirse.
Por mi parte yo también trato de desplegar tacto, aunque no siempre con éxito, y al encontrarme solo con mi visitante, mi primera preocupación fue no dejar que notara que yo había percibido alguna perturbación emotiva en su aspecto. En vista de ello, tras el comentario acostumbrado, pero indispensable, acerca del tiempo, repetí enérgicamente, aunque en una versión corregida, mis imprecaciones contra los gatos, en medio de las cuales me encontraba cuando llegó Carmel. Frunció ella el ceño gravemente al contemplar mis brotes deshechos.
—¡Qué lástima! —comentó, moviendo la cabeza—. Los gatos de la vecindad son unos perfectos fascistas, ya lo sé. Nuestro jardín sufre bastante, también. En verdad, estaría dispuesta a apostar que esta obra tiene alguna influencia de la Vicaría. Puede que esté cometiendo una injusticia con esa bestia, pero creo reconocer aquí el trabajo de las garras de Grimalkin. Tiene bastante personalidad.
—¿Grimalkin? —repetí, acariciando mi barba pensativamente—. Nunca oí hablar de ella. ¿Es uno de sus gatos?
—Mía, no —dijo Carmel decididamente—. De mi hermana. Es un animal terrible. ¡Sin duda la ha visto usted! Creía que todo el mundo conocía a Grimalkin. Es una gata enorme, de color pizarra, con una cola como de zorro, patas del tamaño de un plato, y tan llena de pecado y malicia como un huevo lo está de carne, si me perdona esta comparación absurda. No puedo imaginar qué encuentra Andrea en ella.
—Las relaciones entre gatos y sus dueños son siempre oscuras y misteriosas, en mi opinión —observé—. A veces, como en este momento, uno se pregunta qué puede ver el dueño en un gato. Pero con la misma frecuencia, dentro de mi experiencia, uno se pregunta más bien qué diablos puede ver el gato en su dueño.
Carmel rió, y su risa significó una oportuna disminución de la tensión que había estado sufriendo hasta aquel momento, de modo que creí conveniente seguir el rumbo inofensivo que estaba tomando nuestra conversación. Tenía toda la mañana por delante, sin nada especial que hacer. Habría mucho tiempo para orientarse hacia temas más concretos una vez que la atmósfera se aclarase.
—Este parterre en particular parece tener una especie de fascinación para todos los seres delincuentes —comenté—. En agosto del año pasado, exactamente cuando las flores de estramonio estaban en su apogeo, un bandido invadió el jardín una noche oscura y me robó una docena de las mejores plantas, con raíz. No me imagino el motivo de ello, salvo que este tipo de datura es una novedad aquí. Traje las semillas de la India hace años. Es extraño, no obstante, que la gata de su hermana haya elegido el mismo punto de ataque, quiero decir, siempre que haya sido Grimalkin.
—Es incorregible —repuso ella—. Y no estará muy errado si la culpa por cualquier cosa que ocurra en las inmediaciones. Siempre que crea que el infierno se ha descargado sobre su tejado durante la noche, puede estar totalmente seguro de que Grimalkin está en pie de guerra. Y es endemoniada en presencia de un jardín. Yo creo que me corresponde disculparme en nombre de mi hermana por los daños sufridos en su parterre, Mr. Poynings.
—Me llamo Roger —murmuré con descuido, obediente a mi política de acercamiento.
Carmel me miró fugazmente por debajo de sus pestañas negras.
—Y yo, Carmel —dijo a su vez—. Es usted muy amable… Roger.
—Soy amable por naturaleza —dije con aire confidencial—. Mi segundo nombre es Azúcar. ¿Fuma? Abriendo mi cigarrera le ofrecí un cigarrillo.
—Gracias.
Comenzamos a fumar, invadidos por la agradable sensación de una amistad creciente. Luego, siempre impulsado por las mejores intenciones, dije:
—Es extraño, pero nunca he conocido en concreto a un gato llamado Grimalkin —y lancé una bocanada de humo—. Es un nombre deliciosamente anticuado y siniestro. En épocas pasadas, toda bruja que se respetara tenía una gata llamada Grimalkin, o mejor dicho, según las autoridades en la materia, Grimalkin era generalmente el «familiar» o genio maligno de la bruja materializado en forma de gato.
Mis palabras habían sido ligeras, y sin otro objeto que tranquilizar aún más a Carmel y proporcionarle una tregua antes de abordar el tema que la preocupaba. Mientras hablaba yo, había estado observando su rostro, no para ver las reacciones frente a las tonterías que decía, ni mucho menos, sino simplemente porque era tan bonita que resultaba difícil dejar de contemplarla. Sobre todo, me gustaba ver la encantadora sonrisa que aparecía en sus labios, demasiado anchos, cuando algo le resultaba divertido, pero esto fue precisamente lo que no ocurrió en ningún momento. Con gran sorpresa vi que cuando abordé el tema del nombre de la gata su rostro palideció y una expresión muy semejante a la de temor apareció en sus ojos. Sus blancos dientes mordieron profundamente sus labios pintados de escarlata.
Pero estos síntomas fueron pasajeros, y al cabo de unos segundos había recobrado la serenidad y por fin me dirigió su deliciosa sonrisa, aquella sonrisa que yo había estado esperando. El color volvió a sus mejillas, la tensión de su cuerpo desapareció, y la aprensión se desvaneció de sus ojos. Y ahora parecía sentirse algo avergonzada de sí misma.
—¡Perdone! —se disculpó con otra sonrisa—. Seguramente pensará que estoy algo alterada. Es muy posible. A veces pienso que estoy perdiendo el juicio, y en realidad es por ese motivo por lo que he venido a verle. Ha de estar preguntándose…
Hice un gesto de asentimiento.
—He estado intentando convencerme de que se trataba simplemente de una visita social —admití—, pero desde luego que no lo he conseguido. Por otra parte, no acierto a imaginar qué la ha traído aquí, y lo único que puedo decir es que si puedo ayudarla de alguna manera, lo haré encantado.
—Gracias —dijo Carmel con gravedad—, Roger, estoy sumamente preocupada por algo; no: por una cantidad de cosas, en realidad, y entre ellas, como le he dicho hace un instante, por la posibilidad de que esté perdiendo el juicio. Sobre esto quisiera su opinión antes que nada. Quiero decir, que si tengo un estado mental anormal, el resto de mis preocupaciones surgen de ese hecho, y no tiene por qué tomarlas en serio —suspiró y añadió—: Es muy posible que la respuesta sea ésa. Y sin embargo, no siento haber perdido el juicio ni mucho menos, y nadie parece haber advertido algo anormal en mi conducta.
Traté de reír con un tono que, según esperé, sería tranquilizador.
—Mi querida Carmel, no soy alienista, ni siquiera psicólogo aficionado, salvo en cuanto al hecho de que todo novelista tiene que estar familiarizado con los aspectos de la conducta humana. Pero hablando como una persona cualquiera a otra, le diré que, si usted está loca, todo el pueblo de Merrington y todo el noble reino de Sussex debe estar poblado exclusivamente por locos. Quizás yo no sea un juez competente, pues mucha gente está convencida de que yo mismo estoy loco. Sin embargo, por si ello le sirve de consuelo, quiero manifestarle que yo la considero por lo menos tan cuerda como yo mismo.
Carmel sonrió.
—Bueno, es algo, de todos modos. Pero no sé si abrigará la misma opinión cuando le haya dicho lo que quiero decirle. Estoy hablando en serio, Roger. Después de todo, supongo que es posible ser mentalmente normal, en la acepción común del término, y a pesar de ello sufrir alucinaciones acerca de un tema particular.
Me encogí de hombros.
—Yo diría que no solamente es posible, sino que además es bastante corriente —repuse—. ¿Cuántos de nosotros no tenemos algún tipo de manía más o menos inofensiva? Y estas manías se basan, según imagino, en alucinaciones o ilusiones de un tipo u otro, por lo menos, en su mayoría. Pero, como digo, no soy médico, y no creo que convenga generalizar demasiado. Si por alguna razón u otra usted considera que soy una persona más indicada que, digamos, el doctor Houghligan, para que usted me confíe sus dificultades, estoy absolutamente dispuesto y preparado para escucharla.
—Gracias, Roger. No tengo derecho a molestarle, pero no puedo continuar mucho tiempo soportando este estado de cosas. Tengo que decírselo a alguien, pues de lo contrario, perderé el juicio inevitablemente. Por ahora no se trata de nada que justifique consultar a un médico. Mucho menos podría confiar ni una palabra de esto a mi padre. Adam Wycherley está con su regimiento en Aldershot, y no tengo idea de cuándo volverá. Además, aunque es muy bueno y le quiero mucho, no estoy segura de no preferir hablar con alguien… de más edad y con más experiencia. Entonces pensé en usted…