Para preparar un Budín de Sussex según la receta de Old Gumber, deben reunirse los siguientes ingredientes en una mesa de cocina bien fregada: una cantidad de fina harina de Petworth; un buen trozo de mantequilla de Amberley; un tazón de grasa de vaca de óptima calidad, finamente desmenuzada; unos cuantos huevos muy frescos; un recipiente muy grande de azúcar de Demerara; un limón excepcionalmente hermoso; una botella de ron de Jamaica, y su penúltimo barrilito de coñac traído de contrabando. A continuación, entonando la antífona Propitious esto, Domine, seleccionar los citados ingredientes en sus proporciones correctas y preparar una masa con grasa muy flexible, en cantidad tal que resulte abundante para todos los comensales.
Con la mayor parte de esta masa, se recubrirá la budinera más grande que sea posible hallar: una budinera de porcelana, se entiende, y nada de esos recipientes modernos de hierro esmaltado. Una vez generosamente recubierta la budinera, se coloca en el medio una gigantesca esfera o bolo que tendrá como núcleo el limón, entero y con cáscara, y luego una pared espesa de manteca dura, fuertemente impregnada con ron. Esta esfera o bolo debe adaptarse bien dentro de un grueso almohadón de azúcar morena, con más azúcar —montañas y moles de azúcar— acolchándolo en todos sus lados y ocultándolo totalmente, de modo que la budinera quede llena de azúcar hasta el borde. Luego de apretar bien el azúcar y cuando se tiene la seguridad de no poder añadir ni un grano más, se tapa la budinera con el resto de la masa de grasa, se envuelve todo en una servilleta bien limpia, y se hierve durante dos horas y media, según el reloj de la cocina.
Si usted me pregunta ahora en qué punto intervienen los huevos y el coñac de contrabando, me veré obligado a replicar que éste es un secreto que por ley y por tradición sólo puede ser murmurado por labios oriundos de Sussex directamente junto a oídos oriundos también de Sussex. Mucho menos es permisible escribirlo, por temor de que algún celta depredador, o un nativo de Kent se apodere de la receta y usurpe nuestra capacidad de hacer un excelente Budín de Sussex, si bien es verdad que muy pocos entre estos bárbaros saben leer, y si lo saben, sólo en caracteres de gran tamaño. Pero semejante contingencia es demasiado terrible para que la contemplemos aquí.
Se necesitará, más tarde, un litro o dos de crema muy gorda.
Si usted, o bien los pedantes y amigos de la legalidad entre el resto de mis lectores, oponen la objeción de que no es posible preparar un Budín de Sussex en época de guerra o inmediatamente después de ella, a menos que se sea un almacenero sin escrúpulos o un negociante del mercado negro, aplaudiré su discernimiento, pero reprocharé su impetuosidad, defendiendo a la vez mi integridad literaria al declarar que mi historia comienza en aquellos días de oro en que la Paz conseguía sobrevivir en forma precaria mediante excursiones a Munich o con medidas semejantes; cuando, en resumen, 10 Downing Street estaba aún ocupado por el Viejo Pollo del paraguas, en tanto que el Caballo de Batalla ocupaba su banca vociferante, pero todavía no oficial, en la Oposición. En verdad, si usted es uno de esos individuos obsesionados por la precisión, que exigen que todo esté minuciosamente fechado y documentado, complaceré dicha obsesión estadística revelando que fue el 8 de mayo de 1939 cuando Barbary Poynings hizo un Budín de Sussex de dimensiones tan magníficas y de excelencia tan inigualada, que su sabor y su aroma permanecen hasta hoy en la memoria de quienes lo consumieron hasta la última migaja. El sol salió a las 5:21 hora estival británica, y se puso a las 20:33. La luna había pasado su máximo volumen hacía unas horas. Mercurio estaba en conjunción superior con el sol, y la tierra estaba en afelio. El nivel de la marea a la altura de London Bridge era de 11,38. Era, en fin, la fiesta de la Aparición de San Miguel Arcángel, fecha que de cualquier manera ofrece un pretexto más que adecuado para permitirse ciertos lujos culinarios.
Barbary preparó el Budín, además, en presencia de testigos notables, pues mientras mezclaba y moldeaba, la observaban dos pares de ojos avizores y benévolos, dos pares de ojos avunculares. Contra una esquina del alto y anticuado fregadero estaba apoyada la figura delgada y vestida de franela gris del Mariscal de Campo Sir Piers Poynings, O. M., G. C. B., G. C. S. I., G. C. M. G., K. C. V. O., C. I. E., D. S. O., con un fino cigarro negro entre los labios y una palmeta matamoscas que colgaba perezosamente de su muñeca derecha. Al mismo tiempo, desde un ventajoso punto de observación junto a la despensa de roble, su hermano, el Reverendísimo Odo Poynings, D. D., Ph. D., S. T. D., Arzobispo-Obispo de Arundel, dejó de jugar con el crucifijo que pendía sobre su pecho el tiempo suficiente como para echar una bendición sobre la budinera, mientras Barbary anudaba repetidamente el paño que la envolvía.
—Saldrá un Budín excelente —observó el mariscal, con el tono conciso y decisivo de un experto—. Nada hay mejor que un Budín de Sussex. Te lo digo yo, Barbary. Veo con satisfacción que Roger te mantiene diestra en el arte culinario, y no permite, como ciertos individuos, ser alimentado de latas.
Barbary echó hacia atrás sus rizos oscuros, cambiando una sonrisa socarrona con su tío militar y un guiño con su tío arzobispo.
—Lo que no soporto —dijo el segundo pensativamente—, es un budín escaso. Quiero decir, el budín que despierta nuestro interés e inmediatamente se acaba antes de que le hayamos tomado el gusto. Tienes una budinera decente, Barbary… El único inconveniente del Budín de Sussex es que conduce a la somofagia.
—¡Historias! —dijo su hermano concisamente—. Debes aprender a dominar tus apetitos, hermano. La disciplina es esencial en la Iglesia tanto como en el Ejército; más aún, en realidad. ¡Somofagia! ¡Historias!
—Creo que el hábito de comer hasta las migajas nace con las personas, pero que no se adquiere —comentó Barbary, terciando en el debate—. Es un hábito repugnante, de todos modos, así que deben cuidarse mucho todos de incurrir en él.
Era evidente que ni Barbary ni Sir Piers conocían el significado del término empleado por el Arzobispo de modo que frente a su aplicación demostraron una vez más ser dignos miembros de la gran dinastía de Poynings. Esta familia posee sin duda el vocabulario más extenso en West Sussex, y, por consiguiente, en el mundo civilizado.
—Hablando de Roger —dijo el Mariscal al cabo de una pausa—, ¿dónde diablos está? ¿Escribiendo otro libro lleno de tonterías?
—En este momento, no —repuso su sobrina mientras, abrumada por el peso, colocaba la budinera dentro de una cacerola gigantesca—. Acaba de terminar y despachar por correo uno, y ahora está un poco desorientado. Se alegrará mucho de veros a los dos. Iré a traerle dentro de un instante. La última vez que le vi estaba en su despacho, absorto en una conversación confidencial con la hija del vicario.
Dos pares de hirsutas cejas grises se elevaron casi verticalmente.
—¿La hija del vicario? —repitió bruscamente el Mariscal—. ¿Confidencias? ¡Mmmm!
—Confidencial —corrigió el Arzobispo—. Una conversación confidencial. Interesante, de cualquier manera. Quisiera saber yo quién está tratando de convertir a quién, y a qué.
—No tengo la menor idea —dijo Barbary alegremente—. Es una buena muchacha; es Carmel Gilchrist. En realidad no la conozco mucho, y creo que Roger tampoco, aunque es verdad que él ha vivido más tiempo que yo. Carmel parecía… deprimida, por decir así.
—¿Gilchrist? —el mariscal resopló como un caballo—. Es un apellido escocés. ¿Qué diablos está haciendo un párroco escocés en Merrington, eh? ¿Por qué diablos no se queda…?
—¡Calla! ¡Calla! —reconvino el Arzobispo agitando las manos con aire de desaprobación—. Mi querido Piers, sabemos, según la más autorizada opinión teológica, que aun los escoceses… los escoceses son criaturas de Dios, aunque debo señalar que… ¡Ejem!
—¡Historias! —ladró el soldado, y su bigote gris se puso tieso—. ¡Nada de criaturas de Dios! Te digo, Odo, hermano, que el diablo es escocés, y que los escoceses son sus instrumentos, así como los galeses, los irlandeses y los celtas en cualquiera de sus dos pronunciaciones. Todo el país está invadido por ellos. Se han apropiado de todos los empleos mejores de Sussex, te digo. Ni siquiera podemos nacer sin que un maldito escocés registre nuestro nacimiento, y te apuesto que tu madre te dio a luz a pesar de un médico irlandés o de una partera galesa. En cada escuela de aldea encuentras un director llamado Evans u O’Toole, y el individuo que te mande el último aviso para el pago de tu impuesto a los réditos se llama Menzies o Mackenzie o algo parecido. Uno de estos días, cuando tenga tiempo, pienso organizar una liga, que llamaré «Sussex para los Sajones» o algo por el estilo. E iniciaré una purga. Sacaré a todos de sus empleos y los mandaré corriendo a Escocia, o a dondequiera que nacieron. Es lo que necesitamos, una purga. Te digo, Odo…
—Pero ¡eso es hitlerismo puro! —objetó tranquilamente el prelado—. Estoy de acuerdo en que hay algo en lo que dices, pero sin duda nosotros tenemos la culpa exclusivamente de que estos forasteros hayan podido apoderarse de todas las posiciones.
—¡Hitler! ¡Historias! —vociferó el mariscal, arrojando su cigarro por la ventana—. Te agradeceré que no me compares con ese pintor afeminado, ese vegetariano traidor y fanfarrón, ese… —en este punto le faltaron las palabras adecuadas para describir al Canciller del Tercer Reich—. Mira, Odo, ¿viste lo que yo vi hace un rato, cuando cruzamos el pueblo? Allí estaba un maldito escocés con sus faldas ridículas, resoplando por sus vejigas chillonas, en medio de High Street, el muy atrevido, sangrando a la gente hasta la última moneda de cobre. ¡Diablos! Me hace hervir la sangre…
—Te refieres a nuestro gaitero —dijo Barbary—. Sí, no es extraño que te preguntes qué está haciendo por estas regiones, pero seguramente el pobre está sin empleo, como los grupos de mineros galeses que suelen venir de vez en cuando.
—No existe un escocés sin empleo —declaró Sir Piers dogmáticamente—. Sería una contradicción. De todos modos, ¿por qué no puede quedarse tocando la gaita en Escocia? ¿Por qué tiene que venir aquí, resoplando por ese maldito instrumento en medio de sajones civilizados y despojándoles de su dinero? Te digo que es un escándalo. ¡Y como si eso no fuera suficiente, parecen tener, además, un vicario escocés!
—Pero, mi querido Piers… —comenzó a decir el Reverendísimo.
—¡Vamos, vamos! —intervino Barbary pacíficamente, mientras se enjuagaba las manos bajo el grifo—. Nunca he visto un par de tíos que pierdan la serenidad tan fácilmente. ¡Todo este ruido porque el vicario local se llama Gilchrist! ¿Qué tiene que ver contigo, de todos modos? Los dos sois católicos romanos, papistas, y no veo qué infiernos… ¡Perdón, tío Odo!… qué de… quiero decir, qué interés puede tener para vosotros el nombre del párroco anglicano.
—Por lo que a mí se refiere, el hombre puede llamarse cualquier cosa —concedió Sir Piers generosamente—. Pero ello no quiere decir que esté bien que los párrocos escoceses se apoderen de las buenas parroquias de Sussex, quitando el pan de la boca a los herejes más decentes de Sussex.
El Muy Reverendo Odo se acarició el mentón, como si el aspecto ético de la situación le despertase dudas.
—Pero sea como fuere —dijo Barbary—, creo que afirmar que Mr. Gilchrist es escocés, es estirar demasiado las cosas. Desde luego, con semejante apellido, me imagino que su familia vino originariamente del norte del Tweed, pero de ello hace por lo menos tres o cuatro generaciones. Ahora son completamente ingleses.
El mariscal resopló desdeñosamente.
—No es posible quitarse la sangre extranjera de las venas, en la misma forma en que no es posible para un leopardo quitarse las manchas —objetó—. Piensa en todos esos malditos normandos que se instalaron aquí en 1066, o cuando fuera. Todavía es posible reconocer a sus descendientes a una milla de distancia, a pesar de siglos de matrimonios con familias de pura sangre sajona.
Sir Piers hablaba tan seriamente que sus dos interlocutores lanzaron una carcajada.
—Realmente, mi querido Piers —dijo su hermano—, yo creía que era un poco reaccionario, y en verdad, el diario comunista me dio ese apelativo la semana pasada cuando tuve el atrevimiento de sugerir que no estaba de acuerdo con la moral cristiana el permitir a los médicos asesinar a sus enfermos, aun por solicitud de éstos. Debo decir, empero, que tú llevas tu tipo especial de espíritu reaccionario a extremos un poco exagerados. Sea como fuere, como ha dicho Barbary con toda razón, no nos concierne en lo más mínimo cómo se llama el párroco local, y debo confesar que me interesa mucho más saber por qué Roger está sosteniendo una conversación confidencial tan prolongada con su hija… ¿Cómo dijiste que se llama, Barbary?
—Carmel —repuso su sobrina—. Y es inútil que tío Piers insinúe que se trata de un nombre escocés, porque convendrás conmigo en que tiene un sabor muy pronunciado a nombre papista.
—En realidad es de origen hebreo —corrigió el Arzobispo—. Pero convengo en que no es común hallarlo en muchachas que no sean católicas en nuestro país, debido a sus implicaciones. ¿Pertenece Mr. Gilchrist a la… la Alta Iglesia?
Barbary se encogió de hombros.
—No sabría decirte, tío Odo. Creo que trata de contemporizar con todas las denominaciones locales, en realidad, como deben hacerlo casi todos los párrocos rurales. Todo lo que sé acerca de él es que es muy agradable y simpático, aunque sumamente distraído, hasta el extremo de que nunca recuerda el nombre de nadie. Me dicen asimismo que predica unos sermones atronadores, que llenan de temor a los viejos y hacen morir de risa a los jóvenes. Dicen que elige los textos más absurdos y hace maravillas con ellos. Pero, como te digo, no conozco muy bien a los Gilchrist. Siempre encuentro a las hijas en el pueblo y nos saludamos, pero eso es todo. Por ello me sorprendió mucho que Carmel quisiera conversar con Roger esta mañana. Nunca ha venido aquí, a ninguna hora… De todas maneras, salgamos de esta cocina calurosa. Se está muy bien en el jardín, y podríamos pasear frente a las ventanas del despacho. Quizás logremos arrancar a Roger de su conversación. De lo contrario, invadiremos su cueva y le espantaremos hacia afuera.
—Buena idea —dijeron los dos tíos al unísono, y se apartaron de sus respectivos puntos de apoyo.
Así, pues, una vez segura de que el Budín de Sussex estaba sano y salvo en la cacerola y de que no le habían robado el pollo que debía asar de la nevera, Barbary los condujo hacia el jardín bañado en la tibieza y los aromas primaverales.