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Había una vez un hombre malvado a quien oí decir —aunque puede que lo haya leído en un libro— que todos los hombres son iguales. Tal afirmación es no sólo la más condenable de las herejías, sino, lo que es mucho peor, un flagrante absurdo. Afirmar que todos los hombres son iguales es apenas un grado menos presuntuoso que afirmar que todos los hombres son semejantes: se trata de un ejemplo lamentable de empirismo falaz que apenas puedo refutar con la paciencia necesaria.

Sea como fuere, el ejemplo más próximo y oportuno será suficiente para refutarlo, pues es preciso examinar para ello el inmenso e insalvable abismo que se extiende —o bien, se abre, si usted, lector, lo prefiere— entre usted y yo. Veamos, pues. Usted es evidentemente rico, puesto que ha adquirido, o bien obtenido por otros medios, este magnífico pero costoso libro. Yo, en cambio, soy evidentemente pobre, puesto que he debido sufrir la terrible agonía y el trabajo de escribirlo para usted. Segundo, su nombre no es probablemente Poynings, y si lo es, probablemente no es Roger Poynings. Y si por una fantástica y apenas tolerable infracción a los derechos de autor, es Roger Poynings, no es usted el mismo Roger Poynings que se dispone en este instante a relatar esta vigorosa narración. Tercero, quizá usted lleva el rostro afeitado, o, por lo menos, adornado tan sólo en el labio superior con esa tímida concesión denominada bigote, en tanto que yo, por la misericordia de Dios, tengo barba, una barba de la cual oirá usted mucho más en el curso de estas páginas, le guste o no. Cuarto, usted tiene la probabilidad de haber nacido y estar residiendo actualmente en cualquier parte del mundo, desde Lhasa hasta Llandudno Junction, de cuyos dos puntos, habiendo visitado ambos, prefiero infinitamente el primero. Yo, por gracia especial de mi Creador, fui engendrado, nacido y criado junto a las estribaciones septentrionales de las mesetas de Sussex, como lo fueron diez mil generaciones de antepasados de ambos sexos. Y hasta el día de hoy continúo residiendo en este paraíso sagrado que se extiende entre Arun y Adur, los dos riachuelos de gratas y poderosas reminiscencias.

Por último, bien puede suceder que usted haya sido bendecido o castigado con tíos de uno u otro tipo, pero es sumamente improbable que pueda contar entre ellos, al mismo tiempo, como yo, a un Mariscal de Campo del Ejército Británico y a un ejemplar mucho menos común, un Arzobispo-Obispo genuino, ungido, con calcetines de color púrpura, de la Santa Iglesia Católica y Apostólica Romana.

Tampoco tiene usted, y sobre ello le apuesto un millón, una mujer hermosa llamada Barbary, que, al mismo tiempo, sea su prima.

Es evidente, pues, que, aún dentro de estos pocos aspectos elementales, usted y yo somos totalmente desemejantes o desiguales. Y puesto que los objetos desemejantes no pueden ser iguales, según lo postulara y demostrara de una vez por todas el filósofo Euclides, alrededor de 297 a. J. C, todo el argumento presentado por el mencionado heresiarca cae derrumbado con un gemido de agonía, al someterse a la primera prueba.

No quiero oír nada más a este respecto, pues de lo contrario disputaremos, y para conjurar semejante calamidad en una etapa tan temprana de nuestra relación, elevaremos nuestra comunión a un plano más elevado, y uniendo el interés con la instrucción, consideraremos el método mejor, y por tradición más susceptible de éxito, de elaborar un Budín de Sussex.