En cierta ocasión, mi padre me contó cómo se había perdido. Ocurrió en verano. Acababa de cumplir diez años y estaba viviendo en el campo, cerca de Potsdam, donde sus padres tenían una casa a la que acudían en vacaciones. Había pasado allí todos los veranos desde su nacimiento, y se conocía de memoria los bosques, las colinas y los prados circundantes. Al contarme el episodio me subrayó muy especialmente el hecho de que momentos antes de marcharse al bosque había tenido una riña con su hermano. David, que tenía entonces trece años, había expulsado a su hermano pequeño de la habitación que compartían y había cerrado la puerta con llave, gritando que necesitaba tranquilidad. Tras la pelea, mi padre, rojo de ira y de resentimiento, salió corriendo de la casa, pero al cabo de un rato se calmó y comenzó a disfrutar del paseo entre los árboles, deteniéndose aquí y allá para examinar el rastro de los animales y para escuchar el canto de los pájaros. Caminó y caminó hasta que, de repente, ya no supo dónde estaba. Dio media vuelta e intentó volver sobre sus pasos, pero no logró encontrar ni un claro ni una roca ni un solo árbol que le resultara familiar. Finalmente, logró salir del bosque y se encontró en la cima de una colina desde la que podía divisarse una casa situada en medio de un prado. Avistó asimismo un coche y un jardín, pero no lograba reconocer el lugar, y hubieron de transcurrir varios minutos hasta que por fin comprendió que se trataba de su propia casa, de su jardín y del automóvil azul oscuro de su familia. Al narrarme aquella historia sacudió la cabeza y me dijo que nunca había olvidado aquel momento, que para él venía a ilustrar los misterios de la cognición y del cerebro. A su juicio, se trataba de un territorio inexplorado, y remató el relato con una disertación en torno a ciertos estragos neurológicos que dejan a sus víctimas incapacitadas para reconocer nada ni a nadie.
Luego, algunos años después de morir mi padre, yo mismo tuve una experiencia similar en Nueva York. Había acordado reunirme con un colega parisino para tomar una copa en el bar de su hotel, y tras preguntar el camino a uno de los empleados llegué a un largo y reluciente pasillo de suelo de mármol. Vi allí a un hombre ataviado con abrigo que avanzaba hacia mí, y transcurrieron varios segundos hasta que me di cuenta de que aquel individuo que yo había tomado por un extraño era en realidad mi propio reflejo en el espejo que había al fondo del corredor. Estos breves intervalos de desorientación no son raros, pero cada vez me interesan más, ya que sugieren que nuestra capacidad de reconocimiento es mucho más débil de lo que en principio cabría suponer. No hace ni una semana me serví lo que yo creía que era un vaso de zumo de naranja, sin darme cuenta de que era leche. Durante varios segundos no fui capaz de determinar que lo que estaba bebiendo era leche, sino tan sólo que aquel zumo era repugnante, y el hecho de que me encante la leche no supuso ninguna diferencia. Lo que importa es que esperaba una cosa y obtuve otra.
El desconcertante extravío de tales momentos, en los que lo que nos es familiar se torna radicalmente ajeno, no es simplemente un truco de la mente, sino una pérdida de los indicadores externos que estructuran nuestra visión. De no haberse perdido, mi padre habría identificado el domicilio familiar, y yo, de haber sabido que había un espejo delante de mí, me habría reconocido a mí mismo de inmediato, del mismo modo que la leche me habría sabido a leche si hubiera conocido su naturaleza de antemano. Durante el año que siguió a la muerte de Bill noté que me sentía continuamente desorientado: o bien no sabía lo que estaba viendo en un momento determinado, o bien no sabía cómo interpretar lo que veía, y aquellas experiencias han dejado en mí vestigios que hoy me producen un estado de inquietud casi perpetuo. Aunque hay ocasiones en que se desvanece por completo, por lo general puedo sentir su presencia acechante bajo las actividades ordinarias del día, como una sombra interior arrojada por el recuerdo de haberme sentido completamente perdido en otro tiempo.
Resulta irónico que después de pasar tantos años analizando los patrones pictóricos y el modo en que éstos influyen en nuestra percepción me viera entonces en la misma situación que Durero cuando pintó su rinoceronte de oídas. La célebre criatura del artista muestra una poderosa semejanza con el animal real, pero el pintor equivocó numerosos detalles cruciales, y lo mismo me sucedió a mí cuando llegó el momento de reconstruir los sucesos y las personas que aquel año formaron parte de mi vida. Mis personajes, claro está, eran humanos, y por ello resultaba singularmente difícil —tal vez imposible— evitar los errores, pero cometí una serie de equivocaciones lo bastante graves como para calificarlas de imagen falsa.
Tanto en la vida como en el arte, la dificultad de ver con claridad me persiguió desde mucho tiempo antes de que me fallaran los ojos. Se trata de un problema asociado a la perspectiva del espectador, como bien observó Matt aquella noche en su habitación al señalar que cuando miramos a la gente o contemplamos las cosas estamos ausentes de nuestro propio cuadro. El espectador es el auténtico punto de fuga, el alfilerazo en el lienzo, el punto cero. Yo sólo existo por entero ante mí mismo en los espejos, en las fotografías y en los vídeos familiares, tampoco demasiado corrientes, y a menudo he anhelado escapar de ese confinamiento y vislumbrar una imagen lejana de mí mismo desde la cima de una colina, es decir, no como «yo» sino como un pequeño «él» que viajara entre dos puntos del valle que se extiende ante mí. Con todo, el alejamiento tampoco garantiza la precisión, aunque a veces ayuda. A lo largo de los años Bill se había convertido para mí en una referencia móvil, en una persona que siempre tenía a la vista, pero al mismo tiempo me eludía a menudo. Precisamente por lo mucho que sabía de él y por lo próximo que me había sentido a su persona, me resultaba imposible reunir los diversos fragmentos que integraban mi experiencia con él en una única imagen coherente. La verdad era mudable y contradictoria, y yo estaba dispuesto a vivir con ello.
La mayoría de las personas, sin embargo, no se sienten confortables con la ambigüedad. La tarea de componer una imagen de la vida y la obra de Bill comenzó casi inmediatamente después de su muerte, con una nota necrológica publicada en el New York Times. Se trataba de un artículo largo y abstruso que incluía, entre otras declaraciones algo más halagadoras, una cita procedente de una ácida crítica que antaño publicara el mismo medio. En ella se calificaba a Bill de «artista de culto» que misteriosamente había conseguido atraer a un nutrido número de admiradores en Europa, Sudamérica y Japón. A Violet le horrorizó aquella reseña, y se lanzó a despotricar contra el articulista y contra el periódico, blandiendo la página ante mi rostro y afirmando que si bien identificaba la foto de Bill no era capaz de reconocerle ni una sola vez en los siete párrafos que se le dedicaban; que estaba ausente, en fin, de su propia necrológica. De nada sirvió recordarle que la mayoría de los periodistas no son sino meros transmisores de opiniones ajenas, y que raro es el cronista que puede convertir la información de un fallecimiento en otra cosa que no sea un tedioso sumario pergeñado a partir de artículos igualmente insulsos acerca del personaje en cuestión. A medida que fueron transcurriendo las semanas, no obstante, Violet se vio reconfortada por las cartas que iban llegando procedentes de todo el mundo, escritas por personas que conocían la obra de Bill y habían hallado en ella algo digno de conservar en su memoria. Muchas de ellas eran jóvenes, y en un buen número de casos no eran artistas ni coleccionistas, sino personas normales y corrientes que de algún modo se habían tropezado con su obra, y con frecuencia sólo en reproducción.
Los incidentes de ceguera ante un arte que posteriormente se declara «grandioso» son tan frecuentes en la historia que han llegado a convertirse en clichés. Van Gogh es venerado hoy en día tanto por su martirio ante la causa del «no reconocimiento en vida» como por sus pinturas, y Botticelli renació en el siglo XIX después de pasar varios siglos sumido en la oscuridad. El cambio experimentado por sus respectivas reputaciones no fue más que una simple cuestión de reorientación, así como el fruto de unos nuevos parámetros que hicieron posible su comprensión. La obra de Bill era lo bastante complicada y cerebral como para despertar una sensación de amenaza entre los críticos de arte, pero también poseía una potencia elemental y a menudo narrativa capaz de atraer la mirada del profano. Personalmente opino que El viaje de O, por ejemplo, sobrevivirá, y que una vez se hayan apagado los chistes oportunistas y los absurdos guiños que circulan en las galerías, unos y otros desaparecerán como tantos otros lo han hecho anteriormente, y las cajas de cristal, con sus personajes alfabéticos, perdurarán. Es imposible saber si estoy en lo cierto, pero me encuentro cada vez más convencido de ello, y de momento no parece que me haya equivocado, ya que la reputación de Bill se ha fortalecido a lo largo de los cinco años transcurridos desde su muerte.
Dejó tras él gran cantidad de obra, incluyendo piezas que nunca se habían expuesto, y Violet y Bernie, ayudados por varios colaboradores, emprendieron la tarea de clasificar sus lienzos, cajas, esculturas, grabados, dibujos y libretas, así como las cintas incompletas que habían formado parte de su último proyecto. Violet me pidió que asistiera a las primeras etapas del proceso, ya que «necesitaba alguien en quien apoyarse». En tan sólo un mes, el caótico almacén que encerraba toda la vida del hombre se vio transformado en una estancia diáfana e inquietante en la que podían verse una mesa, una silla, unas estanterías en su mayor parte vacías y unas cuantas cajas iluminadas por la cambiante luz del sol, que nadie le podía arrebatar. Hubo descubrimientos: delicados dibujos de Mark cuando era un bebé y varios retratos de Lucille cuya existencia ninguno de nosotros conocía. En uno de ellos aparece escribiendo en una libreta, y aunque parte de su rostro permanece oculto, sus ojos y su frente denotan con toda claridad la intensa concentración que otorga a las palabras que figuran en la página. Garabateadas a gran tamaño en mitad del lienzo pueden verse las palabras «Lloraba y lloraba». El escrito divide el torso y los hombros de Lucille, y parece existir en un plano distinto del que ésta ocupa. El cuadro está fechado en octubre de 1977. Había también un dibujo de mí y de Érica que Bill debió de realizar de memoria, pues ni habíamos posado para él ni lo habíamos visto nunca. Estamos los dos junto a la casa de Vermont, sentados en sendas butacas de madera para el jardín, y Érica, que aparece inclinada hacia mí, acaba de depositar la mano sobre el brazo de mi asiento. Tan pronto como Violet descubrió el dibujo me lo regaló, y al día siguiente lo llevé a enmarcar. Para entonces, Érica había venido y había vuelto a marcharse. El viaje neoyorquino que había imaginado —un viaje que, según insinuó, podría desembocar en nuestra reconciliación— se convirtió por el contrario en una amarga visita para enterrar a un amigo, y ni ella ni yo encontramos el momento de hablar de nosotros. Colgué el dibujo de Bill en la pared, cerca de mi mesa de trabajo, donde podía contemplarlo con frecuencia. En los veloces trazos que señalaban la mano de Érica, Bill parecía haber captado el trémulo gesto de los dedos de mi mujer, y la observación de aquel esbozo me hacía recordar invariablemente el leve pero visible estremecimiento que había sacudido todo su cuerpo durante el funeral. Recordaba haber asido su mano helada y haberla mantenido sujeta entre las mías, y también que a pesar de la firmeza de mi contacto, el temblor, generado desde lo más profundo de su sistema nervioso, no cesó en ningún momento.
Siempre que muere un artista, su obra comienza lentamente a reemplazar a su cuerpo, convirtiéndose así en su sustituto corpóreo en este mundo. Se trata de un proceso, supongo, inevitable. Al pasar de una generación a otra, ciertos objetos de utilidad, tales como sillas o platos, pueden parecer temporalmente infundidos del espíritu de sus antiguos dueños, pero esa condición sucumbe con bastante rapidez a sus funciones pragmáticas. El arte, por su inutilidad intrínseca, se resiste a verse incorporado a la cotidianidad, y cuando es mínimamente potente parece alentar con la vida de la persona que lo creó. A los historiadores de arte no les gusta hablar de esto, porque sugiere el pensamiento mágico que asociamos con iconos y fetiches, pero yo, que he tenido ocasión de experimentarlo una y otra vez, lo percibí también en el estudio de Bill. Cuando los transportistas acudieron para llevarse las cajas y cajones meticulosamente sellados y etiquetados, yo, que contemplaba la escena en compañía de Violet y Bernie, recordé a los dos empleados de la funeraria que, dos meses atrás, habían enfundado el cuerpo de Bill en una bolsa de vinilo para sacarlo de aquella misma habitación.
Aunque pocas personas sabían tan bien como yo que el arte de Bill y el propio Bill no eran dos cosas idénticas, comprendí la necesidad de dotar a esa obra que había dejado atrás de cierta aura: de una especie de halo espiritual capaz de resistir la áspera certidumbre de la sepultura y la descomposición. Mientras introducían su féretro en la tierra, Dan no dejó de mecerse junto a la tumba. Con los brazos cruzados sobre el pecho, se inclinó doblando la cintura y luego comenzó a oscilar repetidamente hacia delante y hacia atrás. Como los judíos ortodoxos en el momento de la oración, parecía hallar consuelo en la cadencia física, y en cierto modo no pude por menos de envidiar su libertad. Sin embargo, cuando me acerqué a él y contemplé su rostro lo hallé devastado, y él se limitó a observarme con mirada fija y enloquecida. Aquel mismo día, algo más tarde, estábamos en Greene Street y Violet le dio a Dan un cuadro minúsculo pintado por Bill. En él aparecía la letra W y, junto a ella, integrada en la propia tela, una llave auténtica. Dan se introdujo el lienzo debajo de la camisa y mantuvo la diminuta pintura estrechada contra su pecho durante toda la tarde. Hacía calor, y me preocupó que estuviera empapándola de sudor, pero no me cabía duda del motivo por el que quería mantener el objeto en contacto con su piel. Quería evitar cualquier separación entre él y el pequeño cuadro porque en algún lugar recóndito de aquella combinación de madera, lienzo y metal imaginaba estar tocando a su hermano mayor.
Yo resucitaba a Bill en mis sueños. Le veía entrar por la puerta o aparecer junto a mi mesa y siempre le decía lo mismo: «¿Pero tú no estabas muerto?», y él respondía, «Lo estoy. Sólo he venido a charlar un rato», o «He venido a ver cómo estabas y a asegurarme de que todo marcha bien». En uno de aquellos sueños, no obstante, me dijo: «Sí, estoy muerto. Ahora estoy con mi hijo». Yo me puse a discutir con él: «No —le dije—, Matthew es hijo mío. Tu hijo es Mark», pero Bill se negaba a admitirlo, y yo terminé por enfurecerme en sueños y desperté atormentado por aquel malentendido.
Incluso después de que la mayoría de sus obras salieran del estudio, Violet continuó acudiendo a Bowery todos los días. Me decía que aún tenía que ocuparse de algunas cosas de última hora y organizar los objetos personales de Bill, en su mayoría cartas y libros. A menudo, por las mañanas, la veía abandonar el edificio con una pesada bolsa de cuero al hombro. No regresaba hasta las seis o, a veces, las siete, y cuando lo hacía venía con frecuencia a cenar conmigo. Yo le preparaba la comida, y aunque mis habilidades culinarias eran muy inferiores a las suyas, ella siempre se mostraba desmesuradamente agradecida. Comencé a notar que durante aproximadamente la primera media hora desde que entraba en mi casa Violet mostraba un aspecto extraño. Sus ojos adoptaban una mirada vidriosa, una expresión oblicua y reluciente que llegaba a alarmarme, sobre todo durante los primeros minutos que transcurrían desde que atravesaba el umbral de la puerta. Yo prefería no hacer ningún comentario al respecto, porque a duras penas hubiera sido capaz de expresar con palabras lo que estaba viendo. Por el contrario, solía recurrir a temas intrascendentes como la comida o algún libro que estuviera leyendo, y al cabo, muy despacio, su semblante iba recobrando un aspecto más familiar y más presente, como si estuviera retornando al aquí y ahora. Aunque la había oído llorar un par de veces desde la muerte de Bill y había escuchado por las noches sus sollozos acongojados a través del techo de mi dormitorio, nunca manifestaba su aflicción delante de mí. Su fuerza resultaba admirable, pero se hallaba imbuida de un carácter crispado y resuelto que alguna vez llegó a hacer que me sintiera incómodo. Supuse que aquella entereza la llevaba en la sangre, como un rasgo escandinavo heredado de una larga estirpe de personas que sabían sufrir solas.
Tal vez fue aquel mismo orgullo el que impulsó a Violet a pedirle a Mark que se fuera a vivir con ella. Le dijo a Lucille que a partir de julio el muchacho podía instalarse en su casa y buscar trabajo en la ciudad. Mark había conseguido graduarse en el instituto, pero no había solicitado aún el ingreso en la universidad, y ante él se extendía un futuro tan incierto como el mapa de un territorio inexplorado. Cuando le pregunté a Violet si se sentía con fuerzas para cuidar de Mark, ella me soltó un bufido y dijo que Bill habría querido que lo hiciera. A continuación, aguzó la mirada y apretó los labios para dejar bien sentado el carácter irrevocable de su decisión y evitar cualquier discusión ulterior.
La noche anterior a que Mark se trasladara a su casa, Violet no regresó del estudio. Me había telefoneado por la mañana para decirme que quería sacarme a cenar por el vecindario. «No compres comida —me había dicho—. Estaré en casa a las siete». A las ocho la llamé. Comunicaba. Media hora más tarde, al comprobar que su teléfono seguía descolgado, partí en dirección a Bowery.
La puerta de la calle estaba abierta de par en par, y al asomarme al interior tuve ocasión de ver por primera vez a Mr. Bob de cuerpo entero. Era un hombre de edad incierta y espalda encorvada, y la delgadez de sus piernas contrastaba poderosamente con sus musculosos brazos. Estaba ocupado en barrer el pasillo, y al entrar yo deslizó la escoba junto a mis pies para impulsar al exterior un espeso raudal de polvo.
—¿Mr. Bob? —dije.
Él, lejos de levantar la mirada hacia mí, se detuvo a contemplar el suelo con ojos furibundos.
—Estoy preocupado por Violet —proseguí—. Habíamos quedado en cenar juntos.
El hombre ni me respondió ni se movió, de modo que lo sorteé y me dispuse a subir las escaleras.
—¡Ve con cuidado! —tronó, y en el mismo instante en que alcanzaba el rellano, añadió—: ¡Mucho cuidado con Belleza!
La puerta del estudio también estaba abierta, y antes de cruzar el umbral aspiré profundamente. La única luz de la estancia procedía de una lámpara que había en la mesa de Bill y que iluminaba el rimero de papeles apilados bajo ella. Aunque ya había visto el loft desierto a la luz del día, tuve la sensación de que la penumbra del anochecer hubiera ensanchado aquel espacio yermo, porque mis ojos no alcanzaban a distinguir su perímetro. Al principio no vi a nadie, y luego, al desviar la mirada hacia las ventanas, creí ver a Bill iluminado por la mortecina luz procedente del exterior. Ante aquella aparición mi respiración se detuvo. De pie junto al cristal, el fantasma consumido de Bill fumaba un cigarrillo. Se hallaba de espaldas a mí, e iba ataviado con su gorra de béisbol, su camisa azul de trabajo y unos vaqueros de color negro. Me acerqué a él, y al sonido de mis pasos, aquel Bill encogido y deforme se volvió. Era Violet. Nunca había visto fumar a Violet, que sujetaba el cigarrillo entre el índice y el pulgar, tal y como el propio Bill solía sostener sus colillas cuando apenas quedaba de ellas otra cosa que el filtro. Avanzó hacia mí.
—¿Qué hora es? —dijo.
—Las nueve pasadas.
—¿Las nueve? —preguntó, como si estuviera intentando fijar el número en sus pensamientos—. No deberías haber venido.
Dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie.
—Habíamos quedado en cenar juntos.
Ella me miró con los ojos entrecerrados.
—Es verdad —dijo. Parecía confusa—. Lo olvidé.
Al cabo de unos segundos, añadió:
—Bueno, aquí estás —y se contempló a sí misma a la vez que acariciaba la manga de la camisa de Bill—. Pareces inquieto. No te preocupes. Estoy bien. El día siguiente a la muerte de Bill volví aquí. Quería echar una ojeada a solas. Su ropa estaba en el rincón, y encontré el cartón de cigarrillos en la mesa. Guardé todo en la alacena que hay encima del fregadero y le dije a Bernie que todo lo que había allí dentro era personal y que no podía tocarlo. Luego, cuando terminó de clasificar sus obras, empecé a venir de nuevo. En eso consiste ahora mi trabajo: en venir y estar aquí. Una tarde me acerqué hasta la alacena y saqué sus pantalones, su camisa y sus cigarrillos. Al principio me limitaba a contemplarlos y a tocarlos. El resto de su ropa aún sigue en casa, pero casi toda está limpia, lo que equivale a decir que está muerta. Estas prendas están manchadas de pintura. Él se las ponía para trabajar, y al cabo de cierto tiempo noté que ya no me bastaba con tocarlas. No era suficiente. Quería ponerme su ropa para que tocara mi cuerpo, y quería fumarme sus Camel. He estado fumándome uno al día. Me ayuda.
—Violet —dije.
Ella hizo como yo si no hubiera hablado y paseó la mirada por la habitación. Observé la presencia de una única caja abierta en mitad del suelo y de varios tubos de pintura alineados en hileras.
—Estar aquí me reconforta —dijo.
El dibujo que Matt hiciera de Jackie Robinson aún colgaba de la pared, no lejos de la mesa de Bill. Pensé en preguntarle algo al respecto, pero no lo hice.
Violet se inclinó hacia mí y depositó una mano en mi brazo.
—Tenía miedo de que pudiera morirse —dijo—. Nunca te lo dije, ni se lo dije a nadie, porque todos tememos que las personas que amamos puedan morir. En realidad tampoco significa gran cosa. Pero empecé a pensar que no se encontraba bien. Respiraba con demasiada fuerza. No podía dormir. En cierta ocasión me dijo que no le gustaba cerrar los ojos porque temía morir en mitad de la noche. Después de que Mark te robara aquel dinero se habituó a quedarse hasta tarde bebiendo whisky en lugar de venir a la cama. A veces me lo encontraba amodorrado en el sofá a las tres de la madrugada con el televisor encendido, y entonces le quitaba los zapatos y los pantalones y le dejaba allí tapado o le traía a la cama. —Escrutó el suelo unos instantes—. Estaba fastidiado, constantemente entristecido. Hablaba mucho de su padre. Hablaba de la enfermedad de Dan y de cómo había intentado ayudarle, pero nada había funcionado. Comenzó a pensar en el niño que nunca habíamos tenido juntos. A veces decía que debíamos adoptar un bebé, pero luego cambiaba de opinión y le parecía demasiado arriesgado. Afirmaba que había intentado ser un buen padre, pero que debía de haberlo hecho todo mal. Los días en que peor estaba se dedicaba a citar todas las mezquindades que la gente había escrito sobre él. Nunca había dado demasiada importancia a esa clase de cosas, Leo, pero en esas ocasiones se le acumulaba todo. Los críticos eran bastante despiadados con él. Esa ojeriza que le tenían parecía provenir del hecho de que hubiera otras personas tan fanáticamente devotas de sus obras, pero él siempre olvidaba las cosas buenas que le pasaban. —Violet tenía la mirada fija en el extremo opuesto de la estancia. Una vez más, comenzó a acariciarse el brazo—. Excepto a mí. Nunca se olvidaba de mí. Yo le susurraba «Vente ya a la cama», y él me ponía las manos en las mejillas y me besaba. Por lo general aún seguía un poco bebido, y decía: «Mi amor. Te quiero tanto», y otras cosas cariñosas. Los últimos meses fueron algo mejores. Parecía contento con los críos y con las cintas de vídeo. Realmente pensé que aquellas filmaciones le mantendrían con vida. —Volvió la cabeza hacia la pared—. Cada día me resulta un poco más difícil volver a casa. Sólo me apetece quedarme aquí y estar con él.
Violet sacó el paquete de Camel del bolsillo de la camisa de Bill, encendió un cigarrillo y apagó la cerilla.
—Hoy me voy a fumar otro —dijo, y dejó escapar una larga bocanada de humo.
Durante al menos un minuto, ninguno de los dos dijo nada. Mis ojos se habían adaptado a la oscuridad, y la habitación parecía más iluminada. Observé los tubos de pintura alineados en el suelo.
Violet rompió el silencio.
—Hay una cosa que quiero que oigas. Está en el contestador automático. Lo escuché el mismo día en que encontré sus ropas —dijo.
Se dirigió a la mesa y oprimió varias veces el botón del aparato hasta que se oyó la voz de una joven que decía: «M&M sabe lo que han hecho conmigo». Eso era todo.
Durante un instante pude oír la voz de Bernie que iniciaba otro mensaje, pero Violet desconectó la grabación.
—Bill lo oyó el día en que murió. La luz no estaba parpadeando. Debió de escuchar los mensajes al entrar.
—Pero no tiene sentido.
Violet asintió.
—Lo sé, pero creo que es la misma chica que me llamó aquella noche para hablarme de Giles. Él no podía saberlo, porque no habló con ella —dijo. Alzó los ojos hacia mí y depositó su mano sobre la mía—. M&M es como llaman a Mark, ¿lo sabías?
—Sí.
Violet me oprimió el dorso de la mano, que mantenía fuertemente aferrado, y noté que se estremecía.
—Ay, Violet —dije.
Ante el sonido de mi voz pareció desmoronarse. Sus labios temblaron, se le doblaron las rodillas y se dejó caer sobre mí. Yo la abracé, y ella me rodeó la cintura y apoyó su mejilla sobre mi cuello. Luego, le quité la gorra de béisbol y la besé una única vez en la cabeza. Mientras estrechaba su cuerpo agitado y escuchaba sus sollozos pude oler a Bill: cigarrillos, aguarrás y serrín.
En Mark el duelo tuvo los mismos efectos de una deshinchadura. Su cuerpo me recordaba un neumático aplastado y vacío que necesitara volver a inflarse. Parecía incapaz de levantar la barbilla o de alzar la mano sin un esfuerzo sobrehumano. Cuando no estaba trabajando en su puesto de dependiente de una de las librerías de la zona, estaba tirado en el sofá y enchufado a su Walkman, o vagando perezosamente de una habitación a otra, comiendo galletitas de una caja o mordisqueando alguna chocolatina. Se pasaba el día mordiendo, masticando y tragando, e iba dejando a su paso un rastro de celofanes, plásticos y cartones. Apenas prestaba atención a la cena. Jugaba un poco con la comida y terminaba dejándose la mayor parte en el plato. Violet nunca le dijo nada sobre sus hábitos alimentarios. Supongo que había decidido que si Mark quería superar la pérdida de su padre a base de chucherías no sería ella quien se lo impidiera.
A pesar de que tampoco ella cenaba gran cosa, el hábito de compartir la última comida del día se prolongó hasta bien entrado el año siguiente. Preparar los alimentos constituía para los tres un importante ritual con el que terminaba de definirse cada día. Yo hacía la compra y cocinaba la mayor parte de las cosas. Violet cortaba las verduras, y Mark se las apañaba para mantenerse en pie el tiempo suficiente como para ordenar los platos en el lavavajillas. Finalizada aquella tarea, solía echarse en el sofá a ver la televisión. Violet y yo, a veces, nos uníamos a él, pero al cabo de un par de semanas, aquellas series idiotas y aquellas películas espeluznantes protagonizadas por violadores y asesinos en serie comenzaron a irritarme, por lo que o bien me disculpaba y bajaba a mi casa, o bien me sentaba a leer en silencio en algún rincón de la amplia estancia.
Solía estudiarlos a ambos desde mi butaca. Mark mantenía a Violet cogida de la mano o apoyaba la cabeza sobre su pecho. Entrelazaba las piernas con las suyas o se enroscaba en el sofá junto a ella. De no haber sido tan infantiles, sus gestos podrían haberme parecido incluso impropios, pero cuando Mark se acurrucaba contra su madrastra parecía un bebé gigantesco que hubiera terminado agotado después de un largo día en la guardería. Yo interpretaba su afán de contacto con Violet como otra reacción a la muerte de su padre, y ello a pesar de que ya le había visto hacerlo anteriormente, y de modo muy parecido, tanto con ella como con Bill. Recordé que a la muerte de mi padre yo me había esforzado por desempeñar un papel masculino frente a mi madre, y que al cabo de algún tiempo aquella representación había ido pareciendo cada vez más real hasta convertirse por fin en algo genuino. Cuando ya había transcurrido aproximadamente un año desde de su muerte, un día volví del colegio y me encontré a mi madre en el salón de nuestro apartamento, derrumbada sobre una silla con el rostro entre las manos. Al acercarme a ella pude ver que había estado llorando. Yo sólo la había visto u oído llorar el día en que él murió, y cuando alzó hacia mí su rostro hinchado y enrojecido me pareció una extraña, como si no fuera mi madre. Entonces vi el álbum de fotos que reposaba en una mesa, a su lado, y le pregunté si se encontraba bien. Ella rodeó mis manos con las suyas y me respondió sucesivamente en alemán y en inglés: «Sie sind alle tot. Están todos muertos». Luego me abrazó y depositó la mejilla sobre mi vientre, por encima del cinturón. Recuerdo que la hebilla me pinchaba, oprimida por el peso de su cabeza. Fue un abrazo incómodo, pero yo permanecí allí de pie, aliviado de que hubiera dejado de llorar. Ella me estrechó con fuerza durante cosa de un minuto, y durante ese tiempo me sentí desacostumbradamente lúcido, como si de pronto hubiera obtenido una perspectiva general de todo cuanto había en la estancia y aún más allá de sus confines. Oprimí los hombros de mi madre para hacerle comprender que la protegería, y cuando se apartó de mí vi que estaba sonriendo.
Tenía entonces dieciocho años, y no sabía nada de nada ni de nadie: era un muchacho capaz de estudiar con ahínco pero que suspendía continuamente sus asignaturas. Así y todo, mi madre había sabido interpretar mi intención de llegar a ser algo más y mejor en la vida, y su rostro reflejaba todo lo que sentía: orgullo, tristeza y una cierta jocosidad ante mi ataque de hombría. Me pregunté si Mark sería capaz de sacudirse aquel aturdimiento y consolar a Violet, pero lo cierto es que no alcanzaba a comprender qué era lo que subyacía tras su aletargamiento. Pedía, pero no exigía, y su constante fatiga se antojaba más como el resultado del aburrimiento que como la parálisis que atenaza a quien ha padecido un trauma. A veces me preguntaba hasta qué punto comprendía realmente que su padre ya no iba a volver nunca más. Parecía posible que hubiera ocultado la verdad en algún lugar de su interior, a salvo del pensamiento consciente. Su semblante parecía tan desprovisto de amargura que llegué a pensar si no habría desarrollado un proceso inmunitario ante la idea misma de la mortalidad.
Durante las semanas posteriores a su crisis en el estudio noté que Violet se mostraba más abierta en lo que se refería a su aflicción, y que su cuerpo parecía menos agarrotado. Continuaba yendo a Bowery todas las mañanas, y aunque nunca hablaba de lo que hacía allí, me dijo: «Estoy haciendo lo que tengo que hacer». Yo estaba seguro de que lo primero que hacía cuando llegaba al estudio era ponerse la ropa de Bill, fumarse el cigarrillo de turno y hacer lo que tuviera que hacer en aquella habitación para honrar el duelo de su esposo. Siempre que no estaba con ella la imaginaba intensa y deliberadamente afligida, pero luego, cuando regresaba a su casa y se enfrentaba a Mark, se esforzaba por ocuparse de él lo mejor posible. Recogía lo que el otro desperdigaba, le lavaba la ropa y adecentaba la casa. Por las tardes, cuando los veía sentados frente al televisor, me resultaba evidente que Violet no estaba siguiendo el desarrollo del argumento. Sencillamente, le apetecía estar cerca de él. A menudo, mientras acariciaba la cabeza o el brazo de Mark, apartaba por completo los ojos de la pantalla y fijaba la mirada en algún rincón, pero rara vez llegaban a perder el contacto físico, y comencé a pensar que a pesar de la pueril dependencia que demostraba Mark, la propia Violet le necesitaba a él tanto como él a ella, si no más. En un par de ocasiones, ambos se quedaron dormidos en el sofá, pero no les desperté, pues era consciente de que a Violet, a veces, le resultaba imposible conciliar el sueño. Por el contrario, en aquellas ocasiones me levanté sin hacer ruido y salí de la habitación.
No olvidaba que Mark me había robado pero, muerto Bill, el delito parecía pertenecer a otra era, a una época en la que los comportamientos criminales de Mark ocupaban más espacio en mi interior. Lo cierto es que mi ira se había visto disipada por medio del sufrimiento del propio Bill. Era Bill quien había expiado los pecados de Mark, y Bill quien había asumido la culpa de su hijo como si fuera propia. Mediante aquellas reparaciones autopunitivas Bill había conseguido convertir los siete mil dólares perdidos en su propio fracaso paterno. Pero yo no había buscado su contrición. Lo que había querido era una disculpa de Mark, quien, sin embargo, nunca había venido a pedirme perdón. Había seguido efectuando sus pagos semanales en plazos variables de diez, veinte o treinta dólares, pero cuando Bill dejó de estar presente para supervisar la devolución, el dinero dejó de llegar, y a mí me faltó la energía suficiente como para reclamarlo. De ahí mi sorpresa cuando Mark se presentó en mi puerta un viernes de primeros de agosto y me alargó cien dólares.
Después de entregármelos no se sentó, sino que se apoyó en mi mesa y fijó la mirada en el suelo. Esperé a que dijera algo, y él, tras una larga pausa, alzó la mirada hacia mí y dijo:
—Pienso pagarte hasta el último centavo. He estado pensando mucho en ello.
Volvió a enmudecer, y yo decidí no ayudarle con respuesta alguna.
—Quiero hacer lo que papá habría querido que hiciera —dijo finalmente—. No puedo creer que no vaya a verle nunca más. Nunca creí que fuera a morirse antes de que yo cambiara.
—¿Cambiar? —dije yo—. ¿De qué estás hablando?
—Siempre he sabido que cambiaría. Ya sabes, que haría cosas normales, como ir a la facultad y casarme y todo eso, y que papá estaría orgulloso de mí y que podríamos olvidar todos los malos rollos que habían ocurrido y volver a la situación en la que estábamos antes. Sé que le hice daño, y ahora me fastidia. A veces no consigo dormir.
—Te pasas la vida durmiendo —dije yo.
—Por las noches no. Me quedo tumbado en la cama pensando en mi padre y me obsesiono. Era lo mejor que tenía en mi vida. Violet se porta muy bien conmigo, pero no es lo mismo que papá. Papá creía en mí y sabía que en el fondo tengo muchas cosas buenas, y eso suponía una enorme diferencia. Creí que tendría tiempo de demostrárselo por mí mismo.
Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos y se deslizaron a lo largo de sus mejillas formando un caudal cristalino e ininterrumpido. Él ni modificó su expresión ni emitió sonido alguno, y comprendí que nunca había visto a nadie llorar así. No sollozaba ni sorbía, pero destilaba una considerable cantidad de líquido.
—Papá me quería mucho —dijo.
Yo asentí. Hasta ese momento había procurado mantener las distancias y conservar la actitud severa y suspicaz que ya siempre adoptaba frente a él, pero noté que se debilitaba mi voluntad.
—Voy a demostrártelo —dijo con tono vibrante y resuelto—. Voy a demostrártelo a ti ya que no se lo puedo demostrar a papá, y ya verás tú mismo si… —Hundió la barbilla sobre el pecho, fijó la vista en el suelo y aguzó los ojos para ver a través de las lágrimas—. Por favor, créeme —dijo, con voz temblorosa por la emoción—. Créeme, por favor.
Me levanté y me acerqué hasta él, y cuando alzó la mirada hacia mí me pareció ver a Bill. El parecido surgió de pronto, como un destello cognitivo que evocara al padre por medio del hijo. La similitud me pilló de improviso, y durante unos instantes percibí la pérdida de Bill en todo mi cuerpo, como un dolor que surgiera de mis entrañas y se elevara a lo largo del pecho y los pulmones hasta dejarme sin aliento. Tanto Mark como Violet se hallaban más cercanos a Bill, y yo, por deferencia hacia ellos, había disimulado mi propio dolor y censurado ese abismo de desdicha aun ante mí mismo, pero entonces, cual si de una reencarnación se tratara, Bill se había revelado fugazmente en Mark para luego desaparecer. De repente, me apetecía tenerle de regreso, y el hecho de que fuera imposible me enfurecía. Habría querido aporrear a Mark con ambos puños y gritarle que me devolviera a Bill. Sentía que el muchacho tenía el poder de hacerlo; que era él quien había consumido a su padre hasta la muerte, él quien le había matado de angustia y de miedo, y que ahora había llegado el momento de invertir la historia y de devolver nuevamente a Bill a la vida. Eran reflexiones trastornadas, y allí, delante de Mark, comprendí el disparate que encerraban al recordar que acababa de admitir su culpabilidad y de manifestar su deseo de que todo fuera diferente a partir de aquel momento. En mi mano había cien dólares. Mark seguía agitando la cabeza adelante y atrás sin dejar de repetir las mismas palabras: «Por favor, créeme». Al mirarle, vi que sus zapatillas presentaban pequeños charcos de lágrimas entre la punta y los cordones.
—Te creo —le dije, con una voz que me sonó peculiar, no sólo porque estaba impregnada de emoción sino porque la había pronunciado con un tono uniforme y normal que ni de lejos llegaba a traslucir lo que sentía en aquel momento.
—Tu padre —le dije— significaba para mí mucho más de lo que podrías suponer. Lo era todo.
La frase no podía ser más estúpida y banal, pero al balbucirla las palabras parecieron brotar fortalecidas por una certeza que llevaba ya algún tiempo reservando para mí.
La desaparición de Mark el fin de semana siguiente fue como una recreación del pasado. Nos dijo que se iba a visitar a su madre. Violet le dio dinero para el tren y le dejó marchar solo. A la mañana siguiente descubrió que le faltaban doscientos dólares del bolso y llamó a Lucille, pero Lucille no sabía nada de la supuesta visita de fin de semana. Tres días después, Mark reapareció en Greene Street y negó acaloradamente haberse apropiado del dinero. Mientras Violet lloraba yo me mantuve a su lado y, en ausencia de Bill, desempeñé el papel de padre disgustado. Para ello no tuve que recurrir a grandes alardes de actuación, toda vez que apenas una semana antes había creído que Mark hablaba en serio. Comencé a preguntarme si no eran precisamente episodios como aquel los que le disparaban; si para llevar a cabo una traición no necesitaría en primer lugar convencer a los demás de su inquebrantable sinceridad. Como una perfecta máquina de repetición, Mark se veía impulsado a hacer lo que había hecho antes: mentir, robar, desaparecer, reaparecer y, finalmente, después de todas las recriminaciones, iras y lágrimas, reconciliarse con su madrastra.
La proximidad y la fe se hallan estrechamente vinculadas. Yo vivía cerca de Mark. Esa inmediatez y ese contacto inundaban mis sentidos y jugaban con mis emociones. Cuando me encontraba a pocos centímetros de él, creía inevitablemente al menos parte de las cosas que decía, ya que no creer nada hubiera equivalido a una separación completa, a un exilio no sólo de Mark sino también de Violet, y yo aún tenía mi vida organizada en torno a ambos. Mientras leía y trabajaba y hacía la compra para la cena, iba anticipándome ya a la atmósfera del anochecer: la comida, el peculiar y extático rostro de Violet cuando regresaba del estudio, el parloteo de Mark en torno a los pinchadiscos y el techno, la mano de Violet en mi hombro, sus labios en mi mejilla cuando le daba las buenas noches, y su olor… esa mezcla de los aromas de Bill con su propia piel y su propio perfume.
Para mí, y quién sabe si también para ella, la vuelta de Mark a las andadas y el castigo recibido —un nuevo período de reclusión doméstica— compartían vagamente la esencia propia de una mala obra de teatro. Podíamos ver lo que estaba ocurriendo, pero la trama y los diálogos eran tan estereotipados y nos resultaban tan familiares que nuestras emociones se nos antojaban un tanto absurdas. Supongo que ahí estribaba el problema. No era que hubiéramos dejado de sentirnos dolidos por las transgresiones de Mark, sino que reconocíamos que nuestro dolor procedía de la manipulación más infame, a pesar de lo cual habíamos vuelto a picar con el mismo y ya repetitivo argumento. Violet toleraba la deslealtad de Mark porque le amaba, pero también porque carecía de la energía suficiente para enfrentarse con el significado de sus nuevas traiciones.
Tres semanas después, volvió a desaparecer. Esta vez se llevó un caballo Han de uno de los estantes de mi biblioteca y el joyero de Violet, en el que ésta guardaba algunas perlas que habían pertenecido a su madre y un par de pendientes de zafiro y diamantes que Bill le había regalado en su último aniversario. Sólo los pendientes ya valían casi cinco mil dólares. En cuanto al caballo, ignoro cómo se las arregló para escamotearlo de mi apartamento. No era demasiado grande, por lo que podría haberlo hecho en cualquiera de las diversas ocasiones en las que no estaba vigilándole, pero lo cierto es que no había notado su falta hasta la mañana posterior a su partida. En esta ocasión Mark no reapareció al cabo de un par de días. Cuando Violet llamó a la librería para preguntar si le habían visto, el encargado le dijo que llevaba varias semanas sin dar señales de vida:
—Un buen día no se presentó. Intenté telefonear, pero el número que nos había dado no funcionaba, y en la guía no figuraba ningún William Wechsler, de modo que contraté a otra persona.
Violet aguardó el regreso de Mark. Transcurrieron tres días, y luego cuatro, y con cada uno Violet parecía menguar un poco más. Al principio pensé que aquel encogimiento era ilusorio, como una metáfora visual que viniera a expresar nuestra ansiedad común ante la ausencia de Mark, pero al quinto día observé que sus pantalones pendían holgadamente en torno a su cintura, y que la familiar redondez de su cuello y de sus hombros había desaparecido. Aquella noche, durante la cena, le insistí en que debía comer algo, pero ella sacudió la cabeza y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—He llamado a Lucille y a todos sus amigos del colegio. Nadie sabe dónde está. Tengo miedo de que haya muerto.
Se puso en pie, abrió una alacena de la cocina y comenzó a extraer todas las tazas y platos que contenía. Durante las dos noches siguientes la vi limpiar armarios, fregar suelos, rascar la porquería de debajo del horno con un cuchillo y blanquear los baños del loft con lejía. A la tercera tarde subí a su casa con una bolsa de provisiones para la cena, y cuando salió a abrirme la puerta vi que llevaba puestos unos guantes de goma y que portaba en la mano un cubo de agua jabonosa. Ni siquiera la saludé.
—Basta. Deja ya de limpiar. Se acabó, Violet.
Ella me dirigió una mirada sorprendida y depositó el cubo en el suelo. Yo me dirigí al teléfono y llamé a Lazlo, que estaba en Williamsburg.
Al cabo de media hora sonó el portero automático, y cuando Violet oprimió el intercomunicador y escuchó su voz dejó escapar una exclamación de asombro. Los puentes atascados, los embotellamientos de tráfico, las perezosas líneas de metro que dificultaban el desplazamiento del resto de los habitantes de Nueva York no parecían ser obstáculo para Lazlo Finkelman.
—¿Cómo has venido, volando? —le preguntó Violet al abrir la puerta. Lazlo sonrió débilmente, penetró en la habitación y se sentó. Tan sólo mirarle ya produjo en mí un efecto balsámico. El hecho de ver su peinado de siempre, sus enormes gafas negras y sus alargadas e imperturbables facciones me tranquilizó antes incluso de que declarara su propósito de investigar la desaparición de Mark.
—Apunta las horas que le dedicas —le dijo Violet— y cuando te pague al final de la semana añadiré el dinero correspondiente.
Lazlo se encogió de hombros.
—Hablo en serio —insistió ella.
—Suelo andar por ahí, de todos modos —dijo él, vagamente, y añadió—: Dan me ha pedido que le diga que está escribiéndote una obra de teatro.
—Ya me ha contado que te llama de vez en cuando —dijo Violet—. Espero que no te esté dando mucha lata.
Lazlo negó con la cabeza.
—Le tengo limitado a un poema diario.
—¿Te lee poemas por teléfono? —pregunté.
—Sí, pero ya le he dicho que sólo me es posible asimilar uno al día. Tenía que adelantarme a cualquier posible exceso de inspiración.
—Eres muy bueno, Lazlo —dijo Violet.
Lazlo aguzó la mirada tras sus lentes.
—No —dijo. Alzó un dedo en dirección al techo, y reconocí en el ademán un gesto original de Bill—. Cantad con fuerza —declamó—. Al rostro inerte. Golpead con ahínco las orejas sordas. Saltad sobre el cadáver hasta despertarlo.
—Pobre Dan —dijo Violet—. Bill no va a despertar.
Lazlo se inclinó hacia delante.
—Dan me dijo que era un poema acerca de Mark.
Violet le contempló fijamente durante un par de segundos y luego bajó la mirada.
Cuando se hubo marchado me dispuse a preparar la cena. Mientras cocinaba, Violet permaneció sentada a la mesa sin decir nada. De vez en cuando se alisaba el cabello o se acariciaba el brazo, pero cuando deposité los platos de comida ante ella, dijo:
—Mañana por la mañana voy a llamar a la policía. Hasta ahora siempre había regresado.
—Preocúpate de eso cuando llegue el momento —dije—. Ahora lo que tienes que hacer es comer.
Violet contempló la comida.
—¿No te parece irónico? Me he pasado toda la vida esforzándome por no engordar demasiado. Solía comer cuando estaba triste, pero ahora, sencillamente, me resulta imposible tragar. Lo miro y me parece todo gris.
—No es gris —dije yo—. Es una estupenda chuleta de cerdo de un precioso color pardo castellano, acompañada de unas atractivas judías verdes de un oscuro tono jade. Compara ahora ese marrón y ese verde con la palidez del puré de patatas: no es del todo blanco, sino que está teñido de un amarillo casi imperceptible, y además he colocado el tomate cerca de las judías para añadir cromatismo al conjunto con un rojo vivo que alegre el plato y te regale los ojos. —Me senté en la silla contigua a la suya—. Pero la satisfacción visual, querida, no es más que el comienzo del banquete.
Violet continuaba contemplando la comida con expresión taciturna.
—Pensar que he escrito todo un libro acerca de los trastornos de la alimentación —dijo.
—No me estás escuchando —dije yo.
—Sí, te escucho.
—En ese caso, relájate. Estamos aquí para cenar. Toma un poco de vino.
—Pero tú tampoco estás comiendo, Leo. Se te está enfriando la comida.
—Yo puedo comer más tarde —dije, alargando la mano hacia su vaso y aproximándoselo a los labios. Ella dio un leve sorbo—. Mira esto —dije—, aún no has retirado la servilleta de la mesa —y con la ostentosa floritura de un camarero profesional, la así por una esquina, la desplegué y la dejé caer sobre su regazo.
Violet sonrió.
Yo me incliné sobre su plato y, con su cuchillo y su tenedor, corté una pequeña porción de chuleta y añadí al bocado un poco de puré de patata.
—¿Qué estás haciendo, Leo? —dijo.
Mientras alzaba el tenedor del plato se volvió hacia mí y pude ver dos arrugas que se dibujaban entre sus cejas. Sus labios temblaron durante un instante y pensé que iba a ponerse a llorar, pero no lo hizo. Le llevé la comida a los labios y al ver que vacilaba la animé con la cabeza hasta que, por fin, abrió la boca como si fuera una niña pequeña y pude depositar la carne y el puré en su interior.
Me dejó que le diera de comer, y yo seguí haciéndolo despaciosamente, asegurándome de que tenía tiempo de sobra para masticar y tragar, y haciendo pausas entre bocado y bocado para que pudiera dar sorbos de vino. Creo que mi escrutinio la hacía comer de un modo aún más decoroso de lo habitual, porque masticaba lentamente con la boca cerrada, revelando su leve prognatismo tan sólo cuando separaba los labios para aceptar el alimento. Durante los primeros minutos ambos guardamos silencio, y yo fingí no distinguir el brillo de sus ojos cuajados de lágrimas ni oír el sonido que producía al tragar. Debía de tener la garganta contraída y empequeñecida por la ansiedad, porque emitía al deglutir un fuerte ruido que le hacía ruborizarse. Para distraerla, empecé a hablar. En general recurrí a temas de poca importancia, encadenando entre sí toda una serie de asociaciones culinarias. Le hablé de una pasta al limón que había probado en Siena bajo un cielo cuajado de estrellas, y luego de las veinte clases diferentes de arenque que había probado Jack en Estocolmo. Hablé de los calamares y del efecto de su tinta añil en el risotto veneciano, de la práctica clandestina de introducir en Nueva York queso no pasteurizado de contrabando, y de un cerdo que había visto husmear en busca de trufas en el sur de Francia. Ella no decía ni una palabra, pero sus ojos se secaron, y las comisuras de sus labios mostraron un asomo de sonrisa cuando comencé a relatarle la historia de un maître de cierto restaurante local que tropezó y se cayó encima de una ancianita menuda mientras corría a dar la bienvenida a un actor de cine que acababa de entrar por la puerta.
Al final ya sólo quedaba el tomate en el plato. Lo ensarté y se lo llevé a los labios, pero a medida que deslizaba aquel gajo encarnado y gelatinoso entre sus dientes, unas pocas simientes escaparon arrastradas por el jugo y resbalaron por su barbilla. Así su servilleta y comencé a enjugarle suavemente el rostro con ella. Violet cerró los ojos, reclinó levemente la cabeza hacia atrás y sonrió. Cuando los abrió, aún seguía sonriendo.
—Gracias —dijo—. Estaba todo delicioso.
Al día siguiente Violet presentó una denuncia por desaparición ante el departamento de Policía, y aunque no mencionó el robo a su interlocutor telefónico, sí le informó de que Mark ya se había escapado anteriormente. Intentó llamar a Lazlo, pero no lo encontró en casa, y aquella misma tarde, después de pasar apenas un par de horas en el estudio, me invitó a subir para escuchar los retazos de cinta relativos a Teddy Giles.
—Tengo una sensación inequívoca de que Mark está con Giles —dijo—, pero su número no figura en la guía, y en su galería se niegan a dármelo.
Allí, sentados los dos en su estudio, advertí mientras escuchábamos las grabaciones que su rostro cansado se animaba por efecto del interés, y también que sus ademanes habían cobrado una agilidad que no mostraban desde hacía semanas.
—Ésta es una chica que se hace llamar Virgina —dijo Violet—. Pero alargando la segunda i, como en una mezcla de «virgen» y «vagina».
Se oyó la voz de una joven que comenzaba a hablar en mitad de una frase:
—… una familia. Así es como lo vemos nosotros. Teddy es como el cabeza de familia, ¿sabes?, porque es mayor que el resto de nosotros.
La voz de Violet la interrumpía.
—¿Cuántos años tiene exactamente?
—Veintisiete.
—¿Tienes idea de cómo era su vida antes de venir a Nueva York?
—Me contó toda su historia. Nació en Florida. Su madre murió, y nunca conoció a su padre. Se crió con un tío que le pegaba constantemente, por lo que huyó a Canadá, y allí trabajó de cartero. Después se vino aquí y se metió en clubes y en cosas de arte.
—Conozco diferentes versiones de la historia de su vida —dijo la voz de Violet.
—Yo sé que ésta es la verdadera por cómo me la contó. Se le veía muy triste al hablar de su niñez.
Violet mencionó el rumor sobre Rafael y el dedo cortado.
—Sí, yo también he oído eso, pero no me lo creo. Esos rumores los andaba desperdigando un chaval al que llamamos Renacuajo, uno que tiene un problema de acné realmente grave. ¿Y sabe qué más decía? Decía que Teddy había matado a su propia madre empujándola escaleras abajo, pero que nadie le descubrió porque todo había parecido un accidente. Ésas son las cosas que dice Teddy para hacer más interesante su personaje de La Monstruosa, pero en realidad es un tío supercariñoso. El Renacuajo es bastante idiota, y además, ¿cómo iba Teddy a matar a alguien que ya había muerto antes de nacer él?
—Su madre no pudo haber muerto antes de nacer él.
Silencio.
—No, supongo que me refería al momento de nacer, pero lo que quiero decir es que Teddy es encantador. Me enseñó su colección de saleros y pimenteros, todos monísimos. Dios mío, si tenían animalitos y flores y unos eran dos figuritas chiquirritinas que tocaban la guitarra y que tenían agujeritos en la cabeza para que salieran la sal y la pimienta.
Violet detuvo la cinta y la hizo avanzar.
—Ahora quiero que escuches a este chico. Se llama Lee. No sé gran cosa de él, salvo que vive solo. Podría haberse escapado.
Oprimió la tecla de PLAY y Lee comenzó a hablar.
—Teddy defiende la libertad, tío. Eso es lo que me gusta de él: que defiende la libre expresión, la adquisición de una conciencia más elevada. Está luchando contra toda esa mierda que llaman normalidad y denunciándola como lo que es. Nuestra sociedad es una porquería, y él lo sabe. Y su arte me pone a cien. Es auténtico, tío.
—¿A qué te refieres cuando dices auténtico? —le preguntaba Violet.
—Me refiero a auténtico, a honesto.
Silencio.
—Te diré una cosa —proseguía Lee—: Cuando no tenía adónde ir, él me acogió. Sin él, aún seguiría meando en la calle.
Violet hizo avanzar nuevamente la cinta.
—Éste es Jackie —dijo, y a mis oídos llegó la voz de un hombre.
—Giles es un cerdo, guapa, un mentiroso y un falso. Y te lo digo de buena tinta. El artificio forma parte de mi vida. Este cuerpo espléndido no me ha salido precisamente barato. Me he hecho a mí mismo como he querido. Pero cuando digo que él es un falso me refiero a falso en su interior. Vamos, que ese miserable, en lugar de un alma de verdad, tiene una postiza. La Monstruosa… valiente gilipollez. —La voz de Jackie se elevó hasta alcanzar un intenso falsete—. Todo eso de La Monstruosa es un invento horroroso y estúpido y cruel, y déjame decirte, Violet, que estoy asombrado, realmente asombrado, de que algo así no resulte completamente evidente para cualquiera que tenga una neurona en la cabeza.
Violet detuvo el aparato.
—Es lo único que hay acerca de Teddy Giles. Me temo que con eso no vamos muy lejos.
—¿Alguna vez le preguntaste a Mark por aquel extraño mensaje que había en el contestador?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque sabía que si significaba algo no me lo diría, y no quería que pensara que el mensaje estaba relacionado con el infarto de Bill.
—¿Y a ti te parece que lo estaba?
—No lo sé.
—¿Crees que Bill sabía algo que nosotros ignoramos?
—Si así era lo descubrió ese mismo día. A mí no me lo habría ocultado. Estoy segura.
Aquella noche no tuve que darle de comer a Violet. Hicimos la cena en mi casa, para variar, y se terminó sola su plato de pasta.
—¿Alguna vez te hablé de Blanche Wittmann? —dijo, después de que le sirviera un segundo vaso de vino—. Creo que su verdadero nombre era Marie Wittmann, pero por lo general la llamaban Blanche.
—Creo que no, pero me suena de algo.
—La llamaban «la Reina de la Histeria», y llegó a tomar parte en las demostraciones de histeria e hipnosis que realizaba Charcot. Por si no lo sabes, eran muy populares. Lo más selecto de París acudía a ver cómo las damas gorjeaban como pajaritos, brincaban a la pata coja y eran asaeteadas con alfileres, pero tras la muerte de Charcot, Blanche Wittmann no volvió a sufrir un solo ataque de histeria.
—¿Quieres decir que los tenía por él?
—Adoraba a Charcot y quería complacerle, así que le daba lo que quería. Los periódicos la comparaban a menudo con Sarah Bernhardt. Tras la muerte de su mentor renunció a abandonar la Salpêtrière. Permaneció allí y llegó a convertirse en radióloga. Eran los primeros tiempos de los rayos X, y murió como consecuencia de la radiación. Fue perdiendo todas sus extremidades una por una.
—¿Obedece toda esta historia a algo en concreto? —pregunté.
—Sí. La superchería, el engaño, la mentira y la susceptibilidad a la hipnosis eran considerados como supuestos síntomas de la histeria. ¿Acaso no es ése el comportamiento de Mark?
—Sí, pero Mark ni está paralizado ni sufre ataques, ¿verdad?
No, pero tampoco es así como queremos que se comporte, ¿o sí? Charcot esperaba de sus mujeres una actuación determinada, y eso es lo que le brindaban. Nosotros queremos que Mark parezca preocuparse por los demás, y eso es lo que conseguimos, al menos cuando está con nosotros: nos brinda la actuación que esperamos de él.
—Pero Mark no está hipnotizado, y realmente no creo que quepa definirle como un histérico.
—No estoy diciendo que Mark sea un histérico. La nomenclatura médica cambia constantemente. Las enfermedades se solapan unas con otras. Las cosas mutan entre sí. Lo único que hace la hipnosis es reducir la resistencia de una persona a la sugestión y, personalmente, no estoy muy segura de que Mark tenga demasiada resistencia ya de entrada. Lo que digo es algo muy simple, y es que no siempre resulta fácil separar al actor de su papel.
A la mañana siguiente Lazlo llamó a Violet. Se había pasado dos largas noches recorriendo diversos clubes, desde el Limelight al Club USA y al Tunnel, y en todos ellos había ido recogiendo fragmentos contradictorios de información. La opinión más extendida, no obstante, era que Mark se había marchado con Teddy Giles, y que éste se hallaba en Los Angeles o Las Vegas. Nadie estaba realmente seguro. A las tres de la madrugada Lazlo se había topado con Teenie Gold. Teenie había dejado entrever que tenía muchas cosas que decir al respecto pero que prefería no hacerlo delante de Laz. Le dijo que la única persona con la que aceptaría hablar ahora que Bill no estaba era «Leo, el tío de Mark». Se mostraba dispuesta a contármelo todo «de arriba abajo» si acudía a su casa a las cuatro de la tarde de mañana, pero para cuando yo recibí el recado, «mañana» ya se había convertido en «hoy», y a las tres y cuarto emprendí mi singular misión provisto de una dirección situada en las inmediaciones de la calle Setenta y seis Este con Park Avenue.
Tan pronto como se anunció mi presencia, un conserje me condujo a través del elegante vestíbulo en dirección a un ascensor que se abrió de modo automático al llegar a la séptima planta. Allí, una mujer de rasgos filipinos me abrió la puerta a una antesala que a su vez daba paso a un amplio apartamento decorado casi en su totalidad con tonos azul pastel salpicados de detalles dorados. Teenie apareció detrás de una puerta que comunicaba con un pasillo y, tras avanzar unos pasos en dirección a mí, se detuvo y posó la mirada en el suelo. La ostentosa fealdad circundante parecía envolverla por entero, como si fuera demasiado menuda para el espacio que la rodeaba.
—Susie —dijo Teenie, volviéndose a la mujer que había abierto la puerta—, éste es el tío de Mark.
—Qué majo —dijo Susie—. Un chico muy simpático.
—Ven conmigo —dijo Teenie sin alzar la mirada—. Hablaremos en mi habitación.
El dormitorio de Teenie era una estancia pequeña y desordenada. Salvo por las cortinas amarillas de seda que colgaban en las ventanas, su santuario tenía poco en común con el resto de la vivienda. Camisas, faldas, camisetas y prendas de ropa interior yacían tiradas sobre una butaca acolchada tras la que alcancé a distinguir sus alas, parcialmente aplastadas por una montaña de revistas que habían ido cayendo sobre ellas. Además de frascos, botellas y pequeños estuches de maquillaje, su mesa aparecía regada de diversas lociones y cremas junto a las que podían verse algunos libros de texto. En una de las estanterías vi una pequeña caja de construcciones. Estaba nueva, envuelta aún por su cubierta original de plástico, y era exactamente igual que la que había encontrado en el cuarto de Mark.
Teenie se sentó en el borde de la cama y fijó la mirada en sus rodillas mientras hundía los pies desnudos en la moqueta.
—No estoy muy seguro de por qué querías hablar conmigo, Teenie —dije.
—Es porque fuiste bueno conmigo aquella vez que me caí —dijo con su vocecilla aguda.
—Ya. No sé si sabes que estamos preocupados por Mark. Lazlo se ha enterado de que podría estar en Los Ángeles.
—Yo he oído que estaba en Houston.
—¿Houston? —dije yo.
Teenie continuaba examinándose las rodillas.
—Yo estaba enamorada de él —dijo.
—¿De Mark?
Ella asintió vigorosamente y sorbió.
—O eso pensaba, al menos. Mark me decía muchas cosas que hacían que me sintiera libre y salvaje y como loca. Estuvo bien durante un tiempo. Yo estaba convencida de que me quería, ¿sabes?
Me miró durante unos segundos y luego volvió a bajar los ojos.
—¿Y qué pasó? —dije yo.
—Se ha terminado.
—Pero se ha terminado hace ya bastante tiempo, ¿no?
—Aunque no haya sido de un modo constante hemos estado muy unidos a lo largo de los últimos dos años.
Pensé en Lisa. Era la época en la que Mark había estado saliendo con Lisa.
—Pero si no te hemos visto —dije.
—Mark me dijo que sus padres no permitían visitas —repuso ella.
—No era cierto. Estaba castigado sin salir pero sus amigos podían ir a verle.
Teenie hacía oscilar su cabeza sin cesar, y vi una gruesa lágrima que resbalaba por su mejilla derecha. Se pasó al menos otros veinte segundos sacudiendo la cabeza mientras yo la animaba a hablar.
—Todo comenzó como un juego —dijo finalmente—. Quería hacerme un tatuaje en el estómago que dijera «La Marca». Teddy me dijo de broma que él mismo podía hacérmelo, pero entonces…
Teenie se alzó la camisa y pude ver dos pequeñas cicatrices que dibujaban una M y una W superpuestas, de tal modo que la parte inferior de la primera encajaba con la parte superior de la segunda para formar un único carácter.
—¿Giles te hizo eso?
Ella asintió.
—¿Y Mark? ¿Estaba Mark presente?
—Mark le ayudó. Yo no hacía más que gritar, pero él me mantenía sujeta.
—Dios mío —dije.
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas y, aferrándose al conejo de peluche que yacía sobre la cama, comenzó a acariciarle las orejas.
—No es lo que tú piensas. Al principio era muy bueno conmigo, pero luego empezó a cambiar. Yo le regalé un libro que se titula Psicolandia. Trata de un hombre muy rico que vuela por todo el mundo en su avión privado, y en cada una de las ciudades que visita tiene que matar a alguien. Mark se lo leyó como veinte veces.
—He leído algunas críticas de ese libro. Me pareció entender que era una especie de parodia, de sátira social.
Teenie alzó la mirada fugazmente para mirarme con rostro inexpresivo.
—Sí, bueno —prosiguió—, el caso es que aquello empezó a darme miedo, ya sabes, y a veces, cuando se quedaba a pasar la noche aquí, le daba por hablarme con una voz realmente rara. No era su voz normal, ¿sabes? Era una voz fingida. Hablaba y hablaba, y yo le decía que parara, pero él seguía hablando aunque le tapara la boca con la mano. Y luego me metió en un lío con mis viejos porque robó las pastillas de codeína de mi padre, las que toma para el hombro, y pensaron que había sido yo, y yo no me atreví a decirles que había sido Mark porque para entonces ya le tenía miedo. Él no hacía más que repetir que no las había cogido, pero yo sé que fue él, y los chicos dicen que Teddy y él salen por las noches y roban a la gente nada más que por diversión. A veces se llevan el dinero, pero otras sólo se quedan con alguna bobada, como una corbata o una bufanda o un cinturón o algo. —Teenie se estremeció sin dejar de llorar—. Yo creía que estaba enamorada de él.
—¿Y tú crees que esos rumores sobre los robos son reales?
Ella se encogió de hombros.
—Ahora mismo me creería cualquier cosa. ¿Piensas ir a buscarle a Dallas?
—Creí haberte oído decir Houston.
—Creo que es Dallas. No lo sé. A lo mejor ya han vuelto. ¿Qué día es hoy?
—Viernes.
—Lo más seguro es que hayan vuelto —dijo, y comenzó a mordisquearse la uña del dedo meñique. Parecía estar pensando. Al final, se retiró el dedo de la boca y añadió—: Podría estar en casa de Giles, pero probablemente esté en las oficinas de Split World. Hay chavales que a veces se quedan a dormir allí.
—Necesito las direcciones, Teenie.
—Giles vive en el 21 de Franklin Street, en el quinto piso. Split World está en East Fourth —se puso en pie y comenzó a escarbar en el interior de un cajón. Extrajo una revista y me la alargó—. Aquí está el número de la calle.
En la portada podía verse la desagradable imagen de un joven supuestamente muerto o agonizante que yacía sentado en el suelo con la cabeza apoyada en un retrete. Sus muñecas cortadas reposaban sobre los muslos, y aparecía rodeado por un reluciente charco de sangre.
—Bonita foto —dije.
—Son todas así —dijo ella con tono hastiado. A continuación, alzó la barbilla y me miró durante al menos tres segundos. Tras desviar nuevamente la mirada, prosiguió—. Te digo todo esto porque no quiero que vuelvan a pasar más cosas malas. Eso es lo que le dije al padre de Mark cuando le llamé.
Durante un instante contuve el aliento, y luego, con deliberada calma, pregunté:
—¿Hablaste con el padre de Mark? ¿Cuándo fue eso?
—Hace ya bastante tiempo. Pero enseguida me enteré de que se había muerto. Fue una pena. Parecía un hombre muy simpático.
—¿Le llamaste a casa?
—No, a su oficina, creo.
—¿Y de dónde sacaste el número?
—Mark me dio todos sus números.
—¿Le hablaste al padre de Mark del corte en la tripa?
—Creo que sí.
—¿Crees que sí? —inquirí, intentando disimular la irritación.
Teenie clavó con fuerza los dedos de los pies en la moqueta.
—Estaba muy triste, y además tenía un subidón —dijo, apretando aún más los pies—. A lo mejor tú puedes encontrarle un hospital. Tanto Mark como Teddy deberían ir a algún hospital.
—¿Fuiste tú la que dejó un mensaje a Bill diciendo que Giles te había matado?
—Él no me mató. Me hizo daño. Ya te lo he dicho.
Decidí no preguntarle nada más acerca del mensaje. Después de hablar con ella, estaba seguro de que la voz que había oído en el contestador de Bill no pertenecía a Teenie.
—¿Dónde están tus padres? —le pregunté.
—Mi madre está en no sé qué reunión benéfica relacionada con el cáncer, y mi padre está en Chicago.
—Creo que deberías hablar con ellos. Lo que sufriste fue un ataque con lesiones, Teenie. Podrías denunciarles a la policía.
Ella no se movió. Comenzó a sacudir su cabeza de color platino adelante y atrás y fijó la mirada en la mesa como si hubiera olvidado que me encontraba allí.
Yo recogí la revista y salí de la habitación. Al abrir la puerta de entrada para marcharme, oí un rumor de agua y la voz de una mujer que canturreaba para sí. Debía de ser Susie.
Ya en el taxi que me trasladaba de regreso al centro, aún resonaban en mis oídos los patéticos acentos de la confesión de Teenie, especialmente el sonsonete «Creía que estaba enamorada de él». Todo en ella me deprimía: su cuerpecillo huesudo, su mirada huidiza y todo aquel batiburrillo de cosméticos y de parafernalia femenina de los que se rodeaba. Me inspiraba lástima Teenie, aquella pequeña y devastada figura refugiada en el vasto apartamento de tonos azul pálido, pero también me preocupaba la llamada telefónica. ¿Se habría detenido el corazón de Bill después de oír la historia de cómo su hijo Mark la había inmovilizado? ¿Se lo habría mencionado ella siquiera? Lo cierto es que me resultaba difícil imaginar a Mark sujetándola, porque la cicatriz parecía demasiado nítida. ¿Podía haberse efectuado un corte tan limpio en alguien que estuviera debatiéndose? Las historias de Teenie sobre Psicolandia y el episodio de los comprimidos de codeína desaparecidos resultaban, sin embargo, más creíbles, y comencé a especular sobre el posible uso de drogas por parte de Mark, preguntándome en qué medida podría algo así haber contribuido a disipar sus inhibiciones frente al robo y la mentira. Teenie, al parecer, aún conservaba algunos escrúpulos, un mortecino código moral que condenaba lo que ella llamaba «cosas malas», si bien la maldad de dichas cosas parecía venir determinada más por el efecto que pudieran tener sobre ella que por su falta de correspondencia con directrices morales más amplias. La joven no era capaz de recordar su conversación con Bill porque había estado drogada, lo que a sus ojos convertía dicha amnesia en un proceso a la vez natural y disculpable. Teenie pertenecía a una subcultura de normas relajadas y amplia permisividad que, a mi juicio, parecía también sorprendentemente desapasionada. A juzgar por Mark y por la propia Teenie, aquellos chavales no poseían el menor entusiasmo. No eran futuristas que glorificaran la estética de la violencia ni anarquistas que promovieran la liberación del yugo de la ley. Eran hedonistas, supongo, pero hasta la consecución de su propio placer parecía aburrirles.
Al alzar la mirada hacia el estrecho edificio de East Fourth Street, entre las avenidas A y B, pensé que podía marcharme de allí, que podía renunciar a saber nada más de aquellos niños grandes o de sus mezquinas y tristes existencias. Sin embargo, preferí llamar al portero automático, preferí abrir la puerta de la primera planta del viejo inmueble y preferí recorrer el pasillo, aun a sabiendas de que me encaminaba hacia algo terrible. Era igualmente consciente de que ese mismo espanto me arrastraba hacia sí. Quería ver de qué se trataba, acercarme a ello y examinarlo. Ejercía sobre mí una atracción morbosa, y el solo hecho de rendirme a aquella cosa repulsiva que perseguía hacía que ya me sintiera mancillado por ella.
No era mi intención mentir, pero lo cierto es que cuando la tórpida joven sentada tras el mostrador elevó hacia mí la mirada de sus ojos escudados por unas gafas rojas con alas y vi las veinte portadas de Split World que adornaban la pared situada a sus espaldas, en una de las cuales podía verse a Teddy Giles chorreando sangre por la boca mientras sostenía en una cuchara lo que parecía ser un dedo humano, algo me impulsó espontáneamente a hacerlo. Le dije que era un periodista del New Yorker y que estaba realizando una investigación sobre el mundo de las pequeñas publicaciones alternativas para escribir un artículo. Pregunté a la joven si sería tan amable de explicarme la naturaleza de Split World, su raison d’être, y clavé la mirada en los ojos castaños que me observaban tras aquellas alas rojas. Eran opacos.
—No sé a qué se refiere.
—Quiero saber de qué trata la revista, el motivo de su existencia.
—Oh —dijo, sopesando la pregunta—. ¿Piensa citarme? Me llamo Angie Roopnarine. R-O-O-P-N-A-R-I-N-E.
Yo saqué mi pluma y mi libreta y garabateé el apellido con letras mayúsculas.
—¿A qué obedece el nombre, por ejemplo? —inquirí—. Split World… «Mundo dividido». ¿A qué división se refiere?
—Ni idea. Yo sólo trabajo aquí. Probablemente debería hablar con alguna otra persona, pero es que ahora mismo no hay nadie. Están todos comiendo.
—Son las cinco y media de la tarde.
—No abrimos hasta mediodía.
—Ya —dije, y señalé la fotografía de Teddy Giles—. ¿Le interesan sus obras de arte?
Ella torció el cuello para contemplar la portada.
—No está mal —dijo.
Decidí atacar el meollo de la cuestión.
—Dicen que cuenta con todo un séquito, ¿verdad? Mark Wechsler, Teenie Gold, una chica que se hace llamar Virginia y un chico llamado Rafael que, al parecer, ha desaparecido.
El cuerpo de Angie Roopnarine se tornó súbitamente rígido.
—¿Eso forma parte de su artículo?
—Pretendo centrarme en Giles.
Ella me miró con aire suspicaz.
—No sé qué es lo que quiere. No me parece la clase de persona que querría escribir sobre estas cosas.
—El New Yorker contrata a un montón de carrozas —dije—. De todos modos, usted debe conocer a Mark Wechsler. Trabajó aquí el verano pasado.
—Ya, pues en eso desde luego se equivoca. Mark Wechsler nunca trabajó aquí. Venía de vez en cuando, ¿vale?, pero Larry nunca le pagó.
—¿Larry?
—Larry Finder. Es el dueño de esta revista y de muchas otras más.
—¿El mismo que tiene una galería de arte?
—No es ningún secreto.
Sonó el teléfono, y Angie descolgó el auricular.
—Split World —dijo con voz cantarina y súbitamente animada.
Yo saludé con la cabeza, dibujé con los labios la palabra «Gracias» y huí de allí. Ya en la calle, aspiré profundamente para apaciguar la ansiedad que atenazaba mi pecho. ¿Por qué mentir?, me dije. ¿Acaso lo había hecho obedeciendo a un malentendido impulso de protección? Tal vez. Aunque tampoco consideraba mi impostura como un transgresión moral significativa, a medida que me alejaba del edificio en dirección Oeste me sentí a la vez en ridículo y en peligro. Los descubrimientos en torno a Mark tendían a ser de categoría negativa. No había trabajado para Harry Freund el verano anterior. Tampoco había trabajado para Larry Finder en Split World. Su vida era un yacimiento arqueológico de ficciones superpuestas, y yo apenas había comenzado a excavar.
Violet me había dejado en el contestador varios recados urgentes en los que me pedía que subiera a verla tan pronto como regresara a casa. Al abrir la puerta la vi pálida y le pregunté si se encontraba bien, pero ella, en lugar de responderme, dijo:
—Tengo que enseñarte algo.
Me condujo a la habitación de Mark, y al asomarme al interior pude ver que había puesto la estancia patas arriba. La puerta del armario estaba abierta, y aunque en su interior todavía podían verse algunas prendas colgadas, los estantes estaban desnudos. El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de papeles, folletos, libretas y revistas. Vi también una caja de cochecitos de juguete y otra que contenía postales dobladas, cartas y lápices de cera partidos por la mitad. Los cajones de la mesa de Mark habían sido extraídos de su lugar y yacían en fila junto a las cajas. Violet se inclinó sobre uno de ellos, recogió un objeto rojo de su interior y me lo alargó.
—Lo encontré en el interior de una caja de puros, envuelto en cinta adhesiva.
Era la navaja de Matthew. Sobre su superficie podían leerse las iniciales M. S. H.
—Lo siento —dijo Violet.
—Después de todos estos años —dije, y tiré del sacacorchos que llevaba incorporado. Una vez abierto, recorrí la espiral con el dedo y recordé la desesperación de Matt. «¡Siempre la dejo en la mesilla, siempre!». Debía de estar muy cansado, porque sentí como si una parte de mí levitara, y experimenté la peculiar sensación de ascender flotando en dirección al techo mientras contemplaba la habitación y veía la silueta de Violet y la mía propia con la navaja en la mano. Aquella curiosa división entre tierra y aire, entre mi yo elevado y el yo que aún permanecía en el suelo no duró mucho, pero incluso cuando hubo concluido me sentí alejado de todo cuanto contenía la estancia, como si me encontrara frente a un espejismo.
—Recuerdo el día en que Matt la perdió —decía Violet con voz resuelta—. Y recuerdo lo disgustado que estaba. Fue Mark quien me lo dijo, Leo, fue Mark el que me comentó lo terrible que era que hubiera desaparecido la navaja. Se le veía tan compadecido y tan apenado por Matt… Me contó que la había buscado por todas partes. —Violet me miraba con los ojos muy abiertos y la voz trémula—. Mark tenía entonces once años. Once años. —Vi que me asía por el brazo y noté la férrea tenaza de sus dedos—. ¿Entiendes? Lo peor no es el robo; ni siquiera la mentira: es esa compasión fabulada, tan perfectamente modulada, tan verosímil, tan auténtica.
Me eché entonces la navaja al bolsillo, y aunque había oído sus palabras y las había comprendido no supe cómo responder, por lo que, en lugar de hacerlo, permanecí inmóvil con la mirada fija en la pared, y al cabo de unos segundos pensé en el taxi que aparecía en el autorretrato, en aquel juguete que Bill le había entregado a Violet para que lo sostuviera en la mano mientras la pintaba. La imagen del taxi y la navaja de Matt tenían algo en común, y me esforcé por articular la similitud que las unía. Me vino a la mente la palabra «peón», pero tampoco eso era exactamente lo que buscaba. Existía una cierta interconexión que vinculaba la imagen del coche de juguete con el objeto real que ahora reposaba en mi bolsillo, y esa relación no tenía nada que ver ni con navajas ni con automóviles. La navaja era como el coche pintado porque también ella se había convertido en algo intangible, en algo que ya no era real. No importaba que pudiera introducir la mano en el bolsillo y tocarla. Algo había cambiado a través de las maquinaciones resultantes de los oscuros anhelos y secretos de un niño. El obsequio que en su día le entregara a Matt con motivo de su undécimo cumpleaños ya no existía. En su lugar había otra cosa distinta, una siniestra copia o facsímil, y tan pronto como vislumbré esa noción sentí completarse el círculo de mis reflexiones. Matt había realizado su propio doble de la navaja en el cuadro que Bill me había entregado. Había enviado al Niño Fantasma a la azotea con su trofeo robado, allí donde la luna pudiera brillar sobre su rostro e iluminar la navaja abierta que sostenía en la mano.
Después de relatarle a Violet las visitas realizadas a Teenie y a Split World, bajé a casa y pasé en soledad el resto de la velada. Tardé un rato en encontrar dentro del cajón un lugar apropiado para la navaja, pero al final decidí arrinconarla al fondo, lejos del resto de los objetos. Luego, al cerrarlo, comprendí que el objeto había contribuido a fortalecerme ante la tarea que me esperaba. Ya no estaba simplemente buscando a Mark. Quería algo más: una revelación. Tenía que proporcionar unos rasgos propios a aquel rostro vacío.
Un par de horas después de que Violet saliera de casa en dirección al estudio de Bill, oprimí el botón de un portero automático del número 21 de Franklin Street junto al que podían leerse las iniciales «T. G./S. M.». Para mi sorpresa, la puerta se abrió inmediatamente, y al subir, un joven bajo y musculoso vestido únicamente con unos pantalones cortos me abrió la puerta de acero que daba entrada al loft que ocupaba Teddy Giles en la quinta planta. A través del umbral pude ver el atezado cuerpo del muchacho desde todos los ángulos y también mi propia imagen, pues las cuatro paredes del vestíbulo eran otros tantos espejos.
—Querría ver a Teddy Giles —dije.
—Creo que está durmiendo.
—Es muy importante —insistí.
El joven dio media vuelta, abrió un espejo que también hacía las funciones de puerta y desapareció. A mi derecha se abría una amplia habitación con un inmenso sofá anaranjado y dos voluminosas butacas, una turquesa y la otra morada. Todo cuanto contenía —los suelos, las paredes, los apliques eléctricos— parecía nuevo, y mientras examinaba la estancia pensé que la expresión «de nuevos ricos» se quedaba corta para definir el gusto estético de lo que estaba contemplando. Aquella decoración era el resultado de una opulencia instantánea, de unas cuantas ventas sustanciales convertidas en propiedad inmobiliaria a tal velocidad que los agentes, abogados, arquitectos y contratistas debían de haber terminado sin aliento. El apartamento olía a humo de cigarrillo y, más sutilmente, a basura. Tirados en el suelo había un jersey rosa y varios pares de zapatos femeninos. Aquella habitación no contenía libros, pero sí centenares de revistas de moda y de arte que descansaban apiladas en elevados montones sobre una solitaria mesa auxiliar. Otras muchas yacían desperdigadas por el suelo, y advertí que algunas de sus páginas habían sido marcadas con etiquetas adhesivas amarillas y rosadas. De la pared más alejada colgaban tres enormes fotografías de Giles. En la primera aparecía vestido de hombre, bailando con una mujer que me recordó a Lana Turner en El cartero siempre llama dos veces. En la segunda estaba vestido de mujer y lucía una chillona peluca rubia y un vestido de noche plateado que realzaba sus pechos artificiales y sus caderas acolchadas. En la tercera fotografía la imagen había sido tratada mediante algún truco visual y Giles aparecía dividido en pedazos y ocupado en devorar la carne de su propio brazo derecho seccionado. Mientras estudiaba aquellas imágenes ya familiares, el propio Giles hizo su aparición a través de la puerta especular. Iba ataviado con un kimono japonés de seda que tenía todo el aspecto de ser auténtico, y a mis oídos llegó el susurro del denso tejido mientras avanzaba hacia mí.
—Profesor Hertzberg —dijo—. ¿A qué debo el placer de esta visita?
Sin darme tiempo a responder, indicó con un amplio ademán circular todo el perímetro del salón, y prosiguió:
—Siéntese.
Yo me dirigí a la gran butaca de color turquesa y tomé asiento. Intenté reclinarme sobre el respaldo, pero tales eran las dimensiones del mueble que habría terminado casi tumbado sobre el asiento, por lo que me mantuve erguido en el borde.
Giles se acomodó en su gemela de color morado, tal vez demasiado alejada para permitir una conversación cómoda. Para compensar tan incómoda distancia, se inclinó hacia mí, y el tejido de su batín se abrió parcialmente para revelar un pecho pálido y desprovisto de vello. Su vista se posó sobre un paquete de Marlboro que descansaba en una mesa redonda situada entre nosotros y dijo:
—¿Le importa si fumo?
—Adelante —dije yo.
Sus manos temblaban al encender el cigarrillo, y de pronto me sentí aliviado de no tenerle próximo a mí. Desde donde me encontraba, más o menos a un metro y medio de distancia, me era posible examinar el aspecto global de Teddy Giles. Poseía unos rasgos blandos y uniformes. Tenía ojos verdes de pestañas pálidas, una nariz pequeña y algo achatada, y labios descoloridos. Era la vestimenta lo que prestaba carácter a aquel rostro anodino: el almidonado y pintoresco kimono convertía a Giles en la imagen misma del depravado petimetre finisecular. En contraste con el carmesí, su piel mostraba una palidez casi mortal. Las largas mangas realzaban la delgadez de sus brazos, y la similitud de la prenda con un vestido no hacía sino reforzar su ambigüedad sexual. Resultaba difícil determinar hasta qué punto pretendía cultivar conscientemente esa imagen de sí mismo o si simplemente se hallaba inmerso en una de sus diversas personalidades. Me miró y asintió.
—Y ahora, dígame: ¿qué puedo hacer por usted?
—He pensado que a lo mejor sabría decirme dónde se encuentra Mark. Hace diez días que no aparece, y tanto su madrastra como yo estamos preocupados.
Él respondió sin la menor vacilación:
—He visto a Mark en varias ocasiones a lo largo de la semana pasada. De hecho, estuvo aquí anoche. Le había invitado a un pequeño encuentro, pero luego se marchó con algunos de los asistentes. ¿Me está diciendo que no se ha puesto en contacto con —hizo una pausa—, con Violet? ¿Se llama así su madrastra?
Me escuchó en silencio mientras yo enumeraba los robos de Mark y su desaparición. Sus ojos de color verde pálido no se apartaban de mí salvo cuando volvía la cabeza para expulsar el humo en otra dirección.
—Y he oído que estaba viajando con usted con motivo de una exposición celebrada en algún lugar del Oeste —dije finalmente.
Giles sacudió la cabeza muy lentamente sin apartar la mirada de mí.
—Estuve un par de días en Los Ángeles, pero Mark no estaba conmigo —parecía estar reflexionando—. Mark quedó destrozado por la muerte de su padre, pero eso, claro está, ya lo sabe. Él y yo tuvimos largas charlas al respecto y, sinceramente, creo que le ayudaron… —Tras una pausa, añadió—: Creo que al perder a su padre perdió una parte de sí mismo.
No me hubiera sido fácil determinar qué esperaba exactamente de Giles, pero desde luego no era compasión hacia Mark. Allí sentado, comencé a preguntarme si no había trasladado parte de la ira y la decepción que me inspiraba Mark a este artista al que no conocía de nada. Mi Teddy Giles era una elucubración, un hombre construido a base de rumores y habladurías y algún que otro artículo en los periódicos y las revistas. Desvié los ojos hacia la fotografía, colgada en el extremo opuesto de la estancia, en la que aparecía vestido de mujer.
Él reparó en mi mirada.
—Soy consciente de que desaprueba usted mi trabajo —dijo llanamente—. Eso es lo que ha venido a decirme Mark, y no sólo en lo que se refiere a usted sino también a su madrastra. Y sé también que a su padre tampoco le gustaba demasiado. Es su contenido lo que perturba a la gente, pero si me sirvo de la violencia es porque ésta aparece por doquier. Yo no soy mi obra, y usted, como historiador de arte que es, debería ser capaz de establecer esa distinción.
Intenté escoger mis palabras cuidadosamente.
—Supongo que parte del problema es que usted mismo ha embrollado ese particular concepto, promoviendo la idea de que no es posible separarle de lo que hace… de que es usted, en fin, peligroso.
Se echó a reír. Había en su risa una mezcla de satisfacción, placer y encanto personal. Reparé asimismo en lo pequeños que eran sus dientes: dos hileras de piezas diminutas que parecían de leche.
—Tiene razón —dijo—. Me sirvo de mí mismo como de un objeto. Reconozco que no es algo nuevo, pero también es verdad que, realmente, nadie había hecho hasta ahora lo que yo hago.
—¿Se refiere usted a esos estereotipos del horror?
—Exactamente. El horror es algo extremo, y los extremos son purgativos. A eso se debe que la gente vaya a ver esas películas o acuda a contemplar mis obras.
Me asaltó una poderosa sensación de repetición. Giles ya había dicho eso antes. Probablemente lo había dicho mil veces.
—Pero los estereotipos son mortíferos, ¿no cree? —dije yo—. Por su naturaleza misma matan el significado.
Él me sonrió con cierta indulgencia.
—No me interesan los significados. Si quiere que le diga la verdad, han dejado de parecerme importantes. A la gente, en realidad, le dan igual. La velocidad es importante. Y las imágenes. La captación rápida de la atención durante períodos breves. Anuncios, películas de Hollywood, las noticias de las seis, sí… incluso el arte: al final todo es mercantilismo. ¿Y qué es el mercantilismo? Es pasear por ahí hasta que surge algo deseable y lo compramos. ¿Y por qué lo compramos? Porque nos entra por los ojos. Si no es así, cambiamos de canal. ¿Y por qué nos entra por los ojos? Porque hay algo en ello que nos eleva ligeramente el nivel de adrenalina. Puede ser un destello, o un cierto brillo, o un poco de sangre o un culo desnudo. Da lo mismo. Es esa emoción lo que cuenta, no lo que la produce. El resultado es algo circular. Uno quiere volver a experimentar esa emoción, de modo que sale a buscarlo, y cuando lo encuentra vuelve a desprenderse de sus dólares para comprarlo de nuevo.
—Pero muy pocas personas adquieren arte —dije.
—Cierto, pero el arte sensacionalista vende revistas y periódicos, y la sensación creada atrae a coleccionistas, y los coleccionistas aportan dinero, y así, vuelta a empezar una y otra vez. ¿Le molesta mi franqueza?
—No. Pero no estoy seguro de que las personas sean realmente tan superficiales como usted las pinta.
—Es que, precisamente, ocurre que yo no pienso que haya nada malo en ser superficial —dijo, y encendió otro cigarrillo—. Me ofenden mucho más esas beatíficas pretensiones que muchos sostienen sobre lo profundos que son. La existencia de ese enorme territorio inconsciente que todos albergamos en nuestro interior no es más que una mentira freudiana, ¿no le parece?
—Opino que las nociones acerca de la profundidad humana se remontan probablemente a épocas anteriores a la de Freud —dije yo, consciente del seco tono académico que iba cobrando mi voz.
Giles me estaba aburriendo, pero no porque fuera un estúpido, sino porque su manera de hablar tenía algo de desligado, una cadencia remota y ensayada que me agotaba. Me estaba mirando, y creí detectar en él cierta decepción. Se había esforzado por interesarme. Estaba acostumbrado a periodistas que mordían el anzuelo, que le consideraban inteligente. Cambié de tema.
—Ayer hablé con Teenie Gold —dije.
Giles asintió.
—Hace meses que no veo a Teenie. ¿Qué tal está?
Decidí no morderme la lengua.
—Me enseñó una cicatriz que tiene en el vientre. Son las iniciales de Mark, y según ella…
Me detuve y miré a Giles, que me escuchaba atentamente.
—¿Sí?
—Según ella, fue usted quien se las grabó en la piel mientras el propio Mark la sujetaba.
El rostro de Giles adoptó una expresión que rebasaba la de simple sorpresa.
—Oh, Dios mío —dijo—. Pobre Teenie.
Sacudió la cabeza tristemente y expulsó una bocanada de humo hacia el techo.
—Teenie se autolesiona. Tiene los brazos llenos de cicatrices. Ha intentado resistirse a hacerlo, pero no puede. Le hace sentirse bien. En cierta ocasión me dijo que le hacía sentirse real —hizo una pausa, sacudió la ceniza del cigarrillo y prosiguió—. A todos nos gusta sentirnos reales.
Al cruzar las piernas una rodilla desnuda asomó de entre los pliegues de la complicada túnica, y pude observar que en su pantorrilla comenzaban a brotar algunos pelos recientemente afeitados. Giles acababa de confirmar mis propias dudas acerca del relato de Teenie y, sin embargo, no podía evitar preguntarme por los motivos que pudieran haberla inducido a inventar una historia tan complicada. Teenie no era ni mucho menos una muchacha imaginativa.
—Mark me llamará; estoy seguro —continuó Giles—. Tal vez incluso hoy. ¿Qué le parece si hablo con él y le pido que se ponga en contacto con usted y luego le llamo para decirle dónde está? Creo que a mí me escuchará.
Me puse en pie.
—Gracias —dije—. Si hace eso, le estaremos muy agradecidos.
Giles se levantó también. Me sonrió, pero se me antojó una sonrisa forzada.
—¿Estaremos? —inquirió, transformando la palabra en dos sílabas canturreadas.
Su tono de voz me irritó profundamente, pero le respondí sin alterarme.
—Sí —dije—. Puede llamarme a mí o puede llamar a Violet.
Me volví y comencé a andar en dirección a la puerta. En el vestíbulo me vi rodeado una vez más por una miríada de reflejos procedentes de todas partes: el mío, con mi camisa azul y mis pantalones caqui; el de Giles, enfundado en su reluciente kimono de color rojo; y diversos tonos chillones procedentes del mobiliario del amplio salón que dejábamos atrás, todos ellos fracturados por los sucesivos paneles de espejos. Con aquel untuoso «¿Estaremos?» resonando aún en mis oídos, así un picaporte, lo hice girar y abrí la puerta, pero en lugar del ascensor me vi frente a un estrecho pasillo. En la pared del fondo colgaba un cuadro que reconocí: se trataba de un retrato de Mark pintado por Bill cuando su hijo tenía dos años. El bebé aparecía riendo enloquecidamente mientras sostenía sobre su cabeza la pantalla de una lámpara a modo de sombrero, y estaba desnudo salvo por unos pañales de celulosa tan lastrados de orina o heces que parecían a punto de descolgarse de sus caderas. No me moví. La imagen del pequeño parecía flotar hacia mí. Emití un sonido de sorpresa, y Giles dijo a mis espaldas:
—Se ha equivocado de puerta, profesor.
—Ese cuadro es de Bill —dije.
—Así es, en efecto —dijo Giles.
—¿Y qué hace aquí?
—Lo compré.
—¿A quién? —pregunté.
—A la persona que lo poseía anteriormente.
Me volví repentinamente hacia él.
—¿A Lucille? ¿Se lo compró a Lucille?
Sabía tan bien como todo el mundo que los cuadros circulan, pasan de un dueño a otro, languidecen en lóbregos almacenes, reaparecen, se venden y revenden, se roban, se destruyen y se restauran con mayor o menor fortuna. Un cuadro puede reaparecer en cualquier sitio, y a pesar de ello la imagen de aquel lienzo en aquel lugar podía más que yo.
—Estoy pensando en usarlo —dijo Giles.
Se encontraba muy próximo a mí, hasta el punto de que podía notar su aliento en mi oreja. De modo instintivo, aparté la cabeza.
—¿En usarlo? —repetí yo, encaminándome en dirección al cuadro.
—Pensé que ya se marchaba —oí decir a Giles detrás de mí.
Había en su voz un cierto matiz de diversión, y nada más detectarlo experimenté una vacilación interior que incrementó el desconcierto despertado por el cantarín «¿Estaremos?» de Giles. Cualquier ventaja que hubiera podido llevar en la conversación desapareció en aquel pasillo. Mi propia y desmayada repetición de sus palabras «¿En usarlo?» sonaba como una burla dirigida hacia mí mismo, como una mofa autoinfligida que ninguna respuesta ingeniosa podía reparar ya. Todo cuanto podía ver era aquel niño pintado frente a mí, con su desorbitada expresión de deleite y de placer incontenible.
Aún hoy sigo dándole vueltas a lo que me ocurrió entonces y a cómo se desarrollaron exactamente los acontecimientos, pero sé que me asaltó una sensación de claustrofobia que se convirtió en terror. Teddy Giles no era precisamente una persona cuya presencia impusiera respeto, pero había logrado intimidarme mediante un par de comentarios crípticos que sugerían mundos, mundos enteros, y me pareció percibir que Bill, a pesar de su muerte, se hallaba de algún modo en la raíz de todos ellos. El combate menos elocuente de cuantos sosteníamos Giles y yo tenía que ver con Bill, y mi súbita asimilación de ese hecho casi despertó en mí una sensación de pánico. Y entonces, justamente cuando llegaba por fin al cuadro, oí el sonido de una cisterna. El ruido del retrete trajo consigo el convencimiento de que ya había oído otros sonidos antes y de que mi reacción ante el cuadro tan sólo los había disimulado en parte. Me detuve a escuchar. De detrás de una puerta me llegó un sonido similar al de alguien que estuviera sufriendo una sucesión de arcadas, y a ello siguió un grito de ayuda ronco y ahogado. Abrí de golpe la puerta que había frente a mí y vi a Mark tendido en el suelo de un cuarto de baño cuyos muros aparecían forrados de diminutas teselas de vidrio de color verde. Estaba derrumbado en el suelo, junto a la bañera, con la boca abierta y los ojos cerrados. Sus labios se habían tornado azules, y al verlos me sentí súbitamente invadido por una nueva sensación de calma. Avancé hacia él y noté que mi pie resbalaba levemente. Tras recobrar el equilibrio, advertí la presencia de un charco de vómito a mis pies. Me arrodillé junto a Mark y le aferré por la muñeca a la vez que escrutaba su pálido semblante. Mis dedos ascendieron por su piel, empapada de un sudor helado, en busca del pulso, y sin girar la cabeza le dije a Giles:
—Pida una ambulancia.
Al ver que no me respondía me volví hacia él.
—Se pondrá bien —dijo Giles.
—Coja el teléfono —insistí— y llame a Urgencias ahora mismo antes de que se muera en su apartamento.
Giles desapareció por el pasillo. Mis dedos seguían investigando. Mark tenía el pulso muy débil, y al contemplar su rostro vi que estaba blanco como el papel.
—Vas a vivir, Mark —le susurraba una y otra vez—. Vas a vivir.
Aproximé el oído a sus labios. Respiraba. De pronto abrió los ojos y me sentí embargado por una sensación de felicidad.
—Mark —dije—, tengo que llevarte a un hospital. No te duermas. No cierres los ojos.
Deslicé un brazo bajo su cabeza para protegerla y le miré. Vi que cerraba los ojos.
—¡No! —dije enfáticamente, y comencé a tirar de él para incorporarle.
Pesaba mucho, y mientras lo hacía una de mis piernas resbaló en el charco de vómito que inundaba el suelo.
—Escúchame —le dije con tono severo—, no te duermas.
Mark aguzó los ojos y me miró.
—Que te jodan —dijo.
Le aferré por las axilas y comencé a arrastrarle al exterior del cuarto de baño, pero se resistía. Con un movimiento abrupto alargó una mano hacia mi rostro y noté cómo sus uñas se clavaban en mi mejilla. El súbito dolor me cogió por sorpresa, y le solté. Él se golpeó la cabeza contra las baldosas y emitió un gemido. Tenía la boca abierta, y por su barbilla resbalaba un largo y reluciente hilillo de saliva. En ese momento vomitó de nuevo, arrojando un chorro de líquido de color ocre sobre su camiseta gris.
Mark salvó la vida gracias a aquellos vómitos. Según el doctor Sinha, que le trató en el pabellón de Urgencias del Hospital de Nueva York, Mark sufría una sobredosis de diversas drogas entre las que se contaba un tranquilizante para uso veterinario que se vendía en la calle bajo el nombre de K Especial. Para cuando pude hablar con el doctor Sinha ya había hecho lo posible por limpiarme los pantalones en el servicio de caballeros, y una enfermera me proporcionó un apósito con el que vendar los tres profundos arañazos de mi mejilla derecha. Allí, en el pasillo del hospital, aún podía distinguir el olor del vómito, y la amplia mancha de humedad de mis pantalones comenzaba a enfriarse bajo los efectos del aire acondicionado reinante. Cuando el doctor dijo «K Especial» recordé la voz de Giles en el rellano: «Nada de K esta noche, ¿eh, M&M?». Habían transcurrido más de dos años entre la primera vez que oí aquellas palabras y el instante en que me fueron descifradas, y me resultó irónico que después de haber vivido en Nueva York durante casi sesenta años, mi traductor fuera alguien que había llegado al país mucho más recientemente. El doctor Sinha era un hombre muy joven de mirada inteligente que hablaba el inglés con el musical acento propio de Bombay.
Tres días después, Violet, Mark y yo nos embarcamos en un avión con destino a Minneapolis. Yo no estaba presente en el hospital cuando Violet le anunció a Mark su ultimátum, pero luego me contó que le había amenazado con despojarle definitivamente de cualquier clase de ingresos económicos para lograr que aceptara ingresar en Hazelden, un centro de rehabilitación de Minnesota. Pudo obtener rápidamente plaza para él gracias a que una antigua amiga del instituto ocupaba un puesto importante en el sanatorio. Mientras durara el tratamiento de Mark, Violet tenía la intención de vivir con sus padres y visitarle una vez por semana. La adicción que padecía el muchacho explicaba en gran medida su comportamiento, y el simple hecho de bautizar su problema con un nombre logró disipar algunos de mis temores. Era, en cierto modo, como iluminar un rincón oscuro por medio de una linterna e identificar como entes diferenciados cada una de las pelusas y motas de polvo que abarcaba el haz de luz. Mentir, robar y fugarse pasaron a ser otros tantos de los síntomas de la «enfermedad» de Mark y, desde ese punto de vista, tan sólo doce etapas le separaban de la libertad. Yo, claro está, sabía que la cosa no era tan fácil, pero cuando el muchacho despertó en el hospital después de su odisea comprobé que se había transformado en alguien distinto, en un joven que, aquejado de una genuina dolencia, podía ser tratado en una clínica atendida por médicos expertos en el cuidado de personas como él. Al principio se negó a ir, afirmando que él no era un drogadicto. Tomaba drogas, pero no era adicto a ellas. Aseguró, asimismo, que no había robado las joyas de Violet ni mi caballo, pero como todo el mundo sabe, la negación es parte integrante del «perfil adictivo». El diagnóstico, además, nos permitió experimentar un renovado impulso de comprensión para con Mark. Asaltado por aquellos terribles impulsos, poco había podido hacer para controlar sus acciones, y ello le hacía merecedor de otra oportunidad. Sin embargo, toda solución y toda denominación, por oportunas y adecuadas que sean, poseen un alcance limitado que no llega a abarcar ciertos actos o sentimientos que resisten su interpretación: la navaja robada a Matt, por ejemplo. Como ya observara Violet, «Mark tenía once años», y a los once años las drogas aún no formaban parte de su vida.
Pero todo adulto se halla inevitablemente acechado por el niño que fue en otro tiempo, incluso cuando esa identidad anterior ya no resulta reconocible. El retrato algo siniestro que Bill pintara de su hijo de dos años con un pañal sucio había terminado en el mismo apartamento en el que éste había estado a punto de morir con dieciocho, y el lienzo, que ya no era un reflejo de nadie, se había convertido en un inquietante espectro del pasado, y no sólo del pasado de Mark sino también del suyo propio. Lucille contó a Violet que había vendido el cuadro cinco años antes por medio de Bernie, pero una llamada telefónica a este último reveló que no sabía nada de Giles, sino que había tratado con una mujer llamada Susan Blanchard que actuaba como reputada asesora de diversos y bien conocidos coleccionistas de la ciudad. Bernie afirmaba que el comprador fue un hombre llamado Ringman, que también había adquirido una de las cajas de los cuentos. A Violet le irritó que Lucille y Bernie no le hubieran mencionado aquella venta a Bill.
—Tenía derecho a saberlo —dijo—. Un derecho moral.
Lucille, sin embargo, no había querido que Bill se enterara, y le había rogado a Bernie que no lo mencionara.
—Sentía lástima por Lucille —dijo Bernie a Violet—; y, además, el cuadro era suyo y podía venderlo.
Violet culpaba a Lucille del destino del errabundo lienzo. Yo, no. Me sentí inmensamente aliviado de que Lucille no hubiera vendido el cuadro directamente a Giles, y estaba completamente seguro de que debía de haberse hallado necesitada del dinero procedente de la venta. Para Violet, no obstante, una historia enlazaba con la otra. Lucille había vendido un retrato de su propio hijo al mejor postor y luego ni se había molestado en acudir a visitarle al hospital. Se había limitado a telefonearle, y según Mark ni siquiera había hecho mención de la sobredosis. Violet, convencida de que Mark estaba mintiendo, llamó a Lucille y se lo preguntó abiertamente, pero ella confirmó que no le había mencionado nada a Mark acerca de su roce con la muerte a causa de las drogas.
—No me pareció que fuera a resultar productivo —le dijo.
¿De qué le había hablado, entonces?, quiso saber Violet. Lucille dijo que le había contado cosas sobre el campamento al que acudía Ollie, sobre los dos gatos de la familia y sobre lo que pensaba preparar para la cena, y que luego le había deseado suerte. Violet estaba furiosa, y me contó la historia temblando de indignación. Yo intuía que Lucille había tomado la decisión consciente de no mencionar lo ocurrido, que la había sopesado cuidadosamente y que había llegado a la conclusión de que adentrarse en ese terreno no le haría ningún bien ni a ella ni a Mark. Opino que todo cuanto le dijo lo había considerado previamente, y sospechaba también que después de colgar debió de recrear mentalmente lo que había dicho y que tal vez incluso se habría reprendido a sí misma por la conversación y habría revisado su contenido. Violet pensaba que cualquier mujer que no tomara el primer tren para correr junto al lecho de su hijo era «antinatural», pero yo sabía que Lucille, paralizada por la turbación y la indecisión, se hallaba atascada en el lodazal de su propio debate interno, de pros y contras y dilemas lógicos que hacían imposible casi cualquier iniciativa por su parte. Probablemente, el solo hecho de llamar al hospital había requerido un considerable acopio de valor por su parte.
La diferencia entre Lucille y Violet era una diferencia de carácter, no de sabiduría. Violet experimentaba frente a Mark una confusión tan grande como la de Lucille. Lo que, sin embargo, Violet no cuestionaba era la intensidad de sus propios sentimientos hacia él y la necesidad de actuar en consecuencia. Lucille, por el contrario, se sentía impotente. Las dos mujeres de Bill se habían convertido en las dos madres de Mark, y si bien los matrimonios se habían sucedido en el tiempo, la maternidad de Lucille y la maternidad adoptiva de Violet habían coexistido durante años y sobrevivido a la muerte de Bill. Las dos mujeres representaban los polos vivientes del deseo de un hombre, unidos por el muchacho que aquél había engendrado en tan sólo una de ellas. Yo no podía por menos de pensar que Bill estaba desempeñando aún un papel crucial en la historia que se desarrollaba ante mis ojos, y que había creado en torno a nosotros una feroz geometría que aún pervivía. Una vez más, me pareció descubrir nuevos símbolos en el cuadro que colgaba en mi casa: la mujer que partía frente a la que se quedaba y luchaba, y el peculiar cochecito que la rolliza Violet sostenía en el regazo, como algo que no era lo que era ni tampoco un símbolo, sino un vehículo de deseos no expresados. Cuando Bill pintó el lienzo confiaba en tener un hijo con Lucille. Él mismo me lo había dicho. Así, comencé a estudiar la pintura nuevamente, y cuanto más la observaba más empecé a sentir que Mark estaba también allí, en el lienzo, oculto en el cuerpo de la mujer equivocada.
Violet y Mark estuvieron ausentes durante dos meses. Durante ese tiempo me encargué de recogerles el correo, de regar las tres plantas del piso de arriba y de escuchar los mensajes del contestador, en el que aún podía oírse la voz de Bill rogando a los interesados que aguardaran a oír la señal. Acudí también al loft de Bowery una vez a la semana para comprobar que todo estaba en orden. Violet me había pedido especialmente que vigilara a Mr. Bob. Al parecer, poco después de morir Bill, su casero, el señor Aiello, había descubierto al singular inquilino, y Violet había llegado con él a un acuerdo por el que le pagaba cierta cantidad extra en concepto de alquiler del destartalado alojamiento de la planta baja. A Mr. Bob, sin embargo, su nueva condición de residente oficial del número 89 de Bowery le había tornado a la vez posesivo y entrometido, y durante mis visitas seguía mis pasos de modo incesante, resoplando sonoramente cada vez que quería expresar su desaprobación.
—Me estoy ocupando yo de todo —solía decir—. He barrido.
Barrer se había convertido en su vocación, y lo hacía de modo obsesivo, golpeándome a menudo los talones con la escoba como si estuviera dejando un reguero de polvo a mi paso. Entretanto, declamaba frases grandiosas en un tono alternativamente agudo y grave que reforzaba su efecto dramático.
—No descansará, hazme caso. Se ha opuesto al sueño eterno con un sonoro «no», y durante todo el día y gran parte de la noche me veo obligado a escuchar el fúnebre sonido de sus pasos, que van y vienen bajo el tejado; y anoche, cuando ya había barrido los últimos restos, migajas y qué sé yo qué de mi larga jornada de trabajo, le sorprendí en la escalera —el doble exacto del mismísimo señor W. aunque por supuesto incorpóreo—, cual mero hálito astral de lo que fue en otro tiempo, y aquel fantasma descarnado y espiritualizado extendió los brazos en un gesto de indescriptible amargura y se tapó esos pobres ojos ciegos, lo que me permitió comprender que estaba buscándola a ella, a Belleza. Ahora que ya no se encuentra aquí, el fantasma está desconsolado. Escucha bien lo que te digo, porque ya lo he visto anteriormente y lo veré después. Mi conocimiento de los manejos de los espíritus es de primera mano. Cuando aún conservaba mi negocio (por si no lo sabes, era experto en antigüedades selectas) tuve la ocasión de examinar diversas piezas que habían sido penetradas. Tú, por supuesto, conocerás la expresión y también el significado que abriga en este caso en particular: penetradas. Un aparador estilo Reina Ana que anteriormente perteneció a una vieja y menuda dama de Ditmas Park, Brooklyn. Tenía una casa preciosa, con torreón y todo, pero la esencia de la señora Deerborne —o, por así decirlo, su ánima, el sombrío espectro de lo que fuera en otro tiempo— aún conservaba su vivacidad, su ligereza. Aleteaba como un pájaro en el interior de aquella magnífica pieza de mobiliario, como una presencia asustadiza que habitara en sus cajones. Bástenos decir que se agitaban. Siete veces vendí el Reina Ana a regañadientes —cada vez más a regañadientes—, y otras tantas me lo devolvieron sus compradores. Yo lo acepté las siete veces sin más preguntas porque conocía su secreto. Era su hijo el que la torturaba. Estaba soltero y aún no se había establecido en la vida. Un mal bicho que no hacía más que dar tumbos. Creo que la anciana señora no podía soportar dejarle de ese modo, sin una posición en este mundo. William Wechsler, también conocido como Mr. W., también ha dejado temas pendientes, y Belleza lo sabe, y por eso ha seguido viniendo todos los días menos ahora. Yo la oigo cuando le canta y le habla para ayudarle a dormir, y ya falta poco para que regrese junto a él. Su fantasma no puede pasarse sin ella. Se le ve más inquieto, más huidizo y más picajoso que antes, y ella es la única que puede apaciguarle o, mejor dicho, apaciguarlo. Y te diré por qué. Porque cuenta con la ayuda de los ángeles para solucionar sus cuitas. ¡Me comprendes! ¡Descienden! ¡Descienden! Yo he sido testigo. La he visto salir por la puerta y he visto la marca incandescente de los serafines en su rostro. Está ungida, ungida por los dedos ardientes de las huestes celestiales.
Los monólogos de Mr. Bob me agotaban. No paraba nunca. Y lo que me irritaba no era tanto su mezcolanza de lo religioso con lo ocultista como el tono de aburguesada superioridad que impregnaba inevitablemente sus narraciones sobre mesas, cómodas y secreteres poseídos, y que por lo general incluía su condena de todos los «tarambanas», «perdedores» y «parásitos». Bob había incorporado a Bill y a Violet al elenco de personajes de su embrollado saber porque los quería para sí. Las leyendas tan sólo pueden vivir y respirar en el terreno verbal, y por ello Mr. Bob hablaba y hablaba sin cesar para conservar a Mr. W. y a su Belleza a buen recaudo en su mundo inventado. En él, podían remontarse a sus alturas celestiales o caer en sus abismos demoníacos sin que yo me viera en ningún momento obligado a intervenir.
Así y todo, hubiera preferido estar solo mientras subía al estudio, abría la puerta y examinaba la amplia estancia y lo poco que en ella quedaba de Bill. Me hubiera gustado contemplar a mi antojo la butaca con las prendas de trabajo de Bill —las mismas que había visto ponerse a Violet— aún extendidas sobre ella. Habría querido dejar que la luz de los elevados ventanales, ya resplandeciente de sol u oscurecida por el atardecer, cayera sobre mí en silencio, y querría haber podido detenerme sin alterar el sosiego e inhalar el aroma por completo inalterado de aquel espacio. Pero no era posible. Bob era el duende residente del edificio; era su entrometido, afanoso, locuaz y autoproclamado conserje, y nada había que yo pudiera hacer al respecto. Así y todo, siempre me anticipaba a su bendición cada vez que salía por la puerta de la calle: «¡Oh, Señor, alegra el alma de ese Tu atribulado servidor que ahora sale al pedestre frenesí de tu ciudad, para que sepa resistir las crueles tentaciones de los demonios de Gotham y, así, pueda recorrer el camino recto y verdadero que habrá de conducirle a la luz celestial! ¡Bendícele y guárdale, y que Tu inmensa y misericordiosa presencia le ilumine y le dé la paz!».
Yo no creía en los fantasmas ni en los ángeles del anciano pero, a medida que avanzaba el verano, la presencia de Bill, en lugar de difuminarse, se me hacía cada vez más tangible, hasta el punto de que, sin comentarlo con nadie, comencé a tomar notas y a clasificar información destinada a la elaboración de un ensayo sobre su obra cuando debería haberme concentrado en concluir mi libro sobre Goya. El ensayo en cuestión nació una tarde en que, mientras hojeaba el catálogo de El viaje de O, la inicial del protagonista, que significaba tanto la presencia de la letra como la ausencia del número, vino a evocar otras obras de Bill que giraban en torno a la aparición y la desaparición. A partir de entonces di en pasarme las mañanas absorto en los catálogos y las diapositivas de Bill, y comencé a comprender que lo que estaba escribiendo era un libro, pero un libro organizado no mediante la cronología sino mediante las ideas. No resultaba fácil. Había numerosas obras que podían incluirse en más de una de mis categorías originales: en Desaparición y en Hambre, por ejemplo. La distinción podía parecer meramente académica, pero cuanto más estudiaba las imágenes, el color, las pinceladas, las esculturas y las inscripciones, más sentía que todas sus ambigüedades formaban parte del concepto de evanescencia. El corpus artístico legado por Bill conformaba la anatomía de un auténtico fantasma, y no porque toda obra de arte creada por alguien hoy ya muerto sea un vestigio que esa persona ha dejado en el mundo, sino porque la obra de Bill en particular constituía una investigación sobre las carencias de las superficies simbólicas, de esas fórmulas explicativas que tan pobremente logran representar la realidad. A cada instante, el deseo de localizar, de sorprender, de determinar las normas establecidas de su pintura se veía burlado. Crees que sabes, parecía decirme Bill con cada una de sus obras, pero no sabes nada. Yo subvierto tus certezas, tu tan acomodada comprensión, y te ciego con esta metamorfosis. ¿Dónde acaba una cosa y comienza la siguiente? Tus fronteras son invenciones, son burlas, son absurdos. La misma mujer se encoge y se dilata, y en cada extremo desafía el reconocimiento. Una muñeca yace de espaldas con la boca cubierta por la inscripción de un diagnóstico caducado. Dos niños se intercambian. Ves números procedentes de informes financieros, números precedidos por el símbolo del dólar y números grabados a fuego en un brazo. Nunca había visto su obra con tanta claridad, y al mismo tiempo me parecía zozobrar en ella, asfixiado por las dudas y por algo más: por una intimidad sofocante. Había días en que mi obra adquiría las características propias de una amante atormentadora que gritara suplicando amor para luego abofetearme y cuyos accesos de pasión se vieran sucedidos por una frialdad inescrutable. El arte, como una mujer, me estimulaba, y con él disfrutaba y sufría por igual. Sentado a mi mesa con la pluma en la mano, me debatía con aquel hombre oculto que había sido mi amigo, el mismo hombre que se había pintado con cuerpo de mujer y también como una B, como un hada madrina gruesa y robusta. Aquella lucha, sin embargo, me había dotado de una perspectiva inusualmente vívida de mí mismo, y a medida que el verano iba tocando a su fin, noté que me sentía muy vivo dentro de mi soledad.
Violet telefoneaba con regularidad y me hablaba de Hazelden, una institución que yo siempre confundía con los sanatorios de mi primera infancia. Los padres de mi madre, a los que nunca llegué a conocer, habían muerto de tuberculosis en 1929 después de soportar prolongados confinamientos en Nordrach, un sanatorio de la Selva Negra. Yo imaginaba a Mark tendido en una tumbona junto a un lago cuyas aguas relucían bajo el sol del verano. Con toda probabilidad, se trataba de una fantasía falsa: una imagen mixta procedente de los relatos de mi madre y de mis recuerdos de la lectura de La montaña mágica de Thomas Mann. Comprendí que el elemento crucial consistía en que, en aquella época, por mucho que pensara en Mark nunca le imaginaba en movimiento. Siempre aparecía inmóvil, como un personaje fotografiado, y esa inmovilidad era lo único que contaba. Sentía como si Hazelden le mantuviera en estado latente. Como una prisión benévola, servía para refrenar su movilidad, y comprendí que lo que más temía en Mark eran sus desapariciones y las subsiguientes andanzas a las que se entregaba. Violet se manifestaba alentada por los progresos del muchacho. Todos los miércoles asistía a las reuniones familiares, para las que se preparaba con la lectura de las doce etapas. Afirmaba que Mark había tenido un comienzo algo dificultoso, pero que poco a poco había comenzado a revelar su potencial a medida que transcurrían las semanas. Me hablaba del resto de los pacientes —de los «compañeros», como se denominaba a los internos en Hazelden—, y especialmente de una joven llamada Debbie.
Concluyó el verano. Dieron comienzo las clases, y con ellas mi libro sobre Bill perdió el ritmo diario al que hasta entonces me había atenido. No obstante, seguí trabajando en él, y para ello aprovechaba a menudo las horas del atardecer posteriores a la revisión de mis notas académicas. A finales de octubre Violet llamó para anunciar que Mark y ella estarían de regreso en casa a la semana siguiente.
Un par de días después de hablar con Violet, Lazlo se presentó en mi casa. Me bastó con echarle un vistazo para saber que traía malas noticias. Había aprendido que la lectura del cuerpo de Lazlo era mucho más reveladora que la de su rostro. Tenía los hombros caídos, y entró en la habitación caminando con lentitud. Cuando le pregunté qué ocurría me habló del cuadro que iba a figurar en la siguiente exposición de Giles. Por entonces la historia no era más que un rumor, uno de esos chismorreos que circulan por ahí y que Lazlo siempre parecía atrapar al vuelo, pero una semana después, cuando se inauguró la muestra, supimos que era cierto. Teddy Giles había utilizado el cuadro de Mark para su nueva exposición. El escándalo giraba en torno al hecho de que el valioso lienzo había quedado destruido. La figura de una mujer asesinada a la que le faltaban un brazo y una pierna había sido incrustada en el retrato que Bill pintara de su hijo. La cabeza asomaba, estrangulada, por uno de los costados del lienzo, y el resto de su cuerpo mutilado surgía por el lado opuesto. La fuerza de la pieza residía en el hecho de que una obra de arte original que hasta entonces perteneciera a Giles se hallaba ahora tan mutilada como el propio maniquí.
La noticia causó sensación en el mundo del arte. Si poseías un cuadro no era ilegal dañarlo. Podías utilizarlo para tirar al blanco, si así lo deseabas. Recordé la advertencia de Giles: «Estoy pensando en usarlo». En aquel momento no le había encontrado sentido. El uso no tenía nada que ver con el arte. El arte era, por su propia naturaleza, inútil. Tras inaugurarse la exposición, se vio que la gente sólo hablaba de aquella pieza. Las demás eran similares a otras anteriores, también de Giles: los cuerpos descuartizados y eviscerados de algunas mujeres, un par de hombres y varios niños, ropas ensangrentadas, cabezas separadas del tronco, pistolas… A nadie parecía importarle. Lo único que parecía interesar a todos, por más que escandalizara a algunos y complaciera a otros, es que allí se exhibía un acto de auténtica violencia. Algo que no era simulado, sino real. Los cuerpos eran falsos, pero el cuadro era auténtico. Y aún más excitante era el hecho de que la obra de Bill fuera tan costosa. Muchos de los presentes se preguntaban en qué medida la presencia del cuadro, a pesar de los daños sufridos, incrementaba, o no, el precio de la pieza en su conjunto. No era fácil saber cuánto había pagado Giles por el retrato de Mark. Se mencionaban varios precios, a cuál más elevado, pero sospecho que todos procedían del propio Giles, una fuente notoriamente poco fiable.
Violet volvió a montar en cólera. Varios periodistas llamaron para obtener sus declaraciones, pero ella, prudentemente, declinó hablar con nadie al respecto. El rastro, sin embargo, no tardó en conducir a Mark y a su relación con Giles. Un colaborador de cierto periódico sensacionalista especulaba con la conexión que pudiera existir entre ellos, insinuando que Giles y «Wechsler el Joven» eran, o habían sido, amantes. Un crítico se refería a la pieza como «violación artística», y Hasseborg, por su parte, irrumpió en escena argumentando que aquella profanación renovaba la posibilidad de una subversión dentro del arte: «Con la bala de ese único disparo, Giles ha traspasado toda la santurronería que hoy rodea al arte en nuestra cultura».
Ni Violet ni yo visitamos la exposición. Lazlo acudió acompañado de Pinky y se las arregló para tomar subrepticiamente una Polaroid que luego nos trajo para que la viéramos. Mark estaba pasando unos días con su madre antes de regresar a Nueva York. Según Violet, cuando le habló a Mark del cuadro, éste se había mostrado perplejo.
—Parece convencido de que Giles es realmente un buen tipo, y no es capaz de comprender por qué iba a hacerle algo así a una obra de su padre.
Violet, tras examinar la pequeña fotografía, la depositó sobre la mesa sin decir nada.
—Confiaba en que se tratara de una copia —dijo Lazlo—, pero no lo es. Me aproximé mucho a ella y puedo asegurar que ha utilizado el cuadro auténtico.
Pinky estaba sentada en el sofá. Observé que, incluso sentada, mantenía sus largos pies desplegados en la primera posición de ballet.
—La cuestión es ¿por qué una obra de Bill? —dijo—. Podía haber comprado cualquier otro cuadro del mismo precio para destrozarlo. ¿Por qué ese retrato de Mark? ¿Tal vez porque le conoce?
Lazlo abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla de nuevo.
—Se rumorea que Giles conoce a Mark porque tenía una… —hizo una pausa—, una fijación con Bill.
Violet se inclinó hacia delante.
—¿Tienes algún motivo para creer eso?
Vi que Lazlo aguzaba levemente la mirada a través de sus lentes.
—He oído que conserva un archivo sobre Bill que se remonta a la época en la que ni siquiera conocía aún a Mark: recortes, catálogos, fotos…
Ninguno de nosotros habló. La nebulosa idea de que Giles hubiera podido estar cultivando el trato con el hijo a causa del padre se me había ocurrido a mí mismo en el pasillo de su casa el día en que encontré a Mark en el cuarto de baño, pero ¿qué podía querer Giles? De seguir aún vivo, Bill podría haberse sentido herido al ver su cuadro echado a perder, pero estaba muerto. ¿Pretendía Giles herir a Mark? No, pensé para mí, me estoy formulando las preguntas erróneas. Recordé el rostro de Giles mientras hablábamos, su aparente sinceridad al referirse a Mark y sus comentarios sobre Teenie: «Pobre Teenie. Teenie se autolesiona». Recordé asimismo la marca de su piel, las emes entrelazadas, o la M unida a la W. M&M. Las emes de Bill; los niños, Matthew y Mark. Nada de K esta noche, ¿eh, M&M? El niño permutado. Yo mismo había estado escribiendo sobre aquella idea: copias, dobles, múltiplos de uno. Confusiones. De pronto recordé las dos figuras masculinas idénticas que aparecían en el collage de Mark junto a las imágenes de los dos bebés. ¿Cómo era aquella historia que Bill me había contado en cierta ocasión acerca de Dan? Sí. Dan estaba en el hospital, después de su primera crisis. Bill, por entonces, solía llevar el pelo largo, pero se lo había cortado. Cuando entró en el pabellón para visitar a Dan, llevaba el pelo corto, y su hermano, nada más mirarle, exclamó: «¡Me has cortado el pelo!». Es algo habitual entre los esquizofrénicos, me dijo Bill. Cometen errores. Y también los afásicos. Mis pensamientos se atropellaban en desorden. Me parecía ver al Saturno de Goya devorando a sus hijos, la fotografía de Giles royendo una de sus propias extremidades y, finalmente, la cabeza de Mark apartándose súbitamente de mi brazo al despertarme en la cama. M&M sabe lo que han hecho conmigo, decía el mensaje telefónico. No. M&M sabe lo que han hecho con Migo. El niño que había visto en el pasillo con un bolso verde. Migo. Le llamaban «Migo».
—¿Te encuentras bien, Leo? —dijo Violet.
La miré y le expliqué lo que pensaba.
—Rafael y Migo son la misma persona —dijo ella.
—¿Os referís al chico que se dice que mató Giles? —inquirió Pinky.
A partir de ahí, la conversación no tardó en derivar hacia terrenos extravagantes. Comenzamos a elucubrar en torno a la supuesta esclavitud sexual de Rafael, al posible romance entre Mark y Giles, a las exquisitas mutilaciones de Teenie y a los gatos muertos que habían aparecido colgados por toda la ciudad. Lazlo mencionó la K Especial y otra droga llamada Éxtasis. A veces, las diminutas pastillas recibían también el nombre de «Es», otra letra más de aquel creciente alfabeto farmacéutico. Pero el único hecho cierto con el que contábamos era con mi fugaz atisbo de un niño en el rellano de la escalera en plena madrugada; un niño al que Mark se había referido como «Migo». Una joven desconocida había transmitido telefónicamente a Violet los rumores referentes a un posible asesinato y a un chiquillo llamado Rafael, pero ¿quién podía asegurar de que todo ello no era sino un invento? En aquel momento, sin embargo, tenía la imaginación desatada, y sugerí la posibilidad de que Giles estuviera detrás de las llamadas a Violet y a Bill.
—Concede entrevistas utilizando voces diferentes —dije—. Tal vez es él la muchacha del teléfono.
Violet no estaba de acuerdo. Afirmaba que lo que había escuchado no era un falsete, y cuando Pinky mencionó la existencia de artilugios que pueden adaptarse al teléfono para modificar el timbre de voz, se echó a reír. Sus carcajadas, sin embargo, no tardaron en convertirse en un agudo gemido, y las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas. Pinky se levantó, se arrodilló frente a Violet y le rodeó el cuello con ambos brazos. Lazlo y yo permanecimos sentados, observando cómo las dos mujeres se mecían mutuamente en un largo abrazo. Así transcurrieron al menos cinco minutos, hasta que las llorosas risas de Violet se apaciguaron por fin, dando paso a una sucesión de breves jadeos en busca de aliento entremezclados con sorbetones convulsivos.
—Estás agotada —le dijo Pinky a Violet mientras le acariciaba la cabeza—. Estáis todos agotados.
Para entonces llevaba ya dos meses sin recibir carta de Érica. El día antes de que Mark regresara a Nueva York rompí el pacto que habíamos establecido y la llamé. Creo que no esperaba encontrarla allí. En su lugar, había ensayado un pequeño discurso para el contestador, y cuando descolgó y oí la palabra «¿Diga?» permanecí como atragantado unos instantes. Yo me identifiqué, pero ella al oírme no dijo nada, y de repente aquel intervalo de silencio me enfureció. Le dije que nuestra amistad o matrimonio o relación o lo que fuera se había convertido en una farsa, en algo falso, absurdo y muerto que no representaba nada, y que personalmente ya estaba harto de todo este asunto. Si ella había conocido a otra persona, tenía derecho a saberlo, y en tal caso quería verme libre de ella y dejarla atrás de una vez por todas y para siempre.
—No hay nadie más, Leo.
—¿Por qué no has respondido a mis cartas?
—He comenzado cincuenta cartas distintas y todas las he roto. Siento como si me pasara la vida explicándome y analizándome: bla, bla, bla. Incluso contigo. Estoy harta de mi interminable necesidad de observarlo y diseccionarlo todo. Cuando lo hago, todo se me antoja como el peor de los sofismas, como una sarta de ingeniosas mentiras, como excusas que me doy a mí misma.
Érica suspiró pesadamente, y ante aquel sonido tan familiar toda mi ira se desvaneció. Sin embargo, tan pronto como hubo desaparecido comprendí que la echaba de menos. El rencor posee nitidez, así como una intensidad de la que la compasión carece, y lamenté verme de regreso en aquel difuso territorio emocional.
—He estado escribiendo tanto, Leo, que no resultaba fácil escribirte a ti. Una vez más, se trata de Henry James.
—Ah —dije yo.
—Los adoro, ¿sabes?
—¿A quiénes?
—A sus personajes. Los adoro por lo complicados que son, y mientras los estudio y estudio su sufrimiento, me olvido de mí misma. Y pensé en llamarte… ha sido una estupidez no hacerlo. Lo siento de veras.
La conversación concluyó con la mutua decisión de telefonearnos además de escribirnos. Le dije que me enviara el libro cuando le pareciera conveniente y que la quería. Ella dijo que también me quería. Que no había nadie más. Que nunca podría haber nadie más. Y yo, después de colgar, comprendí que nunca nos veríamos libres el uno del otro, aunque ello no me producía la menor alegría. No quería perder a Érica y, a pesar de todo, me rebelaba contra aquella relación obstinada. Nos habíamos visto separados por la ausencia, pero esa misma ausencia nos había encadenado el uno al otro para toda la vida.
La había telefoneado desde mi mesa, y al cabo de un par de minutos abrí el cajón y pasé revista a mi colección de objetos. De pronto me pareció rara aquella curiosa colección de reliquias entre las que se incluían unos delgados calcetines negros, un trozo de cartón quemado y un delgado recorte extraído de una revista. Escruté el rostro de Violet en la fotografía y a continuación el de Bill, que mantenía los ojos clavados en su mujer. Su mujer. Su viuda. Los muertos. Los vivos. Cogí la barra de labios de Érica. Mi mujer y sus amados personajes, pertenecientes a los libros escritos por un muerto. Ficciones, nada más. Pero todos vivimos aquí, pensé para mis adentros, en esas historias imaginarias que nos relatamos sobre nuestras vidas, y mis dedos se cerraron en torno al cuadro de Dave y Durango pintado por Matt.
Mark tenía mejor aspecto. Sus ojos azules habían cobrado una renovada franqueza, y había engordado unos cuantos kilos durante su ausencia. Incluso su voz parecía poseer mayor resonancia y convicción que antes. Sus días se repartían en buscar un empleo durante la mañana, asistir a reuniones de Narcóticos Anónimos por las tardes y compaginar ambas cosas con sus visitas a un hombre que se había convertido en su garante. Alvin —así se llamaba— era un antiguo heroinómano y difícilmente podía tener más de treinta años. Era un hombre pulcro y cortés de piel tostada, barba bien recortada y unos ojos en los que ardía una voluntad febril. Alvin era un hombre resucitado, un personaje dostoievskiano que había logrado arrastrarse fuera del fango para ayudar a un compañero necesitado de ayuda. Su cuerpo era como un bloque sólido de determinación, y el simple hecho de mirarle hacía que me sintiera lánguido, superfluo e ignorante. Al igual que miles de otros, el garante de Mark había «tocado fondo» y ello le había impulsado a tomar la decisión de cambiar de vida. Nunca me contó su historia, pero la supe por Mark, que nos relató a Violet y a mí otros innumerables casos que había conocido en Hazelden: sórdidos dramas dominados por una angustiosa necesidad que conducía a la mentira, al abandono, la traición y, a veces, la violencia. Cada uno de ellos llevaba aparejado un nombre: María, John, Ángel, Hans, Mariko, Deborah. A Mark, obviamente, le interesaban aquellas historias, pero tendía a concentrarse en sus más morbosos detalles en lugar de en las personas que las habían protagonizado. Tal vez veía sus acciones como reflejos de su propia degradación.
Violet se mostraba esperanzada. Mark asistía diariamente a reuniones, hablaba a menudo con Alvin y estaba trabajando como ayudante de camarero en un restaurante de Grand Street. Violet, ateniéndose a las directrices del programa, le había dicho que no habría más castigos, pero que no podía vivir con ella hasta que no estuviera «limpio». Así de sencillo. Una noche, a mediados de mes, Mark llamó a mi puerta a eso de las once. Yo ya estaba acostado, pero aún no me había dormido, y al abrir la puerta le encontré esperando en el rellano. Le invité a entrar, y él se dirigió hasta el sofá, pero no se sentó. Lanzó una ojeada al cuadro de Violet, se volvió luego hacia mí y, finalmente, fijó la mirada en sus zapatos.
—Lo siento —dijo—. Siento haberte hecho daño.
Yo me quedé mirándole y me apreté el cinturón del albornoz como si el ademán de estrecharlo pudiera contribuir a contener mis emociones.
—Estaba drogándome —prosiguió—. Me hicieron polvo, pero el responsable de todo soy yo.
Yo no respondí.
—No tienes que perdonarme, pero para mí es importante pedírtelo. Es una más de las etapas.
Asentí.
Su rostro temblaba.
Tiene diecinueve años, me dije a mí mismo.
—Querría que todo fuera diferente; que fuera como era antes —dijo, y me miró a los ojos por primera vez—. Solía caerte bien —añadió—. Teníamos buenas charlas.
—Ignoro qué significaban realmente aquellas conversaciones, Mark —dije yo—. Nos has mentido tanto…
Él me interrumpió.
—Lo sé, pero he cambiado —su voz era como un lamento—. Y te he contado cosas que nunca he contado a nadie. Y cuando lo hice hablaba en serio. De verdad.
Aquella desesperación parecía proceder de su interior, de lo más profundo de su pecho. ¿Era nuevo aquel sonido para mí? ¿Había oído alguna vez aquel tono anteriormente? No me parecía que así fuera. Con enorme cautela, deposité una mano sobre su hombro.
—El tiempo lo dirá —murmuré—. Ahora tienes la oportunidad de darle la vuelta a las cosas, de vivir de un modo distinto. Y yo creo que puedes hacerlo.
Él se aproximó a mí y fijó su mirada en la mía. Parecía inmensamente aliviado. Dejó escapar un largo suspiro y dijo:
—Por favor.
Extendió los brazos y yo, al principio, vacilé, pero al final cedí. Él se reclinó sobre mí, depositó la cabeza en mi hombro y me abrazó con una intensidad y un calor que me recordaron a su padre.
El 2 de diciembre, por la mañana temprano, Mark volvió a desaparecer, y aquel mismo día Violet recibió una carta de Deborah, la chica que ella y Mark habían conocido en Hazelden. Era casi medianoche cuando Violet bajó a mi casa con la carta en la mano. Entró, se sentó en el sofá y procedió a leérmela.
Querida Violet,
He querido escribirte para contarte que estoy bien. Cada día es una intensa lucha con el alcohol y lo demás, pero estoy saliendo adelante con la ayuda de mi madre. Después de todo lo que nos dijimos en las reuniones familiares, ahora intenta no gritarme tanto, porque sabe que me deprime. En los peores momentos intento pensar en los cánticos que oí aquella noche en Hazelden, procedentes del firmamento, y en aquellas voces celestiales que me decían que era una criatura de Dios y que Él me ama aunque sólo sea por eso. Sé que algunos de los otros pensaron que estaba chiflada cuando les dije que había dejado de ser Debbie, pero en las reuniones familiares supe que tú me comprendías. Después de oírles cantar tenía que ser Deborah. Eres una persona muy buena, y Mark tiene mucha suerte de tenerte por madrastra. Me contó cómo le habías ayudado antes de venir a Minnesota, cuando tenía el mono y no hacía más que temblar y vomitar. Siempre pensé que ojalá yo hubiera contado con alguien así. He pedido a todos que recen por mí, así que espero que tú también puedas hacerlo. ¡Te deseo una muy, muy feliz Navidad y un Año Nuevo estupendo!
Te quiere,
Deborah
P. D.: Me quitan la escayola la semana que viene.
Cuando Violet terminó de leer, dejó caer el papel en el regazo y alzó la mirada hacia mí.
—Nunca me contaste que Mark había sufrido síndrome de abstinencia —dije.
—Claro que no. Porque no lo tuvo.
—¿Y por qué iba Deborah a escribir eso, entonces?
—Porque él le dijo que sí lo había padecido.
—¿Pero por qué?
—Yo creo que quería encajar en el lugar, parecerse a los demás. Quiero decir, que Mark tiene un problema de drogas, pero nunca ha dependido físicamente de ellas. Probablemente, el hecho de presentarse como un drogadicto puro y duro le hacía más fácil explicar todos sus robos y sus mentiras —dijo, y realizó una larga pausa—. Al final, todos le querían: los tutores, el resto de los pacientes… todos. Le nombraron líder de grupo. Mark era una estrella. Debbie no le caía bien a casi nadie. Se viste como una fulana y tenía la piel muy fea. Tiene veinticuatro años y ya ha pasado tres veces por desintoxicación. Una vez casi se ahoga. Estaba tan borracha que se cayó a un lago. Y en otra ocasión se salió de la carretera y se estrelló contra un árbol. Le retiraron el permiso de conducir. Otro día, antes de que aterrizara en Hazelden, llegó semiinconsciente a casa de su madre y se rompió una pierna por cinco sitios al caerse por las escaleras. Llevaba una escayola que le llegaba hasta aquí. —Violet se señaló el muslo—. En fin, que mentía y robaba a su madre, lo mismo que Mark. Durante una temporada incluso anduvo prostituyéndose. Su madre estaba harta. No hacía más que gritarle: «¡Eres como un bebé grande! ¡Es como si llevara veinticuatro años cuidando de una criatura que no para de llorar y de vomitar! ¡No te considero en absoluto una compañera! ¡Toda mi vida se reduce a cuidar de ti!». Luego, la madre se ponía a llorar, Debbie se ponía a llorar y yo me sentaba en aquella butaca y me ponía también a llorar a lágrima viva por la pobre Debbie y por su desdichada madre. —Violet me dirigió una sonrisa irónica—. Y ni siquiera las conocía. El caso es que en algún momento, durante el segundo mes, Debbie experimentó su visión y se convirtió en Deborah.
—Los cánticos —dije yo.
Violet asintió.
—Acudió a la siguiente reunión familiar con el rostro iluminado como una bombilla.
—Esas cosas pueden llegar a pasarse con el tiempo. ¿Lo sabes, no? Y por lo general así ocurre.
—Sí, pero ella cree en su historia y en las palabras que emplea para relatarla.
—Y no así Mark. ¿Es eso lo que pretendes decir?
Violet se puso en pie, se llevó los dedos a las sienes y comenzó a caminar de un lado a otro. Yo intenté recordar si había hecho aquello alguna vez antes de la muerte de Bill. La vi avanzar varios pasos y luego volverse.
—A veces tengo la sensación de que Mark no supiera asimilar la esencia del lenguaje. Es como si nunca hubiera comprendido los símbolos: como si le faltara la estructura de las cosas. Sabe hablar, pero se limita a servirse de las palabras como un medio de manipular a los demás.
Extrajo un cigarrillo y lo encendió.
—Últimamente estás fumando mucho —le dije.
Ella inhaló una bocanada de humo de su Camel con un ademán desdeñoso.
—Es más que todo eso. Mark no tiene nada que contar.
—Claro que tiene algo que contar —dije yo—. Todos lo tenemos.
—Pero él no sabe de qué se trata, Leo. En Hazelden no hacían más que instarle a que hablara de sí mismo. Al principio farfullaba un par de cosas acerca de su padre, de su madre y del divorcio. El tutor le insistía: ¿Qué quieres decir? Explícate. Y él respondía: «Todo el mundo dice que la culpa tiene que ser del divorcio, así que será verdad». Eso les irritaba. Querían que sintiera algo, que contara su historia. De modo que empezó a hablar, aunque pensándolo bien nunca dijo nada especialmente significativo. Sin embargo, sí lloraba, y eso les encantaba. Les daba lo que ellos querían: sentimientos, al menos en apariencia. Claro está que cualquier historia es el relato de una serie de conexiones que se suceden en el tiempo, y Mark está atrapado en un bucle temporal, en una repetición enfermiza que no hace más que impulsarle de aquí para allá, de aquí para allá…
—¿Te refieres al modo en que ha ido rebotando entre unos padres y otros?
Violet se detuvo.
—No lo sé —dijo—. Hay montones de chicos que viven a caballo entre sus padres divorciados y que no se vuelven como Mark. No puede ser sólo eso.
Me dio la espalda y se encaminó hasta la ventana. Yo me quedé contemplando su cuerpo inmóvil y el cigarrillo que ardía junto a su muslo. Llevaba puestos unos vaqueros viejos que ya no le venían bien, y estudié la franja de piel desnuda que separaba el breve jersey y la cintura de los pantalones. Al cabo de un instante, me puse en pie y me dirigí a la ventana. El cigarrillo despedía un aroma acre a productos químicos, pero junto con él me era posible aspirar el perfume de Violet. Habría querido posar mis dedos sobre su hombro, pero no lo hice. Permanecimos allí, en silencio, observando la calle. Había dejado de llover, y me quedé mirando cómo las gotas más gruesas se desintegraban y descendían resbalando por el cristal. A mi derecha podía ver los blancos penachos de humo que se alzaban de uno de los orificios del alcantarillado abiertos en la superficie de la calle, a la altura de Canal.
—Lo único que sé es que no puede uno creerse nada de lo que diga. Y no me refiero tan sólo a ahora, sino a todo lo que ha dicho a lo largo de su vida. Algunas cosas serían ciertas, pero ignoro cuáles —dijo Violet, contemplando la calle con los ojos entrecerrados—. ¿Recuerdas el periquito de Mark?
—Recuerdo el funeral —respondí.
Tan sólo los labios de Violet se movían. El resto de su cuerpo parecía congelado en el tiempo.
—Se había roto el cuello con la puerta de la jaula… —transcurrieron varios segundos hasta que, al fin, siguió hablando sin levantar la voz—. Todos sus animalitos fueron muriendo: los dos hámsteres, los ratones blancos, incluso los peces. Claro está que eso es algo que pasa a menudo con las pequeñas mascotas. Son seres frágiles…
No le respondí. No me había formulado ninguna pregunta. El humo procedente de la alcantarilla resultaba precioso a la luz de las farolas, y los dos seguimos observándolo mientras ascendía como una nube infernal inflamada por nuestra creciente sospecha.
La llamada telefónica de Mark de tres días después se convirtió en el desencadenante del viaje más extraño de mi vida.
—Quién sabe si será verdad —dijo Violet cuando bajó para contármela—, pero dice que está en Minneapolis con Teddy Giles. Afirma que ha visto una pistola en el equipaje de Giles y que tiene miedo de que vaya a matarle. Cuando le pregunté por qué iba a hacerlo me respondió que Teddy le confesó haber matado a ese chico al que llamaban Migo y haber arrojado su cuerpo al río Hudson. Mark insiste en que todo es verídico. Le he preguntado por qué lo sabe, pero dice que no puede contármelo. También le he preguntado por qué nos mintió cuando le mencionamos los rumores que corrían al respecto y por qué no acudió a la policía pero, según él, estaba asustado. Al final le he pedido que me dijera por qué se había marchado con Giles si tanto miedo le tenía, y él, en lugar de responder a la pregunta, ha empezado a hablar de dos inspectores que han estado interrogando al personal de la galería Finder y a los clientes de los clubes acerca de la noche en que desapareció el muchacho. Piensa que Giles podría estar huyendo de la policía, y quiere que le enviemos el importe de un billete de avión para volver a casa.
—No puedes enviarle dinero, Violet.
—Lo sé. Le dije que haría lo necesario para que tuviera un billete esperándole en el aeropuerto y él respondió que no tenía dinero para llegar al aeropuerto.
—Podría cambiar el billete y utilizarlo para irse a otro lugar —dije yo.
—Nunca me había pasado algo así ni de lejos, Leo. Todo esto me resulta irreal.
—Fiándote de tu intuición, ¿dirías que está mintiendo o que no?
Violet meneó lentamente la cabeza.
—No lo sé. Durante mucho tiempo he temido que hubiera algo debajo de… —dijo, y tomó aliento—. Si es cierto lo que dice tenemos que acompañar a Mark a la policía.
—Llámale por teléfono —dije—. Dile que me reuniré con él y que volveremos juntos a Nueva York. Es la única manera de asegurarse de que regresa.
Violet me miró con expresión perpleja.
—¿Y tus clases, Leo?
—Hoy es jueves. La próxima clase que tengo es el martes. Tampoco voy a tardar cuatro días.
Insistí en que recuperar a Mark era mi obligación y que quería hacerlo, y ella, finalmente, accedió a dejarme marchar. Así y todo, ya mientras hablábamos era consciente de que mis motivos para ir no eran del todo transparentes. La sensación de estar comportándome de un modo impulsivo me excitaba, y aquella emocionante imagen de mí mismo fue un incentivo a la hora de llevar a cabo los preparativos necesarios. Hice la maleta mientras Violet, por su parte, telefoneaba a Mark para decirle que se reuniera conmigo en el vestíbulo del hotel a medianoche —una hora después de la llegada prevista de mi avión— y para aconsejarle que no se alejara hasta entonces de lugares públicos. Yo, entretanto, arrojé una camisa, unos calzoncillos y unos calcetines a una pequeña bolsa de lona como si volar a ciudades del Medio Oeste para echarle el lazo a chiquillos descarriados formara parte de mi rutina habitual. Abracé a Violet a modo de despedida, aunque con más aplomo del habitual, y nada más salir a la calle detuve un taxi para que me llevara al aeropuerto.
Tan pronto como me senté en el avión noté que la emoción se disipaba. Me sentía como un actor que, nada más abandonar el escenario, pierde de pronto la adrenalina que le había permitido caracterizar a otra persona. Mientras observaba los pantalones de camuflaje del joven sentado junto a mí me sentía más quijotesco que heroico, y también más viejo que joven, y me pregunté hacia dónde estaba volando. La historia de Mark era completamente estrafalaria. Un cadáver arrojado al río. Inspectores de policía haciendo preguntas a la gente. Una pistola en la maleta. ¿Acaso no coincidían allí todos los elementos habituales de la novela negra? ¿Acaso no gustaba Giles de jugar con ellos para realizar sus obras? ¿Acaso no era bastante probable que me hubiera convertido en un peón de alguna pieza conceptual concebida por Giles en torno al asesinato? O, por el contrario: ¿no estaría presuponiéndole al sujeto en cuestión más inteligencia de la que en realidad tenía? Recordé a aquel chiquillo de facciones redondeadas que había visto en el rellano aferrado a un bolso de plástico lleno de bloques de construcción y, de pronto, me asaltó la absurda noción de que había salido de mi casa desarmado para enfrentarme a un asesino en potencia. Yo no poseía otras armas que mis cuchillos de cocina, pero entonces recordé la navaja suiza de Matt, que aún reposaba en el cajón de mi mesa, y a medida que la visualizaba mentalmente, la imagen comenzó a parecerme cada vez más desagradable. Recordé también al joven Mark a gatas en el cuarto de Matt. Me pareció volver a verle mientras se deslizaba bajo la cama para emerger al cabo de unos instantes mirándome con sus desmesurados ojos azules: «¿Dónde habrá ido a parar? Tiene que estar forzosamente por aquí».
El vestíbulo del Holiday Inn de Minneapolis era un vasto salón dotado de un ascensor de cristal, un enorme y curvado mostrador de recepción y un elevado techo adornado con una ondulada pieza de chapa de un feo tono marrón. Busqué a Mark con la mirada, pero no le vi. En la cafetería, situada a mi derecha, reinaba la oscuridad. Me senté y esperé hasta las doce y media, y al fin utilicé el teléfono interior para llamar a la habitación 1512, pero nadie respondió. No dejé mensaje. ¿Qué haría si Mark no se presentaba? Me dirigí a un empleado que había tras el mostrador y le pregunté si podría dejar un mensaje para uno de sus clientes, llamado Mark Wechsler.
Observé sus dedos mientras tecleaba el nombre en el ordenador.
—No tenemos ningún cliente que responda a ese nombre —dijo, meneando la cabeza.
—Intente Giles —sugerí yo—. Teddy Giles.
El hombre asintió.
—Aquí está. Señor Theodore Giles y señora, en la habitación 1512. Si quiere dejar un mensaje puede servirse de ese teléfono interior —dijo, señalando con la barbilla a su izquierda.
Le di las gracias y retorné a mi asiento. ¿Señor y señora? Giles se ha travestido, pensé. Pero incluso si todo aquello no era más que una pantomima, ¿no debería haberme abordado Mark para seguir desarrollándola? Mientras reflexionaba sobre cuál sería mi siguiente paso vi por el rabillo del ojo a una joven muy alta que atravesaba el vestíbulo y se dirigía apresuradamente hacia la puerta. Aunque no podía verle la cara reparé en que caminaba con el aplomo y la elegancia propios de una mujer que se sabe hermosa. Me volví para mirarla. Llevaba un largo abrigo negro con cuello de piel y unas botas de tacón bajo. Cuando se introdujo en las puertas giratorias para salir a la calle tuve ocasión de vislumbrar fugazmente su rostro y experimenté la peculiar sensación de que ya la conocía. Las puertas giraron y su larga cabellera rubia se agitó impulsada por la brisa. Me puse en pie. Estaba seguro de conocer a aquella mujer. Me dirigí a la puerta lo más rápido que pude y vi que fuera aguardaba un taxi de color blanco y verde. La portezuela trasera se abrió y, al hacerlo, la luz interior del vehículo iluminó el rostro de un hombre que viajaba en el asiento posterior. Era Giles. La mujer se sentó junto a él y cerró con un portazo, y aquel sonido me reveló de pronto quién era la persona a la que había visto: era Mark. Aquella joven era Mark.
Salí corriendo al frío de la noche, gesticulé en dirección al taxi y le grité, «¡Pare!», pero el coche enfiló el sendero de acceso y salió a la calle. No había otros taxis, por lo que di media vuelta y regresé al interior.
Tras pedir una habitación para aquella noche, dejé una carta en recepción. «Querido Mark —escribí—, pareces haber cambiado de opinión sobre tu regreso a Nueva York. Voy a estar aquí hasta mañana por la mañana. Si quieres un billete para volver a casa, llámame a mi habitación: es la 7538. Leo».
El dormitorio tenía una moqueta verde, dos camas grandes con floreadas colchas de tonos verdes y anaranjados, una ventana que no se podía abrir y un televisor gigantesco. Los colores me deprimieron. Había prometido telefonear a Violet incluso si llegaba muy tarde, por lo que descolgué el auricular y marqué su número. Ella respondió al primer timbrazo y escuchó en silencio mi relato de lo ocurrido.
—¿Crees que era todo mentira? —preguntó.
—No lo sé. ¿Por qué iba a pedirme que viniera hasta aquí?
—Tal vez se sentía acorralado y no sabía cómo escapar de la situación. ¿Me llamarás por la mañana?
—Desde luego.
—Supongo que serás consciente de que eres un hombre maravilloso, ¿no?
—Me alegra oír eso.
—No sé qué haría sin ti.
—Te arreglarías perfectamente —dije.
—No, Leo, no me arreglaría. Eres tú quien me sostiene.
Tras unos segundos de pausa, dije:
—Eso mismo te digo yo.
—Me alegro de que lo pienses —dijo ella con voz tenue—. Intenta dormir.
—Buenas noches, Violet.
—Buenas noches.
La voz de Violet me dejó desasosegado. Abrí el minibar, extraje una diminuta botella de whisky y conecté el televisor. Un hombre yacía muerto en medio de una calle. Cambié de canal. Una mujer coronada por una elevada permanente anunciaba una picadora. Sobre su cabeza flotaba un enorme número de teléfono. Aguardé una llamada de Mark, me tomé otro whisky y me quedé dormido ya casi cerca del final de La invasión de los ultracuerpos, cuando Kevin McCarthy corre ciegamente por la autopista en mitad de la noche a medida que los camiones cargados de vainas transformadoras pasan chirriando junto a él. Para cuando sonó el teléfono llevaba horas durmiendo, y soñaba con un hombre rubio que tenía los bolsillos repletos de pastillas diminutas que se retorcían como blancas lombrices en sus palmas cuando extendía las manos para mostrármelas.
Miré el reloj. Eran más de las seis.
—Soy Teddy.
—Dígale a Mark que se ponga.
—La señora Giles está dormida.
—Despiértele —dije.
—Me ha pedido la señora que le transmita el siguiente mensaje. ¿Está listo? Se lo leo: Iowa City. ¿Entendido? El Holiday Inn de Iowa City.
—Bajaré a su habitación —dije—. Tan sólo quiero ver a Mark un par de minutos.
—No está en el hotel. La tengo conmigo. Estamos en el aeropuerto.
—¿Mark se marcha con usted a Iowa? ¿Qué hay en Iowa?
—La tumba de mi madre —dijo Giles, y colgó.
El aeropuerto de Iowa estaba desierto. Apenas una docena de viajeros ataviados con parkas arrastraban sus maletas a lo largo de los vestíbulos, y me pregunté dónde se habría metido todo el mundo. Al final, hube de llamar a un taxi y luego esperar veinte minutos su llegada bajo un viento gélido. La mujer del mostrador de facturación de Minneapolis se había negado a decirme si Theodore Giles y Mark Wechsler se encontraban entre los pasajeros que habían partido aquella mañana en el avión de las siete, pero la hora de salida del vuelo coincidía con la llamada de Giles. Cuando llamé a Violet desde el aeropuerto me dijo que regresara a casa, pero le dije que no, que quería seguir, y asomado a la ventanilla del taxi me pregunté por qué. Iowa era lisa y parda y desapacible. Su paisaje monótono aparecía únicamente alterado por sucios retazos de nieve sin derretir que se extendían bajo un inmenso cielo encapotado. Distinguí a lo lejos el silo grisáceo de una granja que se alzaba en mitad de la llanura, y pensé en Alice y en el ataque que había sufrido en el altillo del granero. ¿Qué esperaba encontrar aquí? ¿Qué iba a decirle a Mark? Me dolían los brazos y las piernas, y apenas podía volverme a causa de la tortícolis que atenazaba mi cuello. Para mirar por la ventana, tenía que girar todo mi cuerpo, pero al hacerlo transfería toda la presión a la rabadilla. No me había afeitado, y aquella mañana había notado una mancha en la pernera del pantalón. No eres más que una vieja ruina, me dije, y sin embargo buscas sacar algo de todo esto, quién sabe si un concepto determinado de ti mismo, o una forma de redención. La palabra «redención» había acudido a mi mente por algún motivo, pero no supe comprender por qué. ¿Por qué sentía que tras mis pensamientos siempre había un cadáver subyacente? Un chiquillo al que no conocía, un niño al que tan sólo había visto una vez. ¿Acaso sería capaz de describirle con detalle, siquiera? ¿Acaso había acudido a Iowa en busca de Rafael, también conocido como «Migo»? No era capaz de responder a mis propias preguntas, pero eso no era una experiencia nueva. Cuanto más reflexiono sobre algo, más parece disiparse, elevándose como un vapor que brotara de una caverna alojada en mi mente.
El Holiday Inn de Iowa City olía a rancio y a humedad, exactamente igual que la piscina de la Asociación de Jóvenes Hebreos a la que había acudido para dar clases de natación poco después de venir a vivir a Nueva York. Mientras examinaba a la obesa mujer de cabellos rubios y ondulados que atendía el mostrador, evoqué los ecos resonantes del trampolín cuando saltaba sobre él y la sensación de mi bañador resbalando a lo largo de mis piernas a la luz mortecina de los vestuarios. El olor a cloro saturaba el vestíbulo, como si el contenido de la piscina invisible hubiera rezumado hasta empapar todos los muros y suelos y butacas. La mujer vestía un suéter de color turquesa en el que aparecían bordadas grandes flores rosadas y anaranjadas. Me pregunté cómo plantear la pregunta. ¿Debía preguntar por dos chicos jóvenes o por un hombre delgado y pálido al que acompañaba una mujer alta y rubia? Decidí utilizar sus nombres.
—Tengo dos Wechsler —dijo ella—. William y Mark.
Fijé la mirada en el suelo. Me dolía escuchar aquellos nombres. Padre e hijo.
—¿Están en la habitación? —inquirí, y mis ojos se posaron en una insignia que lucía sobre su voluminoso seno derecho y en la que podía leerse MAY LARSEN.
—Salieron hace una hora.
Mientras se inclinaba hacia mí percibí que May Larsen sentía curiosidad. Sus ojos azules y acuosos mostraban un brillo sagaz y vigilante que fingí no distinguir, y solicité una habitación.
Ella examinó mi tarjeta de crédito.
—Han dejado un mensaje para usted —dijo, y me alargó la llave y un sobre cerrado.
Yo me alejé un poco para leer el contenido, pero podía notar en todo momento sus ojos fijos en mí mientras desplegaba el papel.
Querido tío Leo,
Ya estáis todos conmigo. Migo 1, Migo 2, Migo 3.
Nos vamos al cementerio.
Muchos besos,
La Monstruosa y Cía.
Fue May Larsen quien me contó que había oído decir a Mark y a Giles que se iban de compras, y también ella quien me dijo cómo llegar al centro comercial, situado a tan sólo unas manzanas de distancia. Pensé que no debía abandonar en ningún momento el hotel, pero la perspectiva de pasar quién sabe si varias horas sentado en el vestíbulo bajo la mirada inquisitiva de la señora Larsen se me hacía intolerable. Así, eché a andar hasta llegar a una pequeña calle peatonal situada en una zona recién rehabilitada de acuerdo con las últimas tendencias norteamericanas en pintoresquismo. Contemplé sus elegantes bancos, sus pequeños árboles desnudos y el escaparate de un establecimiento en el que se servían capuccinos, lattes y espressos. Al llegar al final doblé a la izquierda y no tardé en encontrar el centro comercial. Al atravesar sus puertas, me vi saludado por un Santa Claus mecánico que, encaramado en lo alto de una vitrina, se inclinó a mi paso y agitó el brazo con gesto envarado a modo de saludo.
Ignoro cuánto tiempo pasé en aquel lugar, deambulando entre las hileras de fláccidos vestidos, camisas de colores y gruesas chaquetas de plumas que parecían mucho más cálidas que mi propio abrigo de lana. Los oropeles y los fluorescentes parecían estremecerse sobre mi cabeza mientras iba escudriñando uno tras otro el interior de los locales. En todos los casos se trataba de franquicias bien conocidas y comunes al resto de las ciudades y poblaciones norteamericanas. Nueva York también cuenta con las mismas tiendas, y sin embargo, mientras desfilaba junto a Gap, Talbots y Eddie Bauer esperando ver a Mark y a Teddy detrás de cada uno de los espaciosos expositores de mercancías, me sentí nuevamente como si fuera un forastero, pues los grandes almacenes que tanto deslumbran en las desiertas planicies del centro de Norteamérica se ven devorados por el entorno neoyorquino. En Manhattan, sus límpidos logos deben competir con los desvaídos carteles de un millar de negocios largamente arruinados que nunca llegaron a molestarse en retirar sus anuncios, con el ruido y el humo y la basura de las calles, y con las conversaciones y los gritos de gentes que hablan un centenar de lenguas distintas. En Nueva York sólo llaman la atención las personas más ostentosamente violentas: el vagabundo que estrella botellas contra un muro o la mujer que camina vociferando bajo la protección de su paraguas. Aquella tarde, sin embargo, mientras me veía reflejado en un espejo tras otro, mis rasgos se me antojaron súbitamente ajenos. Rodeado por los habitantes de Iowa, mi aspecto era el de un judío demacrado que paseara entre una aglomeración de pantagruélicos gentiles, pero durante aquel incipiente acceso de manía persecutoria me vi asaltado asimismo por otras imágenes: tumbas con sus lápidas, la madre muerta de Giles, los juegos de palabras pronominales[16] y Mark paseándose por ahí con una peluca rubia y ropa de mujer. De repente, me sentí exhausto. Me dolía la cintura, y paseé la mirada a mi alrededor en busca de la salida a la calle. En ese momento pasé junto a un enorme cubo de plástico desbordante de sujetadores y experimenté una sensación de náusea que me obligó a detenerme. Durante un instante, percibí en la boca la acidez del vómito.
Después de devorar un filete coriáceo y un cestillo de patatas fritas, regresé al hotel, donde May Larsen me alargó una nueva nota:
¡Qué hay, Leo!
Nuevo local: el hotel Opryland. Nashville. Si no te veo allí, enviaré a Mark a hacer compañía a mi madre.
Tu amigo y admirador,
T. G.
Hay noches en las que aún me veo recorriendo los pasillos del Opryland, subiendo y bajando en sus ascensores y atravesando las junglas que crecen bajo sus arqueadas cúpulas de vidrio. Paso bajo aldeas en miniatura diseñadas al estilo de Nueva Orleans o Savannah o Charleston. Cruzo puentes bajo los que fluye el agua, y subo y bajo repetidamente por las escaleras mecánicas, buscando sin cesar la habitación 149872 en un ala del edificio conocida como Bayou. No la encuentro. Tengo un mapa, y consulto las líneas que me ha dibujado la joven recepcionista para ayudarme a hallar el camino, pero no logro comprender las indicaciones, y aunque apenas hay nada en el interior de la bolsa que llevo colgada del hombro, ésta me pesa cada vez más. El dolor de mi espalda asciende por la espina dorsal, y vaya donde vaya todo cuanto oigo es música country. Procede de misteriosas aberturas y rincones, y nunca cesa. El fantasmagórico interior del hotel nunca podrá separarse de lo que allí me ocurrió, porque su disparatada arquitectura no era sino el eco de mi estado mental. Finalmente, perdí el sentido de la orientación y, con él, los hitos de la geografía interna con los que contaba para guiarme.
Había perdido el último vuelo de salida de Iowa City, por lo que terminé quedándome a pasar allí la noche. Por la mañana tomé un avión de regreso a Minneapolis, y de allí otro que salía por la tarde en dirección a Nashville. Me dije a mí mismo —y le dije a Violet por teléfono— que la amenaza a Mark implícita en la nota de Giles me obligaba a continuar siguiendo sus pasos, a pesar de lo cual era consciente de lo ridículo de mis métodos. En Minneapolis podía haberme sentado frente al hotel de Mark y Giles para esperar su regreso, y lo mismo podía haber hecho en Iowa City. Por el contrario, en uno de ellos había dejado una nota y en el otro me había dedicado a pasear ociosamente por un centro comercial. Me había comportado como si no quisiera encontrarles. Más aún: Giles había parecido en todo momento encantado con mi persecución. Tanto en su conversación telefónica como en su nota había sabido combinar hábilmente lo siniestro con lo frívolo. La policía no parecía preocuparle, pues de haber sido así, ¿por qué iba a haber anunciado con antelación todos sus movimientos? Y Mark no parecía correr peligro en su compañía, ya que no había tenido inconveniente en tomar sucesivos aviones en compañía de su amigo o amante.
Para cuando la joven que atendía el largo mostrador de recepción del hotel Opryland me dibujaba con tinta verde el camino de mi habitación a través de las innumerables alas del edificio y me daba por tercera vez la bienvenida al «mayor hotel del mundo», yo ya tenía el convencimiento de haberme metido en un atolladero. Transcurrió aún otra hora y media hasta que por fin localicé mi habitación con la ayuda de un hombre de edad avanzada uniformado de verde cuyo distintivo rezaba únicamente «Bill», y aunque William es un nombre de lo más corriente, ello no impidió que me conmocionara ver aquellas cuatro letras escritas en su pecho.
Dejé en recepción un mensaje escrito para Mark y a continuación otro en su contestador automático, tras lo cual decidí que recorrería cuantos kilómetros fueran necesarios hasta su dormitorio y que aguardaría allí el regreso de Giles. Sin embargo, la perspectiva de volver a transitar aquel interminable paisaje de restaurantes y boutiques me ponía enfermo. No me encontraba bien. Y no era sólo la espalda lo que me dolía: no había dormido gran cosa, y una sorda y persistente jaqueca atenazaba mis sienes.
A medida que recorría las inacabables hileras de comercios, con sus extravagantes maniquíes y sus osos de peluche, perdí la esperanza. Ya no parecía tener importancia el hecho de encontrar o no encontrar a Mark, y me pregunté si Giles habría sabido de antemano que su mensaje habría de catapultarme a un laberinto de artificios que en mi caso trascendía cualquier experiencia anterior. A medida que avanzaba, desvié la mirada hacia un local que exhibía en su escaparate varias máscaras de Laurel y Hardy, una estatua de caucho que representaba a Elvis Presley y varias tazas serigrafiadas con la imagen de Marilyn Monroe sujetándose el vuelo de la falda.
Apenas un minuto después divisé a Mark y a Giles en una escalera mecánica que descendía hacia mí procedente de la planta superior y, en lugar de llamarles, me oculté tras el pilar de una pequeña mansión georgiana para espiarles. Me sentía a la vez como un cobarde y un estúpido, pero quería observarlos juntos. Ambos llevaban ropas masculinas y se sonreían mutuamente. Se les veía relajados, como dos jóvenes normales y corrientes que hubieran salido a divertirse. Mark descendía con las caderas distraídamente ladeadas, y desde donde me encontraba alcancé a oír lo que le decía a Giles:
—Esos perros eran unos auténticos salvajes, y ¿te fijaste en el culo del vendedor? Tío, era como un estadio de fútbol.
No fueron sus palabras lo que me dejó sin aliento, sino el hecho de que el timbre, la cadencia y el tono de su voz no me resultaran en absoluto familiares. Durante años había visto a Mark mudar de color como un camaleón y había sabido que cambiaba según las circunstancias en las que se encontraba, pero ante el sonido de aquella voz desconocida, la desazón que tanto tiempo llevaba acechando en mi mente pareció verse espantosamente confirmada, y aunque aquella certeza me repugnaba también experimenté un estremecimiento triunfal. Tenía la prueba de que el muchacho era, verdaderamente, otra persona. Salí de detrás de la columna y pronuncié su nombre:
—Mark.
Los dos se volvieron y me miraron. Parecían genuinamente sorprendidos, pero Giles fue el primero en recobrarse. Avanzó hacia mí y se detuvo a apenas unos centímetros de donde me encontraba. Aproximó su rostro al mío y yo, inconscientemente, aparté la cabeza, repelido por la intimidad del gesto. De inmediato, sin embargo, sentí que me había equivocado al hacerlo. Giles sonrió.
—Profesor Hertzberg —dijo—, ¿qué le trae por Nashville?
Extendió la mano derecha, pero no la acepté. Él, entretanto, mantenía su pálido semblante muy cerca del mío mientras yo buscaba la respuesta adecuada, pero no se me ocurría nada. Giles acababa de formular la misma pregunta que yo venía haciéndome largo tiempo. Ignoraba por qué había acudido a Nashville. Miré a Mark, que permanecía a metro o metro y medio por detrás de Giles.
Giles continuaba examinándome. Ladeó la cabeza a un lado, aguardando una respuesta, y advertí que mantenía la mano izquierda oculta en el bolsillo, como si estuviera jugueteando con algo oculto en su interior.
—Tengo que hablar con Mark —dije—. A solas.
Mark bajó la cabeza, y observé que mantenía las puntas de los pies torcidas hacia dentro, como un niño enfurruñado. Sus rodillas parecieron flaquear un instante, pero logró recobrarse y enderezar la postura. Supuse que estaba drogado.
—Os dejo a los dos que habléis, pues —dijo Giles con tono jovial—. Como bien podrá imaginar, profesor, este hotel constituye una rica fuente de inspiración para mi obra. Cuántos artistas no hay que olvidan el fértil paisaje comercial de Norteamérica. Aún tengo muchas cosas que investigar.
Y con esto sonrió, saludó con la mano y echó a andar por el pasillo.
Han pasado cuatro años desde que hablé con Mark en el hotel Opryland. Nos sentamos ambos a una pequeña mesa roja de metal adornada por un gran corazón blanco, en una cafetería llamada Love Corner[17]. He tenido años para digerir lo que entonces me dijo, pero aún hoy no sé muy bien qué pensar al respecto.
Mark alzó la barbilla y me miró con una expresión que supe reconocer. Sus ojos, muy abiertos, denotaban una tristeza inocente, y su labio inferior se extendía formando un puchero típico en él ya desde la primera infancia. Me pregunté si su repertorio de expresiones faciales se habría reducido. O bien estaba perdiendo sus dotes para la variedad o bien las drogas estaban interfiriendo en su actuación. Observé su mueca compungida y sacudí la cabeza.
—Creo que no entiendes lo que ocurre, Mark —le dije—. Es demasiado tarde para poner esa cara. Te he oído cuando bajabas por las escaleras mecánicas. He escuchado tu voz, y no es la voz que yo conozco. Pero es que aunque no la hubiera oído, ya he visto antes esa expresión un millón de veces. Es la que adoptas ante los adultos a los que has herido, pero ocurre que ya no tienes tres años. Eres un hombre. Esa carita de cachorro arrepentido ya no viene a cuento. Peor que eso: resulta patética.
Durante medio segundo, pareció sorprendido, pero luego, como si obedeciera a una señal convenida, su expresión cambió. Recompuso la línea de sus labios y su rostro adquirió súbitamente un aspecto más maduro, pero aquella rápida recomposición del ademán había sido un desliz por su parte, y de pronto me sentí con ventaja.
—Debe de ser duro tener que alternar tantos gestos diferentes —dije—; tantas mentiras. Lo siento por ti; siento que hayas tenido que pergeñar aquel cuento de la pistola y del asesinato tan sólo para que Violet te enviara dinero. ¿De verdad crees que es tan estúpida? ¿En serio pensabas que te enviaría dinero después de todo lo que has hecho?
Mark hurtó la mirada y la clavó en la mesa.
—No es ningún cuento —dijo, hablándome con un tono de voz que yo ya conocía.
—No te creo.
Mark alzó la mirada, pero no la barbilla. Sus ojos azulados y húmedos relucían de sinceridad, y reconocí también aquella mirada. Me había dejado engañar por ella una y otra vez.
—Teddy me dijo que lo había hecho… que le había matado.
—Pero en todo caso mucho antes de tu estancia en Hazelden. ¿Por qué has huido con Teddy esta vez?
—Me pidió que le acompañara, y yo no me atreví a negarme por miedo.
—Estás mintiendo —dije.
Mark sacudió la cabeza vigorosamente.
—¡No!
El leve tono chillón de su voz hizo que una mujer sentada a tres mesas de distancia se volviera a mirarnos.
—Mark —dije en voz muy baja—, ¿eres consciente de lo enloquecido que pareces? Podrías haber regresado conmigo desde Minneapolis. Para eso fui: para llevarte a casa. —Hice una pausa—. Te vi con la peluca, te vi subir al taxi con él… —proseguí, pero me detuve al ver que se encogía de hombros con una sonrisa burlona.
—¿De qué te ríes?
—Yo qué sé. Cualquiera que te oyera pensaría que soy un travestido o algo así.
—Bien, ¿y de qué se trata, si no? ¿Acaso pretendes decirme que Teddy y tú no sois amantes?
—Sólo es por divertirnos. No es nada serio. Y yo no soy gay… sólo lo hago con él.
Escruté su rostro. Parecía levemente azorado, pero nada más. Me incliné hacia él.
—¿Qué clase de persona se escapa con alguien a quien considera un asesino alegando que le tiene miedo para luego divertirse con él en los ratos libres?
Mark no respondió.
—Ese hombre destruyó uno de los cuadros de tu padre. ¿Acaso eso no te importa? Era un retrato tuyo, Mark.
—No era yo —dijo él con tono hosco y mirada inexpresiva.
—Sí eras tú —dije yo—. ¿De qué estás hablando?
—No se parecía a mí —dijo—. Era feo.
Guardé silencio, y sentí como si el hálito de la antipatía que sentía Mark por el retrato me atravesara de parte a parte. Aquello cambiaba las cosas, y me pregunté si también habría influido en los motivos de Giles. Giles tenía que conocer por fuerza los sentimientos de Mark.
—Mamá lo guardaba en el desván, bien envuelto. Tampoco a ella le gustaba.
—Ya —repuse yo.
—Y no comprendo a santo de qué le das tanta importancia. Papá pintaba montones de cuadros. Ése no era más que uno de…
—Imagina cómo se habría sentido —dije yo.
Mark sacudió la cabeza.
—Ni siquiera andaba por ahí para verlo.
La expresión «andar por ahí» me encendió. La mirada superficial y vacua de Mark, combinada con el estúpido eufemismo empleado para referirse a la muerte de su padre me había hecho enfurecer.
—Aquel cuadro era mejor que tú, Mark; era más real, más vivo, más potente de lo que tú has sido o serás nunca. Tú eres quien resulta feo, y no el cuadro. Eres un ser feo y vacío y frío. Eres algo que tu padre habría odiado —dije, respirando violentamente por la nariz. Sentí que me encontraba fuera de mí, y me esforcé por recobrar el control.
—Tío Leo —dijo Mark, adoptando una sonrisa bobalicona—, ¿cómo eres tan malo de decirme esas cosas?
Tragué saliva. Todo mi rostro temblaba.
—Da igual: es cierto. Que yo sepa, es lo único cierto de todo esto. Ignoro si algo de cuanto has dicho tú es verdad, pero sé que tu padre se avergonzaría de ti. Tus mentiras ni siquiera tienen sentido. No son racionales. La verdad es mucho más fácil. ¿Por qué no la dices, aunque sólo sea por una vez?
Mark se mostraba calmado. Mi cólera parecía fascinarle. Finalmente, dijo:
—Porque no creo que a la gente le guste.
Le aferré por la muñeca derecha y comencé a apretársela. Descargué todas mis fuerzas en aquella tenaza, y me complació ver su expresión de sorpresa.
—¿Por qué no intentas decírmela ahora? —pregunté.
—Eso duele —dijo él.
Su pasividad me dejó perplejo. ¿Por qué no se desasía? Sin aflojar la presión, mascullé:
—Dímela ahora. Llevas años fingiendo, ¿no es cierto? Nunca he sabido ver cómo eras en realidad, ¿verdad? Robaste la navaja de Matt y luego hiciste como si la buscaras, como si lamentaras su pérdida.
Aferré su otra muñeca y la estreché con tanta fuerza que un destello de dolor me atravesó el cuello. Observé su nuez y sus labios suaves y enrojecidos, y al fijarme en su nariz, levemente achatada, me di cuenta de que era idéntica a la de Lucille.
—También traicionaste a Matt.
—Me estás haciendo daño —gimió él.
Apreté con más fuerza. Nunca me hubiera creído capaz de hacerlo. Advertí que me faltaba el aliento, pero sólo porque me oí a mí mismo jadear las palabras: «Quiero hacerte daño». Experimentaba en la mente una sensación de ligereza, un intenso placer de vacío y libertad. Recordé la expresión «ciego de ira» y pensé para mí: no es correcta. Porque podía distinguir todos los matices de dolor de su rostro, y cada uno de ellos me proporcionaba una euforia similar.
—Suéltele. Ahora.
La voz del hombre me sobresaltó. Solté las muñecas de Mark y alcé la mirada.
—No sé qué está ocurriendo aquí, pero voy a llamar a Seguridad para que le echen si no se está quieto ahora mismo.
El hombre poseía una nariz bulbosa y una piel rosácea, y vestía un delantal.
—No pasa nada —dijo Mark, escogiendo su expresión candorosa para la ocasión. Vi cómo se estremecían sus labios—. Ahora ya estoy bien, de verdad.
El hombre escudriñó el rostro de Mark y depositó una mano sobre su hombro.
—¿Estás seguro? —dijo, y a continuación se volvió hacia mí.
—Si vuelve a tocarle un pelo de la ropa a ese chico, vengo y le arranco la cabeza. ¿Me ha comprendido?
No dije nada. Sentía los ojos como si estuvieran llenos de arena, y mantuve la mirada clavada en el mantel. Me dolían los brazos. Al intentar incorporarme, un dolor lacerante me recorrió la espina dorsal. Al aferrar las muñecas de Mark me las había arreglado para provocarme una contractura. Apenas me podía mover. Mark, por el contrario, parecía estar perfectamente. Comenzó a hablar.
—A veces pienso que me pasa algo raro, que a lo mejor estoy chiflado. No lo sé. Me gusta caerle bien a la gente, supongo. No puedo evitarlo. A veces me siento confuso, como cuando conozco a dos personas distintas en dos lugares diferentes y luego a lo mejor me las encuentro en la misma fiesta y me quedo sin saber qué hacer. Resulta muy desconcertante. Sé que crees que no me caía bien Matt, pero en eso te equivocas. Matt me gustaba mucho. Era mi mejor amigo. Tan sólo me apetecía aquella navaja. No era nada personal. Sencillamente, me la quedé. No sé por qué, pero me gusta robar. A veces, cuando éramos pequeños y nos peleábamos por algo, Matt se entristecía mucho y se echaba a llorar y decía: «Lo siento mucho, Mark. ¡Perdóname! ¡Perdóname!». Él hablaba así. Resultaba bastante gracioso. Pero recuerdo que luego me extrañaba de no ser yo también así. Yo nunca lamentaba nada.
Intenté ajustar mi postura para contemplarle mejor. Me había quedado encorvado, pero me las arreglé para alzar la mirada hacia su rostro. Él seguía hablando con un tono tan ausente como su expresión.
—Hay una voz en mi cabeza. Soy el único que puede oírla. A los demás no les gustaría, de modo que utilizo voces distintas para hablar con ellos. Teddy sabe lo que me pasa, porque somos iguales. Es el único, pero incluso junto a él sigo escuchando la voz de mi interior.
Retiré las manos del mantel.
—¿Y con la doctora Monk? —pregunté.
Mark negó con la cabeza.
—La doctora Monk se cree muy lista, pero no lo es.
—Todo lo que ha ocurrido entre nosotros —dije— no ha sido más que una pantomima.
Él aguzó la mirada.
—No, sigues sin entenderlo. Siempre me has gustado, siempre, desde que era un crío.
Ni siquiera podía asentir. Me pregunté cómo iba a arreglármelas para ponerme en pie.
—Ignoro si algo le pasó a ese chico o no, pero si crees que fue así, si de verdad crees que está muerto, tienes que acudir a la policía.
—No puedo —dijo él.
—Tienes que hacerlo, Mark.
—Migo está en California —farfulló—. Se escapó con otro tío. Teddy quería tomarte el pelo, y me convenció para que le ayudara. Nadie ha asesinado a nadie. Todo era una broma pesada.
Le creí desde mucho antes de concluir la frase. Era lo único que tenía algún sentido. El niño no había muerto.
Estaba vivo y en California. La crueldad de la historia, combinada con mi propia credulidad, me avergonzaba, y una sensación de sofoco recorría todo mi cuerpo. Devolví los brazos a la mesa e intenté incorporarme y levantarme del asiento, pero una intensa punzada de dolor me recorrió el cuello y la espalda. Mi despedida no prometía ser muy digna.
—¿Piensas volver a Nueva York o vas a quedarte aquí? —le dije a Mark—. Violet quiere que sepas que si no regresas puedes olvidarte de ella. Tienes diecinueve años. Ya puedes arreglártelas solo.
Mark me miró.
—¿Te encuentras bien, tío Leo?
No podía ponerme en pie. Tenía el cuerpo doblado hacia un costado y el cuello había adoptado un ángulo extraño, todo lo cual debía de prestarme el aspecto de un enorme pájaro herido.
De pronto, vi a Giles frente a mí, y me asaltó la sensación de que hubiera estado cerca de nosotros todo el rato.
—Déjeme que le ayude —dijo. Parecía genuinamente preocupado, y eso me asustó. Un segundo después, me tenía sujeto por el codo, y cualquier intento por evitar su contacto me hubiera obligado a sacudir el brazo y reajustar todo mi cuerpo. Imposible—. Debería verle un médico —prosiguió él—. Si estuviéramos en Nueva York llamaría a mi quiropráctico. Es estupendo. No se lo creerá, pero en cierta ocasión me fastidié la espalda bailando.
—Te llevaremos a tu habitación, tío Leo. ¿Verdad, Teddy?
—Ningún problema.
Fue un largo y doloroso paseo. Cada paso que daba me producía un latigazo que sacudía todo mi cuerpo desde el muslo hasta el cuello, y como no podía levantar la cabeza, apenas veía lo que ocurría a mi alrededor. El hecho de verme flanqueado por Teddy y por Mark me producía una vaga sensación de peligro. Uno y otro, me conducían con unas muestras de amabilidad y atención que me hicieron pensar en dos actores a los que se les hubiera pedido que improvisaran una escena con un personaje a la vez mudo e impedido. Giles, con su monólogo sobre quiroprácticos y acupuntores, seguía llevando el peso de la conversación. Me recomendó fitoterapia china y Pilates, y a continuación fue derivando de las medicinas alternativas hasta el arte, para luego hablar de sus coleccionistas, sus ventas más recientes y cierto artículo monográfico sobre él que había aparecido quién sabe dónde. Yo era consciente de que su charla no era ociosa y de que estaba avanzando hacia algún punto clave, y éste no tardó en llegar: sacó a relucir el lienzo de Bill.
Yo cerré los ojos como si así pudiera aislarme del sonido de sus palabras, pero él decía que no había pretendido herir a nadie, que jamás «soñaría» con hacer algo así, que le había venido como una inspiración, como una vía de subversión aún inexplorada en el terreno del arte. Era como estar oyendo a Hasseborg, y creo que su elección de las palabras era casi idéntica a la que habría realizado el crítico. A medida que hablaba me pareció notar que me oprimía el brazo con algo más de fuerza.
—William Wechsler —dijo— era un artista notable, pero el lienzo que yo compré era una obra menor. —Al oír aquello me alegré de no poder mirarle—. Realmente, yo diría que con mi enfoque ha llegado a trascender.
—Valiente chorrada —dije.
Apenas lograba emitir un susurro. Habíamos doblado la esquina del largo pasillo que conducía a mi habitación, y el hecho de verlo desierto me desazonó aún más. El oscuro corredor aparecía iluminado por el fulgor de una máquina de refrescos, y yo, que no recordaba haberla visto antes, me pregunté cómo habría podido pasar por alto la presencia de un objeto incandescente de tales dimensiones en las proximidades de mi puerta.
—Lo que no llega a comprender —prosiguió Giles— es que también mi obra posee una faceta personal. El retrato que William Wechsler pintó de su hijo, mi propio M & M, Migo 2, Mark the Shark[18] forman parte de un homenaje muy especial que he querido dedicar a mi madre ya fallecida.
Decidí guardar silencio. Todo cuanto deseaba era alejarme de ellos. Quería refugiar mi maltrecho cuerpo al abrigo de mi habitación y cerrar la puerta a mis espaldas.
—Mark y yo compartimos la misma consideración hacia nuestras respectivas madres. ¿Lo sabía?
—Olvídalo, Teddy —dijo Mark con tono brusco.
Yo mantenía la vista fija en la alfombra. Se habían detenido, y a mis oídos llegó un suave chasquido. Teddy estaba introduciendo una tarjeta en la puerta.
—Ésta no es mi habitación —dije.
—No, es la nuestra. La nuestra está más cerca. Puede quedarse aquí. Tenemos dos camas.
Tomé aliento.
—No, gracias —dije, mientras Giles empujaba la puerta.
A medida que ésta se desplazaba hacia el interior mi mente fue anticipándose a la imagen de una estancia similar a la mía. Por el contrario, lo que percibí a través de la abertura me desasosegó profundamente. El cuarto olía a humo, pero no a humo de cigarrillo, sino de algo que se había quemado. Desde el pasillo sólo podía divisar parte de su interior, pero la moqueta que se extendía ante mí se hallaba regada de desperdicios, entre ellos una bandeja del servicio de habitaciones llena de colillas y una hamburguesa a medio comer que había derramado un charco de kétchup en la moqueta. Junto a la bandeja había unas bragas y una sábana chamuscada y apelotonada. Podía ver las marcas desdibujadas de color marrón y ocre producidas por la acción del fuego, pero toda su superficie aparecía igualmente salpicada por lo que parecían manchas de sangre, unas señales rojizas ante cuya imagen noté que se me agarrotaba la garganta. Sobre la sábana arrugada había una cuerda de nailon enroscada, y no lejos de la cuerda podía verse un revólver. Aunque mi atisbo de aquella peculiar naturaleza muerta poseía en ese momento las características propias de una alucinación, estoy completamente seguro de todo lo que vi. Giles me propinó un leve tirón del brazo.
—Entre y tómese una copa —dijo.
—No —repuse yo, y clavé los tobillos en la moqueta—. Ya encontraré mi habitación.
—Vamos, tío Leo —dijo Mark, con voz quejumbrosa.
Con una atroz punzada de dolor que recorrió toda mi columna vertebral, me enderecé y me desasí de la mano de Mark. Mis labios temblaban. Retrocedí del umbral hasta alcanzar la pared opuesta del pasillo, me recliné un instante sobre ella y comencé a alejarme de allí renqueando, pero Giles se abalanzó sobre mí y extendió un brazo.
—Precisamente ahora estaba analizando unas cuantas ideas nuevas —dijo, señalando en dirección a la habitación. Yo me encontraba nuevamente encorvado. Me resultaba sencillamente imposible mantener una postura erguida—. ¿No le produce curiosidad lo que estoy haciendo, profesor?
Giles depositó los dedos sobre mi cabeza. Yo podía notar su mano en mi cuero cabelludo mientras jugueteaba con los mechones de pelo, y cuando le miré a los ojos sonrió.
—¿Alguna vez ha pensado en teñírselo un poco? —preguntó.
Yo intenté negar con la cabeza, pero él me aferró por ambos lados de la cara, incrustándome las gafas en el rostro y al fin me golpeó violentamente la cabeza contra el muro. Yo dejé escapar un gemido de dolor.
—Cuánto lo siento —dijo—. ¿Le he hecho daño?
Se negaba a soltarme, y continuó oprimiendo mi cabeza con las manos. Yo intenté manotear y alzar una rodilla para golpearle, pero el movimiento me produjo un nuevo espasmo. Emití un jadeo sofocado y noté que se me doblaban las rodillas. Estaba deslizándome por la pared en dirección al suelo, y de pronto me asaltó una sensación de pánico. Mis ojos se desviaron hacia el rostro de Mark y pronuncié su nombre, que surgió de mi garganta como un gemido. Le llamé con voz resonante y desesperada, alzando las manos hacia él, pero vi que permanecía paralizado frente a mí. No me era posible leer la expresión de su rostro. En ese instante, una puerta se abrió a mi lado y una mujer salió al pasillo. Giles hizo ademán de incorporarme y comenzó a darme unas cariñosas palmaditas.
—Te pondrás bien —dijo—. ¿Quieres que llame a un médico?
A continuación, se apartó velozmente y sonrió a la mujer, que nos contemplaba desde el umbral. Tan pronto como se hubo separado de mí, Mark avanzó en mi dirección, hablando rápidamente y por lo bajo.
—Ahora regresa a tu habitación. Mañana volveré contigo a Nueva York. Nos veremos en el vestíbulo a las diez. Quiero irme a casa.
La mujer era guapa y esbelta, y sus cabellos rubios y ahuecados le tapaban parcialmente los ojos. Tras ella vi una niña morena de unos cinco años. Iba peinada con trenzas y se mantenía abrazada a los muslos de su madre.
—¿Todo bien? —preguntó la mujer.
Giles estaba cerrando la puerta de la habitación, pero vi que los ojos de la madre alcanzaban a atisbar fugazmente el interior a través de la rendija. Sus labios se despegaron levemente y a continuación volvió la mirada hacia Mark, que retrocedió un paso. Me miró.
—Ésa no es su habitación, ¿verdad?
—No —dije yo.
—¿Se encuentra mal? —inquirió.
—He sufrido una contractura en la espalda —jadeé—. Necesito descansar, pero no he conseguido encontrar mi habitación.
—Nos hemos equivocado de camino, señora —dijo Giles, dirigiéndole una cálida sonrisa.
La mujer examinó a Giles con los dientes apretados.
—¡Arnie! —gritó, sin moverse de la puerta.
Miré a Mark. Sus ojos azules se volvieron hacia los míos, y parpadeó. Yo interpreté el parpadeo como un sí: Sí, me reuniré contigo mañana.
Arnie me condujo de regreso a mi habitación. Encajaba perfectamente con su mujer, pensé, al menos físicamente. Era joven y robusto, y poseía un semblante diáfano. A medida que me esforzaba por caminar y mantener el control de mi cuerpo tembloroso, él me sostenía por el brazo. Percibí que su contacto era distinto al de Mark o al de Teddy, y pude reconocer las reservas que le inspiraba en el titubeo de sus dedos, en esa deferencia hacia todo cuerpo ajeno que generalmente damos por sentada pero de la que apenas unos minutos antes yo me había visto despojado. En varias ocasiones me preguntó si deseaba detenerme y reposar, pero yo insistí en seguir caminando sin pausa. Sin embargo, hasta que no entramos en mi habitación y pude ver mi reflejo en el amplio espejo de la puerta del baño no alcancé a comprender la magnitud de su amabilidad para conmigo. Mis cabellos despeinados apuntaban en sentido contrario al debido, y un grueso mechón permanecía aún de punta, como un tallo rígido y grisáceo. Mi cuerpo encorvado y torcido me había avejentado terriblemente, convirtiéndome en un anciano decrépito de al menos ochenta años. Pero fue mi rostro lo que más me impresionó. Aunque los rasgos que devolvía el espejo se asemejaban a los míos, me resistía a reconocerlos como propios. Mis mejillas parecían haberse desmoronado bajo una barba de tres días, y mis ojos, enrojecidos de fatiga, mostraban una expresión que me recordó a la de los aterrorizados animalillos que con tanta frecuencia había visto en las carreteras de Vermont a la luz de los faros de mi coche. Abrumado, desvié los ojos y me esforcé por borrar aquella expresión inhumana que había visto en el espejo y sustituirla por una mirada racional capaz de agradecer la amabilidad de Arnie, que permanecía inmóvil cerca de la puerta con los brazos cruzados bajo las palabras PEQUEÑA LIGA DE LA SAGRADA CRUZ impresas en su sudadera azul.
—¿Está seguro de que no quiere que le consiga un médico o al menos una bolsa de hielo, o algo?
—No —dije yo—. No sé cómo darle las gracias.
Arnie aún permaneció un instante junto a la puerta. Nuestras miradas se cruzaron.
—Esos cretinos le estaban maltratando, ¿verdad?
Tan sólo pude asentir. Su compasión se me hacía casi imposible de soportar en aquel momento.
—En fin, buenas noches. Espero que su espalda haya mejorado por la mañana —dijo, y cerró la puerta a su espalda.
Dejé encendida la luz del cuarto de baño. Como no podía tenderme, me recosté sobre unos almohadones y me reconforté con el whisky del minibar, con el que logré mitigar los peores dolores, al menos durante un breve rato. Pasé toda la noche sintiéndome mareado, como si hubiera perdido la orientación. Incluso cuando los espasmos de mi espalda me despertaban y podía recordar dónde me encontraba, sentía como si la cama estuviera moviéndose, oscilando contra mi voluntad; y cada vez que me quedaba dormido seguía agitándome en sueños, como si viajara en un barco, un tren o una escalera mecánica. Me asaltaban oleadas de náuseas, y mis intestinos se retorcían como si me hubieran envenenado. En mis sueños, subía a un vehículo tras otro y podía escuchar el sonido de mi corazón, que latía como un reloj vetusto, y hasta que no desperté no comprendí que el músculo aún permanecía tan silencioso como siempre. Cuando abría los ojos e intentaba sacudirme aquella nauseabunda sensación de movimiento, la consciencia devolvía los dedos de Giles a mis cabellos, y sus manos volvían a atenazarme la cara. La humillación me abrasaba, y todo mi afán era expulsar de mí aquel recuerdo, arrancarlo de mi pecho y de mis pulmones, en los que se había aposentado como un incendio. Quería pensar, concentrarme en lo que había ocurrido y encontrarle algún sentido. Comencé a cavilar sobre lo que había visto en aquella habitación: la sábana, la cuerda, la pistola, los restos de comida… Por su aspecto, parecía la escena de un crimen, pero incluso mientras la veía, incluso mientras atisbaba el interior de la estancia, me había parecido adivinar un leve matiz de falsedad. La pistola bien podía haber sido un juguete; la sangre, agua coloreada. Todo parte de la misma superchería. Pero entonces volvía a recordar el contacto de las manos de Giles. Eso sí había sido real, y en la parte posterior de la cabeza, allí donde mi cráneo había golpeado la pared, se había formado un doloroso chichón. ¿Y Mark? Su rostro se me había aparecido a intervalos durante toda la noche, y sabía que sus últimas palabras me habían dado esperanzas. La gente cree que existen diferentes grados de esperanza, pero yo no opino así. Existe la esperanza y existe la desesperanza. Sus palabras me habían proporcionado esperanza, y acurrucado en aquella cama me parecía volver a oírlas mentalmente una y otra vez: «Mañana volveré contigo a Nueva York». Había dicho la frase a espaldas de Giles, y ese mismo hecho sugería otra posible interpretación de sus acciones. Una parte de su maltrecha persona deseaba regresar a casa. Débil y vacilante, Mark se había dejado infectar por la fuerza superior de la personalidad de Giles, quien ejercía sobre él un poder cuasi hipnótico; sin embargo, había en su interior otro lugar, ese lugar cuya existencia siempre había defendido Bill: un rincón en el que se aferraba a aquellos que le amaban y a los que él amaba. Yo le había llamado, y él me había respondido. La llegada del alba me sorprendió sumido en una atormentada combinación de esperanza y culpabilidad. Al hablarle a Mark del cuadro de su padre le había dicho cosas terribles. En aquel momento las había creído, pero ahora me dolía el convencimiento de que se había tratado de una comparación monstruosa. Un objeto jamás debería ser comparado con una persona. Jamás. Lo retiro, me dije mentalmente. Lo retiro. Y entonces, cual si se tratara de una nota a pie de página de aquellas reflexiones, recordé haber leído en alguna parte, tal vez en los escritos de Gershom Scholem, que en hebreo los conceptos de «arrepentirse» y «regresar» se expresan con la misma palabra. Pero Mark no acudió a reunirse conmigo en el vestíbulo a las diez, y cuando llamé a su habitación, nadie respondió. Esperé una hora entera. El hombre que aguardaba sentado en el banco de aquel vestíbulo había realizado un esfuerzo sobrehumano por parecer presentable. Se había afeitado con la cabeza de costado para evitar lastimarse nuevamente la espalda. Se había frotado vigorosamente la mancha de la pernera con agua y jabón a pesar de las atroces sacudidas que el proceso de limpieza había desatado en su espalda. Se había peinado, y al sentarse en el banco dispuesto a esperar se había contorsionado para alcanzar una posición que se le antojó normal. Escrutó el vestíbulo. Confió. Revisó su primera interpretación de los recientes acontecimientos y a continuación elaboró una nueva, y después otra. Deliberó diversas posibilidades hasta que, al fin, perdió toda esperanza y arrastró su cuerpo dolorido hasta el taxi que le llevó al aeropuerto. Y yo me compadecí de él y de lo poco que había comprendido.
Tres mañanas después de regresar a Nueva York, y gracias al doctor Huyler y a un medicamento llamado Relafen, era capaz una vez más de desplazarme con facilidad por mi apartamento. Más o menos a la misma hora, dos inspectores de policía vestidos de paisano se presentaron en la puerta de Violet preguntando por Mark. Yo no los vi, pero tan pronto como se hubieron marchado, Violet bajó a contarme su visita. Eran las nueve de la mañana. Vestía un largo camisón blanco de algodón con cuello alto, y al verla por primera vez pensé que se parecía un poco a las muñecas antiguas. Comenzó a hablarme, y observé que su voz no pasaba de ese medio susurro que había utilizado para telefonearme desde el estudio el día de la muerte de Bill.
—Dijeron que sólo querían hacerle unas preguntas. Yo les conté que Mark lleva algún tiempo viajando con Teddy Giles y que, al menos que yo supiera, el último lugar que había visitado era Nashville. Les dije que había tenido algunos problemas, que era posible que ni siquiera telefoneara, pero que si se ponía en contacto conmigo le diría que querían hablar con él —Violet tomó aliento— sobre el asesinato de Rafael Hernández. Eso fue todo. No me preguntaron nada. Me dieron las gracias y se marcharon. Deben de haber encontrado su cuerpo. Era todo verdad, Leo. ¿Crees que debería llamarles y contarles lo que sé? De momento no les he dicho nada.
—¿Y qué sabemos, Violet?
Durante un instante, pareció confusa.
—En realidad no sabemos nada, ¿verdad?
—No del asesinato —dije, consciente de la palabra que estaba pronunciando. Era una palabra corriente, fácil de oír en cualquier momento y en cualquier parte, pero no quería oírla surgir de mí con naturalidad. Quería que fuera difícil de decir, aún más difícil de lo que ya era.
—Está el mensaje en el contestador de Bill. En él se afirma que Mark lo sabe. Nunca llegué a borrarlo. ¿Tú crees que lo sabe?
—Eso dijo, pero luego modificó su historia y aseguró que el muchacho estaba en California.
—Si lo supiera y aun así permaneciera con Giles, ¿qué significaría?
Sacudí la cabeza.
—¿Constituiría un crimen, Leo?
—¿Te refieres al simple hecho de saberlo?
Ella asintió.
—Supongo que depende de cómo se haya enterado uno, y de hasta qué punto disponga de pruebas fehacientes. Mark podría no haberse creído nada de la historia. Podría estar realmente convencido de que el chiquillo se había escapado…
Violet sacudió repetidamente la cabeza.
—No, Leo. Recuerda, Mark mencionó que dos policías estaban haciendo preguntas en la galería Finder, y fue precisamente entonces cuando Giles se marchó de la ciudad. ¿No hay acaso leyes que prohíben dar asistencia a un fugitivo?
—Tampoco sabemos que exista una orden de busca y captura contra Giles, ni nos consta que la policía disponga de ninguna clase de pruebas. Si quieres que te sea sincero, Violet, ni siquiera tenemos la seguridad de que Giles matara a ese chico. A lo mejor está vanagloriándose de un asesinato que no ha cometido tan sólo porque sabía de su existencia. No es muy probable, pero es posible. Eso le convertiría en culpable, aunque en otro sentido.
Violet desvió la mirada por encima de mi hombro y contempló su retrato.
—Eran el inspector Lightner y el inspector Mills —dijo—. Un blanco y un negro. No parecían jóvenes, pero tampoco parecían viejos. No eran ni gruesos ni delgados. Eran los dos muy simpáticos, y no parecían esperar nada especial. Se dirigían a mí como señora Wechsler. —Hizo una pausa y me dio la espalda—. Tiene gracia, desde que murió Bill me gusta que los extraños me llamen así. Ya no existe Bill, ni existe nuestro matrimonio, y yo nunca me he cambiado el nombre. Siempre he sido Violet Blom, pero ahora me apetece escuchar su nombre una y otra vez, y me gusta responder a él. Es como llevar sus camisas. Me gusta sumergirme en lo que queda de él, aunque sólo sea su nombre.
Violet hablaba con voz desprovista por entero de emoción. Estaba limitándose a exponer los hechos, y pocos minutos después me dejó para retornar escaleras arriba. Una hora después llamó nuevamente a la puerta y me explicó que iba camino del estudio, pero que quería darme algunas copias de los vídeos de Bill para que las visionara cuando tuviera tiempo. Bernie se había tomado su tiempo, dijo, a causa de todas las cosas de las que había tenido que ocuparse, pero finalmente había conseguido que se las entregara.
—Bill no sabía cuál iba a ser el aspecto final de la obra. Hablaba de construir una gran habitación en la que visionar las cintas, pero no hacía más que cambiar de opinión al respecto. Iba a titularlo Icarus. Eso lo sé con seguridad, y también que realizaba montones de dibujos de un muchacho que cae por el aire.
Violet posó la mirada en sus botas y se mordió el labio.
—¿Te encuentras bien? —pregunté.
Ella alzó la mirada.
—Qué remedio —dijo.
—¿A qué te dedicas todo el día en ese estudio, Violet? Tampoco quedan allí tantas cosas.
Aguzó los ojos.
—A leer —dijo, con tono feroz—. Primero me pongo la ropa de trabajo de Bill y luego leo. Leo durante todo el día. Me paso leyendo desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Leo y leo y leo hasta que ya no soy capaz de ver ni la página.
Las primeras imágenes que aparecían en pantalla eran de recién nacidos: seres diminutos con cabezas deformadas y extremidades frágiles y trémulas. La cámara de Bill no se separaba de los pequeños ni por un instante. Los adultos también se hallaban presentes en forma de brazos, torsos, hombros, rodillas, muslos, voces y, de cuando en cuando, algún rostro enorme que irrumpía ante la lente y se aproximaba a los niños. El primero de ellos estaba dormido en brazos de una mujer. La minúscula criatura, vestida con un trajecito de cuadros y un absurdo gorrito blanco atado bajo la barbilla, tenía la cabeza enorme, y sus delgadas extremidades mostraban tonos rojizos y azulados. El segundo viajaba atado al pecho de un hombre. Sus cabellos eran oscuros y puntiagudos, como los de Lazlo, y sus ojos negros y desmesurados aparecían vueltos hacia la cámara con expresión estupefacta. Bill seguía al niño viajando en su cochecito, durmiendo en su moisés, repantigado en brazos de sus padres o atacado por desesperadas crisis de llanto junto a sus hombros. A veces, los casi siempre invisibles padres o niñeras se sobreponían al sonido del tráfico para pronunciar monólogos relativos a hábitos de sueño, alimentación, sacaleches o eructos, pero tanto las palabras como el rumor de fondo desempeñaban tan sólo un papel accesorio a las imágenes en movimiento de los pequeños desconocidos: el que apartaba su cabecita calva del pecho de la madre dejando escurrir un riachuelo de leche por la comisura de los labios; el hermoso recién nacido de piel oscura que succionaba en sueños un seno invisible y luego parecía sonreír; o el despierto bebé cuyos ojos azules giraban hacia el rostro de su madre para contemplarla con un aparente gesto de profunda concentración.
Que yo supiera, el único principio que guiaba a Bill era la edad. Debía de haber salido cada día en busca de un niño algo mayor que el del día anterior. Poco a poco, su cámara abandonaba a los recién nacidos para enfocar a bebés algo mayores que ya se sentaban, gorjeaban, chillaban, farfullaban y se llevaban a la boca todos los objetos que encontraban. Una corpulenta niña, semidesvanecida de satisfacción, succionaba el contenido de un biberón a la vez que entrelazaba los dedos en la cabellera de su madre. Otro pequeño aullaba mientras su padre le extraía una pelota de goma de entre las encías. Un bebé sentado en el regazo de una mujer alargaba el brazo hacia una niña algo mayor sentada a pocos centímetros de él y comenzaba a golpearle las rodillas. Aparecía entonces una mano adulta que propinaba un cachete en los brazos del pequeño. El golpe debía de ser especialmente suave, porque el niño extendía ambos brazos y lo hacía de nuevo, lo que daba lugar a un nuevo correctivo. La cámara retrocedía momentáneamente para revelar el semblante fatigado y ausente de la mujer, y se aproximaba luego a una tercera criatura que yacía dormida en su sillita y, durante algunos segundos, sostenía la imagen de sus sucias mejilla y de los dos chorretones traslúcidos que pendían de sus orificios nasales y llegaban hasta sus labios.
Los niños de Bill gateaban a toda velocidad en el parque, caminaban y se caían y volvían a ponerse en pie para proseguir la marcha, o trastabillaban como viejos borrachos que salen de un bar. Uno de los pequeños se mantenía en precario equilibrio junto a un corpulento y jadeante terrier. El cuerpecillo de la criatura se estremecía de excitación mientras aproximaba la mano al hocico del animal y emitía pequeñas y gozosas exclamaciones: «¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!». Otra niña de rodillas gruesas y vientre prominente aparecía filmada en una panadería. Alzaba la mirada y profería unas cuantas sílabas incomprensibles a las que respondía a continuación una mujer invisible: «Es un pan, cariño». Con el cuello estirado y los labios en movimiento, la pequeña contemplaba fijamente el objeto y comenzaba a entonar la palabra «pan», repitiéndola una y otra vez con voz chillona y sobrecogida. Un congestionado bebé de dos años pateaba y chillaba en la acera junto a su madre que, agachada, le ofrecía una naranja. «Pero, tesoro —decía la mujer, sobreponiéndose a los alaridos—, esta naranja es exactamente igual que la de Julie. No hay ninguna diferencia entre las dos».
A medida que los niños que filmaba iban aproximándose a los tres y cuatro años de edad, pude oír por vez primera la voz de Bill. Sobre la imagen de un niño pequeño de expresión severa, se le oía decir: «¿Sabes lo que hace tu corazón?». El niño miraba directamente a la cámara, se llevaba una mano al pecho y decía con voz grave: «Me mete sangre. Puede sangrar y vivir». Otro niño alzaba un envase de zumo, lo agitaba y se volvía a la mujer sentada junto a él en un banco del parque. «Mamá —decía—, mi bebida ha perdido la gravedad». Una niña rubia de coletas casi blancas corría en círculos, saltaba, se detenía de pronto, volvía sus facciones rubicundas a la cámara y exclamaba con voz nítida y precoz: «Lágrimas felices está sudando». Otra niña pequeña, vestida con un mugriento tutú y tocada con una tiara torcida, se inclinaba hacia una amiguita que llevaba una falda rosa en la cabeza. «No te preocupes —le susurraba con tono de complicidad—. Ha salido bien. He llamado al señor y dice que podemos ser novias de boda». «¿Cómo se llama tu muñeca?», le preguntaba Bill a una pequeña pulcramente vestida que llevaba el cabello dividido en trenzas paralelas. «Vamos —la animaba una voz de mujer—. Puedes decírselo». La pequeña se rascaba el brazo y alargaba la muñeca asida por una pierna en dirección a la cámara. «Shower», decía.
Ante la mirada de Bill seguían desfilando niños anónimos de edades cada vez más avanzadas, y la cámara se recreaba en sus rostros a medida que le explicaban cómo funcionan las cosas y de qué estaban hechas. Una niña le decía a Bill que las orugas se convertían en mapaches; otra, que su cerebro era de metal y tenía dentro gotas para los ojos; y una tercera, que el mundo empezaba con un «huevo grande, grande». Al cabo de un rato, algunos de sus personajes parecían olvidar su presencia. Un niño se introducía el dedo en la nariz y, tras hurgar gozosamente en su interior, extraía un par de bolitas resecas que de inmediato se apresuraba a devorar. Otro, con las manos profundamente hundidas en los bolsillos, se rascaba los testículos con un suspiro de placer. Una niña pequeña se inclinaba sobre una sillita, comenzaba a proferir arrullos y, al fin, asía las mejillas del bebé que viajaba sujeto al asiento. «Te quiero, bichito», le decía, pellizcando y sacudiendo las mejillas. «Tesorín», añadía fieramente mientras el niño comenzaba a sollozar a causa de la presión de sus dedos. «Basta ya, Sarah —decía una mujer—. Sé buena». «Estaba siendo buena», decía Sarah con los ojos entrecerrados y la mandíbula apretada.
Otra niña algo mayor, de unos cinco años de edad, aparecía detenida en la acera, junto a su madre, en algún punto del centro de la ciudad. La cámara las enfocaba de espaldas mientras contemplaban el contenido de un escaparate, y al cabo de unos segundos resultaba evidente para el espectador que Bill se mostraba especialmente interesado en la mano de la pequeña. La cámara la seguía a medida que recorría la espalda de su madre, ascendiendo hacia los omóplatos para descender luego en dirección a las nalgas. Arriba y abajo, arriba y abajo, la manita acariciaba distraídamente el dorso materno. Había filmado también a un muchachito detenido en la acera. Su rostro aparecía contraído en una huraña expresión de hostilidad, y las comisuras de sus ojos mostraban el brillo de las lágrimas a punto de brotar. Junto a él podía verse el cuerpo crispado por la ira de una mujer que mantenía la cabeza fuera de cuadro. «¡Se terminó! —le gritaba—. ¡Estoy harta de ti! Te estás portando como un idiota y esto se va a acabar». A continuación, se inclinaba, aferraba al niño por los hombros y comenzaba a sacudirle. «¡Basta! ¡Basta!». Las lágrimas seguían corriendo por las mejillas del pequeño, que sin embargo conservaba su expresión rígida y tozuda.
Los vídeos traslucían una actitud resuelta e inflexible, un deseo obstinado de mirar con detenimiento, y a medida que los niños iban creciendo en tamaño y elocuencia el objetivo de la cámara ganaba en proximidad y concentración. Un niño llamado Ramón le contaba a Bill que tenía siete años y que su tío coleccionaba gallinas: «Se compra cualquier cosa en la que salgan gallinas. Tiene todo el sótano lleno de gallinas». Un chiquillo regordete que rondaría los ocho o nueve años y vestía unos holgados pantalones cortos de tela vaquera contemplaba con mirada encendida a otro niño más alto que llevaba una gorra de béisbol y sostenía en la mano un paquete de caramelos. En un súbito arrebato de cólera, el primero decía: «Me cago en ti» y derribaba a su adversario de un violento empujón. Los caramelos salían volando por todas partes, y la víctima comenzaba a gritar con voz triunfante: «¡Ha dicho un taco! ¡Ha dicho un taco!». Un par de piernas de adulto irrumpían en escena, y dos niñas pequeñas sentadas en unos escalones de cemento y vestidas con uniformes de tela escocesa comenzaban a susurrarse cosas al oído. A apenas medio metro de distancia, una tercera compañera ataviada con el mismo uniforme volvía la cabeza para mirarlas. Bill captaba el perfil de la pequeña, que tragaba sucesivas veces con fuerza a medida que contemplaba a las otras dos. La cámara se desplazaba a través del grupo de escolares y grababa a un niño equipado con un reluciente aparato dental en el momento de quitarse la mochila y estrellarla contra el hombro del compañero que tenía al lado.
Cuanto más contemplaba la película más misteriosas se me antojaban las imágenes que desfilaban ante mis ojos. Lo que había comenzado como una serie de imágenes normales y corrientes de niños de ciudad, iba convirtiéndose poco a poco en un extraordinario documento de las particularidades y las semejanzas humanas. Había niños de todas clases: gruesos, delgados, blancos, negros, niños preciosos y niños corrientes, niños sanos y niños que estaban enfermos o impedidos. Bill había filmado a un grupo de críos sentados en sillas de ruedas que iban siendo apeados de un autocar. El vehículo estaba dotado de una plataforma diseñada para depositar las sillas sobre la acera. A medida que accionaba su silla para bajarla de la plataforma, una niña regordeta de unos ocho años se erguía en el asiento y dedicaba a Bill una principesca y burlona reverencia con el torso. Aparecía también un niño con una cicatriz en el labio superior que dibujaba una sonrisa torcida y, acto seguido, emitía una pedorreta con la lengua. Bill seguía luego los pasos de un chiquillo cuya indefinida dolencia, tal vez una tara congénita, le había dotado de unas mejillas hinchadas como globos y de una barbilla casi inexistente. Portaba una especie de respirador, y sus piernecillas achatadas se esforzaban por mantener el paso de su madre. Las diferencias entre aquellos niños eran inauditas y, sin embargo, los rostros de unos y otros terminaban por confundirse entre sí. Sobre todo, aquellos vídeos revelaban la furiosa energía que anima a los pequeños, así como el hecho de que rara vez dejan de moverse mientras se encuentran conscientes. Un simple paseo manzana abajo incluía saludos con la mano, brincos, correteos, giros y múltiples pausas destinadas a examinar un trozo de desperdicio o un perro doméstico, o dedicadas a recorrer y saltar muretes o vallas. En los jardines y en los patios de recreo, los niños ejecutaban una constante sucesión de empujones, puñetazos, codazos, patadas, empellones, palmadas, abrazos, pellizcos y tirones sin dejar de gritar, reír, declamar y cantar, y a medida que los observaba me dije a mí mismo que crecer, en realidad, significa aminorar el paso.
Bill había muerto antes de que sus modelos alcanzaran la pubertad. Algunas de las niñas mostraban leves vestigios de senos que ya apuntaban bajo sus camisetas o bajo las blusas de sus uniformes escolares, pero en su mayoría los críos ni siquiera habían empezado a cambiar. Yo sospechaba que él habría querido continuar, que habría querido seguir filmando a más y más niños hasta que llegara el momento en que los personajes que aparecían en pantalla ya no pudieran distinguirse de los adultos. Cuando concluyó el último vídeo y ya hube apagado el televisor, me sentí exhausto y ligeramente aturdido como resultado de aquella sucesión de cuerpos y rostros, por la increíble cantidad de jóvenes vidas que habían desfilado ante mí. Imaginé a Bill en su aventura ambulante, localizando niños y más niños para satisfacer quién sabe qué ansia interior que poseía. El metraje que acababa de presenciar estaba formado por material en bruto y aún pendiente de montar pero, unidos entre sí, aquellos fragmentos habían conformado una sintaxis susceptible de ser leída en busca de algún posible significado. Era como si Bill pretendiera combinar las numerosas vidas que había documentado en una única entidad, para así mostrar todas en una o una en todas. Todos comenzamos y concluimos, y yo, a lo largo de aquellos vídeos, había pensado constantemente en Matthew, primero cuando era un bebé, luego cuando era un niño pequeño y, finalmente, cuando era un chiquillo que nunca tuvo ocasión de abandonar la infancia.
Ícaro. La relación entre los niños de las grabaciones y el mito fue siempre incierta, pero Bill había escogido el título por algún motivo. Recordé el cuadro de Brueghel, con sus dos figuras, la del padre y la del hijo que cae desde lo alto con las alas derretidas por el sol. Dédalo, el gran arquitecto y mago, había construido aquellas alas para escapar junto con su hijo del torreón en el que se hallaban prisioneros. Previno a Ícaro de los peligros de volar demasiado cerca del sol, pero el retoño desoyó al progenitor y se precipitó al mar. Dédalo había arriesgado demasiado por su libertad y, a causa de ello, perdió a su hijo.
Ni Violet ni yo ni Érica, que aún seguía en California y ya estaba al tanto de toda la historia, dudábamos de que la policía terminaría por localizar e interrogar a Mark. Era tan sólo cuestión de tiempo. Tras la visita de los inspectores Lightner y Mills, yo ya había perdido por completo el criterio de qué era posible e imposible para Mark, y la ausencia de ese límite me hacía vivir atemorizado. No conseguía olvidar el incidente acaecido en el pasillo del hotel de Nashville. Noche tras noche, volvía a vivir aquella situación de indefensión. Las manos de Giles. Su voz. La conmoción de mi cabeza al estrellarse contra la pared. Y los ojos de Mark, completamente vacuos. Me oía a mí mismo invocando su nombre, veía mis brazos extendidos hacia él y, al fin, recordaba mi inútil espera en el vestíbulo del hotel. Tanto a Violet como a Érica les había relatado casi todo lo sucedido, pero había procurado emplear un tono de voz neutro y unas descripciones frías, y no les había mencionado el hecho de que Giles hubiera insertado sus dedos entre mis cabellos, un gesto que con el tiempo se me había tornado intolerable. Era mucho más fácil decir que se había limitado a estamparme la cabeza contra la pared. Por algún motivo, esa misma violencia era preferible a lo que la había precedido. Me costaba trabajo conciliar el sueño, y a veces, después de yacer despierto durante varias horas, me levantaba para comprobar los cerrojos de la puerta, por más que supiera que los había asegurado y que la cadena estaba echada.
El único hecho indudable que se desprendía de la lectura de la prensa era que el cuerpo maltrecho y descompuesto de un muchacho llamado Rafael Hernández había sido hallado en una maleta varada en algún paraje próximo a los muelles del Hudson, y que los restos habían podido ser identificados gracias al examen de la dentadura. El resto no eran más que chismorreos periodísticos. Blast publicaba un largo artículo en el que figuraban fotografías de Teddy Giles bajo el titular: ¿CONQUE DE MENTIRA? Según el reportero, Delford Links, hacía ya algún tiempo que la desaparición de Rafael era conocida entre los miembros del mundillo del arte y de la escena. El día siguiente a la desaparición del muchacho, Giles había realizado varias llamadas telefónicas a amigos y conocidos para informarles de que había cometido «uno real». Aquella misma noche, había acudido al Club USA vistiendo ropas que parecían salpicadas de manchas de sangre seca y se había paseado por el local anunciando que La Monstruosa había «llevado a cabo la obra de arte definitiva». Nadie le había tomado en serio, e incluso después de que fuera hallado el cuerpo, la mayoría de sus conocidos se negaron a aceptar la posibilidad de que realmente hubiera asesinado a alguien. Los medios citaban las palabras de un chaval de diecisiete años llamado Junior, según el cual, «Siempre estaba diciendo cosas de ésas. Debieron de ser como quince las veces que vino a comunicarme que había matado a alguien».
También citaban a Hasseborg: «El peligro inherente a la obra de Giles es que constituye un ataque a nuestros iconos más sacrosantos. Su trabajo no se limita a la escultura ni a la fotografía, ni tan siquiera a las performances. Sus personas también son su arte: constituyen un espectáculo de identidades cambiantes entre las que se incluye la del asesino psicópata, que no es al fin y al cabo sino un personaje tan admirado como mítico. Enciendan su televisor. Vayan al cine. Está en todas partes. Ahora bien, atribuir a ese personaje una esencia mayor de la que posee resulta simplemente escandaloso. El hecho de que Giles conociera a Rafael Hernández difícilmente demuestra que fuera responsable de su muerte».
En la noche del domingo posterior a mi regreso de Nashville, Violet y yo estábamos cenando en el piso de arriba cuando Lazlo llamó al portero automático. Aunque por lo general su rostro mostraba una expresión neutra, aquel día, al abrirle la puerta, pensé que su aspecto era casi apesadumbrado.
—Mirad lo que he encontrado —dijo, alargando un papel a Violet.
Se trataba de un artículo procedente de los ecos de sociedad de un periódico local llamado Bleep. Violet lo leyó en voz alta:
—«En el mundo del arte corren rumores en torno a un supuesto Chico Malo y a su amiguito y ocasional proveedor de drogas, de trece años, cuyo cadáver ha sido rescatado de las aguas del Hudson. Una de las ex “novias” de nuestro héroe afirma que otro de sus muchos “exes” de cualesquiera preferencias sexuales podría haber sido testigo directo de su implicación en el suceso. ¿Cabe imaginar un argumento más enrevesado? Seguiremos informando…».
Violet miró a Lazlo.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
Lazlo guardó silencio, y en lugar de responder a la pregunta de Violet le alargó una tarjeta de visita.
—Está casado con mi prima —dijo—. Arthur es un gran tipo. Es abogado criminalista. Solía trabajar en la oficina del fiscal del distrito. —Hizo una pausa—. Espero que no tengáis necesidad de recurrir a él —añadió, inmóvil hasta el punto de que podía distinguir el movimiento de su respiración—. Pinky me está esperando —dijo al fin.
Violet asintió, y le vimos dirigirse a la puerta y cerrarla muy suavemente a sus espaldas.
Durante varios minutos, ninguno de los dos dijo nada. Fuera había oscurecido y comenzaba a nevar, y me distraje contemplando el blanco movimiento a través de la ventana. Lazlo estaba enterado de cosas, y tanto Violet como yo comprendíamos que si había dejado aquella tarjeta era por algo. Al apartar la vista de la ventana para mirar a Violet la vi tan pálida que su piel me pareció transparente, y observé que tenía el cuello irritado y enrojecido, la mirada hundida y los párpados inferiores circundados por dos débiles sombras amoratadas. Supe lo que estaba viendo: una tristeza ya antigua y familiar, una amargura a la que se le habían agotado las lágrimas. Esas congojas se incrustan en nuestros huesos y habitan en ellos porque desprecian la carne, y al cabo de algún tiempo uno se siente osificado por completo, duro y desecado como un esqueleto de laboratorio. Sus dedos juguetearon con la tarjeta hasta que, por fin, me miró.
—Me da miedo —dijo.
—¿Quién, Giles? —dije yo con voz apagada.
—No —dijo ella—, hablo de Mark. Tengo miedo de Mark.
Estábamos los dos sentados en el sofá del piso de arriba cuando su llave giró en la cerradura. Antes de oír el sonido, Violet había estado riéndose de algo que yo había dicho, algo que ahora ya he olvidado, pero recuerdo que sus carcajadas aún resonaban en mis oídos cuando Mark entró por la puerta. Parecía entristecido y algo contrito, y su actitud era sosegada, pero al verle no experimenté la menor calidez.
—Tengo que hablar contigo —dijo—. Es importante.
Violet se había tornado rígida.
—Habla, pues —dijo, sin apartar los ojos de su rostro ni un instante.
Él avanzó hasta nosotros, rodeó la mesa y se inclinó para abrazar a Violet, pero ella se apartó.
—No, no hagas eso. No puedo —dijo.
Mark pareció sorprendido, y luego adoptó una expresión dolida. Violet le habló en voz baja y monocorde:
—Me mientes, me robas, me traicionas, ¿y ahora pretendes que te abrace? Ya te dije que no quería verte aquí.
Él la contempló con incredulidad.
—¿Y qué quieres que haga? La policía quiere hablar conmigo —aspiró profundamente y retrocedió un paso. Sus brazos colgaban fláccidos a ambos lados de su cuerpo—. Sé que Teddy lo hizo —dijo, y aguzó la mirada—. Le vi aquella noche. —Se sentó al extremo opuesto de la mesa y hundió la barbilla sobre el pecho—. Estaba todo ensangrentado.
—¿Le viste? —exclamó Violet, alzando la voz—. ¿A quién? ¿Qué quieres decir?
—Fui a ver a Teddy. Habíamos quedado para salir. Me abrió la puerta y vi que estaba lleno de sangre. Al principio pensé que era una broma, no sé, un truco —dijo Mark. Parpadeó y sostuvo nuestra mirada—, pero luego le vi… a Migo… en el suelo.
Sentía como si el cerebro me fuera a estallar.
—¿Supiste que estaba muerto?
Mark asintió.
—¿Qué ocurrió entonces? —inquirió Violet con voz aún serena.
—Dijo que si contaba algo me mataría, y me marché. Estaba asustado, de modo que tomé el tren para ir a casa de mamá.
—¿Por qué no acudiste a la policía?
—Ya os lo he dicho. Estaba demasiado asustado.
—No parecías muy asustado en Minneapolis —dije yo—. Ni en Nashville. Parecías tan a gusto en compañía de Giles. Estuve esperándote, Mark, pero no viniste.
Mark elevó el tono de voz.
—Tenía que seguirle la corriente. No podía escaparme. ¿Es que no lo entiendes? Tenía que hacerlo. No fue culpa mía. Tenía miedo.
—Pues ahora no tienes más remedio.
—No puedo. Teddy me matará.
Violet se puso en pie. Desapareció y regresó al cabo de unos instantes.
—Tienes que hablar con la policía ahora mismo —dijo—. Si no, vendrán a buscarte. Llama a este número. Lo dejaron los inspectores para ti.
—Necesita un abogado, Violet —dije yo—. No puede ir sin un abogado.
Yo mismo me encargué de telefonear al marido de la prima de Lazlo, Arthur Geller, y averigüé que ya estaba esperando la llamada. Al día siguiente, cuando Mark acudiera a la comisaría para ser interrogado, lo haría en compañía de un abogado. Violet le dijo a Mark que ella se encargaría de sus gastos legales, pero luego se corrigió:
—No —dijo—. Los pagará Bill. Es su dinero.
Aquella noche consintió en que Mark ocupara su antigua habitación, pero le dijo que tendría que encontrar otro sitio donde vivir. Luego se volvió hacia mí y me preguntó si me importaría dormir en el sofá.
—No quiero quedarme a solas con él —dijo.
Mark pareció abrumado.
—Eso es una tontería —dijo—. Leo puede dormir en su casa.
Violet se volvió hacia él y alzó las palmas de las manos como si quisiera rechazar un golpe.
—No —dijo con voz acerada—. No. No pienso quedarme sola contigo. No me fío de ti.
Al situarme en el sofá a modo de centinela nocturno, Violet quería dejar claro que la vida no iba a ser como antes, pero mi presencia no bastó para romper el embrujo de lo que había sido su existencia cotidiana. Las horas siguientes a la llegada de Mark fueron horas inquietantes, pero no porque ocurriera algo, sino porque no ocurrió nada. Le oí cepillarse los dientes, oí su voz que nos deseaba buenas noches a Violet y a mí con un tono peculiarmente alegre y oí por fin sus idas y venidas por el dormitorio mientras se preparaba para acostarse. Eran sonidos normales y corrientes, y precisamente por ello me parecían terribles. La simple circunstancia de que Mark se encontrara en el apartamento parecía alterar todo en su interior, transfigurando la mesa y las sillas, la luz del pasillo y el sofá rojo que me servía de lecho temporal. Me desasosegaba especialmente el hecho de que el cambio se pudiera sentir pero no ver. Era como si por doquier se hubiera aposentado una capa de barniz, una máscara de banalidad que se aferrara con tal fuerza a la espeluznante forma subyacente que resultara imposible despegarla.
Largo rato después de que el silencio de la noche se extendiera por el edificio, yo aún seguía despierto, atento a los sonidos procedentes del exterior. «Tiene buen corazón, mi hijo», había dicho Bill junto a la ventana de Bowery, y sé que cuando pronunció aquellas palabras estaba convencido de ello, pero años antes, en el cuento de hadas que había titulado El niño permutado, también había relatado una historia de sustitución. Recordé al niño robado en su urna de cristal. Bill lo sabía, pensé. En algún lugar de su interior, lo sabía.
Por la mañana, Mark fue a hablar con la policía en compañía de Arthur Geller, y al día siguiente Teddy Giles fue detenido, acusado del asesinato de Rafael Hernández y encarcelado sin fianza en Rikers Island a la espera de juicio. Cualquiera pensaría que la espectacular aparición de un testigo habría dado el caso por cerrado, pero Mark no había presenciado el crimen. Había visto a Giles ensangrentado junto al cadáver de Rafael, y aunque eso de por sí ya era importante, el fiscal del distrito quería más. La ley tiene que basarse en hechos, y los hechos eran escasos. El caso estaba fundamentado sobre todo en habladurías: chismes, rumores y la historia del propio Mark. Pocas pruebas podían obtenerse del cadáver, ya que lo que la policía había encontrado en la maleta no era un cuerpo completo. El muchacho había sido descuartizado, y tras pasar meses descomponiéndose bajo el agua, aquellos fragmentos de hueso, de dientes y de tejido ensopado habían servido para revelar su identidad, nada más. Nos enteramos por los periódicos de que Rafael Hernández no era mexicano y de que tampoco era cierto que hubiera sido comprado por Giles. Sus padres, ambos drogadictos, le habían abandonado a los cuatro años junto con su hermanita pequeña. La niña había muerto de sida a los dos años, y Rafael había huido del Bronx, donde vivía con su tercera familia adoptiva, y había recalado en una sucesión de clubes en los que había conocido a Giles. Había comenzado a prostituirse, había vendido Éxtasis a una ávida clientela dispuesta a comprarlo y, en general, se había ganado bastante bien la vida a sus trece años. Aparte de eso, el muchacho era un enigma.
La detención de Giles alteró drásticamente la percepción de su obra. Cosas que hasta entonces se habían interpretado como una sagaz disquisición sobre el horror comenzaron a percibirse como las sádicas fantasías de un asesino. La peculiar insularidad del panorama artístico neoyorquino había logrado a menudo mostrar lo obvio como sutil, lo absurdo como inteligente y lo sensacionalista como subversivo. Todo era una cuestión de «afinar el mensaje».
Giles se había visto convertido inicialmente en una especie de celebridad menor admirada por críticos y coleccionistas, y ahora su nueva designación como un posible criminal resultaba a la vez embarazosa e intrigante para el mundo que tan abruptamente había abandonado. Durante el primer mes posterior a su arresto, las revistas de arte, los periódicos e incluso los noticiarios de televisión se hicieron eco del caso del «crimen del arte». Larry Finder hizo unas declaraciones públicas en las que afirmaba que en Norteamérica una persona es inocente en tanto no se demuestre su culpabilidad, a la vez que aseguraba que, de probarse las acusaciones contra Giles, él sería el primero en proclamar su condena a los cuatro vientos e interrumpir cualquier relación artística con su representado.
Entretanto, no obstante, los precios de sus piezas se dispararon, y Finder hizo un pingüe negocio con las ventas de Teddy Giles. Los compradores buscaban sus obras porque ahora parecían ser un remedo de la realidad, pero Giles, al que permitían conceder libremente entrevistas desde Rikers, se montó una defensa basada justamente en lo contrario. En una exclusiva concedida a DASH, aseguraba que era todo una superchería, y que para divertirse con sus amigos había escenificado un asesinato en su apartamento, sirviéndose para ello de sangre artificial y de un modelo realista del propio Rafael. Consciente de que el muchacho pensaba marcharse a visitar a una tía de California, había aprovechado el viaje para perpetrar una complicada «broma artística». Cierto era que Rafael Hernández había sido finalmente asesinado, pero Giles insistía en que él no era el responsable, y aseguraba que sus calumniadores habían debido de enterarse de su plan. Tal vez uno de ellos había cometido el asesinato para luego implicarle. Giles parecía saber que las acusaciones de la policía se basaban tan sólo en el testimonio de un amigo anónimo, un amigo que había llegado aquel día y había atisbado el interior de su apartamento a través del umbral de la puerta. ¿Podía ese amigo jurar que la sangre que había visto era auténtica y que el cuerpo tendido en el suelo no era una imitación? Tal vez el aspecto más curioso del caso fue que Giles había sido efectivamente capaz de demostrar que poseía un cadáver artificial. Pierre Lange contó al periodista que había modelado un vaciado del cuerpo de Rafael el martes previo a su desaparición. Giles, como siempre hacía, le había instruido sobre qué heridas debía presentar el supuesto cuerpo, tras lo cual había consultado fotografías procedentes de los archivos policiales y el depósito de cadáveres para prestar verosimilitud a las mismas. Ni que decir tiene, añadió, que se trataba invariablemente de cuerpos huecos. De vez en cuando se les añadían sangre y órganos aplastados para lograr un mayor efecto, pero en ningún caso se reproducían tejidos, músculos ni huesos. Según el artículo, la policía se había adueñado del cuerpo equivocado.
El caso se prolongó durante ocho largos meses, durante los cuales Mark se instaló en el apartamento de «una amiga», una muchacha llamada Anya a la que nunca llegamos a conocer. Violet hablaba regularmente por teléfono con Arthur Geller, quien parecía razonablemente convencido de que el testimonio de Mark en el juicio resultaría en un veredicto de culpabilidad. Hablaba también con Mark una vez por semana, pero sus conversaciones, decía, eran forzadas y mecánicas.
—No me creo ni una palabra de lo que cuenta —decía—. A menudo me pregunto por qué hablo con él siquiera.
Algunas tardes, Violet me hablaba mientras miraba por la ventana. De repente, se interrumpía y sus labios se separaban ligeramente con expresión de incredulidad. Ya nunca lloraba. Su angustia parecía tenerla paralizada. A veces permanecía varios segundos inmóvil, inerte como una estatua, pero otras se sobresaltaba por cualquier motivo. Hasta el más pequeño ruido daba lugar a una exclamación o un respingo, y nada más recobrarse de aquellos sustos momentáneos tenía que frotarse los brazos repetidamente como si tuviera frío. Las noches en que más nerviosa se encontraba me pedía que me quedara en el sofá, y yo, entonces, me acomodaba en su salón con los cojines de Bill y el edredón de la cama de Mark.
No sabría decir hasta qué punto la ansiedad que sentía Violet era idéntica a la mía. Al igual que la mayoría de las emociones, esa vaga forma de temor es una cruda amalgama de sensaciones que depende de palabras capaces de llegar a definirla. Ese estado interior, sin embargo, no tarda en infectar aquello que supuestamente habita nuestro exterior, y comencé a sentir que las habitaciones de nuestros respectivos apartamentos, las calles de la ciudad e incluso el aire que respiraba olían poderosamente a una amenaza difusa que lo abarcaba todo. En varias ocasiones creí divisar a Mark en Greene Street, e invariablemente mi corazón se desbocaba hasta que descubría que se trataba de algún otro jovenzuelo alto y moreno vestido con pantalones holgados. No me sentía en ningún peligro con respecto a Mark, sino que mi agitación parecía obedecer a algo mucho más ominoso que él o el propio Teddy Giles; algo que ninguna persona podía encerrar por sí sola. Se trataba de un peligro invisible y mudable que se extendía por doquier. Sé que el hecho de tener miedo de algo tan opaco me hace sonar como si fuera un loco, un desequilibrado como Dan, cuyos accesos de paranoia podían convertir una inocente palmadita en el brazo en algo que a sus ojos era un intento de asesinato, pero la demencia se mide en grados, y la mayoría de nosotros, en algún momento de nuestras vidas, incurrimos en ella de un modo u otro, percibimos su insidiosa llamada y la atracción de la caída. Así todo, yo entonces no estaba flirteando con la locura. Era capaz de reconocer el carácter irracional de la ansiedad que se aferraba a mi garganta, pero sabía también que lo que yo temía escapaba al dominio de la razón, y que lo absurdo también puede ser real.
En abril, Arthur le contó a Violet la historia de la lámpara. Durante algún tiempo, el caso giró en torno a ella, y sin embargo, para mí, su significado apenas tiene que ver con la investigación policial o con cómo se resolvieron finalmente los cargos. Tras peinar la zona circundante al apartamento de Giles, la policía había hablado con la dueña de una tienda de decoración de Franklin Street. Arthur no conseguía explicarse por qué les había llevado tanto tiempo dar con ella, pero Roberta Alexander había identificado a Giles y Mark como los dos jóvenes que habían visitado su establecimiento a primera hora de la tarde del día del crimen. Todo se trataba de una cuestión de tiempo. Según la señora Alexander habían entrado en el local después de la hora en que Mark aseguraba haber huido del apartamento de Giles en dirección a la estación, donde según él permaneció durante varias horas sentado en un banco, espantado y aturdido, hasta tomar finalmente el tren de Princeton. Mark y Teddy habían comprado una lámpara de mesa, y la señora Alexander no sólo conservaba la factura con la fecha sino que estaba segura de la hora porque, según dijo, estaba ya preparándose para cerrar la tienda tan pronto como dieran las siete. No había notado nada fuera de lo corriente en ninguno de los muchachos. De hecho, le habían parecido los dos singularmente corteses y afables, y no sólo no le habían regateado el precio, sino que le habían pagado los mil doscientos dólares que valía la lámpara con dinero en metálico.
Según Arthur, el fiscal del distrito ya había comenzado a dudar del relato de Mark antes incluso de saber de la existencia de aquella compra. A medida que hablaba con más y más personas del círculo de Giles, fue descubriendo que Mark había mentido a casi todo el mundo por uno u otro motivo, y para cualquier abogado defensor resultaría sencillo demostrar que Mark era un embustero habitual. Arthur sabía que si uno solo de los hechos se tambaleaba, lo mismo sucedería probablemente con el resto, y que sus argumentos bien podrían tornarse, uno por uno, en otras tantas elucubraciones, convirtiendo así a su testigo ocular en sospechoso. En cuanto a Mark, juraba que su relato de los hechos era exacto con la única excepción de la lámpara. Teddy había salido del apartamento con él, y él le había seguido movido por el temor. Era consciente de que sonaba un poco raro, y por eso precisamente no había querido mencionarlo. Sí, había esperado a que Teddy se cambiara de ropa y, sí, habían regresado juntos al apartamento para dejar la lámpara, pero todo lo demás era cierto. Lucille ya había confirmado el hecho de que Mark había llegado a su casa aquella misma noche, a eso de las doce.
Mark sabía que la gente tiende a mostrarse comprensiva con el miedo y la cobardía de una persona que ha descubierto un asesinato, pero que ello no sucedería de demostrarse que a continuación se había marchado tranquilamente a comprar una lámpara con el culpable. Nadie podía certificar la hora de llegada de Mark al loft de Franklin Street, y tal y como Arthur se temía, el fiscal del distrito comenzó a sospechar que tal vez había estado interrogando a un cómplice en lugar de a un testigo de lo sucedido. Lo mismo pensábamos todos. Arthur comenzó a preparar a Violet para la posibilidad de que Mark fuera arrestado, pero en mi opinión era innecesario. Hacía tiempo que Violet sospechaba que Mark no había contado toda la verdad sobre el asesinato, y en lugar de mostrar desconsuelo me dijo que compadecía a Arthur. Mark le había engañado del mismo modo que nos había engañado a todos.
—Ya se lo avisé —dijo—, pero él quiso creer a Mark de todos modos.
Tanto si Mark había ayudado a Giles a matar a Rafael o se había limitado a llegar a la escena del crimen una vez consumado éste, su presencia en la tienda de Franklin Street y la adquisición de aquella costosa lámpara puso fin a cualquier afecto que aún pudiera haber albergado hacia él. Sabía que, de algún modo, Teddy Giles y Mark Wechsler eran dos locos, dos ejemplos de una indiferencia que muchos considerarían monstruosa y antinatural, aunque de hecho no eran ni mucho menos únicos, y sus actos eran actos reconociblemente humanos. Establecer una equivalencia entre el horror y lo inhumano siempre se me ha antojado como algo a la vez cómodo y falaz, si no por otra cosa porque he nacido en un siglo que debería haber dado al traste con tales razonamientos de una vez por todas. Para mí, la lámpara se convirtió en símbolo no de lo inhumano sino de lo típicamente humano, del distanciamiento y la separación que se producen en las personas cuando la empatía desaparece, cuando los demás dejan de formar parte de nosotros mismos y se convierten en cosas. Así, resulta especialmente irónico que mi empatía con Mark se desvaneciera en el momento en que comprendí que él mismo no poseía ni un retazo de dicha cualidad.
Tanto Violet como yo nos dispusimos a esperar que algo ocurriera, pero aprovechamos la espera para trabajar. Yo escribía sobre Bill y luego reescribía lo anteriormente escrito. Nada de lo que se me ocurría servía de nada, pero la calidad de mi pensamiento y de mi prosa era lo de menos: lo importante era que pudiera continuar haciéndolo. Violet se iba al estudio a leer. A menudo regresaba con dolor de cabeza y con los ojos escocidos, tosiendo a causa de todos los cigarrillos que se había fumado. Yo adquirí la costumbre de prepararle emparedados para que se los llevara a Bowery, y la obligaba a prometerme que se los comería, cosa que efectivamente debía de hacer, porque ya no perdió más peso.
Pasaron los meses sin que Arthur tuviera nada nuevo que contarnos, salvo que el fiscal del distrito aún seguía buscando algo o a alguien que pudiera contribuir a reforzar la acusación. Violet y yo pasamos juntos la mayor parte de aquel tórrido verano. En Church Street, debajo de Canal, abrieron un pequeño restaurante, y solíamos reunirnos allí dos o tres veces por semana para cenar. Una noche, apenas dos minutos después de llegar, Violet se levantó de la mesa para ir al lavabo y el camarero me preguntó si querría ir pidiendo algo de beber para mi esposa; y en julio, cuando Violet pasó dos semanas en Minnesota, la llamé todos los días. Por las noches me preocupaba que pudiera caer gravemente enferma o que pudiera decidir quedarse en el Medio Oeste para no volver. A su regreso, sin embargo, continuamos viviendo en un estado de relativo suspense, preguntándonos si el caso llegaría a su conclusión alguna vez. Los periódicos habían dejado de hablar del tema. Mark había dejado a Anya y vivía con otra chica, llamada Rita. Informó a Violet de que trabajaba en una floristería y le dio el nombre del establecimiento, pero Violet nunca llegó a molestarse en llamar para comprobar hasta qué punto era cierto. De algún modo, ya no parecía tener demasiada importancia.
Y entonces, a finales de agosto, apareció un muchacho llamado Índigo West. Índigo, cual deus ex máchina, cayó del cielo para liberar a Mark de toda sospecha. Afirmaba haber sido testigo del asesinato a través de la puerta del pasillo del apartamento de Giles. Al parecer no era sino una de las muchas personas que contaban con una copia de la llave, y contó que en cierta ocasión había llegado a las cinco de la madrugada y se había instalado en uno de los dormitorios. Tras dormir durante la mayor parte del día siguiente, le había despertado un ruido de cristales rotos procedente del salón. Cuando acudió a comprobar qué ocurría vio a Giles, que sostenía un hacha en una mano y un jarrón roto en la otra. Frente a él, en el suelo, se hallaba Rafael, que ya había perdido un brazo y yacía tendido y cubierto de sangre en medio de un enorme mantel de hule. Según Índigo, Rafael estaba atado y amordazado con cinta aislante. Si no estaba ya muerto, poco debía de faltarle. Giles no le había visto ni oído, por lo que pudo regresar corriendo al dormitorio y esconderse debajo de la cama para vomitar. Luego, permaneció allí, inmóvil, durante al menos una hora. Al parecer, oyó deambular a Giles por el apartamento y en una ocasión percibió su presencia al otro lado de la puerta. Sonó el teléfono y Giles respondió la llamada, y luego, al poco rato, le oyó hablar con alguien en el pasillo, alguien cuya voz reconoció como la de Mark. Oyó claramente a Mark decir que tenía hambre, pero el resto de la conversación se desarrolló en voz demasiado baja para poder enterarse de su contenido. Por fin, oyó un portazo y cesaron todos los sonidos, pero aun así aguardó varios minutos y luego salió arrastrándose de debajo de la cama, abandonó el edificio y se dirigió a Puffy’s, donde pidió un café a una camarera con el pelo teñido de azul. Índigo tenía diecisiete años y era adicto a la heroína, pero Arthur dijo que había repetido la misma historia sin variaciones una y otra vez, y aunque la policía no había encontrado una sola mancha de sangre en el apartamento de Giles, sí habían observado la presencia de una mancha en la moqueta bajo la cama en la que Índigo había pasado la noche, y la camarera de Puffy’s —que en esa época llevaba efectivamente el pelo azul— le recordaba. Le había llamado especialmente la atención porque se le veía estremecido y lloroso delante de su espresso. En cuanto a Teddy Giles, al verse enfrentado con el testimonio de Índigo West, aceptó de inmediato declararse culpable a cambio de un acuerdo de reducción de pena. La acusación quedó reducida a homicidio con agravantes y fue condenado a quince años de prisión. Índigo West había obtenido inmunidad a cambio de su testimonio, y ni él ni Mark se vieron acusados de nada. Durante una semana, los periódicos informaron del desenlace del caso, y luego éste pasó a la historia. Arthur supuso que el fiscal del distrito no había querido ir a juicio con dos testigos de tan dudosa reputación, pues Índigo West ya había cumplido condena por posesión de drogas en un reformatorio juvenil. El muchacho era un desastre, pero en mi opinión era un desastre honesto.
Así y todo, su aparición tuvo algo de mágico, si bien mi asombro disminuyó un tanto al averiguar que la persona que había descubierto a Índigo no era otra que Lazlo. Con el beneplácito de Arthur, había emprendido su propia investigación, lo que le llevó, entre otras cosas, a hablar con el reportero sensacionalista que había publicado los rumores referentes a la existencia de un testigo. El periodista no conocía a Índigo, pero su hijastra oyó decir a un amigo que cierto chico que acudía al Tunnel todos los jueves por la noche sabía a través de alguien que existía una tercera persona que también había presenciado el asesinato. La cadena de rumores conducía hasta Índigo West, cuyo verdadero nombre era Nathan Furbank. La pregunta era: ¿por qué Lazlo había sido capaz de localizar a un testigo cuando la policía no había podido? Personalmente, no podía sino atribuir el éxito a las prodigiosas cualidades de la vista, el oído y el olfato de Finkelman.
Durante el desarrollo del caso Violet había llamado regularmente a Lucille para mantenerla al tanto. Había ocasiones en las que charlaban amigablemente, pero la mayoría de las veces Violet pretendía de Lucille algo que ésta no podía o no quería darle. Violet quería que Lucille reconociera la naturaleza extrema de lo que le había sucedido a Mark. Quería percibir en ella la angustia, la desesperación, el dolor animal, pero todo cuanto se avenía a decir Lucille era que estaba «preocupada» y «profundamente inquieta» por él. Luego, tras conocerse la sentencia, se mostró aún más tranquila. Durante sus conversaciones con Violet echaba la culpa de los problemas de Mark a las drogas. Las drogas habían aturdido sus sentimientos y sus reacciones, y lo más importante para su hijo era mantenerse alejado de ellas. Aquella defensa de Mark por parte de Lucille no era irrazonable, pues la relación del muchacho con las drogas nunca había quedado del todo clara, pero cada vez que Lucille se esforzaba por mantener un discurso sosegado y cortés, Violet se tornaba inevitablemente más y más frustrada.
Una tarde de finales de noviembre, poco después de que Violet y yo termináramos de cenar, sonó el teléfono. El tono contenido de su voz me reveló de inmediato que su interlocutora era Lucille. Al quedar cerrado el caso, Mark había ido a pasar una breve temporada con su madre y su padrastro, tras lo cual se trasladó a vivir con unos amigos y encontró empleo en una clínica veterinaria. Sin alterarse, Lucille informó a Violet de que Mark había robado dinero perteneciente a uno de sus compañeros de casa y luego se había apropiado de su coche. No había acudido a trabajar, y hacía ya tres días que nadie le veía. Violet, conteniendo la ira, dijo a Lucille que ninguna de las dos podían hacer nada al respecto, pero cuando colgó el auricular tenía el rostro arrebolado y le temblaban las manos.
—Creo que Lucille obra de buena fe —le dije.
Violet me contempló durante unos instantes y a continuación estalló en gritos:
—¿Pero es que no te das cuenta de que esa mujer vive a medias? ¡Está medio muerta! —Su pálido semblante y el lamento quebrado que se adivinaba en su voz me estremecieron, y no fui capaz de encontrar respuesta. Ella me asió por los brazos y comenzó a sacudirme, mascullando las palabras con los dientes apretados—. ¿Es que no sabes que estaba matando lentamente a Bill? Lo percibí de inmediato. Y a Mark, a mi niño. Él también era mi niño. Y yo los quería. Los quería. Qué va a ir de buena fe. No puede. —Sus ojos se abrieron desmesuradamente, como si de repente estuviera asustada—. ¿Recuerdas? ¿Recuerdas que te pedí que cuidaras de Bill? —Me sacudió con más fuerza, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¡Creí que lo entendías! ¡Creí que lo sabías!
La contemplé fijamente. Sus dedos habían aflojado un tanto la presión, pero aún seguía aferrada a mí, y pude notar cómo el peso de su cuerpo tiraba momentáneamente de mí antes de soltarme por fin. Jadeaba por efecto de la cólera, que estaba transformándose rápidamente en sollozos, y yo, al oír aquel sonoro llanto, sentí que se me encogía el pecho, como si lo que estuviera escuchando fuera mi propia aflicción, o como si su pena y la mía constituyeran una misma amargura indivisible. Ella se inclinó y se cubrió el rostro con las manos, y yo extendí los brazos y la estreché contra mí. El lastre en los pulmones se me hacía insoportable. Violet había hundido el rostro en mi cuello, y podía notar sus pechos oprimidos contra mí y sus brazos enroscados en torno a mi cuerpo. Mi mano se deslizó hasta sus caderas y dejé que mis dedos oprimieran el hueso que se revelaba bajo la piel a la vez que la atenazaba aún con más fuerza.
—Te quiero —le dije—. ¿Es que no comprendes que te quiero? Yo te cuidaré. Yo estaré contigo para siempre. No hay nada que no hiciera por ti.
Intenté besarla. Aprisioné su rostro y lo estreché contra el mío. Mis gafas se ladearon torpemente, y ella dejó escapar un leve grito y me apartó. Se quedó contemplándome con ojos atónitos. Alzó las manos con gesto suplicante y las dejó caer de nuevo. Y yo, al verla allí de pie, junto a la mesa de color turquesa, con un mechón caído sobre la frente, pensé que nunca había visto nada tan bello. Violet era lo que me mantenía en contacto con el mundo, era el objeto de mi amor y de mis sufrimientos, y en ese instante sentí el cuerpo aterido por la certeza de que la estaba perdiendo. Me senté a la mesa, entrelacé las manos y me quedé mirándolas sin decir palabra. Ella permanecía en el centro de la estancia, y podía notar sus ojos fijos en mí y oír su respiración, pero al cabo de unos instantes noté que sus pasos se acercaban. Noté sus dedos posándose en mi cabeza pero eludí alzar la mirada. Ella dijo «Leo, Leo» varias veces y luego su voz se quebró.
—Lo siento —dijo—. Lo siento de veras. No pretendía apartarte de mí, pero… —Se arrodilló en el suelo, junto a mí—. Háblame, por favor. Mírame, por favor. —Hablaba con voz ronca y ahogada—. Me siento tan mal.
—Creo que es mejor que no digamos nada —repuse yo, dirigiéndome a la mesa—. Ha sido una ridiculez por mi parte pensar que pudieras compartir mis sentimientos. Yo, precisamente yo, que sé mejor que nadie lo que Bill y tú erais el uno para el otro.
—Haz girar la silla para que pueda verte —dijo—. Quiero que me hables a mí. Tienes que hacerlo.
Yo me resistí, pero al cabo de unos segundos aquella obstinación se me antojó tan infantil que obedecí. Sin levantarme, cambié de postura, y al mirarla vi que las lágrimas corrían por sus mejillas y que mantenía un puño oprimido contra los labios para serenarse. Al fin tragó, apartó la mano del rostro y dijo:
—Es tan complicado, Leo. Es mucho más complicado de lo que piensas. No hay nadie como tú. Eres bueno, eres generoso…
Yo bajé la mirada y sacudí la cabeza de un lado a otro.
—Por favor —prosiguió ella—. Quiero que comprendas que sin ti…
—Déjalo, Violet —dije—. No pasa nada. No tienes que disculparte.
—No estoy disculpándome. Quiero que comprendas que te necesitaba ya incluso antes de que Bill muriera —dijo con labios temblorosos—. Había en Bill un aspecto obtuso, un núcleo oculto, aislado y desconocido que sólo dejaba asomar en su trabajo. Estaba obsesionado. Y yo, había veces en las que me sentía desatendida, y eso me dolía.
—Bill te adoraba. Tendrías que haber oído cómo hablaba de ti.
—Y yo también le adoraba a él —repuso ella. Oprimía las manos entre sí con tanta fuerza que sus brazos comenzaron a temblar, pero su voz sonaba más serena—. Lo cierto es que mi propio marido me resultaba más inaccesible que muchas otras personas. Hubo siempre algo en él, algo remoto, que me resultaba inalcanzable, y siempre anhelé eso que me estaba vedado. Ese algo alimentaba mi vida y alimentaba mi amor, porque fuera lo que fuese nunca lograba encontrarlo.
—Erais tan buenos amigos —dije.
—Los mejores —dijo ella, tomando mis manos y oprimiéndolas entre las suyas—. Hablábamos constantemente de todo, y cuando murió no hacía más que decirme a mí misma: «Él era yo y yo era él». Pero ser y saber son dos cosas muy distintas.
—La eterna filósofa —dije yo.
El comentario albergaba un tinte mordaz, y Violet reaccionó a aquel atisbo de crueldad por mi parte retirando las manos.
—Tienes derecho a estar enfadado. Me he aprovechado de ti. Me has alimentado y me has cuidado y has permanecido a mi lado, y yo me he limitado a aceptar y a aceptar y a aceptar… —dijo.
Su voz crecía en intensidad, y observé que sus ojos volvían a llenarse de lágrimas.
Su desconsuelo me hizo sentir culpable.
—Eso no es cierto —dije.
Ella asintió.
—Ay, sí que lo es. Soy egoísta, Leo, y en mí hay algo duro y frío. Estoy llena de odio. Detesto a Mark. Antes le amaba. No le amé desde el primer momento, claro, pero aprendí a hacerlo poco a poco, y luego aprendí a odiarle, y ahora me pregunto: ¿le odiaría igual si le hubiera parido, si fuera mi hijo? Aunque si hay una pregunta realmente terrible es ésta: ¿Qué era lo que tanto amaba?
Permaneció en silencio unos segundos, y yo examiné el dorso de mis manos, que mantenía apoyadas sobre las rodillas. Mostraban un aspecto decrépito, venoso y descolorido. Como las manos de mi madre cuando envejeció, pensé.
—¿Recuerdas cuando Lucille se llevó a Mark a Texas y luego decidió enviarle de regreso porque no podía con él?
Asentí.
—Era un chico realmente difícil. Siempre estaba fingiendo. Pero cuando su madre vino a visitarle en Navidad y luego volvió a marcharse, realmente enloqueció. Me empujaba, me pegaba, me gritaba. Se negaba a acostarse. No había noche en que no sufriera un ataque de ira. Yo intentaba portarme bien con él, pero es difícil apreciar a alguien que se comporta tan espantosamente contigo, aunque se trate de un crío de seis años. Bill decidió que lo que le sucedía a Mark era que echaba demasiado de menos a su madre y que tenía que regresar con ella, y ambos volaron a Houston. En mi opinión, fue un error fatal. No hace tanto que lo he comprendido. Una semana después Lucille llamó a Bill y le dijo que Mark estaba «perfectamente». Ésa fue la palabra que empleó. Con ello quería decir: obediente, solícito y encantador. Un par de semanas después Mark mordió en el brazo a una niña pequeña de su colegio, la mordió con tanta fuerza que le hizo sangre, pero en casa no daba el más mínimo problema. Para cuando regresó a Nueva York, el pequeño salvaje que albergaba en su interior había desaparecido para siempre. Era como si alguien le hubiera hechizado, convirtiéndole en una dócil y complaciente réplica de sí mismo. Y eso, ese autómata, es lo que yo aprendí a amar.
Me miró con los ojos secos y la mandíbula apretada, y yo examiné su rostro crispado y dije:
—Pensaba que no comprendías qué era lo que le había sucedido a Mark.
—Y no lo comprendo. Lo único que sé es que se marchó siendo de una manera y regresó siendo de otra. Tardé mucho, mucho tiempo en comprender incluso eso con claridad. Tuvo que demostrar su doblez durante años hasta que por fin pude adivinar lo que había tras su máscara. Bill se negaba a verlo, pero tanto él como yo formábamos parte de ello. ¿Fuimos acaso nosotros los causantes? Lo ignoro. ¿Los que le echamos a perder? No lo sé, pero creo que él debió de pensar que le rechazábamos. Y te diré una cosa: detesto también a Lucille, por más que ella misma no pueda evitar ser como es, una persona hermética e impenetrable como una casa tapiada. Así es como la visualizo. Al principio, cuando Bill la dejó, sentí compasión por ella, pero hace tiempo que esa compasión ha desaparecido. Y detesto también a Bill, por habérseme muerto. Nunca iba al médico. Fumaba y bebía y se recocía en su propia melancolía, y no hago más que pensar que tenía que haber sido más duro, más resistente, más mezquino y más agresivo en lugar de mostrarse siempre tan puñeteramente compasivo por todo. ¡Que tenía que haber sido más fuerte para mí! —Guardó silencio durante varios segundos. Sus negras pestañas relucían nuevamente por las lágrimas, y pude distinguir las venillas rojas que surcaban sus ojos. Tragó saliva—. Necesitaba a alguien, Leo. Me he sentido tan sola con mi odio… Tú has sido muy bueno conmigo, y yo me he aprovechado de tu bondad.
En ese momento comencé a sonreír. Al principio no supe qué era lo que me divertía. Me sentía como el que no puede evitar las risitas en un funeral o deja escapar una carcajada ante la noticia de un terrible accidente de automóvil, pero al fin comprendí que era su propia franqueza lo que había despertado mi sonrisa. Violet estaba haciendo todo lo posible por revelarme la verdad sobre sí misma y lo sabía, y después de todas aquellas innumerables mentiras y robos, después del asesinato que habíamos vivido juntos, su autocrítica me resultaba cómica. Me hacía pensar en una monja que, arrodillada ante el confesionario, susurrara sus insignificantes pecadillos a un sacerdote culpable de cosas mucho peores.
—No tiene gracia, Leo —dijo ella, al ver mi sonrisa.
—Sí —dije yo—, sí que la tiene. Las personas no pueden evitar sus sentimientos. Lo que cuenta es lo que hacen, y que yo sepa tú no has hecho nada malo. Cuando Bill y tú enviasteis a Mark de vuelta con Lucille creíais estar haciendo lo correcto. A nadie se le puede pedir más. Pero ahora te toca a ti escucharme. Ocurre que tampoco yo tengo control sobre mis sentimientos, pero ha sido un error hablarte de ellos. Quisiera poder retirar lo que he dicho, tanto por mí como por ti. Perdí la cabeza, así de fácil, y ahora ya no puedo hacer nada al respecto.
Sus verdes ojos me contemplaban fijamente. Depositó ambas manos sobre mis hombros y comenzó a acariciarme los brazos. Aquel contacto me pilló momentáneamente desprevenido, pero no fui capaz de resistirme a la felicidad que me producía, y sentí que mis músculos se relajaban. Hacía tanto tiempo que no sentía las manos de alguien tocándome así, que hice un esfuerzo por recordar la última vez que había ocurrido. Cuando Érica acudió al funeral de Bill, pensé.
—He decidido marcharme —dijo Violet—. Ya no puedo seguir aquí. Y no es por Bill. Me gusta estar cerca de sus cosas. Es por Mark. Ya no puedo estar cerca de él: ni siquiera en la misma ciudad. No quiero volver a verle. Un amigo mío que vive en París me ha invitado a impartir un seminario en la Universidad Americana y he decidido aceptar su oferta, aunque se trate tan sólo de unos pocos meses. Partiré dentro de dos semanas. Pensaba habértelo dicho durante la cena, pero sonó el teléfono y… —Su rostro se contrajo fugazmente y prosiguió—: Soy muy afortunada de que me quieras. Realmente afortunada.
Iba a responder, pero ella apoyó un dedo sobre mis labios.
—No hables. Tengo que decirte otra cosa. No creo que pudiera funcionar, porque me siento demasiado confusa. No estoy entera, ¿comprendes? Estoy rota. —Deslizó las manos hasta mi nuca y comenzó a frotarla con dulzura—. Pero podemos pasar la noche juntos, si quieres. Yo también te quiero mucho; tal vez no exactamente como tú querrías, pero…
Enmudeció al notar que alzaba las manos para retirar suavemente las suyas de mi cuello. Sin embargo, las mantuve asidas mientras escrutaba su rostro. Sabía que la deseaba con todas mis fuerzas. Había olvidado lo que era no desearla, pero no quería su sacrificio, no quería esa tierna ofrenda que me brindaba, porque imaginaba mi avidez y mi pasión aceptadas pero no correspondidas, y esa imagen de mi deseo me hacía desfallecer. Moví lentamente la cabeza de un lado a otro y vi dos gruesas lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Se había mantenido acuclillada durante toda nuestra charla, y durante unos segundos depositó la cabeza en mi regazo; luego, se incorporó, me condujo al sofá, se sentó junto a mí y reclinó la mejilla sobre mi hombro. Yo la rodeé con el brazo y durante largo rato permanecimos allí juntos sin decir nada.
Recordé entonces a Bill en Vermont, saliendo por la puerta de Bowery Dos poco antes de la cena. Le vi a través de la ventana de la cocina de la casa en la que vivíamos allí, y aunque se trataba de un recuerdo singularmente diáfano, no experimenté ni emoción ni nostalgia. En aquel momento era sencillamente un observador de mi propia vida, un frío espectador que contempla cómo los demás desarrollan sus rutinas cotidianas. Bill alzó la mano para saludar a Matthew y a Mark desde el escalón superior de la entrada y a continuación se detuvo a encender un cigarrillo. Le vi atravesar el jardín en dirección a la alquería mientras Matt, mi hijo, le tiraba del brazo con la mirada alzada hacia él. Mark les seguía sonriente, uno de sus brazos rígidamente extendido hacia un lado y el otro tanteando el aire ante sus ojos como si padeciera un trastorno motriz. Recorrí mentalmente la amplia cocina, en la que Érica y Violet se afanaban en deshuesar aceitunas. Oí entonces el estrépito de la puerta de rejilla al cerrarse y vi cómo las dos mujeres alzaban los ojos hacia Bill. Un hilillo de humo se elevaba de entre sus dedos, manchados de pintura verde y azul, y al verle succionar su cigarrillo comprendí que sus pensamientos aún seguían en el estudio, que aún no se sentía preparado para hablar con nadie. Tras él, los niños se habían agachado para localizar a la culebra que habitaba bajo los escalones de acceso a la casa. Nadie hablaba, y en el silencio reinante alcancé a oír el tictac del reloj que colgaba a la derecha de la puerta, un viejo reloj escolar de amplia esfera con nítidas cifras de color negro, y me sorprendí esforzándome por comprender cómo es posible medir el tiempo en un disco, en un círculo dotado de manecillas que retornan una y otra vez a las mismas posiciones. Aquella revolución lógica se me antojaba como un error. El tiempo no es circular, pensé. Nos equivocamos. Pero el recuerdo se negaba a abandonarme y permanecía conmigo, vehemente, agudo e ineludible. Violet lanzó un vistazo al reloj y señaló a Bill.
—Estás hecho un asco y hueles a demonios, mi amor. Ve a lavarte. Tienes exactamente veinte minutos.
Violet partió de Nueva York a última hora de la tarde del día 9 de diciembre. El cielo encapotado iba oscureciéndose lentamente, y comenzaban a caer unos copos diminutos y dispersos. Acarreé su pesada maleta escaleras abajo y la deposité en la acera mientras me asomaba a la calzada y detenía un taxi. Violet llevaba puesto su vestido largo de color azul marino ceñido en torno a la cintura y un sombrero blanco de piel que siempre me había gustado. El conductor abrió el maletero y entre los dos introdujimos el equipaje en su interior. Mientras nos despedíamos me aferré a lo que tenía ante mí: el rostro de Violet aproximándose al mío, su aroma transportado por aquel aire frío, el abrazo seguido de un beso fugaz en los labios, no en la mejilla, el sonido de la portezuela al abrirse y cerrarse, su mano en la ventanilla y la mirada tierna y apesadumbrada de sus ojos bajo el borde del sombrero. Yo seguí caminando en pos de la silueta amarilla del vehículo mientras se alejaba hacia el extremo de Greene Street y vi que Violet volvía la cabeza y me saludaba nuevamente con la mano. Al final de la manzana, el taxi se desvió por Grand Street, pero mis ojos no se separaron de él hasta que hubo recorrido cierta distancia desde donde yo me encontraba y se convirtió en una minúscula mancha amarillenta perdida en la confusión del tráfico. Cuando sentí que había alcanzado las dimensiones del taxi que aparecía en mi cuadro, di media vuelta y recorrí nuevamente la manzana hasta regresar a mi puerta.
Al año siguiente comenzaron a fallarme los ojos. Al principio pensé que aquella visión neblinosa obedecía al esfuerzo requerido por mi trabajo o tal vez a un comienzo de cataratas, y cuando el oftalmólogo me comunicó que nada podía hacerse porque la variedad de degeneración macular que padecía era del tipo húmedo y no seco, yo asentí, le di las gracias y me puse en pie para partir. Mi reacción debió de parecerle perversa, porque me contempló con expresión ceñuda. Yo le dije que hasta entonces siempre había sido afortunado en cuestiones de salud, y que las enfermedades incurables no me sorprendían. Él calificó mi actitud de antinorteamericana y yo asentí. A lo largo de los años, la neblina se tornó en niebla, y más tarde en las espesas nubes que ahora obstruyen mis ojos. Siempre he conservado la visión periférica, lo que me permite caminar sin ayuda de un bastón, y aún puedo manejarme yo solo en el metro. El esfuerzo diario del afeitado, sin embargo, iba haciéndose cada vez más laborioso, y he terminado por dejarme la barba. Todos los meses viene a recortármela un hombre del Village que insiste en llamarme León. Yo ya he renunciado a corregirle.
Érica aún conserva una cierta presencia en mi vida. Nos escribimos menos y hablamos por teléfono con más frecuencia, y todos los meses de julio pasamos dos semanas juntos en Vermont. Este año ha sido el tercero, y estoy seguro de que continuaremos con la tradición. Catorce días de 365 parecen bastarnos a los dos. Ya no acudimos a la vieja alquería, pero solemos residir cerca, y el año pasado condujimos hasta la cima de la colina, aparcamos el coche ante la verja, recorrimos el jardín y atisbamos por las ventanas de la casa vacía. Érica no es fuerte. Las jaquecas siguen entorpeciendo su vida e incapacitándola, o casi, durante días o, a veces, semanas, pero aún enseña con idéntico fervor, y escribe mucho. En abril de 1998 publicó Las lágrimas de Nanda: la represión y la liberación en la obra de Henry James. En su casa de Berkeley pasa frecuentes fines de semana con Daisy, que ahora es una chiquilla regordeta de ocho años enamorada de la música rap.
La próxima primavera me retiraré por fin. Llegado ese momento, mi mundo se constreñirá, y sentiré nostalgia de mis alumnos, de la biblioteca Avery, de mi despacho y de Jack. Mis colegas y pupilos son conscientes de todo lo que he perdido —Matthew, Érica, mis ojos— y me han convertido en una figura venerable. Supongo que un profesor de historia del arte casi ciego siempre despide un cierto hálito de romanticismo. Pero nadie en Columbia sabe que también perdí a Violet. Y hoy, lo que son las cosas, tanto ella como Érica me son aproximadamente equidistantes. Una sigue en París; la otra, en Berkeley. Y yo, que nunca me he movido de donde estaba, me encuentro a medio camino, en Nueva York. Violet vive en un pequeño apartamento del Marais, no lejos de la Bastilla. En diciembre regresa siempre a Nueva York y se queda unos días antes de volar a Minnesota para pasar allí la Navidad. Se aloja invariablemente en Nueva Jersey, en casa de Dan, quien, según dice, está algo mejor. Pero aún deambula sin cesar fumando un cigarrillo tras otro, aún dibuja la letra O con los dedos y habla con una voz varios decibelios más estridente que la de la mayoría de las personas, y aún ha de aprender a dominar las tareas más corrientes de la vida cotidiana. Todo le resulta difícil —limpiar, cocinar, hacer la compra—, pero así y todo Violet opina que todo en Dan es hoy un poco menos «Dan» de lo que era antes, como si toda su existencia se hubiera apaciguado un punto o se hubiera aligerado imperceptiblemente. Aún escribe poemas, y también, de vez en cuando, alguna escena dramática, pero hoy ya no es tan prolífico como en otros tiempos, y los retazos de papel y las páginas manuscritas que yacen desparramadas por su apartamento de un solo dormitorio aparecen cubiertas de versos o de fragmentos de diálogos seguidos de elipsis. La edad y treinta años de potentes medicamentos han amortiguado un tanto su espíritu, pero ese entumecimiento parece haberle facilitado ligeramente la existencia.
Hace cuatro años la hermana de Violet, Alice, se casó con Edward. Un año después, cumplidos ya los cuarenta, dio a luz a una hija llamada Rose. Violet está loca por Rose, y todos los años se presenta en Nueva York con una maleta llena de muñecas y vestidos parisinos para su ángel de Minneapolis. Suelo recibir noticias de Violet cada dos o tres meses. En lugar de escribirme me envía cintas magnetofónicas que me permiten oír su voz mientras me cuenta cosas y divaga acerca de su trabajo. Su libro, titulado Los autómatas del capitalismo tardío, incluye unos capítulos titulados «La compulsión por comprar», «Publicidad y cuerpos artificiales», «La mentira e Internet» y «El psicópata parásito como consumidor ideal». Sus investigaciones la han llevado del siglo XVIII hasta el presente, y del galeno francés Pinel a cierto psiquiatra llamado Kernberg que aún vive. Los términos y etiologías de las enfermedades que estudia han ido cambiando con el tiempo, pero ella ha seguido invariablemente el desarrollo de sus cambiantes encarnaciones: folie lucide[19], locura moral, sociopatía, psicopatía y personalidad antisocial (también conocida con las siglas ASP). Hoy en día los psiquiatras que se enfrentan a este trastorno han elaborado listas que luego son revisadas y actualizadas por comités especializados, pero entre los rasgos más comúnmente incluidos se encuentran el desparpajo y la seducción, la mentira patológica, la falta de empatía y de remordimientos, la impulsividad, la tendencia a la astucia y la manipulación, los problemas de comportamiento en la infancia y la incapacidad para aprender de los errores o para reaccionar ante el castigo. Todos los conceptos generales del libro aparecerán ilustrados por casos individuales, por las innumerables historias que la propia Violet ha ido recolectando de la gente a lo largo de los años.
Ni Violet ni yo hemos vuelto a mencionar la noche en la que le dije que la quería, pero mi confesión sigue interponiéndose entre ella y yo como una herida compartida. Ha creado entre nosotros una nueva delicadeza y una nueva inhibición que lamento pero que tampoco nos produce una especial incomodidad. Aprovecha siempre sus visitas anuales para pasar una velada conmigo, y yo, mientras le preparo la cena, percibo en mí un esfuerzo por disimular los signos más evidentes de mi alegría. Al cabo de una hora o así, no obstante, termino por perder ese autocontrol y ambos derivamos hacia un estado de intimidad ya familiar que, sin ser igual al que disfrutábamos antaño, sí se le aproxima mucho. Según Érica, hay en la vida de Violet un hombre llamado Yves con el que mantiene un «acuerdo», una relación de alcance limitado que se mantiene circunscrita a habitaciones de hotel, pero Violet nunca me habla de él. Antes bien, charlarnos de las personas que tenemos en común: Érica, Lazlo, Pinky, Bernie, Bill, Matthew y Mark.
Mark aparece de vez en cuando y luego vuelve a desaparecer. Utilizó el dinero que Bill le tenía reservado para ingresar en la Escuela de Artes Visuales, y logró impresionar a su madre y aun a Violet (que desde París seguía al tanto del desarrollo de su carrera) con sus resultados del primer semestre: todo notables y sobresalientes. Sin embargo, cuando Lucille llamó a la secretaría de la facultad para pedir cierta información relativa a su segundo semestre descubrió que Mark no estudiaba allí. Sus calificaciones no habían sido otra cosa que ingeniosas falsificaciones realizadas mediante ordenador. Por lo visto, en otoño, después de una semana y media de clases, se apropió de sus fondos académicos, que le fueron reembolsados directamente, y huyó en compañía de una chica llamada Mickey. Luego, en primavera, solicitó nuevamente el ingreso, volvió a hacerse con el dinero y desapareció. De vez en cuando telefonea a su madre para decirle que está en Nueva Orleans o California o Michigan, pero nadie lo sabe con seguridad. Teenie Gold, que hoy ya tiene veintidós años y estudia en el Fashion Institute of Technology, me envía todos los años una tarjeta de felicitación navideña, y hace dos años me escribió que un amigo suyo había creído ver a Mark en Nueva York saliendo de una tienda de música con una tonelada de discos compactos, pero que no estaba del todo seguro.
Personalmente, no deseo volver a verme ni a hablar con Mark, pero eso no significa que me encuentre libre de él. Por las noches, cuando todos los sonidos se ven amplificados por la relativa calma del edificio, noto que se me ponen los nervios de punta, y en la oscuridad me siento completamente ciego. Le oigo en el pasillo al que da mi dormitorio y en la escalera contra incendios. Le oigo en la habitación de Matt, por más que sepa que no se encuentra allí. Y le vislumbro igualmente, en visiones medio recordadas, medio inventadas. Le veo en brazos de Bill, con su cabecita diminuta reclinada en el hombro de su padre. Veo a Violet arropándole con una toalla después del baño y estampándole un beso en el cuello. Le veo con Matt frente a la casa de Vermont, encaminándose los dos hacia el bosque cogidos por los hombros. Le veo forrando una caja de puros con cinta aislante. Le veo en su papel de Harpo Marx, haciendo sonar enloquecidamente su bocina, y le veo junto a la puerta de su habitación del hotel de Nashville, contemplando cómo Teddy Giles estrella mi cabeza contra la pared.
Según me cuenta Lazlo, Teddy Giles ha demostrado ser un prisionero modelo. Al principio hubo quien especuló con la posibilidad de que Giles fuera asesinado en prisión por haber cometido un crimen que resulta impopular incluso entre los propios criminales, pero parece ser que cae bien a todo el mundo, y especialmente a los guardias. Poco después de su detención, el New Yorker publicó un artículo sobre él. El periodista había hecho bien los deberes, lo que permitió que algunos misterios quedaran resueltos. Descubrí que su madre nunca había sido ni prostituta ni camarera, y también que no estaba muerta, sino que vivía en Tucson, Arizona, y que se negaba a hablar con la prensa.
Teddy Giles (que fue bautizado al nacer con el nombre de Allan Johnson) creció en un suburbio de clase media de los alrededores de Cleveland. Su padre, que trabajaba de contable, dejó a su mujer cuando el niño tenía un año y medio y se trasladó a Florida, si bien continuó ayudando económicamente a su mujer y a su hijo. Según una de las tías de Giles, la señora Johnson padeció una grave depresión y tuvo que ser hospitalizada un mes después de la partida de su esposo. Giles fue enviado a vivir con una de sus abuelas y pasó la mayor parte de sus primeros años a caballo entre su madre y diversos familiares. A los catorce años le expulsaron del colegio y comenzó a viajar. A partir de entonces, el periodista perdía la pista de Allan Johnson y no volvía a retomarla hasta encontrarle en Nueva York bajo el nombre de Teddy Giles. El reportero incluía las consideraciones habituales en torno a la violencia, la pornografía y la cultura norteamericana, y analizaba el repelente contenido de la obra de Giles, su breve y sensacional auge dentro del mundo del arte, los peligros de la censura y la sordidez que rodeaba a todo ello. Su estilo de escritura era elegante y sobrio, pero yo, a medida que leía el artículo, me sentí dominado por la sensación de que estaba diciendo precisamente aquello que sabía que sus lectores querían oír, y que la reseña, con su lenguaje fluido y sus conceptos adquiridos, no habría de escandalizar a nadie. En una de las páginas figuraba una fotografía de Allan Johnson a los siete años: uno de esos retratos escolares de mala calidad en la que los alumnos aparecen retratados contra un cielo falso. En aquella época era un guapo chaval de cabellos rubios y orejas prominentes.
Lazlo trabaja para mí por las tardes. Es capaz de ver con claridad las cosas que yo ya apenas distingo, y entre los dos formamos un buen equipo. Le pago un buen sueldo, y creo que a él, en general, le gusta el trabajo. Tres tardes a la semana viene y me lee por el puro placer de hacerlo. Pinky acude también en aquellas ocasiones en las que consigue convencer a la canguro para que se quede hasta tarde, pero por lo general se queda dormida en el sofá antes de que concluya la lectura. Will, también conocido como Willy, el Pequeño Willy, Winky o Winker, cumplió dos años y medio el mes pasado. El retoño de los Finkelman es un diablillo que se pasa la vida corriendo, saltando y trepando. Cuando sus padres le traen de visita se abalanza sobre mí como si yo fuera su banco de gimnasia personal y no me deja un centímetro cuadrado del cuerpo sin machacar. A pesar de ello, me he encariñado mucho con ese pequeño derviche pelirrojo, y a veces, cuando trepa por encima de mí y me pone los dedos en la cara o me toca la cabeza, noto en sus manos una leve vibración que me hace pensar si no habrá heredado las peculiares sensibilidades de su padre.
Will, sin embargo, no está aún preparado para pasar una tarde con El hombre sin atributos, libro que su padre lleva leyéndome durante los dos últimos meses. Para ser una persona tan lacónica, Lazlo lee notablemente bien. Es cuidadoso con la puntuación y rara vez tropieza con las palabras. De vez en cuando se detiene al final de un pasaje y emite un sonido, una especie de resoplido que nace en su garganta y sale expelido por la nariz. Yo ya me anticipo con expectación a esos ruidos, que he bautizado como «la risa Finkelman» debido a que al equiparar cada resoplido con la frase que lo provoca he obtenido finalmente acceso a los recovecos humorísticos que siempre sospeché que existían en Lazlo. Se trata de un humor seco, reprimido y a menudo negro, muy apropiado para Musil. A sus treinta y cinco años, Laz ya no es tan joven. Yo no tengo la impresión de que haya envejecido físicamente en absoluto, pero eso puede muy bien deberse a que nunca ha modificado su estilo de cabello, sus gafas ni sus pantalones de tonos fluorescentes, y también a que mi vista se ha tornado borrosa. Lazlo cuenta ahora con un distribuidor, pero al parecer vende demasiado poco para que el otro esté contento. Así y todo, sigue elaborando sus juegos cinéticos de construcción, que ahora albergan pequeños objetos y banderolas en las que pueden leerse citas literarias. Soy consciente de que mientras lee a Musil se mantiene al acecho de frases interesantes. Al igual que su mentor, Bill, Lazlo se siente atraído por la pureza y posee una faceta ascética. Él, sin embargo, pertenece a otra generación, y su observadora mirada ha permanecido durante demasiado tiempo concentrada en las vanidades, corrupciones, crueldades, extravagancias, auges y decadencias del mundo del arte neoyorquino como para no verse afectada por él, por lo que a veces, cuando habla de exposiciones, es posible detectar en su voz un cierto matiz de cinismo.
La pasada primavera él y yo comenzamos a escuchar los partidos de los Mets en la radio. Ahora ya estamos a finales de agosto y corren excitados rumores sobre una posible Subway Series.[20] Pero ni Lazlo ni yo hemos sido nunca grandes aficionados. Lo escuchamos como nuestro particular homenaje a dos amigos que sí lo eran pero que ya murieron, y disfrutamos en su nombre de potentes home runs, de extraordinarias dobles jugadas, de hermosos sobredeslizamientos a tercera base y de alguna que otra discusión en primera base sobre si tal o cual tipo estaba realmente fuera. Me gusta el lenguaje del béisbol: sliders, fastballs, carreras, entradas, y me gusta seguir los partidos por la radio y oír a Bob Murphy cuando invita a los oyentes a permanecer sintonizados para escuchar «el mejor resumen». Los comentarios en directo han comenzado a emocionarme más de lo que nunca habría esperado. De hecho, la semana pasada llegué al extremo de ponerme en pie de un salto y prorrumpir en vítores.
A Lazlo le gusta sacar las carpetas de dibujos de Matt para examinarlas, y a veces, cuando mis ojos se fatigan, él va detallándome su contenido. Yo me reclino en mi asiento y le oigo hablar de las minúsculas personitas que habitaban la Nueva York de mi hijo. La semana pasada me describió un retrato de Dave: «Dave está sentado en su butaca, tomando el fresco. Se le ve un poco cansado, pero tiene los ojos abiertos. Me gusta el modo en que Matt pintó la barba del anciano, con esas líneas retorcidas y luego enjalbegadas de pastel blanco. El bueno de Dave… probablemente estará pensando en alguna antigua novia, cavilando tristemente sobre su historia con ella. Lo sé porque Matt incluyó una pequeña arruga entre sus cejas».
Lazlo ha sido mi mano derecha en todo lo relativo al libro sobre Bill. Durante años, el proyecto se ha vuelto más amplio, luego más modesto y luego nuevamente más ambicioso. Quisiera tenerlo terminado antes de la retrospectiva que celebrará el Whitney en 2002 sobre su obra. A comienzos del verano interrumpí las revisiones que le estaba dictando a Lazlo para escribir estas páginas. Le dije que tenía un proyecto personal del que tenía que ocuparme antes de que pudiéramos continuar, pero él sospecha la verdad. Sabe que he desempolvado mi vieja máquina de escribir para la ocasión y que todos los días me paso horas y horas mecanografiando como si estuviera en trance. Escogí mi vieja Olympia porque en ella mis dedos no pierden la posición sobre el teclado con la facilidad con que lo hacen en el ordenador. «Estás forzando demasiado los ojos, Leo —me dice—. Deberías dejar que te ayudara con lo que sea que estás haciendo». Pero él no puede ayudarme con esta historia.
Antes de trasladarse a París, Violet me dijo que en Bowery había para mí una caja de libros pertenecientes a Bill. Había estado rescatando volúmenes que sabía que me gustarían y que podrían ayudarme en mi trabajo.
—Están todos marcados —me dijo—, y algunos de ellos tienen extensas anotaciones al margen.
Tardé más de dos meses en ir a recogerlos, y cuando finalmente lo hice, Mr. Bob me siguió durante toda la visita sin dejar de barrer a mi paso ni interrumpir sus arengas. Yo estaba robando al fantasma de Bill, violando el sacrosanto lugar de reposo de los muertos y desposeyendo a Belleza de su herencia. Cuando le señalé mi nombre escrito de puño y letra de Violet en una caja de cartón, él se quedó momentáneamente cortado, pero reaccionó de inmediato con un largo discurso relativo a cierto aparador hechizado que él mismo había tenido ocasión de localizar en Flushing veinte años atrás, y cuando por fin salí por la puerta con la pequeña caja entre mis brazos, me castigó con una bendición especialmente escueta.
Violet no se ha desprendido del estudio de Bowery, y sigue pagando tanto su alquiler como el de Mr. Bob. Más pronto o más tarde, el señor Aiello y sus herederos querrán hacer algo con el edificio, pero por el momento sigue siendo la misma estructura desvencijada, olvidada y habitada únicamente por un viejo tan loco como elocuente. Hoy en día, para alimentarse, Mr. Bob recurre sobre todo a comedores de caridad, y yo, más o menos una vez al mes, acudo a verle o envío a Lazlo en aquellas ocasiones en las que no me siento con fuerzas para aguantar los monólogos del anciano. Siempre que voy le llevo una bolsa de comida, lo que luego me obliga a soportar sus quejas acerca del contenido. En cierta ocasión me acusó de «carecer de paladar». Así y todo, he percibido una leve mejora en su actitud hacia mí. Su hostilidad ya no es tan vituperadora, y sus bendiciones se han tornado más prolongadas y floridas. De todos modos, mis visitas a Mr. Bob no son producto del altruismo, sino del placer que me produce escuchar sus barrocas despedidas, sus invocaciones a la Divinidad, los serafines, el Espíritu Santo y el Cordero de Dios. Me encantan las creativas perversiones que hace de los salmos. Su favorito es el 38, que altera libremente según sus propósitos, invocando al Señor para que mantenga mis muslos libres de enfermedades nefandas y conserve la lozanía de mis carnes. «Oh, Señor, no permitas que se vea gravemente quebrantado —vociferó Bob a mis espaldas la última vez que visité Bowery—, ni dejes que las tribulaciones aflijan sus jornadas».
No encontré las cartas de Violet hasta mayo. Había abierto algunos de los otros libros, pero nunca el volumen de dibujos de Leonardo da Vinci, que estaba reservando para cuando comenzara mi investigación sobre Ícaro. Estaba seguro de que esa obra inacabada de Bill estaba influenciada por los dibujos del maestro, y ello tal vez no de un modo directo sino simplemente porque el artista había realizado esbozos de una máquina voladora. Yo llevaba algún tiempo esquivando el Ícaro. Me parecía imposible escribir sobre él sin mencionar a Mark. Pero tan pronto como abrí el libro, las cinco cartas cayeron al suelo. Tardé sólo unos segundos en comprender lo que había descubierto, y de inmediato comencé a leer. Leía y descansaba, leía y descansaba, casi jadeante a causa del esfuerzo, pero constantemente ávido por llegar a la siguiente palabra. Me alegro de que nadie me viera descifrar aquellas cartas de amor. Sofocado, aturdido, parpadeante y agotado, logré por fin leer las cinco en el curso de un par de horas, tras lo cual cerré los ojos y los mantuve cerrados durante largo tiempo.
«¿Recuerdas cuando me dijiste que tenía unas rodillas preciosas? A mí nunca me gustaron mis rodillas. De hecho, me parecían feas. Pero tus ojos las han rehabilitado. Tanto si vuelvo a verte como si no, tengo toda una vida por delante con dos rodillas preciosas». Las cartas estaban llenas de pequeñas reflexiones como aquélla, pero también había escrito: «Te quiero. En este momento es importante que te lo diga. Antes me contuve porque era una cobarde. Pero ahora te lo estoy gritando. E incluso si te pierdo, siempre me diré a mí misma: “Tuve eso. Le tuve a él, y fue algo delirante y dulce y sagrado”. Y si me dejas, siempre adoraré a ese ser extraño, salvaje y pintor que eres para mí».
Antes de enviar las cartas a la dirección de Violet en París las fotocopié y guardé las copias en mi cajón. Querría haber sido más noble. Resistirme a leerlas era probablemente superior a mí, pero de haber tenido mejor los ojos tal vez no habría hecho esas copias. No las guardo para estudiar su contenido. Eso sería demasiado difícil. Conservo las cartas como otros tantos objetos, seducido por sus diversas metonimias. Hoy en día, cuando saco todas mis cosas, rara vez separo las cartas de Violet a Bill de la pequeña foto que conservo de los dos, pero siempre mantengo la navaja de Matthew y el trocito de cartón alejados del resto de mis reliquias. Aquellos Donuts devorados en secreto y el presente robado se hallan demasiado impregnados de Mark y de mis propios temores. Son temores que se remontan aún más allá del asesinato de Rafael Hernández, y cuando practico mi juego de objetos móviles a menudo me siento tentado de desplazar las fotografías de mi tía, mi tío, mis abuelos y las dos gemelas hasta las proximidades de la navaja y del cartón. En esos momentos es como si el juego flirteara con el terror, y me siento tan próximo al borde del abismo que siento como si cayera, como si me hubiera arrojado desde la azotea de un edificio. Me precipito hacia el suelo, y en la vorágine de la caída me pierdo en algo informe pero ensordecedor. Es como penetrar en un grito… como ser un grito. Y entonces me retiro, retrocedo del borde como si me asaltara un ataque de fobia, y dispongo todo de un modo diferente. Talismanes, iconos, conjuros: estos objetos constituyen mis frágiles escudos de significado. Los movimientos del juego han de ser racionales. Me obligo a elaborar una argumentación coherente para cada asociación, pero en el fondo se trata de un juego mágico en el que yo soy el nigromante que invoca a los espíritus de los muertos, los ausentes y los imaginarios. Al igual que O cuando pinta un cuarto de vaca porque tiene hambre, yo invoco fantasmas que no pueden satisfacerme, pero esa invocación posee un poder propio. Los objetos se convierten en musas de la memoria.
Las historias que relatamos sobre nosotros mismos sólo pueden narrarse en pasado. El pasado se remonta hacia atrás desde donde ahora nos encontramos, y ya no somos actores de la historia sino espectadores que se han decidido a hablar. En ocasiones, el rastro que dejamos se ve señalado por guijarros como los que Hansel dejaba a su paso. En otras, el rastro desaparece porque los pájaros han descendido al alba y han devorado todas las migajas. La historia vuela sobre las lagunas, rellenándolas con las hipotaxis de un «y» o un «y entonces». Yo mismo lo he hecho en estas páginas para no salirme de un camino que sé interrumpido por baches superficiales y varios pozos más profundos. Escribir es un modo de localizar mi hambre, y el hambre no es sino un vacío.
En una versión de la historia, el chamuscado trozo de la caja de los Donuts podría representar el hambre. Creo que Mark padecía una constante hambre de algo. ¿Pero de qué? Quería que yo le creyera y le admirara. Era lo que más anhelaba, al menos durante el tiempo en que estábamos mirándonos a los ojos. Tal vez esa necesidad era lo único íntegro y sincero que había en él, y le convertía en un ser radiante. Poco importaba que apenas sintiera algo por mí o que no sintiera nada o que tuviera que fingir para ganarse mi admiración. Lo que importaba era que percibía mi confianza en él. Pero el placer que experimentaba al complacer a los demás siempre era efímero. Insaciable, se atiborraba de Donuts y de chucherías, de dinero y objetos robados, de medicamentos y de la propia persecución.
Carezco en mi cajón de un objeto que corresponda a Lucille. No habría sido difícil rescatar algún vestigio de ella, pero nunca lo hice. Bill la siguió durante largo tiempo, como una criatura que habitaba en su mente y a la que nunca lograba localizar. Quién sabe si Mark no la buscaba también. Lo desconozco. Incluso yo la seguí durante un tiempo, hasta que me vi ante un callejón sin salida. Era poderosa, la noción de Lucille, pero ignoro en qué consistía esa idea si no en la propia evasión, que como mejor puede expresarse es mediante la nada. Bill convertía aquello que le eludía en objetos reales que pudieran soportar el peso de sus necesidades, sus dudas y sus deseos: pinturas, cajas, puertas, y todos esos niños que filmó en vídeo. El padre de tantos miles. Tierra y pintura y vino y cigarrillos y esperanza. Bill. El padre de Mark. Aún me parece verle meciendo a su hijito en aquella cama azul con forma de barco que le construyó en Bowery, y aún le oigo cantar en voz baja y ronca: «Take a walk on the wild side». Bill adoraba a su niño permutado, a su hijo neutro, a su pequeño fantasma. Amaba al niño-hombre que aún vaga de ciudad en ciudad y que sigue echando mano de su bolsa de viaje cada vez que necesita un rostro y una voz que ponerse.
Violet aún sigue buscando esa dolencia que flota en el aire, el Zeitgeist que masculla a sus víctimas: gritad, ayunad, comed, matad. Está buscando los vientos-ideas que azotan las mentes de las personas para luego convertirse en cicatrices del paisaje. Pero aún no está claro el modo en que el contagio pasa del exterior al interior. Se desplaza a través del lenguaje, de las imágenes, de los sentimientos y de algo más que no sé nombrar, algo que habita entre todos nosotros. Hay días en que me sorprendo a mí mismo recorriendo las habitaciones de un apartamento de Berlín. Está en el número 11 de Mommenstrasse. El mobiliario aparece algo desdibujado, y ya no queda nadie en su interior, pero aún puedo percibir la energía de sus estancias vacías y la luz que penetra por las ventanas. La amargura de un lugar que ya no es ninguna parte. Luego abandono el lugar al igual que hiciera mi padre, y pienso en el día que dejó de buscar sus nombres en las listas, en el día en que lo supo. Resulta difícil vivir con el absurdo: con ese macabro y atroz absurdo. Él no fue capaz. Y mi madre fue encogiéndose antes de morir. Se la veía diminuta en su cama de hospital, y su brazo pecoso, extendido sobre la sábana, era como un palo cubierto por una piel pálida y fláccida. Por entonces no hablaba de otra cosa que de Berlín y de la huida y de Hampstead y de los alemanes y de la confusión. Cuarenta años se habían esfumado de su mente, y llamaba en voz alta a mi padre. Era Mutti, envuelta por las tinieblas.
Violet recogió las ropas de trabajo de Bill y se las llevó a París. Supongo que aún se las pondrá de vez en cuando, y que hallará consuelo en ellas. Cuando la evoco vestida con la raída camisa de Bill y sus vaqueros manchados de pintura, siempre le ofrezco un Camel, y denomino a esa imagen mental Autorretrato. Ya nunca pienso en ella sentada al piano. La lección terminó por fin con un beso auténtico que la alejó de mí. Es curioso, cómo funciona la vida, cómo cambia y divaga, cómo unas cosas se convierten en otras. Matthew pintó frecuentemente a un anciano al que llamó Dave. Pasan los años y resulta que a quien estaba pintando era a su propio padre. Y Dave, ahora, soy yo. Un Dave con parches en los ojos.
En el piso de arriba se ha instalado una nueva familia. Hace dos años, Violet vendió el loft a los Wakefield por un montón de dinero. Todas las tardes oigo a sus dos hijos, Jacob y Chloe, y las bombillas de mi casa se estremecen con las danzas de guerra rituales que llevan a cabo antes de acostarse. Jacob tiene cinco años, Chloe ya ha cumplido tres, y son dos profesionales del ruido. Supongo que si no dejaran de armar escándalo durante horas terminarían por irritarme, pero ya me he acostumbrado a sus estallidos de rutina a eso de las siete. Jacob duerme en la antigua habitación de Mark, y Chloe ocupa lo que solía ser el estudio de Violet. En el salón hay un tobogán de plástico donde antes estaba el sofá rojo. Y todas las historias verdaderas tienen diversos finales posibles. El mío es el siguiente: los niños del piso de arriba deben de estar dormidos, porque en las estancias que hay sobre mi cabeza reina la calma. Son las ocho y media de la tarde del 30 de agosto de 2000. He cenado y he recogido los platos. Y ahora voy a dejar de mecanografiar para sentarme en mi butaca y descansar la vista. Lazlo llegará dentro de media hora para leerme.