Ocho días después, Matt murió. El 5 de julio, a eso de las tres de la tarde, salió a navegar en canoa por el río Delaware con tres monitores y otros seis chicos. Su embarcación chocó contra una roca y volcó. Matt salió despedido y se golpeó la cabeza con un peñasco. El impacto le hizo perder el conocimiento, y a pesar de tratarse de aguas superficiales, se ahogó antes de que nadie pudiera llegar hasta él. Érica y yo nos pasamos meses recreando una y otra vez la secuencia de los acontecimientos en busca del culpable. Al principio le echamos la culpa al monitor de Matt, Jason, que viajaba en la popa, porque todo había sucedido por una diferencia de pocos centímetros. De haberse desviado Jason ligeramente hacia la derecha, el accidente no se habría producido. De haberlo hecho hacia la izquierda la colisión se habría producido igualmente, pero Matt no se habría golpeado la cabeza contra la roca. Culpábamos también a un chico llamado Rusty, que pocos instantes antes del choque se había puesto de pie en el interior de la embarcación para menear las nalgas en dirección a Jason. En aquellos segundos el monitor había perdido de vista los rápidos que rizaban la superficie del agua frente a él. Centímetros y segundos. Cuando Jim y un muchacho llamado Cyrus sacaron a Matthew del agua no sabían que estaba muerto. Jim le aplicó la respiración boca a boca, insuflando aire en el cuerpo inerte de Matt y expulsándolo después. Detuvieron un automóvil que pasaba por la carretera y el conductor, un tal señor Hodenfield, les llevó a toda velocidad al centro sanitario más próximo, el Grover M. Hermann Community Hospital de Callicoon, Nueva York. Jim no dejó en ningún momento de practicarle la respiración asistida a Matt, oprimiendo su pecho y soplando una y otra vez en su interior, pero al llegar al hospital los médicos solo pudieron certificar su muerte. Qué extraña palabra, la de «certificar». El niño ya había muerto, pero hasta que no la pronunciaron en la sala de urgencias no se supo que todo había terminado. Esa certificación convirtió lo sucedido en real.
Fue Érica quien aquella misma tarde respondió a la llamada telefónica. Yo me encontraba en la cocina, a poco más de un metro de distancia de ella. Advertí que se le demudaba el semblante, y entonces la vi aferrarse al borde de la encimera y exhalar débilmente la palabra «No». A pesar de que era un día caluroso no habíamos conectado el aire acondicionado y yo estaba sudando, pero al verla empecé a sudar mucho más. Érica garabateaba palabras en un bloc. Le temblaba la mano, y tuvo que tragar por falta de aire mientras escuchaba lo que le decía aquella voz. Yo supe que aquella llamada tenía que ver con Matthew. Había oído a Érica repetir la palabra «accidente» y la había visto escribir el nombre del hospital. Me dispuse a partir. Un torrente de adrenalina recorría todo mi cuerpo. Corrí en busca de la cartera y las llaves del coche, y cuando regresé al salón con el llavero en la mano Érica me dijo: «Leo, ese hombre que ha llamado por teléfono. Dice que Matt está muerto». Dejé de respirar, cerré los ojos y me dije a mí mismo lo que acababa de oírle a Érica. No, dije. Sentí que me invadía una sensación de náusea y que se me doblaban las rodillas, y me apoyé en la mesa para sostenerme. Las llaves tintinearon al chocar con la superficie de madera, y me senté. Érica seguía aferrada al extremo opuesto de la mesa. Contemplé sus nudillos pálidos y luego alcé la mirada hacia su rostro contraído.
—Tenemos que ir a buscarle —dijo.
Conduje yo. Las líneas blancas y amarillas que se sucedían en el asfalto negro de la carretera acaparaban toda mi atención. Me concentré en las líneas y en ver cómo desaparecían bajo las ruedas. El sol me deslumbraba a través del parabrisas, y de vez en cuando tenía que guiñar los ojos a pesar de las gafas oscuras. Junto a mí viajaba una mujer a la que apenas reconocía: pálida, inmóvil y aturdida. Sé que Érica y yo le vimos en el hospital y que nos pareció que estaba flaco. Tenía las piernas tostadas por el sol, pero su rostro había cambiado de color. Tenía los labios azulados y las mejillas grises. Era Matthew y no era Matthew. Érica y yo recorrimos diversos pasillos y hablamos con el forense y llevamos a cabo las formalidades necesarias envueltos por esa recogida atmósfera de deferencia que se crea en torno a las personas sobre las que acaba de abatirse la congoja, pero lo cierto es que el mundo ya no parecía ser el mundo, y siempre que recuerdo aquella semana, con el funeral, y el cementerio, y las personas que acudieron, todo se me aparece como impregnado de cierta superficialidad, como si mi perspectiva hubiera cambiado y todo cuanto entonces veía hubiera perdido la consistencia que hasta antes poseyera.
Supongo que esa pérdida de relieve es producto de la incredulidad. No basta con saber la verdad. Todo mi ser rechazaba la muerte de Matt, y esperaba en todo momento verle entrar por la puerta. Le oía rebullir en su habitación y subir por las escaleras. En una ocasión le oí decir «Papá». El sonido de su voz me llegó tan claro como si hubiera estado a medio metro de distancia. El convencimiento de lo ocurrido habría de aposentarse muy lentamente, y revelarse tan sólo a ratos perdidos, en momentos que parecían taladrar la superficie de aquel peculiar escenario que había venido a sustituir el mundo que me rodeaba. Dos días después del funeral estaba vagando por el piso cuando de pronto oí un ruido procedente del dormitorio de Matt. Al atisbar por la rendija de la puerta vi a Érica tendida en su cama. Yacía hecha un ovillo bajo las sábanas y se mecía a sí misma hacia delante y hacia atrás con los dientes clavados en la almohada, que mantenía aferrada entre sus brazos. Me acerqué a ella y me senté en el borde de la cama, pero el movimiento no cesó. La funda de la almohada aparecía húmeda, salpicada de manchas de lágrimas y saliva. Deposité una mano sobre su hombro, pero ella giró bruscamente el torso en dirección a la pared y comenzó a gritar, profiriendo unos gemidos roncos y guturales que brotaban de lo más profundo de su garganta. «¡Quiero a mi niño! ¡Fuera de aquí! ¡Quiero a mi niño!». Retiré la mano. Ella golpeaba la pared y la cama con los puños. Sollozaba y vociferaba las mismas palabras una y otra vez. Yo sentía como si sus gritos me arrancaran los pulmones, y a cada nuevo alarido mi respiración se interrumpía. Allí sentado, mientras oía llorar a Érica, sentí miedo, pero no de su dolor sino del mío. Dejé que los sonidos que emitía rasgaran y desgarraran mi entrañas. Sí, me dije. Todo esto es cierto. Todo cuanto estoy oyendo es real. Miré al suelo y me imaginé a mí mismo allí tendido. Para que esto acabe, pensé, tan sólo para que esto acabe. Me sentía reseco. Ése era el problema: me sentía reseco como un hueso viejo, y envidiaba los lamentos y los gemidos de Érica. Mi cuerpo no experimentaba aquella reacción, pero dejé que ella prosiguiera con su duelo. Terminó cobijando la cabeza en mi regazo, y yo me quedé contemplándola: tenía el rostro aplastado, con la nariz enrojecida y los ojos hinchados. Deposité cuatro dedos sobre uno de sus pómulos y los deslicé lentamente hasta la barbilla. «Matthew —le dije. Y al cabo de un instante lo repetí—. Matthew».
Érica alzó la mirada hacia mí. Sus labios temblaban.
—Leo —me dijo—. ¿Cómo vamos a vivir?
Los días se hacían largos. Supongo que entonces, como siempre, seguirían acudiendo pensamientos a mi mente, pero no los recuerdo. Me pasaba la mayor parte del tiempo sentado. No leía, ni lloraba, ni me mecía convulsivamente, ni me movía. Me sentaba en la butaca en la que a menudo me siento todavía hoy y me quedaba mirando por la ventana, absorto en el tráfico y en los peatones que desfilaban con sus bolsas de la compra. Veía pasar los taxis amarillos, observaba a los turistas, con sus camisetas y sus pantalones cortos, y luego, al cabo de unas horas, entraba en la habitación de Matt y tocaba sus cosas. Nunca cogía nada. Deslizaba los dedos por su colección de discos de rock, tentaba las camisetas dobladas en el cajón o depositaba las manos sobre su mochila, aún llena de ropa sucia procedente del campamento. Palpaba su cama deshecha. No hicimos la cama en todo el verano, y tampoco movimos ni uno solo de los objetos de la estancia. Más de una mañana, al amanecer, descubrí que Érica se había trasladado a la cama de Matthew. Ella, algunas veces, recordaba haberse encaramado al lecho de su hijo en medio de la noche; otras, no.
Había empezado de nuevo a caminar en sueños; no todas las noches, pero sí en torno a un par de veces por semana. Durante aquellos trances ambulatorios, siempre se la veía a la búsqueda de algo. Abría los cajones de la cocina y rebuscaba en el interior de los armarios. Extraía los libros de los estantes de su estudio y escrutaba la madera desnuda en la que habían reposado. Una noche me la encontré de pie en mitad del pasillo. Sus dedos hicieron girar un picaporte invisible, su mano empujó una puerta inexistente y comenzó a gesticular como si pretendiera aferrar el aire. Yo, temeroso de perturbarla, la dejé hacer. Dormida, poseía una determinación de la que carecía en estado de vigilia, y cuando la notaba estirarse e incorporarse junto a mí, yo me levantaba con ella y la seguía de cerca por todo el loft hasta que concluía con su ritual de búsqueda. Me convertí en un espectador nocturno, en el celoso vigilante de las aletargadas andanzas de mi mujer. Había noches en las que me situaba ante la puerta del rellano por temor a que pudiera marcharse y extender sus pesquisas a las calles, pero fuera lo que fuese lo que intentaba encontrar, pienso que debía de situar su pérdida en el ámbito de la vivienda. A veces mascullaba: «Sé que lo guardé en algún sitio. Estaba aquí», pero nunca pronunciaba el nombre del objeto en cuestión. Al cabo de un rato abandonaba su empeño, se encaminaba al dormitorio de Matthew, se metía en su cama y dormía hasta el amanecer. Alguna vez, durante las primeras semanas, hice mención de sus vagabundeos, pero luego desistí. No tenía nada nuevo que contarle, y con mis descripciones de sus registros inconscientes no conseguía sino hacerla sufrir más.
No sabíamos cómo renunciar a él, cómo existir. No lográbamos acoplarnos de nuevo a los ritmos de la vida ordinaria. La simple rutina de levantarse, recoger el periódico del rellano y sentarse a desayunar se convirtió en la cruel pantomima de un día a día que ahora debíamos ejecutar en la ensordecedora ausencia de nuestro hijo. Y aunque Érica se sentaba a la mesa frente al habitual cuenco de cereales, no le era posible comer. Nunca había sido precisamente hambrona, y poseía una complexión delgada, pero al concluir el verano había perdido más de cinco kilos. Tenía las mejillas hundidas, y cuando me sentaba frente a ella me parecía distinguir la silueta de su cráneo. Yo le insistía una y otra vez para que comiera, pero mis esfuerzos eran más bien desganados, porque tampoco a mí me era posible disfrutar de la comida que tenía en el plato, y me limitaba a introducírmela a la fuerza en la boca. Era Violet quien se encargaba de alimentarnos. Comenzó a prepararnos la cena a Érica y a mí al día siguiente de morir Matt, y no dejó de hacerlo hasta bien entrado el otoño. Al principio siempre llamaba con los nudillos antes de entrar, pero a partir de entonces nos habituamos a dejarle la puerta abierta. Todas las tardes oía sus pasos en la escalera y luego la veía entrar con sus sartenes cubiertas de papel de aluminio. En los días inmediatamente posteriores a la muerte de Matt, apenas hizo intentos por conversar con nosotros, y ambos agradecimos su silencio. Se limitaba a anunciar el nombre de los platos —«Lasaña, ensalada», o «Pollo con judías y arroz»— y a continuación depositaba los recipientes sobre la mesa, los destapaba y procedía a servir los platos. Durante todo el mes de agosto se quedó con nosotros durante la cena para animar a Érica a comer. Se encargaba de cortarle los alimentos, y mientras ella los mordisqueaba indecisa, Violet aprovechaba para aplicarle masaje en los hombros o acariciarle la espalda. A mí también me tocaba, pero de distinto modo. Me asía el brazo por encima del codo y lo oprimía con fuerza, no sé muy bien si para tranquilizarme o para obligarme a reaccionar.
Dependíamos de ella, y hoy, cuando lo recuerdo, soy consciente de cuánto se esforzó. Aunque Bill y ella salieran a cenar fuera, no por ello dejaba de prepararnos la cena y de dejárnosla al partir, y para la quincena de vacaciones que ella y Bill tomaron en agosto nos llenó el congelador de recipientes que previamente había etiquetado con el nombre de los días de la semana. Nos llamaba todos los días a las diez desde Connecticut para ver qué tal estábamos, y concluía la conversación diciendo: «En cuanto colguemos, sacad del refrigerador la bandeja que pone miércoles y así se habrá descongelado para la hora de la cena».
Bill acudía a vernos en solitario. Ni Violet ni él lo mencionaron jamás, pero creo que preferían venir separados en lugar de juntos para que Érica y yo tuviéramos más horas de compañía. Aproximadamente dos semanas después del funeral, trajo consigo una acuarela que Matt había pintado durante una de sus visitas al estudio. Era otro paisaje urbano. Érica, al verlo, le dijo: «Creo que ya la veré en otro momento, si no te importa. Ahora no puedo. Sencillamente, no puedo…». Nos dejó solos, enfiló el pasillo y pude oír cómo cerraba la puerta de nuestro dormitorio tras ella. Bill trajo una silla, se sentó junto a mí y colocó la acuarela frente a nosotros, en la mesita auxiliar.
—¿Distingues el viento? —dijo.
Yo observé atentamente la escena.
—Fíjate en estos árboles combados, y en estos edificios. Toda la ciudad parece sacudida por el viento. Es una escena estremecida. Once años tenía, Leo, y fue capaz de hacer esto. —Bill iba recorriendo las imágenes con el dedo—. Observa a esta mujer que recoge latas, y a la niña vestida de bailarina que pasa en compañía de su madre. No te pierdas el cuerpo de este hombre ni el modo en que camina, luchando contra la fuerza del aire. Y aquí está Dave dando de comer a Durango…
A través de una ventana distinguí al anciano. Aparecía inclinado sobre el suelo con un cuenco entre las manos. La barba le colgaba separada del pecho debido a su postura encorvada.
—Sí —dije—. Dave siempre anda por ahí.
—Pintó este cuadro para ti —dijo Bill—. Es tuyo.
Recogió la acuarela y la depositó sobre mi regazo. Yo la examiné cuidadosamente, procurando fijarme en todos los personajes que transitaban por la calle. Una bolsa de plástico y un periódico revoloteaban sobre el pavimento agitados por el viento; y entonces, a medida que alzaba la mirada, distinguí una figura diminuta encaramada a la azotea del edificio de Dave: era la silueta de un niño. Bill le señaló con el dedo.
—Carece de rostro. Matt me dijo que lo prefería así…
Yo me acerqué el papel a los ojos.
—Y no tiene los pies apoyados en el suelo —dije lentamente. Aquel chiquillo desprovisto de facciones sostenía algo en la mano: una navaja con todas sus hojas desplegadas, como las puntas de una estrella.
—Es el Niño Fantasma —dije—, y lleva consigo la navaja que perdió Matt.
—Es para ti —repitió Bill.
Yo, en aquel momento, acepté la explicación, pero hoy en día me pregunto si Bill no se inventaría la historia del regalo. Depositó una mano sobre mi hombro. Yo ya temía que pudiera pasar aquello, y permanecí rígido porque no quería que me tocara. Al volverme hacia aquel hombre que tenía junto a mí, sin embargo, pude observar que estaba llorando. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, y en ese momento comenzó a sollozar ruidosamente.
Después de aquello Bill adquirió la costumbre de venir todos los días a sentarse conmigo frente a la ventana. Regresaba de su estudio algo más temprano de lo acostumbrado, y siempre a la misma hora: las cinco en punto de la tarde. A menudo apoyaba la mano en uno de los brazos de mi butaca y no la apartaba de allí hasta que se marchaba, aproximadamente una hora más tarde. Me contaba historias de su niñez con Dan y anécdotas de la época en la que era un joven artista y vagaba por Italia. Me describió su primer trabajo como pintor de interiores en Nueva York: lo había conseguido en un burdel cuya clientela se componía casi exclusivamente de judíos hasídicos. Me leía artículos de Artforum. Me hablaba de la conversión de Philip Guston, del Maus de Art Spiegelman y de los poemas de Paul Celan. Yo raramente le interrumpía, pero él tampoco parecía esperar respuesta. En ningún momento intentó evitar el tema de Matthew, y a veces me contaba las conversaciones que habían mantenido en el estudio.
—Quería saberlo todo sobre la línea, Leo. Desde el punto de vista metafísico, quiero decir: sobre los bordes de las cosas que contemplamos; quería saber si las manchas de color poseen líneas, o si la pintura era en sí superior al dibujo. Me dijo que había soñado varias veces que penetraba en el sol pero sin poder ver nada, porque la luz le cegaba.
Bill siempre hacía una pausa después de mencionar a Matt. Los días en que Érica se sentía lo bastante fuerte como para acompañarnos se tendía en el sofá, a unos metros de distancia. Me consta que nos escuchaba, porque a veces alzaba la cabeza y decía: «Sigue, Bill», y él, entonces, reanudaba su monólogo. Yo oía todo lo que decía, pero sus palabras me sonaban amortiguadas, como si estuviera hablando a través de un pañuelo. Antes de partir, retiraba la mano de mi butaca, me oprimía el brazo con fuerza y decía: «Aquí estoy, Leo. Aquí estamos». Durante un año, Bill vino a vernos todos los días a no ser que se encontrara fuera de la ciudad. Cuando estaba de viaje, llamaba por teléfono más o menos a la misma hora de su visita habitual. Sin él, creo que me hubiera agostado por completo hasta desaparecer arrastrado por el viento.
Grace se quedó con nosotros durante la primera semana de septiembre. La muerte de Matt la había convertido en una mujer silenciosa, pero siempre que le mencionaba se refería a él como «mi niño chico». A juzgar por su modo de respirar, parecía llevar la amargura aposentada en el pecho, y sus voluminosos senos se alzaban y descendían mientras ella sacudía la cabeza.
—Es incomprensible —me decía—. Es algo que no podemos controlar.
Encontró trabajo con otra familia del vecindario, y el día que nos dejó me sorprendí observando su cuerpo. A Matt siempre le había encantado la plenitud de Grace. En cierta ocasión le había comentado a Érica que en el regazo de Grace uno podía sentarse sin encontrar huesos puntiagudos que estorbaran su comodidad. Pero la generosidad de proporciones de aquella mujer no sólo era física, sino también espiritual. Grace terminó mudándose a Sunrise, Florida, donde aún vive en un piso con el señor Thelwell. Érica y ella siguen escribiéndose a pesar de los años transcurridos, y según me cuenta Érica, Grace aún conserva en el salón una fotografía de Matt junto a los retratos de sus seis nietos.
Aquel otoño, justamente antes de que Érica y yo volviéramos al trabajo, Lazlo vino a visitarnos. No le veíamos desde el día del funeral. Entró por la puerta con una caja de cartón, nos saludó con una inclinación de cabeza y la depositó en el suelo. A continuación, procedió a desenvolver el objeto que contenía y a depositarlo sobre la mesita auxiliar. Las maderitas azules que componían la pequeña escultura no tenían nada que ver con las obras anatómicas que había visto hasta entonces. De una base plana de color azul oscuro se elevaban unos frágiles rectángulos abiertos. El aspecto de la pieza era el de una ciudad de palillos, y llevaba adherida a la base una etiqueta con el título: En memoria de Matthew Hertzberg. Lazlo no se atrevía a mirarnos. «Será mejor que me vaya», farfulló, pero Érica alargó los brazos hacia él y le retuvo antes de que pudiera dar un paso, rodeando su delgada cintura y estrechándole contra ella. Lazlo extendió torpemente los brazos y los mantuvo alzados en el aire. Durante unos instantes, los conservó así, como si dudara entre salir corriendo o no, pero al fin los enlazó en torno a Érica. Sus dedos permanecieron unos momentos en leve contacto con la espalda de ella hasta que, finalmente, apoyó la barbilla sobre su cabeza. Su rostro dibujó un fugaz espasmo que le hizo fruncir los labios, pero desapareció de inmediato. Yo le estreché la mano, y mientras sus cálidos dedos oprimían los míos tragué saliva con fuerza y volví a hacerlo al cabo de un instante. En ambas ocasiones, noté que el gesto producía en el interior de mi cabeza un fragor similar al de un cañonazo distante.
Cuando Lazlo se hubo marchado, Érica se volvió hacia mí.
—Nunca lloras, Leo. No has llorado ni una sola vez. Ni una.
Yo contemplé sus ojos enrojecidos, su nariz húmeda y sus labios temblorosos. En ese momento me repelía.
—No —dije—. No he llorado.
Ella percibió la cólera reprimida que traslucían mis palabras y se quedó mirándome con la boca abierta. Yo me volví de espaldas y me alejé a lo largo del pasillo. Entré en el dormitorio de Matthew y me detuve un instante junto a su cama hasta que, de pronto, estrellé el puño contra la pared de escayola. El tabique pareció ceder bajo el golpe, y un relámpago de dolor me recorrió toda la mano. La sensación, sin embargo, me pareció agradable; no: más que agradable. Noté un alivio intenso y enardecedor, pero éste no duró. Podía sentir en mi espalda los ojos de Érica, que me contemplaba desde el umbral. Cuando me volví a mirarla, dijo:
—¿Qué has hecho? ¿Se puede saber qué le has hecho a la pared de Matt?
Tanto Érica como yo nos aplicamos con denuedo a nuestros respectivos trabajos, pero vivíamos la rutina y la familiaridad de nuestros deberes más como una recreación de nuestras antiguas vidas que como una continuación de las mismas. Yo recordaba perfectamente al Leo Herzberg que había enseñado en el departamento de Historia del Arte antes de la muerte de Matt, y descubrí que podía suplantarle sin ninguna dificultad. Al fin y al cabo, mis alumnos no me necesitaban a mí: le necesitaban a él, al hombre que corregía sus exámenes y respetaba el horario de clases. Si acaso, continué desempeñando mis deberes más escrupulosamente que antes. En tanto siguiera con mi trabajo, nadie podría acusarme de nada, y no tardé en descubrir que mis colegas y alumnos, conscientes de la pérdida de mi hijo, me protegían con sus propios muros de respetuoso silencio. Advertí igualmente que también Érica había adoptado una actitud similar. Durante la hora siguiente a su regreso cotidiano de Rutgers todos sus gestos eran bruscos y mecánicos, y luego insistía en quedarse hasta tarde corrigiendo exámenes. Cuando la oía conversar por teléfono con sus colegas su voz sonaba como una parodia cinematográfica de la secretaria eficiente, y aunque yo me sentía retratado en su rostro crispado y resuelto, no era aquél un reflejo que me agradara, y cuanto más lo contemplaba más repulsivo me parecía.
La diferencia entre nosotros era que la pose de Érica se desmoronaba día a día. A finales de verano dejó de caminar en sueños. Antes bien, se encerraba en el cuarto de Matt y lloraba sobre su cama hasta que la fatiga terminaba por secarle las lágrimas. El dolor de Érica era un dolor volátil. Durante meses, acudí a sentarme junto a ella en la cama de Matt, sin saber jamás qué podía esperar. Había noches en las que se aferraba a mí y me besaba las manos y el rostro y el pecho, y otras en las que me golpeaba los brazos y el torso. Había noches en las que me suplicaba que la abrazara para luego apartarme violentamente tan pronto como la tenía entre mis brazos. Al cabo de un tiempo descubrí que mis reacciones ante Érica tenían algo de robótico. Procuraba cumplir con mi obligación de estrecharla o, en aquellos casos en los que le apetecía tenerme a su lado, de permanecer sentado y en silencio a pocos metros de ella, pero los gestos y las palabras que intercambiábamos parecían evaporarse de inmediato sin dejar a su paso el menor rastro. Con qué gusto me hubiera quedado sordo cada vez que Érica sacaba a relucir a Rusty o a Jason. Y cuando me acusaba de estar «catatónico», yo me limitaba a cerrar los ojos. Habíamos dejado de dormir juntos en la misma cama. Ya no había sexo entre nosotros, y yo ni siquiera me tocaba. A veces sentía la tentación de masturbarme, pero intuía que a pesar del alivio que ello pudiera prestarme se cernía también sobre mí la amenaza de un profundo abatimiento posterior.
En diciembre Érica fue al médico para consultarle sobre su peso, y él la envió a una colega que era también psicoanalista. A partir de entonces acudió todos los viernes a visitar a la doctora Trimble en su consulta de Central Park West. La doctora Trimble pidió verme también a mí, pero yo me negué a ir. Lo último que me apetecía era tener a un completo extraño aguijoneándome la mente en busca de traumas infantiles y formulándome preguntas sobre mis padres. Debería haber ido, sin embargo. Hoy en día me resulta evidente. Debería haber ido porque Érica quería que fuera. Mi negativa se convirtió en la manifestación inequívoca de un alejamiento sin posibilidad de vuelta atrás. Mientras Érica hablaba con la doctora Trimble yo me pasaba una hora en casa escuchando a Bill y, después de que se marchara, me quedaba mirando por la ventana. Me dolía todo el cuerpo. El dolor se había afianzado en mis brazos y en mis piernas, y sufría de una rigidez muscular que ya se había vuelto crónica. Mi mano derecha, la misma que había estrellado contra la pared, tardó largo tiempo en sanar. Me había roto el dedo corazón, y la colisión me dejó una gruesa protuberancia junto al nudillo. Aquel pequeño desfiguramiento y mi cuerpo dolorido constituían mi única satisfacción, y a menudo aprovechaba los ratos que pasaba sentado en mi butaca para frotarme lentamente el dedo.
Érica bebía continuamente latas de cierto nutriente líquido llamado Ensure, y por las noches se tomaba una pastilla para dormir. A medida que transcurrían los meses fue mostrándose conmigo mucho más afectuosa que antes, pero aquella nueva y solícita actitud tenía algo de impersonal, como si estuviera dirigida a un vagabundo callejero más que a su marido. Dejó de dormir en la cama de Matt y regresó a la nuestra, pero yo rara vez la acompañaba: prefería quedarme en mi butaca. Una noche de febrero me desperté y la sorprendí tapándome con una manta. En lugar de abrir los ojos opté por fingir que seguía dormido. Noté que depositaba los labios sobre mi frente, y me imagine atrayéndola hacia mí y besándola en el cuello y en los hombros, pero no lo hice. En aquella época yo era como un hombre atenazado por una pesada armadura, y vivía en el interior de aquella fortaleza corpórea alimentado por un único deseo: No me dejaré consolar. Por perverso que aquel anhelo pudiera ser, yo lo percibía como un salvavidas, como el último retazo de certidumbre que aún me restaba. Estoy absolutamente seguro de que Érica era consciente de lo que sentía, y en marzo me anunció que iba a producirse un cambio.
—He decidido aceptar el puesto que me ofrecían en Berkeley, Leo. Siguen queriendo que trabaje con ellos.
Estábamos cenando comida china que habíamos solicitado a domicilio. Alcé la mirada de mi caja de pollo con brécol y examiné su expresión.
—¿Qué es esto? ¿Tu manera de pedir el divorcio? —dije.
La palabra «divorcio» poseía un timbre peculiar, y me di cuenta de que hasta entonces nunca me había venido a la mente.
Érica sacudió la cabeza y fijó la mirada en la superficie de la mesa.
—No, no quiero el divorcio. No sé si me quedaré allí. Lo único que sé es que no puedo seguir viviendo en el mismo lugar en el que vivía Matt, y que tampoco puedo estar contigo, porque… —hizo una pausa—. Porque tú también estás muerto, Leo. No te he ayudado. Lo sé. He pasado mucho tiempo como loca, y me he portado mal.
—No —le dije—. No te has portado mal. —No podía soportar mirarla, de modo que volví la cabeza y me dirigí a la pared—. ¿Estás segura de que quieres irte allí? Los traslados también resultan duros para las personas, ya lo sabes.
—Lo sé —dijo.
Permanecimos un rato en silencio, y al fin prosiguió:
—Recuerdo lo que dijiste sobre tu padre: lo que le pasó después de que descubriera lo que le había ocurrido a su familia. «Se quedó paralizado», dijiste.
Yo permanecí inmóvil, con la mirada fija en la pared.
—Sufrió un derrame.
—Antes del derrame. Dijiste que le había sucedido antes del derrame.
Me pareció ver a mi padre sentado en su butaca, frente a la chimenea, de espaldas a mí. Asentí y me volví hacia Érica, y al cruzarse nuestras miradas me di cuenta de que estaba medio sonriendo, medio llorando.
—Con esto no quiero decir que lo nuestro haya acabado, Leo. Me gustaría venir a visitarte, si me dejas. Me gustaría escribirte y contarte lo que hago.
—Sí —dije yo, y comencé a cabecear repetidamente, como esas muñecas que tienen la cabeza unida a un muelle. Acaricié mi barba de dos días con ambas manos y me froté el rostro sin dejar de asentir.
—Además —prosiguió ella— deberíamos revisar las cosas de Matthew. He pensado que podrías clasificar sus dibujos. Podemos enmarcar algunos y conservar el resto en portafolios. Yo me ocuparé de su ropa y de sus juguetes. Algunos podría quedárselos Mark…
Aquella labor nos ocupó varias semanas, pero descubrí que podía realizarla. Me aprovisioné de carpetas y de cajas de embalaje y empecé a inventariar cientos de dibujos, de proyectos artísticos escolares, de cuadernos y de cartas que habían pertenecido a Matt. Érica dobló cuidadosamente sus camisetas y sus pantalones, largos y cortos. De entre las primeras conservó su favorita, adornada con la leyenda ART NOW, y lo mismo hizo con sus pantalones de camuflaje. Luego guardó en cajas el resto de las prendas, que irían a parar a Mark o a la beneficencia. Reunió todos sus juguetes y separó los buenos de la morralla. Mientras ella trabajaba rodeada de cajas en el suelo de la habitación de Matt, yo, sentado ante su mesa, me encargaba de archivar los dibujos. Avanzábamos con lentitud. A Érica se le iban las horas clasificando las prendas de Matthew, sus camisetas, sus calzoncillos, sus calcetines… Qué terrible condición la de aquellos objetos, a la vez terribles y banales. Una tarde comencé a recorrer con el dedo los trazos de sus dibujos, de sus personajes, sus edificios y sus animales. Desde el momento en que descubrí que ello me permitía emular el movimiento de su mano cuando vivía, ya no supe parar. Una tarde de abril, Érica entró en la habitación y se detuvo detrás de mí. Durante un rato observó el recorrido de mi mano sobre la página hasta que, finalmente, extendió el brazo, depositó un dedo sobre Dave y dibujó a su vez los contornos del cuerpo del anciano. En ese momento se echó a llorar, y yo comprendí al fin hasta qué punto había odiado sus lágrimas, porque por algún motivo no las odié entonces.
La inminente partida de Érica nos cambió a los dos. El hecho de saber que pronto estaríamos separados nos hizo a ambos más indulgentes y nos liberó de un lastre que ni siquiera hoy sabría cómo nombrar. Yo no quería que se fuera; era como si el hecho de hacerlo aflojara una tuerca de la maquinaria de nuestro matrimonio, un matrimonio que para entonces se había convertido en un mecanismo, en un incansable y repetitivo motor de duelo.
Dediqué aquella primavera a dar un seminario sobre la naturaleza muerta para doce estudiantes de posgrado, y en abril impartí una de mis últimas clases. Al entrar en clase aquel día, uno de los estudiantes, Edward Paperno, estaba abriendo las ventanas del aula para permitir el paso del aire cálido del exterior. La luz del sol, la brisa, el hecho de que el semestre ya casi hubiera terminado, todo contribuía a formar una atmósfera perezosa y lánguida. Mientras me sentaba, dispuesto a iniciar el coloquio, me tapé la boca con la mano para bostezar. En la mesa, frente a mí, descansaban mis anotaciones y una reproducción del Vaso de agua y cafetera de Chardin. Mis alumnos habían leído a Diderot y a Proust y los escritos de los hermanos Goncourt sobre el propio Chardin. Habían acudido a la Frick para estudiar las naturalezas muertas que formaban parte de su colección. Para entonces habíamos analizado ya numerosos cuadros. Comencé por hacerles ver cuán sencilla era la pintura: dos objetos, tres cabezas de ajo y un ramillete de hierbas. Resalté la luz que incide sobre el borde y el asa del recipiente, la blancura del ajo y los plateados matices del agua. Y luego me sorprendí absorto en el vaso de agua que figuraba en la imagen y me aproximé cuanto pude a él. Las pinceladas resultaban visibles. Podía distinguirlas de modo inequívoco. Al pintor le había bastado un temblor milimétrico del pincel para crear luz. Tragué saliva, aspiré profundamente y me atraganté.
Alguien me interpeló, creo que fue María Livingston:
—¿Se encuentra usted bien, profesor Hertzberg?
Yo me aclaré la garganta, me quité las gafas y me enjugué los ojos.
—El agua —dije en voz baja—. El vaso de agua me resulta profundamente conmovedor.
Al alzar la mirada observé que mis alumnos me contemplaban con expresión perpleja.
—El agua es un símbolo de… —proseguí, pero me detuve—. El agua parece ser un símbolo de ausencia.
Enmudecí entonces, pero podía notar el cálido contacto de las lágrimas al deslizarse por mis mejillas. Mis alumnos no apartaban la vista de mí.
—Creo que eso será todo por hoy —les comuniqué con voz trémula—. Salid a la calle y disfrutad del buen tiempo.
Observé cómo mis doce alumnos abandonaban la estancia en silencio, y al hacerlo advertí con sorpresa que Letitia Reeves tenía unas piernas preciosas que hasta aquel día se habían mantenido ocultas bajo sus habituales pantalones. Oí cerrarse la puerta, y luego el rumor amortiguado de las conversaciones de los estudiantes en el pasillo. El sol iluminaba el aula vacía, y una suave brisa penetró de pronto por la ventana y me acarició el rostro. Intenté no hacer ningún ruido, pero sé que no lo conseguí. Jadeé en busca de aliento y de mi garganta brotaron profundos y angustiosos quejidos mientras sollozaba sin parar durante lo que me pareció un largo tiempo.
Algunas semanas después me topé casualmente con mi calendario de 1989, una diminuta agenda que en su día utilizara para anotar citas y acontecimientos. Hojeé sus páginas, deteniéndome en los partidos de béisbol de Matt, en sus conferencias y en una exposición que tuvo lugar en su colegio. Al internarme en el mes de abril observé que en la página 14 había escrito PARTIDO METS en grandes letras de molde, y pensé que era exactamente un año después cuando me había desmoronado en clase al contemplar la pintura de Chardin. Recordé mi conversación de aquella noche con Matt. Recordé el lugar exacto de su cama en el que me había sentado. Recordé su rostro mientras me hablaba y también que parte del tiempo había dado la sensación de estar dirigiéndose al techo. Recordé su habitación, sus calcetines tirados en el suelo, la colcha de algodón a cuadros con la que se había arropado hasta la barbilla y la camiseta de los Mets que llevaba puesta a modo de pijama. Recordé su lámpara, con la base diseñada en forma de lapicero, y la luz que arrojaba sobre la mesilla, y el vaso de agua que yacía bajo ella, flanqueado a la izquierda por su reloj de pulsera. Le había llevado cientos de vasos de agua a la cama, y desde su muerte había bebido muchos más, pues siempre dejaba uno sobre mi propia mesilla de noche al acostarme. Ni uno solo de aquellos vasos de agua reales me había recordado a mi hijo, pero la imagen de otro vaso de agua pintado doscientos treinta años atrás me había catapultado súbita e irremediablemente a la dolorosa certeza de que aún me encontraba vivo.
Después de aquel episodio en el aula mi dolor inició una nueva etapa. Durante meses había vivido en un estado de rigor mortis autoimpuesto que sólo se veía alterado por la pantomima de mi trabajo, la cual apenas erosionaba la lápida mortuoria bajo la que había escogido vivir, aunque parte de mí sabía que la aparición de fisuras era inevitable. Chardin se convirtió en el instrumento de ese cambio, porque su pequeño cuadro me tomó por sorpresa. Mis sentidos no se encontraban preparados para aquel ataque, y me vine abajo. Pero lo cierto es que había intentado evitar la resurrección porque era consciente de lo atrozmente dolorosa que resultaría. Aquel verano fue como si la luz, los sonidos, los colores, los aromas, incluso los más leves movimientos del aire, me descarnaran la piel con sus estímulos.
Llevaba puestas constantemente las gafas de sol, pues las menores variaciones en la intensidad de la luz me lastimaban. Las bocinas de los coches me destrozaban los tímpanos. Las conversaciones de los transeúntes, sus risas, sus exclamaciones, incluso la voz de una sola persona que cantara en la calle: todo me agredía. No podía soportar las tonalidades rojas. Las camisas y los jerséis encarnados o el carmín de labios de una chica guapa que intentara detener un taxi a mi lado me obligaban a volver la cabeza. El trasiego normal de cualquier acera —el brazo o el codo de un viandante rozándome el cuerpo, el empujón del hombro de un desconocido— desencadenaba un escalofrío que recorría de arriba abajo mi espina dorsal. El viento, más que azotarme, me traspasaba, hasta el punto de que sentía como si todos mis huesos entrechocaran. Las basuras que se recalentaban en medio de la calle me producían accesos de mareo y náuseas, pero lo mismo me sucedía con los aromas a comida procedentes de los restaurantes: el pollo, las humeantes hamburguesas y los picantes olores de las especias propias de la cocina oriental. Mi nariz captaba todos los efluvios humanos, tanto naturales como artificiales: las colonias y los aceites y el sudor y el hedor rancio, agrio o ácido del aliento de las personas. Me sentía bombardeado y sin posibilidad de escapar.
Pero lo peor es que durante aquellos meses de hipersensibilidad llegué, en algunas ocasiones, a olvidarme de Matthew. Podían transcurrir varios minutos seguidos sin que pensara en él. Mientras estaba vivo nunca había experimentado la necesidad de pensar en él constantemente. Sabía que estaba allí, y olvidarle era normal, pero después de su muerte convertí mi cuerpo en un mausoleo, en una lápida inerte erigida en su memoria. Estar despierto, no obstante, significaba que se producían momentos de amnesia, y esos momentos parecían aniquilar a Matthew por segunda vez. Cada vez que le olvidaba, mi hijo no estaba en ninguna parte: ni en el mundo ni en mi mente, y creo que mi colección representó un medio de respuesta ante aquellas lagunas. A medida que Érica y yo seguíamos revisando sus cosas, fui escogiendo algunas de ellas para conservarlas en el cajón en el que guardaba las fotografías de mis padres, mis abuelos, mi tía, mi tío y las gemelas. Mi selección era puramente instintiva. Elegí una piedra verdosa, la tarjeta de béisbol conmemorativa de Roberto Clemente que Bill le había regalado en Vermont con motivo de uno de sus cumpleaños, el programa de mano que él mismo había diseñado en cuarto curso para la producción de Horton Hears a Who[9] y una pequeña pintura que había realizado de Dave en compañía de Durango y que traslucía más humor que la mayoría de sus cuadros. Representaba al anciano dormido en el sofá con el rostro tapado por un periódico mientras el gato le lame los dedos de los pies.
Érica partió a primeros de agosto, cinco días antes del cumpleaños de Matt. Dijo que necesitaría varias semanas para instalarse en su apartamento de Berkeley. Yo la ayudé a empaquetar sus libros para enviarlos por correo a su nueva dirección. Tuvo que dejar la consulta de la doctora Trimble, y a veces llegué a pensar que eso le atemorizaba más que dejar Rutgers, más que dejar a Bill y a Violet y más que dejarme a mí. Sin embargo, contaba con el nombre de otro especialista de Berkeley a quien comenzó a visitar a los pocos días de su llegada. Aquella mañana cargué con su maleta y la acompañé escaleras abajo hasta la puerta para ayudarla a encontrar un taxi. Hacía un día nublado pero luminoso, y aun resguardado por mis gafas de sol tuve que guiñar los ojos sin poder evitarlo. Detuve un taxi y le dije al conductor que pusiera en marcha el taxímetro y que esperara unos instantes, pero cuando me volví para despedirme de ella, Érica se puso a temblar.
—Últimamente nos estaba yendo mejor —dije—. ¿Verdad?
Érica fijó la mirada en sus pies. Observé que a pesar de haber ganado peso la falda pendía holgadamente en torno a su cintura.
—Sí, porque esto ha servido para sacudirnos del letargo en el que estábamos, Leo. Habías comenzado a odiarme. Ahora no lo harás. —Érica alzó la barbilla y me sonrió—. Nos… nos… nos… —su voz se quebró y se echó a reír—. No sé lo que me digo. Te llamaré cuando llegue.
Se arrojó sobre mí y me rodeó la espalda con ambos brazos, y pude notar su cuerpo contra el mío, con sus hombros y sus senos diminutos, y su húmedo rostro oprimido contra mi cuello. Cuando se apartó de mí sonreía de nuevo. Las arrugas en torno a sus ojos se fruncieron, y yo examiné el lunar de su labio superior e, inclinándome hacia ella, lo besé. Ella se dio cuenta del lugar que había escogido para depositar el beso y volvió a sonreír.
—Me ha gustado eso —dijo—. Repítelo.
La besé de nuevo.
Mientras se introducía en el coche observé sus piernas, que no habían visto el sol en todo el verano. De pronto, experimenté el impulso de deslizar la mano entre sus muslos y acariciar su piel, y aquella cálida oleada sexual desató un estremecimiento interno en todo mi cuerpo. Escuché el sonido de la portezuela al cerrarse y me quedé inmóvil, contemplando cómo el vehículo avanzaba por Greene Street para luego torcer a la derecha. Ahora la deseas… después de todos estos meses, me dije a mí mismo, y en el instante en que giraba sobre mis talones para retornar al interior del edificio comprendí de pronto hasta qué punto me conocía bien Érica.
No se advertían grandes diferencias en el piso. Se apreciaban algunos huecos en las estanterías, y en el armario del dormitorio había ahora más espacio. Érica se había llevado muy pocas cosas, después de todo. Sin embargo, a medida que recorría el loft y examinaba los espacios abiertos en los estantes, las perchas vacías y el trozo de suelo en el que se habían alineado sus zapatos el día anterior, noté que me faltaba el aliento. Me había preparado durante meses para su partida, pero no había sabido adivinar lo que sentiría llegado el momento: un temor gélido que me atenazaba el corazón. Me aferré al convencimiento de lo justo de aquel castigo y me puse a recorrer sucesivamente las habitaciones con los pulmones oprimidos por aquella fría sensación de ansiedad. Encendí el televisor para oír otras voces, y luego lo apagué para desembarazarme de ellas.
Pasó una hora, y luego otra. A las cuatro me sentía ya exhausto de revolotear por el piso como un pájaro despavorido. Seguí deambulando de habitación en habitación, pero ya algo más tranquilo y con paso más reposado. Al llegar al cuarto de baño abrí el armario de las medicinas y examiné una barra de labios y un viejo cepillo de dientes que pertenecían a Érica. Extraje del armario la barra de labios, la destapé, hice girar la rosca inferior y observé su tonalidad, que era de un marrón rojizo. Tras cerrarla y taparla de nuevo, me dirigí a mi mesa de trabajo, abrí el cajón y la deposité en su interior. Escogí, además, otros dos objetos para acompañarla: un pequeño par de calcetines negros y dos pasadores que reposaban sobre su mesilla de noche. Era consciente de lo absurdo de aquella rapiña, pero me daba igual. El hecho de cerrar el cajón que albergaba aquellas pertenencias de Érica me apaciguó, y para cuando llegó Bill ya me sentía tranquilo. Así y todo, se quedó más tiempo de lo habitual, y estoy convencido de que lo hizo porque adivinaba el pánico que subyacía tras mi aparente equilibrio.
Érica telefoneó aquella misma noche. Su voz sonaba más aguda y algo chillona.
—Al introducir la llave en la cerradura me sentía contenta —dijo—, pero cuando entré en la casa, me senté y miré a mi alrededor pensé que me había vuelto completamente loca. He estado viendo la televisión, Leo. Yo nunca veo la televisión.
—Te echo de menos —dije yo.
—Sí.
Ésa fue su respuesta. No quiso confesar que ella también.
—Pienso escribirte. No me gusta el teléfono.
La primera carta llegó a finales de la semana. Era una carta larga y repleta de detalles domésticos: la maceta de cintas que había comprado para adornar el apartamento, el desapacible tiempo reinante aquel día, la visita que había realizado a la librería Cody y sus proyectos para el curso. Explicaba su preferencia por las cartas. «No me agrada ver las palabras desnudas, como sucede en un fax o en un ordenador. Me gusta que lleguen protegidas por un sobre que hay que rasgar para alcanzarlas. Procuro dejar un tiempo de espera; una pausa entre la escritura y la lectura. Y quiero que tengamos cuidado con las cosas que nos decimos. Quiero que los kilómetros que nos separan sean kilómetros prolongados y reales. En eso consistirá nuestra ley: en redactar nuestra cotidianidad y nuestro sufrimiento con mucho, mucho cuidado. En las cartas sólo puedo hablar de mi desesperación, una desesperación que en ellas estará ausente por más que yo esté desesperada y enloquecida a causa de Matt. Pero las cartas no pueden gritar. Los teléfonos sí. Hoy, cuando regresé de la librería, dejé los libros sobre la mesa, me dirigí al cuarto de baño, me introduje una toalla pequeña en la boca y regresé al dormitorio para tumbarme en la cama y gritar sin hacer demasiado ruido. Y es que estoy empezando a verle de nuevo; pero no muerto, sino vivo, porque durante el último año sólo había conseguido visualizarle tendido en aquella camilla. De este modo, alejados el uno del otro sin otro contacto que nuestras cartas, tal vez logremos encontrar el camino que nos reconduzca a un nuevo encuentro. Te quiero. Érica».
Yo respondí aquella misma tarde, y a partir de ahí nos embarcamos en la etapa epistolar de nuestro matrimonio. Respeté las reglas del juego y no la llamé, pero le escribía cartas largas e intensas. La mantuve informada acerca de mi trabajo y del piso. Le conté que mi colega Ron Bellinger estaba probando un nuevo tratamiento para su narcolepsia, un medicamento que le prestaba una expresión levemente atónita pero que al mismo tiempo le hacía algo menos susceptible a quedarse dormido en los consejos de dirección, y también que Jack Newman seguía saliendo con Sara. Le conté que Olga, la asistenta que había contratado, había fregado la cocina con tal denuedo que las palabras ANTERIOR y POSTERIOR que servían para identificar los mandos de los quemadores se habían desvanecido bajo la acción de su madeja de aluminio, y le dije además que me había sentido completamente desolado cuando comprendí que se había ido, que se había marchado realmente. Ella me escribió de vuelta, y así seguimos. Lo que ninguno de los dos podía saber era lo que el otro omitía. Toda correspondencia se halla agujereada por perforaciones invisibles, por los diminutos orificios de lo que no está escrito pero sí pensado, y a medida que transcurría el tiempo, comencé a anhelar fervientemente que no fuera un hombre lo que faltaba en aquellas páginas que me llegaban semanalmente.
A lo largo de los meses siguientes me sorprendí a mí mismo una y otra vez subiendo las escaleras hacia el loft de Bill y Violet para cenar con ellos. Violet me llamaba a primera hora de la tarde y me preguntaba si debía poner un cubierto más. Yo le respondía que sí. Hubiera resultado difícil afirmar de un modo convencido que prefería quedarme en el piso de abajo comiendo huevos revueltos o cereales tostados. Dejé que Violet y Bill me cuidaran, y mientras lo hacían sentí como si volviera a conocerles de nuevo. Su intensidad me hacía sentir levemente conmocionado, como un hombre que, tras pasar años en una oscura y lóbrega mazmorra, consiguiera al fin salir de ella. Violet me besaba en las mejillas y me tocaba los brazos y las manos y los hombros. Su risa poseía un timbre estridente, y a veces, mientras comía, emitía pequeños sonidos de satisfacción. Sin embargo, también detecté en ella ciertos lapsos de tiempo de los que antaño no me había apercibido: períodos aislados de cinco o seis segundos en los que parecía recogerse y reflexionar con tristeza sobre alguien o algo cuya naturaleza yo ignoraba. Si estaba removiendo una salsa, su mano se detenía, sus cejas se fruncían formando una arruga y se quedaba contemplando el fuego de la cocina con aire ausente hasta que, por fin, se recobraba y reanudaba lo que estaba haciendo. La voz de Bill, por su parte, me parecía más ronca y más musical de lo que la recordaba. La edad y el tabaco, tal vez, pero lo cierto es que comencé a fijarme con renovada atención en las pausas que realizaba y en el modo en que se elevaba y descendía. Percibía en él una solemnidad añadida, la consistencia casi palpable de una vida que se había tornado más densa. Violet y Bill parecían ligeramente distintos, como si su vida juntos hubiera cambiado de una tonalidad mayor a otra menor. Acaso lo que ocurría era que la muerte de Matt me permitía apreciar en ellos cosas en las que hasta entonces nunca había reparado, pero también pudiera ser que, sin Matt, mi perspectiva de las cosas ya no pudiera volver a ser nunca la misma.
El único que parecía no haber cambiado nada era Mark. Tampoco es que nunca hubiera desempeñado un papel demasiado importante en mi vida, salvo como afable compañero de Matt, y tras la muerte de éste también él desapareció de mi existencia. No obstante, comencé a observarle con más atención durante aquellas comidas que compartíamos en su casa. Su estatura se había incrementado un poco, no mucho. Acababa de cumplir trece años, pero aún conservaba unas facciones suaves, redondeadas y aniñadas que a mí se me antojaban extraordinariamente tiernas. Mark era un chaval muy guapo, pero su dulzura no tenía que ver con su belleza, sino que provenía de sus expresiones faciales, que transmitían una inocencia perpetua, inmanente y no del todo distinta a la de su héroe del momento, Harpo Marx. Sentados a la mesa durante la cena, Mark se reía y hacía el payaso e imitaba los ojos saltones de Harpo. Nos leía pasajes de Harpo habla[10] y cantaba Hail Freedonia, de Sopa de ganso. Pero también hablaba de la compasión que le inspiraban los vagabundos sin techo de Nueva York, de la absurdidad del racismo y de la crueldad de los criadores de pollos. Nunca analizaba aquellos temas en profundidad, pero siempre que hablaba de injusticia, su voz, aún aguda e infantil, me conmovía por la conmiseración que reflejaba. Con su amabilidad, alegría y desenfado, Mark siempre conseguía elevar mi estado de ánimo. Comencé a contemplar con expectación las ocasiones en que nos veíamos, y descubrí que los fines de semana en que se marchaba a Cranbury, Nueva Jersey, para visitar a su madre, a su padrastro y a su hermano pequeño, Oliver, le echaba de menos.
Durante las vacaciones de invierno, pocos días antes de volar a Minnesota para pasar la Navidad con los Blom, Bill y Violet organizaron, aun con retraso, una fiesta de cumpleaños para Mark. Hacía ya meses que había cumplido los trece, pero para Bill el acontecimiento sirvió a modo de Bar Mitzvah[11] seglar mediante el que prestaba reconocimiento a la tradición sin llevar a cabo el ritual. Bill y Violet enviaron una invitación a Érica, pero ésta prefirió no acudir. En una carta posterior me informaba de que había decidido pasar las vacaciones en Berkeley. Durante varias semanas estuve dándole vueltas a la cabeza, intentando decidir qué le regalaría a Mark, pero finalmente me decidí por un juego de ajedrez, un tablero precioso con piezas talladas que me recordaba a mi padre, de quien había aprendido el juego. Me constaba que Mark nunca había aprendido a jugar, y procuré cuidar en extremo la redacción de la nota con la que había de acompañar el regalo. En el primer borrador mencionaba a Matthew. En el segundo, no. Finalmente, escribí una tercera versión, breve y concisa: «Feliz decimotercer cumpleaños, con retraso. El presente obsequio incluye lecciones por parte del firmante. Muchos besos de tu tío Leo».
Tenía el deseo y la intención de portarme bien en el cumpleaños de Mark, pero llegado el momento descubrí que me era imposible. Hube de acudir en repetidas ocasiones al cuarto de baño, pero no para satisfacer necesidad fisiológica alguna, sino tan sólo para aferrarme al lavabo e hiperventilar durante un par de minutos antes de retornar con los demás. Debía de haber unos sesenta invitados a la fiesta, pero yo tan sólo conocía a unos pocos. Violet iba y venía de una persona a otra y realizaba frecuentes visitas a la cocina para dar instrucciones a los tres camareros. Bill, entretanto, los ojos levemente enrojecidos y la voz ya algo ronca, paseaba un vaso de vino que iba rellenando con regularidad. Saludé a Al y a Regina, y felicité a Mark, que parecía sorprendentemente cómodo con su chaqueta azul, sus pantalones de franela gris y su corbata roja. Al verme, me sonrió y me dio un fuerte abrazo, para luego estrechar la mano de Lise Bochart, una escultora de sesenta y pocos años.
—Creo que la pieza que tiene expuesta en el Whitney está realmente bien —le dijo Mark.
Lise ladeó la cabeza y su semblante dibujó una amplia sonrisa. A continuación, se inclinó hacia Mark y le besó. El muchacho no se sonrojó ni desvió la mirada, sino que sostuvo su mirada con aplomo y, al cabo de unos instantes, se dirigió hacia otro de los invitados.
Yo ya me había acostumbrado a Mark, al que cada vez tenía más aprecio, pero entre los presentes se contaban varios de sus viejos amigos del colegio, y a medida que iba reconociéndolos uno por uno noté que se acentuaba el dolor que oprimía mi pecho de modo permanente. Lou Kleinman había crecido por lo menos quince centímetros desde la última vez que le vi. Se hallaba en un rincón en compañía de Jerry Loo, otro de los compañeros de Matt, compartiendo risitas en torno a un anuncio de teléfonos eróticos que debían de haber recogido en la calle, pues mostraba la huella de una pisada en la esquina superior derecha. También se hallaba presente otro de sus amigos, Tim Andersen, que no había cambiado en lo más mínimo, y recordé que Matt había expresado a menudo la compasión que le inspiraba aquel chiquillo pálido y raquítico cuya dificultad para respirar le impedía practicar cualquier deporte. No me dirigí a Tim —de hecho ni le miré siquiera—, pero sí me senté en una silla próxima al lugar en el que se encontraba desde la que me era posible oírle respirar. Mi intención inicial había sido la de observar al muchacho, pero en su lugar permanecí sentado de espaldas a él, súbita y terriblemente fascinado, mientras escuchaba el silbido de sus pulmones asmáticos. Cada una de sus sonoras exhalaciones me confirmaba que seguía vivo; frágil, enclenque y enfermo, tal vez, pero vivo. Su respiración, ronca y ávida, me torturaba, pero permanecí allí. A pesar de la acumulación de sonidos reinantes —conversaciones de voces superpuestas, risas, el tintineo de los cubiertos en los platos—, todo cuanto ansiaba oír era el rumor de la respiración de Tim. Hubiera querido aproximarme a donde se encontraba, inclinarme sobre él y aplicar el oído a sus labios, y aunque no lo hice me di cuenta de que permanecía sentado en mi butaca con los puños apretados y sin dejar de tragar saliva audiblemente con objeto de controlar la temblorosa sensación de tristeza y de ira que me invadía. En ese momento, Dan acudió al rescate.
Iba sucio y desaliñado, y se aproximó a mí a grandes zancadas. A lo largo del recorrido chocó contra el codo de una mujer, a la que hizo derramar el vino, profirió una estridente disculpa a escasos centímetros de su rostro y reanudó su camino en dirección a mí.
—¡Leo! —vociferó desde una distancia de apenas metro y medio—. ¡Me han cambiado todos los potingues, Leo! El Haldol me tenía tieso como un tablón y no me podía doblar.
Extendió los brazos ante él y concluyó su trayecto imitando los andares del monstruo de Frankenstein.
—Demasiadas idas y venidas, Leo. Demasiados monólogos en voz alta. De modo que me llevaron al sanatorio para una puesta a punto. Le leí mi obra a Sandy. Sandy es una de las enfermeras. La he titulado Odd Boy and the Odd Body[12].
Se interrumpió, acercó su rostro al mío y prosiguió animadamente:
—Y ¿a que no sabes una cosa, Leo? Tú apareces en ella.
Se hallaba muy próximo a mí y sonreía con la boca abierta, lo que me permitía contemplar de cerca su dentadura amarillenta. Nunca me había sentido tan conmovido por él ni tan agradecido por tenerle cerca. Por primera vez, su locura me resultaba reconfortante y familiar.
—¿Me has incluido en tu obra? —dije—. Me siento honrado.
—Pero tu personaje es mudo —repuso él con expresión contrita.
—¿No digo nada? —inquirí—. ¿Sólo soy un comparsa?
—No, pero Leo se pasa toda la obra tumbado.
—¿Muerto? —pregunté.
—¡No! —tronó Dan. Parecía perplejo—. Dormido.
—O sea que soy un dormilón —sonreí, pero Dan no me devolvió la sonrisa.
—No, Leo, estoy hablando en serio; te tengo aquí —dijo, golpeándose la sien con el dedo índice.
—Me alegro —dije, y era cierto.
Cuando todos se hubieron marchado a sus casas, Dan y yo nos quedamos sentados a ambos extremos del sofá. No hablábamos, pero habíamos acotado aquel espacio para nosotros solos. El hermano loco y el «tío» desconsolado habían constituido una alianza temporal para sobrevivir a la fiesta. Bill se sentó entre los dos y nos rodeó con sus brazos, pero sus ojos no se apartaban de Mark, que estaba en la cocina pellizcando la superficie glaseada de lo que quedaba de tarta. Y por fin, en ese momento, me acordé de Lucille.
—¿No deberían haber estado presentes Lucille, Philip y Oliver? —le pregunté a Bill.
—No han querido venir —dijo él—. Lucille me dio una explicación bastante extraña. Según me dijo, Philip no quiere que Oliver venga a la ciudad.
—¿Y por qué diablos no? —dije yo.
—Ni idea —dijo, y frunció el entrecejo.
Y eso fue todo cuanto dijimos sobre Lucille. Incluso a distancia, pensé, aquella mujer era una especialista en interrumpir conversaciones. Sus peculiares respuestas ante cualquier comentario normal y corriente o, en este caso, ante una simple invitación, a menudo dejaban a los demás sumidos en un perplejo silencio.
Me hallaba situado junto a Mark cuando éste desenvolvió mi regalo y apareció el juego de ajedrez. Al verlo, se puso en pie de un salto y me rodeó la cintura con los brazos. Había sido una fiesta de cumpleaños larga y difícil, y no me encontraba preparado para semejante grado de excitación. Le abracé y volví la mirada hacia Bill, Violet y Dan, sentados uno junto al otro en el sofá. Dan se había quedado profundamente dormido, pero Bill y Violet sonreían con lágrimas en los ojos, y el hecho de presenciar su emoción hizo que me resultara mucho más difícil controlar la mía. Para lograrlo, mantuve la mirada fija en Dan, pero Mark debió de percibir la agitación de mi pecho, y al desprenderse de mi abrazo tuvo que ver el espasmo que contraía mi semblante, pero continuó contemplándome con la misma expresión de regocijo, y por motivos que me resultarían difícil expresar me sentí enormemente aliviado de no haber mencionado a Matthew en mi nota.
Mark aprendió a jugar a gran velocidad. Era un ajedrecista vivo e inteligente, y su habilidad me estimulaba. Le dije la verdad: no sólo había aprendido los movimientos, sino que poseía la actitud imperturbable que precisa todo buen jugador, esa indiferencia estudiada que yo nunca había logrado dominar pero que bastaba para hacer perder los nervios incluso a un oponente de fuerza superior. A medida que aumentaba mi entusiasmo, sin embargo, fue decreciendo el de Mark. Le dije que debería unirse al equipo de ajedrez del colegio, y él prometió considerar la posibilidad, pero no creo que llegara a hacerlo nunca. Adquirí la sensación de que jugaba más para complacerme a mí que a sí mismo y, discretamente, no volví a insistirle. Si le apetece jugar, le dije a Bill, ya me lo pedirá él. Nunca lo hizo.
Me zambullí en una existencia distinta. Todo cuanto escribí aquel año fue para Érica. Me olvidé de artículos y de reseñas, y ni siquiera pensé en la posibilidad de acometer otro libro, pero fui contándole todo a Érica en las largas cartas que le enviaba semana tras semana. Le decía que mis clases se habían vuelto más apasionadas, que pasaba más tiempo con mis alumnos y que a algunos de ellos les permitía contarme cosas de su vida privada durante las horas lectivas. No siempre les escuchaba, pero comprendía su necesidad de explayarse, y descubrí que agradecían mi presencia, a la vez distante y benévola. Le conté mis cenas en compañía de Bill, Violet y Mark, detallándole los títulos de los libros sobre cine mudo que había encontrado para Mark y las diapositivas cinematográficas de Una noche en la ópera y Plumas de caballo que le había comprado en una tienda de Eighth Street. Le describía la expresión de felicidad que dibujaba su rostro al recibir aquellos presentes, y le decía asimismo que desde la muerte de Matt El viaje de O había adquirido una vida propia que impregnaba mis horas de soledad. A veces, cuando me sentaba en mi butaca por las tardes, me parecía vislumbrar mentalmente fragmentos de su narrativa: la gruesa figura de B con aquellas alas que brotaban de su espalda, sentada a horcajadas encima de O, estirados sus robustos brazos por efecto del orgasmo y el rostro contraído en una imitación paródica de la Santa Teresa de Bernini. Veía a M y M, los hermanitos de O, aferrados el uno al otro detrás de la puerta mientras un ladrón irrumpe en la casa y roba uno de los cuadros de O: un retrato de los pequeños M y M. Pero sobre todo solía ver el último lienzo de O, el mismo que su autor deja atrás al desaparecer. Ese lienzo carece de imagen, y muestra únicamente la letra B: la marca del creador de O y de la gruesa mujer que le encarnaba en la obra.
No conté a Érica que había noches en que regresaba a casa después de cenar y seguía percibiendo en mi camisa el olor de Violet: de su perfume, de su jabón y tal vez de otras cosas, de su piel quizá; un aroma que intensificaba los otros y que convertía aquella fragancia floral en algo corpóreo y humano. No dije a Érica que me gustaba respirar aquel leve efluvio; ni le dije tampoco que intentaba resistirlo al mismo tiempo. Algunas noches, me quitaba la camisa y la arrojaba al cesto de la ropa sucia.
En marzo, Bill y Violet me preguntaron si querría ocuparme de Mark un fin de semana largo. Tenían que ir a Los Ángeles, en una de cuyas galerías estaba exponiéndose El viaje de O. Lucille también estaba de viaje, y pensaban que era mejor no cargar a Philip con dos niños, de modo que me trasladé al piso de arriba con Mark. Nos encontrábamos a gusto juntos, y Mark se mostró de lo más cooperativo. Fregaba los platos, sacaba la basura y recogía todo lo que desordenaba. El sábado por la noche puso una cinta y me obsequió con la ejecución de un karaoke pop, aunque limitándose a mover los labios y a dar brincos por el salón con una guitarra imaginaria entre las manos. Tras girar varias veces sobre sí mismo con expresión fingidamente torturada, terminó derrumbándose en el suelo en imitación de la agonía de cierta estrella del rock’n’roll cuyo nombre no consigo recordar.
Cuando hablábamos, sin embargo, podía notar que Mark apenas había absorbido las asignaturas que por lo general se enseñan en la escuela —geografía, política, historia—, y que su ignorancia era una ignorancia deliberada. Matthew había hecho las veces de balanza en la que medir las diferencias con el resto de los chicos de su edad, aunque, por otra parte, ¿quiénes éramos nosotros para atribuir a Matt la condición de barómetro de la normalidad?
Antes de morir, su intelecto había estado repleto de información, tanto trivial como importante; de datos que abarcaban desde las estadísticas de béisbol a las batallas de la guerra civil norteamericana. Conocía los nombres de los sesenta y cuatro sabores de su marca favorita de helados, y era capaz de identificar docenas de pintores contemporáneos, muchos de los cuales yo mismo no habría sabido reconocer. En el caso de Mark, y salvo por lo que respecta a su amor por Harpo, sus intereses eran más corrientes —música popular, películas de terror y de acción—, a pesar de lo cual prestaba a dichas cuestiones la misma agilidad mental y la misma viveza intelectual que ya demostrara ante el tablero de ajedrez. Su falta de contenido parecía así quedar compensada por su dinamismo.
Llegado el momento de acostarse, siempre se resistía. Todas las noches que pasé con él se dedicó a remolonear en el umbral del dormitorio de Violet y de Bill, en el que yo estaba leyendo, como si no quisiera marcharse. Podían pasar quince, veinte o veinticinco minutos y allí seguía, reclinado en el quicio de la puerta sin dejar de charlar. Las tres noches hube de decirle que quería dormirme y que haría bien en hacer lo mismo.
El único contratiempo que surgió entre nosotros durante aquel fin de semana se debió a unos Donuts. El sábado por la tarde me puse a buscar una caja de Donuts que había comprado el día anterior. Busqué en la despensa, pero allí no estaban.
—¿Te has comido tú los Donuts? —le grité a Mark, que estaba en la habitación contigua, y él entró en la cocina y me miró.
—¿Los Donuts? No.
—Hubiera jurado que los guardé en esta alacena, y ahora no están. Qué raro.
—Qué se le va a hacer —dijo él—. A mí también me gustan los Donuts. Supongo que será uno de esos misterios domésticos. Violet siempre dice que las casas se comen cosas cuando no miramos.
Sacudió la cabeza, me sonrió y desapareció en el interior de su dormitorio. Un instante después le oí silbar una canción pop, una melodía aguda, dulce y melódica.
A eso de las tres de la tarde del día siguiente respondí a una llamada telefónica. A través del auricular oí a una mujer que me gritaba con voz iracunda y penetrante.
—¡Su hijo ha provocado un incendio! ¡Ya puede usted venir ahora mismo!
Olvidé dónde me encontraba, lo olvidé todo. Me sentía demasiado turbado para hablar, pero respiré profundamente y dije:
—No comprendo lo que quiere decir. Mi hijo está muerto.
Silencio.
—¿No es usted William Wechsler?
Me expliqué. Ella se explicó. Mark y su hijo habían provocado un incendio en la azotea.
—Eso no es posible —dije yo—. Está leyendo en su cuarto.
—¿Quiere apostarse algo? —exclamó ella, airada—. Le tengo aquí mismo, delante de mí.
Tras comprobar que Mark no estaba en su habitación bajé las escaleras y acudí en su busca al edificio contiguo. La mujer seguía estremecida cuando me abrió la puerta.
—¿De dónde han sacado las cerillas? —me chilló según entraba por la puerta—. ¿Es o no es usted el responsable de él? ¿Y bien?
Yo farfullé que así era y añadí que un chiquillo podía obtener cerillas casi de cualquier lugar. ¿De qué clase de fuego se trataba?, quise saber.
—¡Un fuego! ¡Un fuego! ¿Qué más da de qué tipo?
Me volví hacia Mark, que me contemplaba con mirada ausente. No había en su expresión rastro alguno de beligerancia… nada. El otro niño, que no parecía tener más allá de diez años, tenía los ojos húmedos y enrojecidos, y no cesaba de moquear y de apartarse el flequillo, que inmediatamente volvía a caer sobre sus ojos. Me disculpé débilmente y conduje a Mark de regreso a casa en silencio.
Hablamos al respecto cuando ya estábamos en su habitación. Me dijo que el chico en cuestión se llamaba Dirk, que se lo había encontrado en la azotea y que para cuando le vio Dirk ya había iniciado el fuego.
—Lo único que hice fue quedarme allí mirando.
Le pregunté qué era lo que habían quemado.
—Tan sólo unos papeles y unas cosas. Nada.
Le previne de que los fuegos podían descontrolarse con facilidad, y que debería haberme avisado de que salía de casa. Él me escuchó, asimilando mis admoniciones con mirada serena, y finalmente exclamó con voz inesperadamente hostil:
—¡La madre de ese chaval está loca!
Sus ojos mantenían una expresión indescifrable. Guardaban un parecido extraordinario con los de Bill, pero carecían por completo de la energía de los de su padre.
—Yo creo que más que loca estaba asustada —dije yo—. Estaba realmente asustada por su hijo.
—Sí, supongo —accedió él.
—Mark, no vuelvas a hacer una cosa así. Tenías que haberlo impedido. Eres mucho mayor que ese chico.
—Tienes razón, tío Leo —dijo, y me alivió detectar un matiz de convicción en su voz.
Por la mañana le preparé unas tostadas y le envié al colegio. Al despedirnos le alargué la mano, pero él en lugar de aceptarla me echó los brazos al cuello. Al estrecharle entre mis brazos le sentí pequeño, y el modo en que oprimió su mejilla contra la mía me recordó a Matthew, pero no al Matthew de once años, sino al de cuatro o cinco.
Cuando se hubo marchado subí a la azotea para investigar si quedaba algún vestigio del fuego. Pensé que tal vez me vería obligado a cruzar al edificio adyacente, en el que vivía Dirk, pero no tardé en descubrir un montoncito de cenizas y de papeles en el tejado del nuestro y me agaché para examinarlo. Dominado por un sentimiento de clandestinidad y aun de cierto ridículo, removí los restos carbonizados con una percha de alambre que encontré tirada por allí. Aquello no había sido una hoguera, sino apenas una fogata minúscula que en ningún caso habría durado mucho tiempo. Advertí la presencia de unos cuantos trapos chamuscados y recogí un fragmento que en otro tiempo había formado parte de un calcetín de deporte. Entre los trozos de papel yacían esparcidas algunas esquirlas de vidrio verdoso procedentes de una botella rota, y junto a ellas observé parte de un envase de cartón a medio quemar: era la caja de los Donuts. Aún podían leerse en su superficie algunas letras: ENTE.
Mark me había mentido. Había citado las palabras de Violet con tanta naturalidad, había sonreído de un modo tan espontáneo, que en ningún momento se me había ocurrido dudar de él, pero lo más curioso de todo es que aunque me hubiera confesado haberse comido los Donuts tampoco me habría importado. De hecho, los había comprado pensando en él. Sostuve el pedazo de cartón entre mis dedos y paseé la mirada por el desolado paisaje de los tejados de la parte baja de Manhattan, con sus oxidados depósitos de agua y sus telas asfálticas ya raídas por el tiempo. La luz del sol intentaba abrirse paso débilmente a través de las nubes, y había comenzado a soplar algo de viento. Guardé las cenizas y los cristales en una vieja bolsa de la compra que alguien había dejado tirada en la azotea y al contemplar mis manos tiznadas de gris me asaltó una inesperada sensación de culpa, como si yo mismo, de algún modo, estuviera implicado en el embuste de Mark. Al abandonar el tejado no añadí el trozo de cartón chamuscado al resto de los desperdicios, sino que bajé las escaleras y deposité cuidadosamente lo poco que quedaba de la caja en el interior del cajón de mi mesa.
A Bill y a Violet no les mencioné nada acerca del fuego; Mark probablemente agradeció que no lo hiciera y sintió que con su tío Leo tenía un aliado en el piso de abajo, que era precisamente lo que yo quería. El episodio del fuego fue disipándose tal y como a veces sucede con los sueños, dejando tras de sí tan sólo una vaga sensación de malestar. En cuanto a mí, apenas volví a acordarme del incidente, salvo en aquellas ocasiones en las que abría el cajón para contemplar mi colección, y cuando lo hacía siempre me preguntaba por qué habría decidido conservar aquel trozo de cartón.
No obstante, ni lo trasladé de lugar ni lo tiré. Supongo que una parte de mí pensaba que allí era donde debía estar.
En otoño de 1991 la University of Minnesota Press publicó Cuerpos cerrados: Exploración de imágenes corporales contemporáneas y de trastornos de la alimentación. A medida que leía el libro de Violet, la desaparición de los Donuts y la caja quemada retornaban de vez en cuando a mi mente. El libro comenzaba con algunas preguntas elementales: ¿Por qué existen hoy en día en Occidente miles de jóvenes empeñadas en matarse de hambre? ¿Por qué otras se atiborran para luego vomitar? ¿A qué se debe que la obesidad esté viviendo un momento de apogeo? ¿Por qué estas enfermedades, en otro tiempo desacostumbradas, se convierten hoy en epidémicas?
«La comida —escribía Violet— es a la vez nuestro placer y nuestra penitencia, nuestro bien y nuestro mal. Al igual que ocurriera con la histeria hace un centenar de años, se ha convertido en el foco de una obsesión cultural que ha infectado a grandes cantidades de personas que nunca enferman de gravedad a causa de trastornos de la alimentación. El empeño fanático por ejercitarse a base de correr, el auge de los gimnasios y de las tiendas de alimentación sana, el rolfing, los masajes, las terapias vitamínicas, las lavativas, los centros dietéticos, el culturismo, la cirugía plástica, el espanto moral ante el tabaco y el azúcar, y el pánico a los contaminantes no son sino otros tantos elementos que confirman nuestro concepto del cuerpo como algo extremadamente vulnerable, dotado de umbrales de tolerancia inciertos y sometido a constantes amenazas».
El análisis se prolongaba a lo largo de casi cuatrocientas páginas. El primer capítulo, concebido como una introducción histórica, pasaba rápidamente revista a los griegos —con los cuerpos ideales atribuidos a sus dioses—, y luego se entretenía algo más con la cristiandad medieval, sus santas, el culto al sufrimiento físico y el ya más amplio fenómeno de las epidemias y hambrunas. Se refería también a los cuerpos del Renacimiento neoclásico y a la supresión por parte de la Reforma de la Virgen y de su cuerpo maternal. Recorría luego los dibujos médicos del siglo XVIII y las obsesivas disecciones nacidas de la Ilustración, hasta llegar por fin a los artistas del hambre y a las muchachas famélicas del doctor Lasègue, el primer galeno que utilizó la palabra «anorexia» para describir su mal. Al pasar del XIX al XX Violet mencionaba los ayunos y las francachelas de lord Byron, la férrea autonegación de J. M. Barrie —que tal vez llegó incluso a atrofiar su crecimiento— y el estudio por parte de Binswanger del caso de Ellen West, una joven y atormentada altruista que murió de desnutrición en 1930, una época en la que la anorexia aún se consideraba como un fenómeno extremadamente raro.
Violet insistía en que nuestros cuerpos están construidos de ideas tanto como de carne, y que no cabe culpar a las modas de la obsesión contemporánea con la delgadez, toda vez que no constituyen sino una de tantas formas de expresión de una cultura más amplia. En una época que ha conseguido asimilar la amenaza nuclear, la guerra biológica y el SIDA, el cuerpo perfecto representa nuestra armadura: una armadura acerada, reluciente e impenetrable. Violet reunía pruebas procedentes de vídeos de ejercicios físicos y de anuncios de programas y de máquinas en los que se empleaban términos tan reveladores como «glúteos de acero» y «abdominales a prueba de balas». Santa Catalina había desafiado la autoridad de la Iglesia al ayunar por amor a Jesucristo. Las muchachas de finales del siglo XX ayunan por amor a sí mismas y en contra de sus padres y de un mundo hostil y sin fronteras. En un mundo de abundancia, el cuerpo demacrado es testimonio de que su dueña se encuentra por encima de los deseos ordinarios, mientras que la obesidad denota la protección de un relleno capaz de proteger al cuerpo de cualquier ataque. Violet citaba a psicólogos, analistas y médicos, y rebatía la extendida opinión según la cual la anorexia en particular no es más que una tentativa errónea de alcanzar la autonomía por parte de adolescentes cuyos cuerpos son focos de rebelión contra aquello que no pueden manifestar. No obstante, las historias particulares no bastan para explicar una epidemia, y Violet exponía una persuasiva argumentación según la cual tras los trastornos de la alimentación subyacen diversas alteraciones en el comportamiento social entre las que se incluía la desaparición de los rituales de cortejo y de los códigos sexuales, lo que despojaba a las jóvenes de sus formas y las tornaba vulnerables; asimismo, desarrollaba su concepto de la «mezcla», citando diversas investigaciones en torno a los «vínculos» y también estudios acerca de niños pequeños de diversas edades para los que la comida se convierte en el elemento tangible de una batalla emocional.
Las historias individuales ocupaban gran parte del libro, y a medida que iba leyéndolo descubrí algunas verdaderamente fascinantes. Raymond, un niño de siete años inmensamente obeso, contaba a su analista que visualizaba su cuerpo como una masa de gelatina, y que estaba convencido de que si su piel resultara perforada sus entrañas se desparramarían a su alrededor. Berenice, después de varios meses de progresiva disminución de su ingesta alimenticia, había llegado a reducir su menú a un único dátil. Se sentaba ante él, lo cortaba en cuatro porciones con un cuchillo, dedicaba una hora y media larga a chupar los trozos y luego cuando el último ya se había disuelto en su boca, se manifestaba «ahíta». Naomi acudía a casa de su madre para atiborrarse. Se sentaba a la mesa de la cocina, devoraba enormes cantidades de comida y luego las vomitaba en el interior de varias bolsas de plástico que finalmente distribuía por las habitaciones de la casa para que las encontrara su madre. A Anita le horrorizaba encontrar grumos o bultos en los alimentos, lo que resolvía mediante una dieta exclusivamente líquida; al cabo de una temporada, sin embargo, comenzó a rechazar también el color, por lo que el líquido tenía que ser a la vez fluido y transparente; así, redujo su dieta a agua y a Sprite bajo en calorías y murió a los quince años de edad.
Aunque tampoco sospechaba en Mark excesos como los que relataba Violet, me pregunté si no habría mentido acerca de los Donuts a causa de un sentimiento de culpabilidad desencadenado por el hecho de comérselos. Violet enfatizaba que algunas personas que se muestran en general rigurosamente sinceras a menudo mienten en lo que se refiere a la comida si su relación con ella se corrompe. Recordé entonces aquel batiburrillo marrón compuesto de judías y verduras entristecidas que había preparado Lucille la noche en que la conocí y de inmediato me vino a la mente una imagen de la mesita auxiliar de su casa la noche que pasamos juntos. Sobre una pila de publicaciones diversas yacían varios ejemplares de una revista llamada Prevención.
Érica ya no respondía a mis cartas con la rapidez con que lo hiciera en otro tiempo. Entre una y otra transcurrían a veces hasta dos semanas, dos semanas que yo me pasaba contando impacientemente los días. Su tono también había variado. Aunque escribía con acento franco y sincero, me parecía percibir cierta falta de entusiasmo en sus palabras. Muchas de las cosas que decía debía de habérselas contado también a la doctora Richter, la psiquiatra, psicoanalista y psicoterapeuta a la que visitaba dos veces por semana. Se había convertido asimismo en amiga íntima de una joven de su departamento llamada Renata Doppler que, entre otras cosas, escribía densos y eruditos artículos sobre pornografía, y también con ella debía de haber hablado a menudo al respecto. Me constaba, además, que llamaba a Violet y a Bill con regularidad. Yo intentaba no pensar en aquellas conversaciones telefónicas, y me esforzaba por no imaginar a mis amigos oyendo la voz de Érica. El universo de mi mujer se había expandido, y creí intuir que a lo largo del proceso mi lugar en él se había reducido. Así y todo, descubría aquí y allá algunas frases a las que me aferraba como testimonio de la existencia de algún vestigio de pasión. «Por las noches pienso en ti, Leo. No he olvidado». En mayo me escribió para decirme que proyectaba pasar una semana en Nueva York durante el mes de junio. Pensaba quedarse conmigo, pero sus cartas dejaban bien claro que aquella visita no significaba una reanudación de nuestra antigua vida. Mi nerviosismo fue aumentando a medida que se aproximaba el día, y en la mañana de su llegada había alcanzado un punto culminante que sentía como una especie de alarido interior. La idea misma de que en breve habría de ver de nuevo a Érica, más que excitarme, me hería, y a medida que iba y venía por el loft intentando tranquilizarme reparé en que caminaba sujetándome el pecho, como un hombre al que acabaran de apuñalar. Me senté e intenté desenmarañar esa sensación de angustia, pero no lo logré, o al menos no del todo. Sí era consciente, empero, de que de pronto Matt se hallaba presente por doquier. Su voz resonaba entre las paredes del loft, y los muebles parecían conservar la huella de su cuerpo. Hasta la luz que penetraba por las ventanas conjuraba la presencia de Matthew. No va a funcionar, pensé para mis adentros. Esto no va a funcionar. En cuanto a Érica, nada más entrar por la puerta rompió a llorar.
No discutimos. Conversamos con la intimidad de dos antiguos amantes que hace tiempo que no se ven y que no se guardan rencor. Una noche cenamos con Bill y Violet en un restaurante. Bill contó un chiste de Henny Youngman sobre un hombre que se escondía en un armario, y Érica se rió con tantas ganas que se atragantó, y Violet tuvo que sacudirle con fuerza la espalda para evitar que se asfixiara. Al menos una vez al día, se detenía en el umbral del dormitorio de Matt y permanecía allí varios minutos observando lo que quedaba de él: la cama, la mesa, la silla y la acuarela urbana que en su día me entregara Bill y que yo había hecho enmarcar. Hicimos el amor en dos ocasiones. Mi soledad física había adquirido matices de auténtica desesperación, y cuando Érica se inclinó para besarme me abalancé sobre ella, que aguantó temblorosa mi embestida y no logró alcanzar el orgasmo. Su ausencia de placer agrió mi desahogo hasta el punto de que luego me sentí vacío. La noche anterior a su partida probamos de nuevo. Quería mostrarme cuidadoso y tierno con ella, por lo que acaricié cautelosamente su brazo y lo besé a continuación, pero mis vacilaciones parecían irritarla. Saltó sobre mí, me asió por las caderas y me pellizcó la piel con fuerza. Luego me besó con avidez y se encaramó sobre mí. El sonido breve y cortante que emitió al alcanzar el orgasmo se vio sucedido por una larga serie de suspiros que se prolongaron hasta después del mío propio. Así y todo, percibí en nuestro abrazo una tristeza imposible de disipar, una amargura que nos invadía a los dos, y creo que aquella noche nos compadecimos de nosotros mismos como si en lugar de ser ella y yo hubiéramos sido dos extraños que observaran a otra pareja tendida en la cama.
A la mañana siguiente, Érica se reafirmó en que no quería divorciarse salvo que tal fuera mi deseo. Tampoco yo, le dije.
—Me encantan tus cartas —dijo—. Son preciosas.
Aquel comentario me irritó.
—Creo que te alegras de que haya llegado el momento de marcharte.
Érica acercó su rostro al mío y aguzó la mirada.
—¿Y acaso no te alegras tú de que me vaya?
—No lo sé —dije—. Realmente, lo ignoro.
Ella depositó una mano sobre mi rostro y me acarició la mejilla.
—Estamos deshechos, Leo. No es culpa nuestra. Cuando Matt murió fue como si nuestra historia se detuviera. Había tanto de ti en él…
—Cualquiera diría que por lo menos podríamos habernos tenido el uno al otro —le dije.
—Lo sé —repuso ella—. Lo sé.
Cuando se hubo marchado me sentí culpable, porque por turbulentos que fueran mis sentimientos me era posible reconocer en ellos ese alivio que Érica había tenido el coraje de mencionar. A las dos de la tarde me serví un vaso de whisky y lo apuré sentado en mi butaca como habría hecho cualquier viejo borracho. A medida que me prometía a mí mismo no volver a beber por las tardes podía notar cómo el alcohol trepaba a mi cabeza y a mis extremidades. Me recliné en la desgastada tapicería de la butaca y supe a ciencia cierta qué era lo que nos había ocurrido a Érica y a mí. Necesitábamos a otras personas, pero no personas nuevas, sino personas ya conocidas. Nos necesitábamos a nosotros mismos antes de la muerte de Matthew, y nada de lo que pudiéramos hacer durante el resto de nuestras vidas podría jamás traer de vuelta a aquellos seres.
Aquel verano empecé a trabajar en las «Pinturas negras» de Goya. Durante el día, el estudio de sus monstruos, sus trasgos y sus brujas me mantenía ocupado durante horas, pero sus demonios contribuían a mantener a raya a los míos. Al llegar la noche, no obstante, recorría otros espacios imaginarios, otros mundos subjuntivos en los que veía a Matt hablando y dibujando y a Érica junto a mí, sin que nada hubiera cambiado. Aquellas ilusiones de la vigilia eran puros ejercicios de tortura propia, pero más o menos en aquella misma época Matthew comenzó a aparecerse en mis sueños, y cuando lo hacía resultaba tan real como en otro tiempo lo fuera en vida. Su cuerpo era tan sólido, tan íntegro y tan tangible como siempre lo había sido, y yo le abrazaba, le hablaba, le acariciaba el cabello y las manos y disfrutaba de lo que nunca habría podido disfrutar estando despierto: de la inequívoca y gozosa certidumbre de que mi hijo estaba vivo.
Aunque Goya nunca pudo percibir mi aflicción, sus descarnadas pinturas concedían una nueva legitimidad a mis pensamientos, así como el permiso necesario para abrir puertas que en mi vida anterior había dejado cerradas. Dudo mucho de que la clase de piano de Violet hubiera retornado a mí con tan sorprendente fuerza sin las ardientes imágenes de Goya. La ensoñación comenzó una noche, después de cenar con Bill y Violet. Aquel día, Violet llevaba un vestido veraniego de color rosa que realzaba la silueta de sus senos. El largo paseo vespertino bajo el sol prestaba a sus mejillas y a su nariz un leve tinte rojizo, y a medida que me hablaba de su próximo libro, que tenía algo que ver con el narcisismo patológico, la cultura de masas, las imágenes, las comunicaciones instantáneas y los nuevos males del capitalismo moderno, había ido haciéndoseme cada vez más difícil escucharla. Mis ojos se desviaban constantemente hacia su rostro arrebolado, sus brazos desnudos, sus pechos y sus dedos pintados de esmalte rosado. Aquella noche me despedí a una hora temprana. Al llegar a casa, dediqué un rato a los objetos que conservaba en mi cajón y luego comencé a hojear un voluminoso libro de dibujos de Goya, comenzando por los que componían su Tauromaquia. Aunque confieso que los esbozos taurinos que realizara el artista poco tenían en común con la clase de piano de Violet y con su encuentro con monsieur Renasse, la agreste energía de sus rasgos y la crudeza de sus representaciones ejercieron sobre mí el efecto de un afrodisíaco, y seguí pasando las páginas ávida e incesantemente en busca de nuevas imágenes de animales y monstruos. Ya los conocía a todos de memoria, pero aquella noche su furia carnal abrasó mi mente como una tea, y al contemplar de nuevo el dibujo de una joven desnuda a lomos de una cabra durante el aquelarre, sentí que toda ella era premura y voracidad, y que en su cabalgata enloquecida, nacida del trazo ágil y firme de Goya, la tinta llegaba a torturar el papel. La bestia corre, pero la amazona ha perdido el control. Su cabeza cae vencida hacia atrás, sus cabellos flotan tras ella, y sus piernas poco tardarán tal vez en sujetarla al cuerpo del animal. En ese momento deposité un dedo sobre el muslo oscurecido y la pálida rodilla de la mujer, y aquel gesto me situó de pronto en París. Cambiaba de fantasía a voluntad. Había noches en las que me conformaba con ser testigo de la clase a través de una ventana situada al otro lado de la calle, y otras en las que yo mismo me convertía en monsieur Renasse. Había noches en las que era Jules, atisbando por el ojo de la cerradura o flotando mágicamente sobre la escena, pero de un modo u otro Violet siempre estaba sentada en el banco junto a alguno de nosotros, e invariablemente alguno de nosotros alargaba el brazo, asía uno de sus dedos con ademán violento y abrupto, y le susurraba «Jules» al oído con voz ronca y apremiante. En esos momentos, su cuerpo se envaraba por efecto del deseo, lanzaba la cabeza hacia atrás y alguno de los presentes la poseía allí mismo, sobre el banco, alzando por detrás su vestido rosado, bajándole unas bragas brevísimas que siempre eran de un color y un diseño distintos y penetrándola mientras ella profería sonoras exclamaciones de placer; o bien arrastrándola al abrigo de una enorme palmera doméstica, tendiéndola en el suelo con las piernas separadas y embistiéndola estrepitosamente mientras ella chillaba y chillaba hasta alcanzar el orgasmo. Entregué a aquella fantasía incalculables descargas de semen tras las cuales, inevitablemente, volvía a sentirme decepcionado. Mi pornografía no era ni más ni menos mentecata que la mayoría, y era bien consciente de no ser ni mucho menos el único hombre que se permitía inofensivos retozos mentales con la mujer de un amigo, pero así y todo era un secreto que terminaba deprimiéndome. Luego, a menudo, pensaba en Érica y a continuación en Bill. A veces intentaba suplantar a Violet con otra figura, con una doble anónima que ocupara su lugar, pero nunca funcionaba. Tenía que ser Violet y tenía que tratarse de ese episodio, protagonizado no por dos personas sino por tres.
Bill dedicaba interminables horas a una serie de piezas independientes relativas a los números. Al igual que El viaje de O, las obras existían en el interior de cubos de vidrio, si bien éstos eran el doble de grandes, de unos sesenta centímetros de lado aproximadamente. Obtenía su inspiración de fuentes tan variopintas como la Cábala, la física, los resultados de la liga de béisbol y los informes bursátiles. Tomaba un número escogido entre el cero y el nueve y jugaba con él en una única pieza. Pintaba, cortaba, esculpía, deformaba y quebraba los signos numéricos de cada obra hasta hacerlos irreconocibles. Incluía figuras, objetos, libros, ventanas e, inevitablemente, el nombre de la cifra escrito con todas sus letras. Era el suyo un arte exuberante, repleto de alusiones a vacíos y a orificios, al monoteísmo y al individuo, a la dialéctica y al yin-yang, a la trinidad, las tres parcas y los tres deseos, al rectángulo de oro, los siete cielos y los siete sefirot inferiores, a las nueve musas, los nueve círculos del infierno y los nueve mundos de la mitología nórdica, pero también a obras populares tales como Mejore su matrimonio en cinco sencillas lecciones y Muslos esbeltos en una semana. Los cubos primero y segundo hacían referencia a programas de doce etapas, mientras que en el fondo del sexto cubo yacía un ejemplar en miniatura de un libro titulado Los seis errores más frecuentes que cometen los padres. Eran frecuentes los juegos de palabras, por lo general bien disimulados: uno, huno; dos, nos y vos; cuatro, cuarto y curato; hecho y ocho… Bill era asimismo aficionado a las rimas, tanto en imágenes como en palabras. En el cubo número nueve la figura geométrica de la línea había sido pintada en una de las paredes de cristal; en el número tres, un hombrecillo diminuto vestido con el uniforme blanco y negro de los tebeos y lastrado con una bola sujeta por una cadena abría la puerta de su celda. La rima oculta era libertad[13]. Al mirar atentamente a través de las paredes del cubo, uno veía la consonancia paralela en un idioma distinto: en un costado aparecía garabateada la palabra alemana drei, pero en el fondo de esa misma caja reposaba una diminuta fotografía en blanco y negro recortada de un libro en la que podía distinguirse la leyenda que presidía la entrada principal de Auschwitz: ARBEIT MACHT FREI. Con cada número, estas asociaciones se confabulaban en un arbitrario baile hasta conformar un diminuto paisaje mental que oscilaba entre el sueño recreador y la pesadilla. A pesar de su densidad, el efecto visual de los cubos no resultaba desorientador. Cada objeto, cada cuadro, cada dibujo, cada retazo de texto y cada figura esculpida hallaban su lugar exacto bajo el cristal de acuerdo con la necesaria —por más que disparatada— lógica de las conexiones numéricas, pictóricas y verbales, y todos aparecían representados con los colores más llamativos. A cada número le había sido otorgada una tonalidad temática. A Bill le interesaban las teorías cromáticas de Goethe, así como el modo en que Alfred Jensen se había servido de ellas para realizar sus espesas y alucinantes pinturas numéricas. Así, había asignado un color a cada número. Al igual que Goethe, incluyó el blanco y el negro, si bien no se molestó en reflejar los significados que les atribuyera el poeta. El cero y el uno eran blancos. El dos era azul. El tres era rojo y el cuatro era amarillo, pero también mezclaba colores: azul pálido para el cinco, morados para el seis, anaranjados para el siete, verdes para el ocho, y negros y grises para el nueve. Aunque en el esquema básico intervenían también otros colores —así como los omnipresentes recortes de prensa—, cada cubo aparecía dominado por los innumerables matices de un único color. Las piezas numéricas eran la obra de un hombre en su mejor momento de forma. Cual extensión orgánica de todo cuanto Bill había hecho hasta entonces, aquellos nudos de símbolos tenían un efecto explosivo. Cuanto más contemplaba aquellas construcciones en miniatura, más poderosa era la sensación de que estuvieran a punto de estallar a causa de su propia presión interna. Eran bombas semánticas minuciosamente orquestadas mediante las cuales Bill había desnudado las arbitrarias raíces del significado mismo: ese peculiar contrato social que generan los diminutos trazos, rayas, líneas y curvas que adornan una página.
En varias de las piezas Bill aludía al proceso, a menudo tedioso, de adquirir los signos que precisamos para nuestra comprensión: un fragmento de los deberes de matemáticas de Mark, la goma de un lapicero a medio masticar, y mi favorita, incluida en el noveno cubo: la figura de un muchacho dormido ante su pupitre frente a una página de álgebra que su mejilla tan sólo alcanza a cubrir en parte. Al final resultó que aquellas imágenes del aburrimiento eran más personales de lo que yo mismo pensaba. Bill me reveló que Mark había estado sacando tan malas notas en el colegio que el director había sugerido prudentemente si no querrían considerar la posibilidad de trasladarle a otro centro. Enfatizó que no debían considerarlo como una expulsión, sino tan sólo como el reflejo de una incompatibilidad entre el alumno y el centro. El elevado cociente intelectual de Mark no se correspondía con su falta de concentración y de disciplina, por lo que tal vez encajara mejor con un programa de estudios menos riguroso. Bill se había pasado varias horas hablando por teléfono con Lucille acerca de la posibilidad de un nuevo colegio, y ella, por fin, había encontrado uno dispuesto a aceptar a Mark, una institución «progresiva» cercana a Princeton que le aceptó con una sola condición: querían que repitiera el octavo curso. Así, el otoño posterior a cumplir los catorce años, Mark se trasladó a Cranbury con su madre, aunque siguió pasando los fines de semana en Nueva York.
Aquel año creció quince centímetros. El menudo chiquillo con el que en otro tiempo jugara al ajedrez se había visto sustituido por un adolescente larguirucho, pero su temperamento permaneció invariable. Nunca he visto un muchacho más libre de los lastres habituales de la pubertad. Su cuerpo era tan ligero como su espíritu, se desplazaba con paso leve y etéreo, y sus gestos eran gráciles. Bill, sin embargo, no dejaba de preocuparse por la indolente actitud que su hijo mostraba en la escuela. Sus erráticas calificaciones podían oscilar entre el sobresaliente y el suspenso, y sus profesores le aplicaban adjetivos tales como «irresponsable» o «desperdiciado». Yo intenté tranquilizar a Bill con argumentos ya clásicos: aún es un poco inmaduro, le decía, pero eso se arreglará con el tiempo. Le enumeré toda una serie de grandes hombres que habían sido malos estudiantes, así como de alumnos brillantes que luego habían sido personajes mediocres, y por lo general mis buenas palabras lograban el efecto pretendido.
—Sí, ya cambiará —decía Bill—. Hay que esperar. Terminará encontrando su camino, incluso en el colegio.
Mark comenzó a venir a visitarme los fines de semana, por lo general los domingos por la tarde, antes de emprender el trayecto de regreso a casa de su madre. Yo aguardaba con expectación el sonido de sus pasos en las escaleras, la llamada a la puerta con los nudillos y la imagen de su semblante franco y optimista cuando le franqueaba el paso al interior del piso. Con frecuencia traía consigo alguna obra que deseaba mostrarme. Había comenzado a fabricar pequeños collages con recortes de revistas, y algunos resultaban interesantes. Una tarde de primavera se presentó en casa con una enorme bolsa de la compra. Ya al entrar observé que había crecido desde la última vez que le viera.
—Ahora ya puedo mirarte directamente a los ojos —dije—. Creo que vas a acabar siendo más alto incluso que tu padre.
Hasta entonces Mark había conservado en todo momento la sonrisa, pero al oírme adoptó una expresión enfurruñada.
—No quiero crecer más —dijo—. Ya soy lo bastante alto.
—¿Qué mides ahora, uno setenta y cinco? ¿Un poco más, tal vez? No es una estatura demasiado elevada para un hombre.
—Yo no soy un hombre —repuso él, irritado.
Debí de adoptar una expresión perpleja, porque se encogió de hombros y añadió:
—Pero da igual. La verdad es que no me importa —alzó la bolsa en dirección a mí—. Dice papá que deberías ver esto.
Se sentó junto a mí en el sofá y extrajo un enorme trozo de cartón que se doblaba por la mitad y se abría como un libro. Ambas mitades aparecían cubiertas de recortes de anuncios procedentes de revistas, y todos ellos mostraban imágenes de gente joven. Había recortado asimismo algunas palabras y letras de otros anuncios distintos para luego pegarlas sobre las ilustraciones: DESEO, DANZA, GLAMOUR, TU ROSTRO y BOFETADA. A mí, si he de ser sincero, todo aquello me resultaba visualmente algo aburrido, como un batiburrillo de imágenes elegantes y hermosas, pero entonces reparé en que en el centro de ambas páginas figuraba la misma fotografía: el retrato diminuto de un bebé de mejillas gruesas y algo fláccidas.
—¿Eres tú? —pregunté, riendo.
Mark no pareció encontrarle la gracia.
—Teníamos dos copias de esa foto, y mamá me dio permiso para utilizarlas.
A la derecha de una de ellas y a la izquierda de la otra había otras dos fotografías, ambas desdibujadas por varias capas de cinta adhesiva. Me aproximé para verlas más de cerca.
—¿Qué es esto otro? —pregunté—. ¿También dos ejemplares de la misma foto, no?
A través de la cinta adhesiva podía distinguir la imprecisa silueta de un cuerpo esbelto y larguirucho y de una cabeza tocada con una gorra de béisbol.
—¿De quién se trata?
—No es nadie.
—¿Por qué aparece tapado con celo?
—No lo sé. Porque me salió así. No pensé en ello. Me pareció que quedaba bonito.
—Pero no procede de ninguna revista. Has debido de encontrarlo en alguna parte.
—Así es, pero ignoro dónde.
—Esta parte de la imagen es idéntica en ambos costados. El resto no. Y, así y todo, uno tarda un poco en darse cuenta. Las fotos están rodeadas de demasiadas cosas, pero resultan de lo más misterioso.
—¿Y crees que eso está mal?
—No —dije yo—. Creo que está bien.
Mark cerró el cartón y lo devolvió a la bolsa. Luego se reclinó en el sofá y depositó los pies en la mesita auxiliar que había frente a nosotros. Las zapatillas de deporte que calzaba eran de una talla enorme: cuarenta y dos o cuarenta y tres, y observé que sus pantalones eran de ese estilo desproporcionado y un poco grotesco que tanto agradaba a los chicos de su edad. Durante unos instantes guardamos silencio, hasta que por fin le formulé la pregunta que acababa de acudir de modo abrupto a mi mente:
—¿Mark, tú echas de menos a Matthew?
Él se volvió hacia mí con ojos desmesurados y mantuvo los labios apretados durante unos instantes antes de responder.
—Constantemente —dijo—. Le echo de menos todos los días.
Yo alargué mi mano con gesto torpe hasta encontrar la suya y aspiré profundamente. Sentí que mi pecho emitía un suspiro de emoción y noté que se me nublaba la visión. Había conseguido ya aferrar su mano, y noté que oprimía mis dedos con fuerza.
A Mark Wechsler le faltaban pocos meses para cumplir quince años. Yo tenía sesenta y dos. Le había conocido durante toda su vida, pero hasta entonces no le había considerado como un verdadero amigo. De pronto, comprendí que su futuro también era el mío, y que si quería establecer una relación duradera con aquel muchacho que pronto sería un hombre podía hacerlo. El pensamiento en cuestión se convirtió en una promesa que me hice a mí mismo: Mark siempre podrá contar con mi atención y con mi cuidado. Desde entonces he revivido aquel momento en numerosas ocasiones, pero a lo largo de los últimos dos años, y como ya ha sucedido con otros acontecimientos de mi vida, he empezado a evocarlo desde un tercer punto de vista. Me veo alargando la mano en busca del pañuelo, quitándome las gafas, enjugándome los ojos y sonándome ruidosamente con el blanco retazo de tejido. Mark, entretanto, contempla con simpatía a ese viejo amigo de su padre. Cualquier espectador sensible comprendería la escena; sabría que Mark nunca podría llenar el vacío que había dejado en mí la muerte de Matt, y entendería con toda claridad que no se trataba de reemplazar a un muchacho con otro, sino de tender entre dos seres distintos un puente cimentado sobre esa ausencia que ambos comparten. Con todo, ese espectador se habría equivocado del mismo modo que yo me equivocaba. Malinterpretaba a Mark y me malinterpretaba a mí mismo, y el problema reside en que mi escrutinio de la escena desde todos los ángulos posibles no revela la menor pista. En ningún caso he omitido palabra o gesto alguno, ni tampoco esas emociones intangibles que intercambian las personas; estaba equivocado porque, dadas las circunstancias, tenía por fuerza que estarlo.
La idea me asaltó una semana después. No le dije nada a Mark, pero sí escribí a Érica para recabar su opinión. Mi propuesta consistía en autorizar a Mark para que utilizara la habitación de Matthew a modo de estudio en el que construir sus collages. Su dormitorio del piso de arriba no era muy grande, y ese espacio extra le vendría bien. El cambio significaría que el cuarto que antaño ocupara Matt dejaría de ser un mausoleo deshabitado que nadie utilizaba. Mark, el mejor amigo de nuestro hijo, se encargaría de revitalizarlo. Yo abogué ardientemente por la causa, y conté a Érica que no transcurría un día sin que Mark echara de menos la presencia de Matt, añadiendo que para mí significaría muchísimo el hecho de poder contar con su permiso. Le confesé abiertamente que a menudo me sentía solo, y que la compañía de Mark me animaba. Érica me respondió de inmediato para manifestar que una parte de ella se mostraba reacia a ceder la habitación, pero que después de pensarlo bien había decidido aceptar. En la misma carta me contaba que Renata había tenido una niña a la que había bautizado con el nombre de Daisy, y que ella era la madrina.
El día anterior a que Mark se instalara en la habitación de Matt, abrí la puerta, entré y permanecí largo rato sentado en la cama. El entusiasmo que despertaba en mí el cambio se había visto sustituido por la desazón de saber que ya era demasiado tarde para volverme atrás. Examiné la acuarela pintada por Matt, y decidí que tendría que permanecer allí y que se lo mencionaría a Mark como única condición para nuestro acuerdo. No necesitaba un espacio consagrado a Matt, pensé, puesto que seguía viviendo en mí, pero tan pronto como se me ocurrieron aquellas palabras, el reconfortante cliché se tornó macabro. Imaginé a Matt en su ataúd, visualicé sus menudos huesos, sus cabellos y su cráneo sepultados en la tierra y comencé a temblar. La antigua fantasía de la sustitución despertó de nuevo en mí, y maldije el hecho de no haber podido ser yo quien corriera su suerte en lugar de él.
Mark acudió a su «estudio» provisto de papeles, revistas, tijeras, pegamento, alambres y un flamante radiocasete nuevo. A lo largo de aquella primavera se pasó en la habitación cosa de una hora todos los domingos, recortando y pegando imágenes sobre soportes de cartón. Rara vez trabajaba durante más de quince minutos seguidos, y se interrumpía constantemente para salir a contarme algún chiste, telefonear o acercarse corriendo a la esquina en busca de «unas patatas».
Poco después de instalarse, Bill vino a verme y me pidió que le dejara echar un vistazo al cuarto, y al ver los recortes de revista, los cartones, los cuadernos amontonados y el recipiente lleno de lapiceros y rotuladores asintió con gesto de aprobación.
—Me alegro de que pueda contar con este lugar —dijo—. Es un sitio neutral. No es ni la casa de su madre ni la mía.
—Nunca habla de la vida en casa de Lucille —dije yo, dándome cuenta en ese mismo instante de hasta qué punto ello era cierto.
—A nosotros tampoco nos cuenta nada —dijo Bill, e hizo una larga pausa—. Y cuando hablo con Lucille no sabe hacer otra cosa que protestar.
—¿Acerca de qué?
—De dinero. Soy yo quien paga todos los gastos de Mark: su ropa, su educación, sus gastos médicos… todo menos lo que come en casa de su madre; y a pesar de todo, el otro día sin ir más lejos me dijo que las facturas del supermercado se están volviendo astronómicas a causa de todo lo que come. Llega hasta el punto de etiquetar aquellos alimentos del refrigerador que no quiere que el niño toque. Mira hasta el último centavo.
—A lo mejor no le queda más remedio. ¿Sabes si allí les pagan bien?
Bill me dirigió una mirada dura e irritada.
—Ha habido épocas en las que yo no tenía ni cuatro cuartos, y ni aun entonces se me pasó jamás por la cabeza escatimar comida a mi hijo.
Llegado el mes de junio, Mark ya no tenía que llamar a la puerta. Contaba con su propia llave. El dormitorio de Matt, antaño casi vacío, se había visto transformado en la atestada guarida de un adolescente. Vinilos, compactos, camisetas y pantalones de amplias hechuras desbordaban el espacio disponible en el armario. En la mesa se apilaban cuadernos, prospectos y revistas. Mark vivía entre casa y casa, yendo y viniendo como si ambos lofts constituyeran una única propiedad. A veces llegaba fingiendo ser Harpo y se ponía a corretear por el salón con una trompeta que había comprado en un mercadillo callejero próximo a Princeton. A menudo prolongaba la actuación durante un buen rato, hasta el punto de que a veces, cuando bajaba la mirada, descubría que me había enlazado una pierna en el hueco del brazo. Si aquel verano fabricó algún collage lo reservó para sí. La mayor parte del tiempo descansaba, leía un poco y escuchaba una música que a mí me resultaba incomprensible, aunque también es cierto que lo poco que llegaba al salón y a mis oídos era apenas ese latido mecánico urgente, constante e interminable que despide el rítmico acompañamiento de los graves de cualquier canción de discoteca. Aparecía y desaparecía. Pasó seis semanas en un campamento de Connecticut, y otra semana en Cape Cod, en compañía de su madre. Bill y Violet alquilaron una casa en Maine durante cuatro de las semanas que Mark pasó en el campamento, y fue como si el edificio se apagara. Érica decidió no venir de visita. «No quiero reabrir las viejas heridas», me escribió. Y yo seguí viviendo allí solo con Goya y añorándolos a todos.
Al llegar el otoño Mark retornó a su antiguo ritmo de visitas de fin de semana. Por lo general tomaba el tren en Princeton los viernes por la tarde y se presentaba en mi loft la mañana del sábado. También regresaba a menudo los domingos para pasar una hora o dos. Mis comidas en compañía de Bill y Violet fueron espaciándose hasta quedar reducidas aproximadamente a sólo dos al mes, y llegué a depender de las visitas regulares del muchacho como de una forma de aliviar la monotonía de mi propia presencia. En algún momento de octubre mencionó por primera vez la existencia de las raves, o grandes reuniones de gente joven que se prolongaban durante toda la noche. Según Mark, encontrar una rave exigía tener contactos con gente enterada. Al parecer, entre los conocedores se contaban decenas de miles de adolescentes, pero esa sobreabundancia no mitigaba en absoluto el entusiasmo del muchacho. La palabra rave bastaba para que su semblante se encendiera de expectación.
—No es más que una forma de histeria colectiva —me dijo Violet—, una especie de despertar religioso en clave pagana, un love-in al estilo de los noventa. Los chavales se van animando poco a poco hasta alcanzar un frenesí de lo que ellos llaman buen rollo. He oído que toman drogas, pero nunca he visto que Mark volviera a casa colocado. No permiten el alcohol.
Suspiró y se frotó el cuello con la mano.
—Tiene quince años. A algún sitio tiene que ir a parar toda esa energía —prosiguió, y suspiró de nuevo—. Así y todo, me preocupo. Siento que Lucille…
—¿Lucille? —dije yo.
—No tiene importancia —dijo ella—. Probablemente me estoy volviendo paranoica.
En el ejemplar de noviembre de la revista Voice aparecía publicado el anuncio de una sesión de lectura a cargo de Lucille que tendría lugar en Spring Street, a tan sólo seis manzanas de distancia. Yo no había vuelto a hablar con ella desde el funeral de Matthew, y al ver su nombre en letras de molde experimenté el deseo de ir a escuchar sus poemas. Mark se había convertido en residente parcial de mi apartamento, y la intimidad que iba cobrando nuestra relación me impulsaba hacia Lucille; sin embargo, creo que mi decisión de acudir se vio alimentada también por aquella observación incompleta de Violet, así como por el anterior comentario de Bill en torno a su tacañería. Bill nunca había sido una persona injusta, y supongo que quería juzgar la situación por mí mismo.
El local elegido era un bar mal iluminado y decorado al estilo rústico. Tan pronto como entré por la puerta atisbé a través de la penumbra y vi a Lucille junto a la pared del fondo con un fajo de papeles en la mano. Llevaba el pelo recogido, y sus pálidas facciones aparecían iluminadas por una pequeña lámpara cenital que acentuaba las sombras de sus párpados inferiores. Desde aquella distancia me pareció adorable, como una niña solitaria e indefensa. Me acerqué y ella alzó la mirada, y al cabo de un instante su rostro dibujó una sonrisa tensa de labios cerrados. Cuando habló, sin embargo, lo hizo con voz serena y reconfortante.
—Leo, qué sorpresa.
—Me apetecía venir a oírte —dije.
—Gracias.
Guardamos silencio unos instantes. Lucille parecía incómoda, y aquel «gracias» flotaba entre nosotros como un punto final.
—He dado con la respuesta equivocada, ¿verdad? —dijo, y sacudió la cabeza—. No debería haber dicho «gracias», sino «qué detalle por tu parte» o «te agradezco que hayas venido». Si después de la lectura hubieras acudido a decirme «Me han gustado tus poemas», sí que podría haber dicho lisa y llanamente «gracias» sin que nos quedáramos los dos paralizados y preguntándonos qué era lo que había ocurrido.
—Son los avatares de toda relación social —dije, pero me detuve al oír la palabra «relación». Qué mal escogida, pensé.
Ella hizo caso omiso del comentario y fijó la mirada en sus papeles. Le temblaban las manos.
—Se me dan mal las lecturas —dijo—. Tengo que prepararme durante unos minutos.
Se alejó, se sentó en una silla y comenzó a leer para sus adentros. Sus labios se movían, y sus manos no dejaban de agitarse.
Habían acudido a oírla unas treinta personas, y todos los presentes nos distribuimos por las mesas. Algunos fumaban y bebían cerveza mientras la escuchaban. En un poema titulado «Cocina», Lucille iba enumerando objetos uno detrás de otro. A medida que la lista crecía comenzó a formarse una atestada naturaleza muerta de carácter verbal, y yo cerraba los ojos de vez en cuando para paladear el ritmo de las sílabas a medida que las leía. En otro poema, Lucille diseccionaba una frase pronunciada por un amigo anónimo: «Eso no lo dices en serio». En conjunto era un ingenioso, lógico y alambicado análisis de la intimidación subyacente en tal afirmación, y creo que estuve sonriendo desde el primer hasta el último verso. A medida que leía comencé a comprender que el tono de su obra nunca variaba. Escrupulosos, concisos y dotados de la comicidad inherente a la distancia, sus poemas no permitían que ninguna cosa, persona o perspectiva predominara sobre otra. El ámbito de la experiencia de la autora era uniforme hasta el punto de constituir un enorme campo de detalles, tanto físicos como mentales, minuciosamente estudiados, y me asombró no haberme percatado nunca de ello hasta entonces. Recordé haber estado sentado junto a ella, con la mirada fija en las palabras que había escrito, recordé también su voz mientras explicaba el motivo de tal o cual decisión con sus frases siempre nítidas y concisas, y sentí nostalgia de la camaradería, ahora perdida, que habíamos compartido en otro tiempo.
Tras la lectura compré su libro, titulado Categoría, y me incorporé a la cola de quienes deseábamos que nos lo dedicara. Era el último de una fila de siete. Ella escribió «Para Leo» y alzó la mirada hacia mí.
—Me gustaría añadir algo divertido, pero tengo la mente en blanco.
Yo me incliné sobre la mesa.
—Pon simplemente «de tu amiga Lucille» —dije.
Mientras veía su pluma deslizándose sobre la página le pregunté si quería que le pidiera un taxi o que la acompañara adonde fuera que se dirigiese. Ella repuso que tenía que ir a Penn Station y salimos juntos a la fría noche de noviembre. Soplaba un viento impregnado de aromas a gasolina y a comida asiática, y a medida que avanzábamos calle abajo observé su larga gabardina beis y advertí que a la ya desgastada prenda le faltaba un botón. El espectáculo de aquel hilo suelto que colgaba de la gabardina desabrochada despertó en mí un sentimiento de compasión que se vio seguido de inmediato por el recuerdo de su vestido gris retorcido en torno a la cintura y de sus cabellos caídos sobre el rostro mientras la sujetaba por los hombros para tenderla en el sofá.
—Me alegro de haber venido —le dije mientras caminábamos—. Tus poemas son buenos. Muy buenos. Y creo que deberíamos mantenernos en contacto, especialmente ahora que veo a Mark con tanta frecuencia.
Ella volvió la cabeza y me dirigió una mirada perpleja.
—¿Le ves ahora más que antes?
Yo me detuve.
—Sí, por lo de la habitación, ya sabes.
Lucille estaba inmóvil en medio de la acera, y a la luz de la farola distinguí los profundos surcos en torno a sus labios mientras me observaba con expresión de desconcierto.
—¿La habitación?
Yo notaba un peso cada vez mayor en los pulmones.
—Le he cedido la habitación de Matthew para que la use como estudio. Empezó a utilizarla la primavera pasada. Viene todos los fines de semana.
Ella reemprendió la marcha.
—No sabía yo eso —dijo con tono neutro.
Mi mente había empezado ya a analizar todo un repertorio de preguntas, pero advertí que Lucille había apresurado el paso. Alzó la mano para detener un taxi y se volvió hacia mí.
—Gracias por venir —dijo, recurriendo a la frase que no había sabido decir en su momento, pero sólo sus ojos parecían alegres.
—Ha sido un placer —dije yo, asiéndola de la mano.
Durante un instante, pensé en besarla en la mejilla, pero la rigidez de su mandíbula y sus labios apretados me disuadieron, y me limité a oprimir levemente sus dedos.
Habíamos llegado ya a West Broadway, y a medida que veía alejarse el taxi en dirección Norte reparé en la luna, suspendida en el firmamento de Washington Square Park. Aún era pronto. La forma del creciente lunar, atravesado por una leve franja nubosa, remedaba casi exactamente la luna pintada que había estado contemplando aquella misma tarde en uno de los primeros grabados nigrománticos de Goya. Pan, en forma de macho cabrío, aparece rodeado por un círculo de brujas. A pesar de la sobrecogedora compañía que le circunda, el dios pagano muestra una mirada vacua y una expresión bobalicona que le prestan un aspecto algo inocente. Dos de las hechiceras le ofrecen sendos niños. Uno de ellos es una criatura gris y demacrada; el otro, un pequeñuelo rollizo y rosado. A juzgar por la posición de su pezuña, resulta evidente que Pan prefiere a este último. Mientras cruzaba la calle me acordé de la bruja de Bill y de los comentarios de Violet sobre la maternidad y la hechicería, y me pregunté qué habría querido decir cuando mencionó a Lucille. Pensé también en el silencio de Mark. ¿Qué significado tenía? Me imaginé preguntándoselo personalmente, pero la pregunta «¿Por qué no le has contado nada a tu madre acerca de la habitación de Matthew?» se me antojaba en cierto modo absurda. Al doblar la esquina de Greene Street y enfilar la acera en dirección a mi edificio me di cuenta de que mi humor se había agriado de repente y de que una creciente sensación de tristeza me acompañaba de regreso a casa.
La vida nocturna de Mark fue intensificándose a lo largo de los meses siguientes. A menudo le oía bajar la escalera a grandes zancadas cuando salía. Las chicas se reían y chillaban, y los chicos gritaban y maldecían con sus graves voces masculinas. La pasión que Mark sentía por Harpo se vio sustituida por una nueva afición a los disc-jockeys y al techno, y sus pantalones fueron tornándose cada vez más amplios. Sus suaves y juveniles facciones, sin embargo, no perdían su habitual expresión de asombro infantil, y siempre parecía tener tiempo para mí. Mientras hablábamos solía reclinarse contra la pared de la cocina y enredar con la espátula, o bien se colgaba literalmente del dintel de la puerta para columpiar las piernas. Resulta curioso lo poco que conservo del contenido de nuestras charlas. Las conversaciones de Mark eran por lo general aburridas e insustanciales, pero era un orador soberbio, y eso es lo que más recuerdo: el tono serio y algo implorante de su voz, sus accesos de risa y los lánguidos movimientos de su esbelto cuerpo.
Un sábado por la mañana de finales de enero nuestra relación experimentó un pequeño giro del todo imprevisto. Yo estaba sentado en la cocina, leyendo el Times frente a una taza de café, cuando oí un leve silbido procedente de algún lugar del fondo del piso. Me quedé inmóvil, agucé el oído y pude oírlo de nuevo. Guiándome por el sonido, me dirigí a la habitación de Matthew, abrí la puerta y descubrí a Mark dormido en la cama. Al respirar emitía un leve silbido por la nariz. Vestía una camiseta rasgada por la mitad y luego recompuesta con la ayuda de lo que parecían varios centenares de imperdibles. A través de la costura asomaba un retazo de piel desnuda, y los pantalones, desprovistos de cinturón, le habían resbalado hasta los muslos, revelando unos calzoncillos que llevaban el nombre del fabricante impreso en el elástico. De entre sus piernas asomaban algunos rizos de vello púbico. En ese momento, y por primera vez, reconocí a Mark como un hombre —al menos físicamente— y esa certidumbre me conmocionó.
Nunca le había dicho que pudiera quedarse a dormir en la habitación, y el hecho de que se hubiera presentado en mitad de la noche sin pedir permiso me irritó. Su mochila y su abrigo yacían tirados en el suelo junto a una de sus zapatillas, y al volverme hacia el cuadro de Matt observé adheridas al vidrio las fotografías de cinco jovencitas pálidas y delgadas vestidas con falda corta y zapatos de plataforma. Sobre sus cabezas podían leerse las palabras LAS CHICAS DEL CLUB USA. Mi irritación se tornó en ira. Me acerqué a la cama, aferré a Mark por los hombros y comencé a sacudirle. Él emitió un gemido, abrió los ojos y me miró sin dar muestras de reconocerme.
—Márchate —dijo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté.
Él parpadeó.
—Tío Leo —dijo. Sonrió débilmente, se incorporó sobre los codos y miró a su alrededor con la boca abierta de par en par. Su rostro fláccido mostraba una expresión estúpida—. Jo, no pensé que fuera a sentarte tan mal.
—Mark, ésta es mi casa. Aquí tienes un cuarto para trabajar en tus cuadros o para escuchar música, pero tienes que pedirme permiso para quedarte a dormir. Bill y Violet deben de estar histéricos.
Poco a poco, sus ojos parecían ir enfocando los objetos a su alrededor.
—Sí —dijo—, pero no fui capaz de entrar. No sabía qué hacer, así que me vine aquí. No quise despertarte, porque ya era tarde. Además —añadió, ladeando la cabeza hacia un costado—, sé que a veces tienes problemas de insomnio.
—¿Perdiste las llaves? —le pregunté en tono más bajo.
—No sé cómo ocurrió. Debieron de caérseme del llavero de algún modo. Tampoco quería despertar a papá y a Violet, y me quedaba la tuya, así que la utilicé —dijo, abriendo mucho los ojos—. Probablemente me equivoqué.
Suspiró.
—Lo mejor que puedes hacer es subir inmediatamente a tu casa y decir a Bill y a Violet que estás bien.
—Voy ahora mismo —dijo.
Antes de partir, me asió por el brazo y me miró directamente a los ojos.
—Sólo quiero que sepas que eres para mí un auténtico amigo, tío Leo, un auténtico amigo.
Cuando se hubo marchado retorné a mi taza de café, y al cabo de unos minutos me había arrepentido de mi cólera. La falta de Mark había sido el resultado de un error de juicio, y nada más. ¿Acaso le había prohibido alguna vez quedarse a pasar la noche? El problema no era Mark, sino Matthew. La imagen del cuerpo ya maduro de Mark en la cama de mi hijo me había perturbado. ¿Acaso porque aquel hombrecito de un metro ochenta había violado los invisibles pero sacrosantos perfiles del chiquillo de once años al que yo aún imaginaba durmiendo en aquella cama? Quizá, pero no me había sentido verdaderamente enfadado hasta que no vi aquellas fotos adheridas al cuadro. Le había especificado que la acuarela de Matt era el único objeto del dormitorio que no debía verse alterado, y Mark se había mostrado de acuerdo conmigo: «Me parece estupendo. Matt era un gran artista». Lo ha hecho sin pensar, me dije a mí mismo. Podrá ser un inconsciente, pero no tiene malicia. El remordimiento terminó de disipar mi ultrajada sensación de enfado, y decidí subir al piso y disculparme de inmediato.
Me abrió la puerta Violet. Tan sólo llevaba puesta una larga camiseta blanca que probablemente pertenecería a Bill, y pude distinguir la silueta de sus pezones a través del tejido. Tenía las mejillas arreboladas, y sobre su frente colgaban varios mechones sudorosos. Sonrió y pronunció mi nombre. Bill se encontraba a un par de metros detrás de ella. Iba ataviado con un albornoz blanco y llevaba un cigarrillo en la mano. Sin saber adónde mirar, fijé la vista en el suelo y dije:
—La verdad es que he venido a ver a Mark. Hay algo que quería decirle.
Fue Bill quien respondió.
—Lo siento, Leo. Pensaba haber pasado aquí el fin de semana, pero en el último momento decidió quedarse con su madre. Por lo visto Lucille va a llevarles a Oliver y a él a montar a caballo en un picadero que hay cerca de su casa.
Miré a Bill y luego a Violet, que dijo:
—Estamos disfrutando de un fin de semana disoluto.
Dobló la cabeza hacia atrás y se estiró. El borde de la camiseta se elevó unos centímetros, revelando sus muslos. Yo me disculpé. No había subido preparado para enfrentarme a los pechos de Violet bajo aquella camiseta, ni para vislumbrar la sombra imprecisa de su vello púbico bajo la blancura del delicado tejido, ni para contemplar la expresión levemente aturdida y necia de su rostro adormecido por el sexo. Sin detenerme, bajé las escaleras, busqué una cuchilla y rasqué los adhesivos que cubrían el cuadro de Matt.
A la semana siguiente, cuando enfrenté a Mark con su reciente mentira, él pareció sorprendido.
—No mentí, tío Leo. Mamá y yo cambiamos los planes. Luego llamé a papá, pero habían salido los dos. Al final, vine a Nueva York de todos modos porque tenía que ver a unos amigos, y entonces fue cuando me pasó lo de la llave.
—¿Pero por qué no les dijiste a Bill y a Violet que estabas aquí?
—Pensaba hacerlo, pero se me hacía todo demasiado complicado, y recordé que tenía que coger el autobús y volver a casa de mamá, porque le había prometido que me quedaría a cargo de Ollie aquella tarde.
Dos motivos me impulsaron a dar por buena la historia. Por una parte era consciente de que a menudo la verdad se nos presenta embrollada, y que en ocasiones puede parecer una maraña de equívocos y errores que se confabulan para hacerla parecer improbable; pero además, al contemplar a Mark ante mí, la mirada serena de sus grandes ojos azules me convenció por completo de que estaba diciendo la verdad.
—Sé que a veces meto la pata —dijo—, pero es sin querer.
—Todos metemos la pata —dije yo.
La imagen de Violet aquel sábado por la mañana siguió tiñendo mi memoria como una profunda mancha que no pudiera eliminar y, cada vez que la recordaba, recordaba también a Bill, sosteniendo su cigarrillo entre los dedos a pocos pasos de ella, la mirada fija en mí y su enorme corpachón extenuado por el lastre del placer. Aquella visión de los dos me mantenía despierto por las noches, y permanecía tendido en la cama con los nervios a flor de piel y la sensación de que mi cuerpo levitaba sobre las sábanas más que descansar sobre ellas. A veces me levantaba, me dirigía a mi mesa, abría mi cajón y lo vaciaba lenta y metódicamente de todo su contenido. Palpaba los calcetines de Érica y examinaba el cuadro de Dave y Durango pintado por Matt y el retrato de boda de mis tíos. Una noche conté las rosas que, junto con otras flores, integraban el ramo de la tía Marta. Eran siete. La cifra me hizo recordar el cubo que Bill había fabricado para el siete y la gruesa capa de tierra que cubría el fondo. Si lo sostenías en el aire podías distinguir por debajo la blanca silueta del número, pero no entera sino fragmentada, como un cuerpo en desintegración. Acaricié el trozo de cartón encerado que rescatara aquel día de las cenizas de la azotea y a continuación me quedé contemplando mis propias manos y las azuladas venas que asomaban bajo los huesos de mis nudillos. Lucille las había calificado en cierta ocasión como manos de vidente, y me pregunté qué se sentiría al penetrar en la mente de otros. Demasiado poco sabía, incluso de mí mismo. Seguí examinándolas, consciente de que cuanto más las miraba más ajenas me parecían, como si pertenecieran a otra persona. Me sentía culpable, o a eso atribuí al menos el dolor sordo que notaba bajo las costillas. Me sentía culpable de codicia, de un anhelo voraz que debía combatir todos los días, sin que me quedara del todo claro cuál era su objeto. Violet no era sino uno de los muchos filamentos que componían el grueso nudo de mis deseos. Me volví hacia el retrato de Violet, me aproximé a él y, deteniéndome frente a su imagen, alargué la mano para tocar aquella sombra masculina que Bill había incorporado al lienzo. Era su sombra, pero recordé haber creído reconocerla como la mía el primer día en que la vi.
Érica escribió para decirme que estaba preocupada por Violet. «Le asaltan temores irracionales acerca de Mark. Opino que el hecho de no haber podido tener hijos está pudiendo finalmente con ella. Detesta tener que compartir a Mark con Lucille. El otro día, al teléfono, no hacía más que decir: “Querría que fuera mío. Tengo miedo”. Sin embargo, cuando le pregunté qué era lo que tanto temía me respondió que no lo sabía. Creo que deberías estar un poco pendiente de ella cuando Bill se marche a sus viajes por Japón y Alemania. Ya sabes cuánto la quiero y cuánto le agradezco lo que hizo por nosotros después de la muerte de Matt».
Dos noches después, Bill y Violet me pidieron que subiera a cenar con ellos. Mark estaba en casa de su madre, y los tres nos quedamos levantados hasta tarde. La conversación se inició con la pintura de Goya y fue derivando por el análisis de la cultura popular que Violet tenía a la sazón entre manos y por el nuevo proyecto de Bill —ciento una puertas que se abrirían a otras tantas habitaciones— hasta llegar a Mark. A Mark le habían suspendido en Química. Se había hecho un piercing en el labio. Vivía para las raves. Nada de todo aquello resultaba demasiado extraordinario, pero advertí a lo largo de la velada que Violet era incapaz de concluir sus frases cuando se refería a su hijastro. Ante cualquier otro tema mostraba el verbo elegante y fluido de siempre, y remataba sus frases con los correspondientes puntos, pero cuando se trataba de Mark se mostraba vacilante, y sus palabras quedaban descolgadas e inconclusas.
Aquella noche Bill bebió considerablemente. Llegada la medianoche se aproximó al sofá, rodeó a Violet con ambos brazos y le declaró solemnemente que era la mujer más maravillosa y más bella de cuantas habían pisado el planeta. Violet se desasió de su abrazo.
—Se acabó. Cuando empiezas con el tema del amor eterno que siempre sentirás por mí es señal de que has bebido demasiado. Ya está bien por hoy.
—Estoy perfectamente —dijo Bill con voz espesa y malhumorada.
Violet se volvió hacia él.
—Estás perfectamente —dijo, deslizando un dedo por su mal afeitada mejilla—. Nadie está tan bien como tú.
Yo observé el movimiento de su mano mientras le sonreía. Nunca había visto en sus ojos una mirada tan serena y tan límpida.
Bill pareció apaciguarse al contacto de sus dedos.
—Un último brindis —dijo.
Alzamos nuestras copas.
—Por las personas más próximas a mi corazón. Por Violet, mi amada e indómita esposa; por Leo, mi más íntimo y leal amigo; y por Mark, mi hijo, en la confianza de que sepa sobrellevar las penurias de la adolescencia.
Le derrapaba la voz. Violet, al oírle, sonrió.
—Por que siempre sigamos siendo una familia como la que somos hoy —prosiguió—. Por que nunca dejemos de querernos mientras vivamos.
Aquella noche no hubo clase de piano. Al cerrar los ojos, la única persona a la que vi fue Bill.
No volví a Bowery hasta el otoño siguiente. Bill dibujaba y proyectaba, pero no inició la construcción de sus puertas hasta el mes de septiembre. Yo fui una tarde de domingo de finales de octubre. El cielo estaba nublado, y hacía un frío considerable. Tras hacer girar la llave en el cerrojo del portal de acero, penetré en el polvoriento y oscuro vestíbulo y oí el sonido de una puerta que se abría a mi derecha. Sobresaltado al percibir señales de vida en una de aquellas habitaciones abandonadas desde largo tiempo atrás, me volví y a través de varias cadenas pude distinguir dos ojos, un par de cejas completamente blancas y la nariz oscura y atezada de un desconocido.
—¿Quién es? —tronó con una voz tan melodiosa y profunda que casi esperé escuchar su eco a continuación.
—Soy un amigo de Bill Wechsler —dije, y de inmediato me pregunté por qué me había molestado en explicar mi presencia allí a aquel extraño.
Él, en lugar de identificarse, se apresuró a cerrar la puerta, y su desaparición se vio seguida por un sonoro chirrido y dos chasquidos metálicos. Mientras subía las escaleras preguntándome por la identidad de aquel nuevo inquilino vi a Lazlo que salía y reparé en sus pantalones de vinilo de color naranja y en los zapatos negros y puntiagudos que calzaba. Al cruzarnos, me saludó con un arrastrado «Hola, Leo» y me sonrió, poniendo su dentadura al descubierto. Vi que uno de los incisivos delanteros se superponía ligeramente sobre el contiguo, y aunque se trataba de un rasgo bastante corriente, supe en ese mismo instante que era la primera vez que le veía los dientes. Lazlo se detuvo en el mismo escalón en el que yo me encontraba.
—Leí tu libro sobre las miradas —dijo—. Me lo dejó Bill.
—¿En serio?
—Fantástico, tío.
—Bueno, Lazlo, muchas gracias. Me siento muy halagado.
Inmóvil, fijó la mirada en el escalón.
—Había pensado que me gustaría invitarte a comer por ahí algún día, ¿sabes? —dijo, e hizo una pausa, cabeceando con lentitud y palmeándose suave y rítmicamente el anaranjado muslo como si su discurso se hubiera visto interrumpido de repente por una inaudible melodía de jazz—. Érica y tú me habéis ayudado. —Otros cinco golpes en el muslo—. ¿Sabes?
Aquel «sabes» susurrado parecía querer actuar en sustitución de «¿Qué te parece?», por lo que respondí que me encantaría cenar con él.
—Guapamente —dijo él, y prosiguió su camino escaleras abajo, sin dejar de cabecear y de palmear rítmicamente el pasamanos al compás de aquella música, que debía de resonar en los invisibles recovecos de su mente.
—¿Qué le ha dado a Lazlo? —le pregunté a Bill—. Primero me ha sonreído y luego me ha invitado a cenar.
—Está enamorado —dijo Bill—. Está loca y apasionadamente enamorado de una chica llamada Pinky Navatsky, una bailarina guapísima que trabaja con una compañía llamada Broken. Mucha sacudida, mucha contorsión y de vez en cuando alguna patada cuando menos te lo esperas. Igual has leído algo sobre ellos.
Negué con la cabeza.
—Y su trabajo también ha mejorado. Ha informatizado sus palitos, y ahora se mueven. A mí me parece interesante lo que hace. Va a participar en una muestra colectiva del P. S. 1.[14]
—¿Y la estentórea voz de la planta baja?
—Ése es Mr. Bob.
—Ignoraba que hubieran alquilado esas habitaciones.
—No las han alquilado. Está de okupa. Tampoco lleva mucho tiempo aquí. No me preguntes cómo logró colarse, pero ahí está. Se ha presentado a sí mismo como «Mr. Bob», y hemos acordado que guardaré su presencia en secreto si hablo con el dueño del edificio, aunque lo cierto es que el señor Aiello rara vez viene de Bayonne.
—¿Está loco? —pregunté.
—Probablemente, pero me da igual. Me he pasado la vida rodeado de chiflados, y el hombre necesita un techo. Yo le he regalado algunos utensilios viejos de cocina y Violet le ha dado una manta, algunos platos y un hornillo que conservaba de su antiguo apartamento. Le cae muy bien Violet. La llama «Belleza».
El estudio, atestado de materiales hasta tal punto que parecía menor de lo que en realidad era, se había convertido en una inmensa zona de construcción. Junto a la ventana se apilaban numerosas puertas de distintos tamaños junto con trozos de escayola amontonados, y el suelo aparecía cubierto de serrín y de virutas de madera. Frente a mí se alzaban tres puertas de roble de diferentes tamaños que se abrían a otras tantas estancias de idéntica altura y anchura que, no obstante, parecían ser de profundidad variable.
—Prueba la del centro —dijo Bill—. Tienes que entrar y cerrar la puerta. No eres claustrofóbico, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
La puerta tan sólo medía uno sesenta y cinco de altura, lo que me obligó a agacharme para cruzar el umbral. Tras cerrar la puerta a mis espaldas me encontré acuclillado en una caja uniformemente pintada de blanco que tendría en torno a un metro ochenta de profundidad. El techo era de vidrio para permitir el paso de la luz, y el suelo era un espejo de superficie algo apagada. A mis pies descubrí lo que parecía ser un pequeño montón de trapos. Permanecer de pie resultaba tan incómodo que me arrodillé para examinar los tejidos, pero al tocarlos descubrí que estaban hechos de escayola. Al principio tan sólo pude ver un oscuro reflejo de mi propio rostro, anguloso y grisáceo, pero entonces advertí que había un agujero en la escayola. Apoyé la mejilla en el espejo y miré a través de él. En la parte interior de la estructura de estuco podía verse pintado el rostro de un niño, dispuesto de modo que se reflejara en el espejo. El niño parecía flotar en el espejo con los brazos y las piernas separados del torso. No era en absoluto una imagen violenta o bélica, sino algo onírico y extrañamente familiar, una visión que no podía contemplar sin ver también mi propio semblante desdibujado. Cerré los ojos. Al abrirlos de nuevo, el espejo había cobrado un aspecto acuoso y uterino en el que el niño parecía hallarse más distante, y comprendí que no quería contemplarlo por más tiempo. Me sentía un poco mareado y empezaba a experimentar ciertas náuseas. Me incorporé con demasiada precipitación y me golpeé la cabeza contra el techo. Aferré el picaporte, pero la puerta estaba atascada. De pronto, sentí que necesitaba salir de allí desesperadamente. Propiné un violento tirón a la puerta, ésta se abrió por fin y me vi súbitamente en brazos de Bill.
—¿Te encuentras bien? —dijo—. Estás sudando.
Tuvo que ayudarme a llegar hasta una silla. Yo, avergonzado, me disculpé tartamudeando mientras aspiraba profundamente sin saber qué me había ocurrido detrás de aquella puerta, y ambos permanecimos en silencio durante al menos un minuto mientras me recuperaba de aquel amago de desvanecimiento. Una vez más, recordé el reflejo que había visto debajo de aquel mazacote de escayola. Tal vez se trataba más bien de un montón de vendas apiladas. El niño, con su cuerpo fragmentado, había parecido flotar en un líquido pesado y oleoso del que nunca podría emerger intacto.
—Matt. Ahogado —dije sin aliento—. No lo he comprendido hasta ahora.
Alcé la mirada hacia Bill y vi que me contemplaba con expresión atónita.
—No tenía la menor intención de…
—Lo sé —le interrumpí—. Sencillamente, es lo que me sugirió al verlo.
Bill me puso las manos en los hombros y los oprimió con fuerza durante un instante. A continuación, se dirigió a uno de los pocos espacios libres que aún quedaban en torno a la ventana y se asomó al exterior. Permaneció unos momentos en silencio y luego habló muy lentamente:
—Sabes cuánto quería a Matthew. El año anterior a su muerte comprendí lo que era y lo que albergaba en su interior.
Desplazó la mano en dirección al cristal, y yo me levanté de mi asiento y me dirigí hacia él.
—Te envidiaba —prosiguió—. Hubiera deseado que… —se interrumpió y respiró con fuerza a través de la nariz—. Aún deseo que Mark se pareciera más a él, y me siento mal por desearlo. Matt estaba abierto a todo. Y no siempre estaba de acuerdo conmigo. —Bill sonrió al recordarlo—. Discutía conmigo. Hubiera querido que Mark…
Yo no dije nada, y él, tras una breve pausa, continuó hablando:
—Qué bien le habría venido a Mark que Matthew siguiera entre nosotros; qué bien nos habría venido a todos, por supuesto, pero Matt sabía muy bien dónde pisaba.
Bill fijó la mirada en el paisaje de Bowery, y en ese momento reparé en las canas que ya salpicaban sus cabellos. Ha empezado a envejecer a marchas forzadas, pensé.
—Matt quería crecer —dijo, y se frotó la cabeza—. Habría llegado a ser un artista. Estoy convencido. Tenía el talento y tenía el apremio. Tenía apego a su trabajo. Mark sigue siendo un bebé. Tiene grandes dones, pero por algún motivo aún no está listo para usarlos. Me preocupa, Leo. Es como una especie de Peter Pan exiliado del País de Nunca Jamás.
Permaneció unos instantes en silencio antes de proseguir:
—Mis propios recuerdos de adolescencia no me sirven de nada. A mí nunca me gustaron las aglomeraciones. Las modas no me interesaban. Bastaba con que a todo el mundo le encantara algo para que yo no quisiera saber nada al respecto. Las drogas, el flower-power de los hippies, el rock’n’roll… nada de eso era para mí. Yo me entretenía estudiando los iconos, copiando pinturas de Caravaggio y dibujos del siglo XVII. Ni siquiera era un buen contestatario. Estaba en contra de la guerra. Participaba en manifestaciones de protesta, pero lo cierto es que toda esa retórica me impacientaba. Lo único que de verdad quería hacer era pintar.
Se volvió hacia mí y encendió un cigarrillo, ahuecando las manos para proteger la llama de la cerilla como si estuviera en mitad de un vendaval. A continuación me miró con los labios apretados y dijo:
—Miente, Leo. Mark miente.
Yo contemplé su rostro dolido.
—Sí —dije—. Eso es algo que a mí también me ha extrañado.
—Le sorprendo en mentirijillas sin importancia; en embustes del todo absurdos. A veces pienso que, sencillamente, le gusta mentir.
—Tal vez se trate de una fase transitoria —dije yo.
Él desvió la mirada.
—Lleva mucho tiempo mintiendo. Desde que era un chiquillo.
La franqueza de aquella afirmación me sorprendió. No era consciente de que Mark tuviera ya un historial de mentiras a las espaldas. Había mentido acerca de los Donuts y probablemente lo había hecho también el día en que amaneció en el cuarto de Matt, pero eran las dos únicas ocasiones que recordaba.
—Eso no quita que tenga buen corazón —dijo Bill—. Es un gran tipo, mi hijo. —Me miró y agitó el cigarrillo en el aire—. Y tú le gustas, Leo. Me ha contado que se siente libre en tu compañía, que puede hablar contigo.
Me aproximé a la ventana para estar más cerca de él.
—Me gusta verle —dije, volviéndome para mirar a la calle—. Durante estos últimos meses hemos charlado bastante. Él ha escuchado mis historias y yo he escuchado las suyas. ¿Sabes? Me dijo que cuando estaba en Texas solía fingir que Matt se encontraba allí con él. Se refería a él como el «Matt imaginario», y según él tenía conversaciones con el «Matt imaginario» en el baño antes de marcharse al colegio.
Yo paseé la mirada por los tejados de Bowery y me fijé en un hombre tendido en la acera con los pies metidos en sendas bolsas de papel de estraza.
—No sabía nada de eso —dijo él.
Permanecí a su lado hasta que acabó su cigarrillo. Su mirada había adoptado una expresión distante. «El “Matt imaginario”», dijo en cierto momento, pero volvió a enmudecer durante un buen rato. Apagó el cigarrillo contra la suela del zapato y se volvió hacia la ventana.
—Pero claro —dijo—, mi padre pensaba de mí que estaba loco, que nunca llegaría a ganarme la vida.
Me marché al poco rato. Al llegar al pie de las escaleras abrí la puerta de la calle y volví a oír a Mr. Bob, esta vez a mis espaldas. El hermoso y sonoro timbre de su voz de bajo despertó en mí el deseo de escucharle, y me detuve en el umbral.
—Que Dios te ilumine. Que Dios ilumine tu cabeza y tus hombros y tus brazos y tus piernas y todo tu cuerpo con su bondad radiante. Que en su misericordia y su benevolencia te acoja y te proteja de los malvados usos de Satanás. Que Dios te acompañe, hijo mío.
No me volví a mirarle, pero me cupo la certeza de que Mr. Bob me había otorgado su bendición a través de una minúscula rendija de la puerta. Al salir hube de guiñar los ojos ante el resplandor del sol que se esforzaba por atravesar las nubes, y en el momento de doblar la esquina de Canal Street comprendí que aquella peculiar bendición había prestado alas a mis pies.
El mes de enero siguiente Mark me presentó a Teenie Gold. Teenie debía de medir poco más de un metro cincuenta y estaba gravemente desnutrida. Su piel blanquecina mostraba un tono grisáceo debajo de los ojos y en torno a los labios, sus cabellos plateados aparecían adornados por un mechón azul y lucía un anillo de oro en la nariz. Vestía una camiseta de rosados ositos de peluche que bien podría haber pertenecido en otro tiempo a una niña de dos años. Cuando alargué la mano hacia ella la aceptó con ademán sorprendido, como un forastero que ejecutara un complicado ritual de saludo en alguna isla remota. Tan pronto como recuperó la lánguida mano que me había ofrecido fijó la mirada en el suelo, y yo aproveché que Mark salía corriendo a buscar algo que había olvidado en el cuarto de Matt para formularle algunas preguntas de cortesía a las que ella respondió con frases breves y azoradas sin alzar los ojos ni una sola vez. Estudiaba en el colegio Nightingale, vivía en Park Avenue y quería ser diseñadora de modas.
—Tengo que decirle a Teenie que te enseñe algunos de sus dibujos —dijo Mark al volver—. Tiene un talento increíble. Y oye, no te lo creerás, pero hoy es su cumpleaños.
—Feliz cumpleaños, Teenie —dije yo.
Ella escrutó el suelo y enrojeció. Su cabeza osciló levemente hacia delante y hacia atrás, pero no obtuve respuesta.
—Por cierto —dijo Mark—, ahora que me acuerdo: ¿cuándo es tu cumpleaños, tío Leo?
—El diecinueve de febrero —dije yo.
Mark asintió.
—Eres de mil novecientos treinta, ¿verdad?
—Verdad —dije yo, levemente desconcertado, pero ambos salieron por la puerta sin darme tiempo a decir nada.
Teenie Gold me produjo una impresión extraña, melancólica e inquietante, similar a la que antaño experimentara en Londres después de contemplar cientos de muñecas expuestas en el museo infantil de Bethnal Green. En parte niña, en parte payasa, en parte mujer con el corazón destrozado, Teenie mostraba un aspecto herido, como si llevara todas sus neurosis reflejadas en el cuerpo. Aunque Mark había comenzado a cobrar un aspecto algo absurdo con su uniforme de adolescente —los pantalones holgados, el diminuto remache dorado que relucía bajo su labio inferior, las zapatillas de plataforma que había empezado a usar y que le elevaban a una desproporcionada estatura de casi dos metros—, tanto su porte como su actitud abierta y amistosa contrastaban radicalmente con la mirada huidiza y el cuerpo tenso y esquelético de Teenie.
En sí misma, la ropa carece de importancia, pero observé que los nuevos amigos de Mark cultivaban una estética macilenta y depauperada que me recordaba el modo en que los románticos habían glorificado en su día la tuberculosis. Mark y sus amigos tenían una idea preconcebida de sí mismos, y en ella la enfermedad —una enfermedad que no me era posible identificar— desempeñaba un papel propio. Sus rostros macilentos, cuerpos agujereados, cabellos de diversos colores y zapatos de plataforma parecían completamente inofensivos. Al fin y al cabo, modas aún más extrañas habían surgido y desaparecido en el pasado. Recordé las historias de aquellos jóvenes que, vestidos de amarillo, saltaban por la ventana después de leer Werther. Qué frenesí suicida. Goethe llegó a detestar su novela, pero en su día el libro arrasó entre las filas de los más jóvenes y vulnerables. Teenie inspiraba esas mismas nociones estilizadas de la muerte no sólo porque su aspecto era aún más enfermizo que el del resto de los amigos de Mark, sino porque, como yo mismo ya había empezado a comprender, habitaba un círculo en el que la decadencia se consideraba atractiva.
Aquella primavera apenas vi a Bill y a Violet. Aún subía de vez en cuando al piso de arriba para cenar con ellos, y Bill me telefoneaba con cierta regularidad, pero llevaban una vida que los mantenía alejados de mí. En el mes de marzo pasaron una semana en París con motivo de una exposición de las piezas numéricas, y de allí se trasladaron a Barcelona, donde Bill pronunció una conferencia ante los alumnos de una escuela de arte. Incluso cuando estaban en casa, salían a menudo por las noches para asistir a cenas e inauguraciones. Bill contrató a otros dos ayudantes, un carpintero llamado Damion Dapino que le ayudaba a construir sus puertas y no paraba de silbar, y una joven llamada Mercy Banks que se encargaba de responder a sus cartas. Constantemente tenía que rechazar invitaciones procedentes de todos los rincones del país para enseñar, debatir, conferenciar o formar parte de jurados, y necesitaba a una Mercy que se encargara de redactar sus «no, gracias».
Una tarde en que me entretenía en hojear un ejemplar de la revista New York mientras hacía cola en Grand Union, descubrí de repente una pequeña fotografía de Bill y Violet sorprendidos en una inauguración. Bill rodeaba a su esposa con el brazo y tenía el rostro vuelto hacia ella mientras Violet sonreía a la cámara. La fotografía daba testimonio de la nueva categoría de Bill, convertido en una celebridad deslumbrante incluso en su ciudad natal, siempre tan crítica con él. Ya había transcurrido algún tiempo desde que comenzara ese deslizamiento hacia la tercera persona que había convertido su nombre en una mercancía vendible. Compré la revista y, ya de regreso a casa, recorté la fotografía y la guardé en mi cajón. Quería conservarla allí, porque lo reducido de sus dimensiones evocaba las proporciones resultantes de la separación: dos figuras situadas a una gran distancia de mí. Hasta entonces, nunca había incorporado al cajón nada que me sirviera para recordar a Violet y a Bill, y entonces comprendí por qué: era un lugar destinado a albergar lo que añoraba.
A pesar de su componente morboso, no puede decirse que utilizara mi cajón para recrearme en la amargura o la autocompasión. Había comenzado a contemplarlo como una anatomía fantasmagórica en la que cada elemento articulaba una pieza de otro cuerpo mayor aún no completado. Cada objeto era un hueso que implicaba ausencia, y yo me complacía en disponer los diferentes fragmentos según principios distintos. El tiempo proporcionaba una perfecta lógica, pero incluso eso era modificable, dependiendo de la interpretación que diera a cada artículo. ¿Eran los calcetines de Érica el símbolo de su partida a California o representaban en realidad un recuerdo del día en que Matt murió y nuestro matrimonio comenzó a desintegrarse? Pasé días pensando en posibles cronologías, pero luego las abandoné en favor de sistemas asociativos más íntimos en los que jugaba con todas las conexiones posibles. A lo mejor un día colocaba el pintalabios de Érica junto a la tarjeta de béisbol de Matt y al día siguiente lo cambiaba de lugar para aproximarlo al trozo de cartón procedente de la caja de Donuts. El vínculo que unía a estos dos objetos era encantadoramente disparatado, pero tan pronto como lo reconocí me pareció evidente. La barra de carmín invocaba los rojos labios de Érica, y la caja de Donuts hacía lo propio con las hambrientas fauces de Mark. La conexión era oral. Durante una temporada mantuve la fotografía de mis primas gemelas, Anna y Ruth, asociada al retrato de boda de sus padres, pero luego la trasladé a otro lugar en el que reposaba flanqueada a uno y otro lado por el programa de mano de Matt y la fotografía de Bill y Violet, respectivamente. Sus significados dependían del emplazamiento que tuviera, dentro de lo que yo denominaba una sintaxis móvil. Era un juego que sólo practicaba por las noches, antes de irme a la cama. Al cabo de un par de horas, el intenso esfuerzo mental que exigía el desplazamiento de los distintos elementos entre una posición y otra terminaba por agotarme, al punto de que mi cajón demostró ser un sedante de lo más eficaz.
El primer viernes de mayo desperté de un profundo sueño alertado por los ruidos procedentes del rellano de la escalera de mi apartamento. Encendí la luz y vi que el reloj señalaba las cuatro y cuarto. Me levanté de la cama y me dirigí al salón, y a medida que me acercaba a la puerta oí una carcajada procedente del descansillo y, a continuación, el sonido inequívoco de una llave que giraba en mi cerradura.
—¿Quién es? —dije en voz alta.
Alguien chilló. Abrí la puerta y vi a Mark que retrocedía con precipitación del umbral. Salí a la escalera. La bombilla del rellano debía de estar fundida, porque estaba oscuro, y la única luz reinante era la que llegaba del piso superior. Observé que Mark tenía dos acompañantes.
—¿Qué ocurre, Mark? —pregunté, aguzando la mirada.
Se había arrimado a la pared y no me era posible distinguir su rostro con claridad.
—Hola —dijo.
—Son las cuatro de la madrugada —dije yo—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Uno de los otros, una figura fantasmal de edad incierta, avanzó un paso en dirección a mí. Bajo aquella luz mortecina mostraba una complexión sumamente pálida, pero no habría sabido decir si ello obedecía a un problema de salud o a la aplicación de maquillaje teatral. Sus movimientos eran trémulos, y al observar sus pies reparé en que calzaba unos zapatos de plataforma considerablemente elevados.
—El tío Leo, supongo —gañó en falsete mientras agitaba a modo de saludo una mano de proporciones reducidas, y a continuación dejó escapar una risita.
Sus labios mostraban un tono azulado, y advertí que le temblaban las manos al hablar. Sus ojos, sin embargo, eran acerados e incluso vigilantes, y en ningún momento se apartaban de los míos. Me forcé a devolverle la mirada hasta que, al cabo de unos segundos, desvió la suya y pude volverme hacia el tercero de los presentes, que había tomado asiento en los escalones. Por su aspecto, se trataba de un muchacho extremadamente joven, y de no haber estado acompañado por los otros dos le habría atribuido una edad no superior a los once o doce años. De constitución delicada y femenina, poseía unas largas pestañas y unos labios menudos y rosados, y mantenía fuertemente aferrado un bolso de color verde que sostenía en el regazo. El broche estaba abierto, y pude distinguir en su interior un revoltijo de cubos diminutos de diversos colores: rojo, blanco, amarillo y azul. El muchacho se dedicaba a pasear bloques de construcción de un lado a otro. Bostezó sonoramente.
—Pobrecito, estás agotado —dijo una voz femenina procedente de lo alto, y al alzar la vista pude ver a Teenie Gold asomada al rellano superior.
Comenzó a descender las escaleras poco a poco y con paso incierto, haciendo estremecer las alas de pluma de avestruz que llevaba puestas. Cual si de un funámbulo se tratara, avanzaba con sus huesudos bracitos extendidos a ambos lados, aparentemente ajena a la barandilla que discurría a pocos centímetros de su mano y contemplándonos con la barbilla apoyada sobre el pecho.
—¿Necesitas ayuda, Teenie? —pregunté, y avancé un paso en dirección a ella.
El tipo del semblante pálido retrocedió con ademán nervioso, y vi que se hurgaba en el bolsillo del pantalón en busca de algo. Me volví de nuevo hacia Mark, que me miraba con los ojos muy abiertos.
—No pasa nada, Leo —dijo—. Lamento que te hayamos despertado.
Su voz me pareció distinta, no sé si porque sonaba más grave o porque había variado su inflexión.
—Creo que deberíamos hablar, Mark.
—No puedo. Tenemos que irnos. Nos íbamos ya —dijo, separándose de la pared, y una fracción de segundo antes de que se diera la vuelta alcancé a vislumbrar algo que llevaba escrito en la camiseta: ROHYP… Emprendió el descenso, y tanto el sujeto de tez pálida como el niño le siguieron perezosamente. Teenie seguía bajando las escaleras en dirección a mí. Yo cerré la puerta, eché la llave y enganché la cadena, una precaución que rara vez me molestaba en tomar. Y entonces hice algo que nunca había hecho anteriormente. Apagué la luz y arrastré los pies por el suelo para imitar los pasos de alguien que regresa a la cama. Ignoraba hasta qué punto iba a dar resultado la añagaza, pero al aplicar la oreja a la superficie de la puerta pude oír al hombre pálido que decía en voz alta: «Nada de K esta noche, ¿eh, M&M?».
Por supuesto, capté la ironía. Me había convertido en un espía, y había escuchado a través de una puerta para descubrir que estaba fisgando una conversación en un lenguaje que no entendía. El nombre de M&M, sin embargo, me estremeció. Sabía perfectamente bien que podía ser el apodo de alguno de ellos, tomado de la golosina del mismo nombre, pero las dos figuras infantiles que Bill incluyera en El viaje de O también eran M, y la posible referencia a ellas me desazonaba. Oí entonces, procedente del rellano, un estrépito seguido de un quejido, y de inmediato abrí la puerta y salí a comprobar qué había ocurrido.
Teenie yacía tendida en el suelo en el rellano inferior. Bajé los escalones y la ayudé a incorporarse, pero mientras la acompañaba escaleras abajo no me miró ni una sola vez.
Ponerse aquellos zapatos ridículos parecía constituir uno de los imperativos de la adolescencia. Teenie, que parecía completamente borracha, llevaba unos Mary Jane de cuero negro dotados de unos tacones absurdamente elevados, un calzado que de por sí habría constituido un desafío aun de haberse hallado perfectamente sobria. El hecho de que la mantuviera sujeta por el brazo no impedía que sus caderas oscilaran de un lado para otro, y tan pronto como llegamos al pie de las escaleras le abrí la puerta de la calle. No tenía llave del portal, y además llevaba puesto el pijama, lo que me impedía ir más allá, pero me asomé en dirección a Grand Street y pude ver a Mark y a sus dos acompañantes detenidos al final de la manzana.
—¿Vas a poder tú sola, Teenie? —le pregunté, volviendo la mirada hacia ella.
Ella asintió sin perder de vista el pavimento.
—No tienes por qué irte con ellos —dije de repente—. Puedes entrar de nuevo conmigo y llamaremos a un taxi.
Ella, sin alzar la vista, negó con cabeza y emprendió el camino hacia donde se encontraban los otros. Yo permanecí en el umbral, observando cómo avanzaba en zigzag hacia sus tres amigos, ladeándose alternativamente hacia uno y otro costado, como una pequeña criatura alada de tobillos endebles que nunca llegaría a remontar el vuelo.
A la mañana siguiente llamé a Bill. Dudé antes de hacerlo, pero el incidente me había dejado preocupado. Para ser un chaval de dieciséis años, Mark parecía disfrutar de una libertad sin límites, y empecé a pensar que Bill y Violet eran demasiado permisivos. Resultó, sin embargo, que Bill ni siquiera sabía que Mark estuviera en la ciudad; antes bien, pensaba que había de llegar en tren poco después de la hora de comer, procedente de casa de su madre. Lucille, por su parte, creía que estaba pasando la noche con uno de sus compañeros de Princeton. Aquella tarde, cuando por fin se presentó, Bill me llamó para que subiera.
Mark permaneció con la mirada fija en sus rodillas mientras Bill y Violet le interrogaban acerca de sus mentiras. Declaró que todo se había debido a un «malentendido». No había mentido. Pensaba haber ido a casa de Jake, pero Jake había decidido finalmente ir a visitar a un amigo que vivía en Nueva York y él le había acompañado. ¿Dónde había estado Jake la noche anterior, pues?, quiso saber Bill. Leo no le había visto en el rellano. Mark dijo que Jake se había marchado con otras personas. Bill le dijo que las mentiras socavan la confianza entre las personas y que haría bien en parar. Mark negó vehementemente haber mentido, y entonces Violet sacó a relucir el tema de las drogas.
—No soy ningún imbécil —dijo Mark—. Sé que las drogas acaban con uno. Una vez vi un documental sobre la heroína y me asustó de verdad. Sencillamente, no tengo nada que ver con eso.
—Teenie, anoche, iba más que colocada —dije yo—, y ese tipo paliducho que os acompañaba temblaba como una hoja.
—Qué Teenie estuviera fastidiada no significa que lo esté yo —dijo Mark, sosteniendo mi mirada—. Y Teddy tiembla porque forma parte de su papel. Es un artista.
—¿Teddy qué? —inquirió Bill.
—Teddy Giles, papá. Tenéis que haber oído hablar de él. Monta performances y vende unas esculturas realmente guapas. Han escrito artículos acerca de él en montones de revistas y todo.
Al volver la mirada hacia Bill creí sorprender un destello de reconocimiento en su mirada, pero no hizo ningún comentario.
—¿Cuántos años tiene Giles? —pregunté.
—Veintiuno —dijo Mark.
—¿Y qué hacíais intentando entrar en casa de Leo?
—¡Eso no es verdad! —exclamó Mark con tono desesperado.
—Oí cómo giraba la llave en la cerradura, Mark —dije yo.
—¡No! Ése era Teddy. No tenía llave. Hizo girar el picaporte porque pensaba que ya estábamos arriba y que era nuestro piso.
Le miré directamente a los ojos, y él sostuvo mi mirada.
—¿No utilizaste anoche la llave de mi casa?
—No —dijo, con absoluta convicción.
—¿Qué querías de nuestra casa, entonces? —le preguntó Violet—. No has aparecido hasta hace una hora.
—Quería mi cámara para sacarles unas fotos.
Bill se frotó la cara.
—De aquí a fin de mes, y siempre que estés en la ciudad, te quedarás en casa sin salir.
Mark le contempló boquiabierto, como si no diera crédito a lo que acababa de oír.
—¿Por qué? ¿Qué he hecho?
Bill le respondió con tono fatigado.
—Escucha, aun en el caso de que no nos hayas mentido ni a mí ni a tu madre, tienes que estudiar. Nunca conseguirás graduarte si no lo haces. Y además —añadió—, quiero que le devuelvas a Leo su llave.
Mark frunció el gesto en un mohín de disgusto. La expresión de su suave rostro infantil me recordó a la que habría adoptado un niño de dos años enrabietado porque le negaran un segundo cuenco de helado. En aquel momento, su cabeza de rasgos inmaduros parecía contrastar con su cuerpo espigado y crecido, como si la parte superior de su organismo se hubiera quedado retrasada con respecto al resto.
El sábado siguiente, cuando Mark vino a verme, le pregunté por Teddy Giles. Aunque le habían prohibido salir no advertí ningún cambio en su humor. Sí reparé en que se había teñido el pelo de verde, pero decidí no hacer ningún comentario al respecto.
—¿Qué tal tu amigo Giles? —pregunté.
—Está bien.
—¿Dijiste que era un artista?
—Sí. Y además, famoso.
—¿De veras?
—Al menos entre la gente joven. Pero ahora cuenta con una galería y todo.
—¿Cómo son sus obras?
Mark se reclinó contra el muro del pasillo y bostezó.
—Molan. Corta cosas.
—¿Qué cosas?
—No es fácil de explicar —dijo él, sonriendo para sí.
—La semana pasada nos contaste que aquellos temblores formaban parte de su papel, pero no comprendí qué querías decir con eso.
—Le va lo de ir con pinta de débil.
—¿Y el otro chiquillo, quién era?
—¿Te refieres a Migo?
—No sé si es tu amigo. Parece un poco joven para ser amigo tuyo.
Mark se echó a reír.
—No: se llama así. Migo.
—¿Qué es eso, un nombre asiático o hindú? —pregunté.
—No, sencillamente es M-I-G-O, como en «conmigo»: me llamo «Migo».
—¿Sus padres le bautizaron con un pronombre en primera persona?
—Qué va —dijo Mark—. Se lo cambió. Ahora todos le llaman Migo.
—Aparenta doce años —dije.
—Tiene diecinueve.
—¿Diecinueve? ¿Y es amante de Giles? —pregunté con intención.
—Vaya —dijo Mark—. No esperaba que me preguntaras algo así, pero no, son simplemente amigos. Si realmente te interesa, Teddy es bi, no gay.
Mark me observó en silencio unos instantes antes de proseguir:
—Teddy es un fenómeno. Todo el mundo le admira. Se crió en Virginia, en una familia realmente pobre. Su madre era una prostituta, y nadie sabe quién fue su padre. Cuando cumplió los catorce se marchó de casa y se puso a trabajar como ayudante de camarero en el Odeon. Después de eso, se metió en cosas de arte… en performances. Para un tío que sólo tiene veinticuatro años ha hecho montones de cosas, ¿sabes?
Recordé que nos había dicho que Giles tenía veintiún años, pero lo dejé correr. Él hizo una breve pausa y a continuación me miró a los ojos.
—Nunca he conocido a nadie tan parecido a mí —dijo—. Lo comentamos constantemente, lo iguales que somos.
Dos semanas después, en una de las cenas de inauguración de Bernie, Teddy Giles salió una vez más a relucir. Hacía mucho tiempo que me reunía con Bill y Violet, y esperaba aquella cena con expectación, pero me sentaron entre la acompañante de turno de Bernie —una joven actriz llamada Lola Martini— y Jillian Downs, la artista cuya exposición se inauguraba, por lo que no tuve mucha ocasión de hablar con ninguno de mis dos amigos. Bill estaba sentado al otro lado de Jillian, y ambos conversaban animadamente. El marido de Jillian, Fred Downs, charlaba con Bernie. Antes de que surgiera el tema de Giles, Lola había estado hablándome de su carrera como presentadora de concursos para la televisión italiana. Al parecer, su vestuario laboral consistía en bikinis relacionados de algún modo con el motivo frutal del día.
—Amarillo limón —decía—, rojo fresa, verde lima… en fin, ya te haces una idea. Y tenía que llevar unos sombreros especiales de frutas —añadió, señalándose la cabeza.
—Estilo Carmen Miranda —dije yo.
Ella me miró con rostro inexpresivo.
—El programa era bastante bobo, pero gracias a él aprendí italiano y conseguí un par de papeles en el cine.
—¿Sin frutas?
Ella se echó a reír y se ajustó el top, que llevaba media hora desplomándosele lentamente.
—Sin frutas.
Cuando le pregunté de qué conocía a Bernie, dijo:
—Le conocí la semana pasada en una galería llamada El Show de Teddy Giles. Dios mío, qué cosa tan asquerosa.
Lola hizo una mueca para demostrar su repugnancia y elevó sus hombros desnudos. Era muy joven y muy guapa, y cuando hablaba sus pendientes rebotaban suavemente sobre su largo cuello. Señaló a Bernie con el tenedor y dijo en voz alta:
—Estábamos hablando de esa exposición en la que nos conocimos. ¿A que era asquerosa?
Bernie se volvió hacia Lola.
—Bueno —dijo—, no diré que no estoy de acuerdo contigo, pero la verdad es que ha causado sensación. Comenzó actuando en clubes, pero fue Larry Finder quien le descubrió y llevó su obra a la galería.
—¿Pero cómo es su obra? —pregunté yo.
—Se compone de cuerpos rajados de hombres y mujeres… de niños, incluso —dijo Lola frunciendo el entrecejo y distendiendo los labios para expresar su rechazo—. Hay sangre y vísceras por todas partes, y luego estaban las fotografías de un show que montó en no sé qué club, en las que se ve cómo expulsa un enema. Supongo que todo estaría hecho con agua enrojecida, pero parecía sangre. Dios mío, tuve que taparme los ojos de puro cochino que era todo…
Jillian miró a Bill y enarcó las cejas.
—¿Sabéis quién ha acogido a Giles bajo la crítica protección de sus alas?
Bill negó con la cabeza.
—Hasseborg. Ha escrito un artículo larguísimo sobre él en Blast.
El rostro de Bill dibujó un fugaz rictus de dolor.
—¿Qué decía? —pregunté yo.
—Que Giles expone la glorificación de la violencia dentro de la cultura norteamericana —dijo Jillian—. Que efectúa una deconstrucción del horror de Hollywood, o algo así.
—Jillian y yo fuimos a ver la exposición —dijo Fred—. A mí me pareció bastante falsa y vacía de contenido. Pretende escandalizar, pero en realidad no lo consigue. Resulta pueril cuando uno piensa en los artistas que verdaderamente transgredían los límites. Esa mujer que se sometió a cirugía plástica para modificar su rostro y parecerse a un Picasso o un Manet o un Modigliani. Siempre me olvido de su nombre. ¿Y recordáis cuando Tom Otterness le pegó un tiro a aquel perro?
—A aquel cachorro —dijo Violet.
A Lola se le demudó el semblante.
—¿Le pegó un tiro a un cachorrito?
—Está todo filmado —explicó Fred—. Se ve al animalito brincando de un lado a otro y, de repente, bang. —Hizo una pausa—. Aunque parece ser que tenía cáncer.
—¿Quieres decir que estaba enfermo y se iba a morir?
Nadie respondió a la pregunta de Lola.
—Chris Burden hizo que le dispararan en el brazo —apuntó Jillian.
—En el hombro —corrigió Bernie—. Fue en el hombro.
—En el brazo, en el hombro… —sonrió Jillian—. Es la misma zona. Pero si quieres arte radical, ahí tienes a Schwarzkogler.
—¿Qué hizo? —preguntó Lola.
—Bueno —intervine yo—, pues para empezar se cortó el pene en sentido longitudinal e hizo fotografiar la escena. Todo bastante sangriento y espeluznante.
—¿No hubo otro tipo que también hizo lo mismo? —preguntó Violet.
—Bob Flanagan —dijo Bernie—. Pero fue con clavos. Se clavó unos cuantos clavos en él.
Lola nos contemplaba, boquiabierta.
—Eso es enfermizo —dijo—. Eso es estar mentalmente enfermo. A mí no me parece que eso sea arte; eso no es más que locura.
Me volví para examinar sus facciones, con sus cejas perfectamente depiladas, su naricilla menuda y sus labios relucientes.
—Si yo te cogiera y te expusiera en una galería, tú misma serías arte —le dije—. Y mejor que muchas otras cosas que he visto. Las definiciones establecidas ya han perdido su vigencia.
Lola sacudió los hombros.
—¿Quieres decir que cualquier cosa puede ser arte si la gente así lo dice? ¿Incluso yo?
—Exacto. Se trata de una cuestión de perspectiva, no de contenido.
Violet se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa.
—Yo también he visitado la exposición —dijo—, y Lola tiene razón. Si te lo tomas mínimamente en serio resulta horrible. Pero al mismo tiempo es como si fuera un chiste, un chascarrillo. —Hizo una pausa—. Resulta difícil determinar si es un simple ejercicio de cinismo o si en todo ello subyace algo más: algún tipo de placer sádico en el descuartizamiento de esos cuerpos falsos…
La conversación volvió a apartarse de Giles para derivar hacia otros artistas, y Bill continuó charlando con Jillian. No participó en la animada discusión que siguió en torno a cuál era el mejor pan de Nueva York, ni tampoco en las disertaciones sobre zapatos y zapaterías que, de algún modo, sucedieron a lo anterior y propiciaron que Lola alzara una de sus largas piernas para exhibir su calzado de finos tacones, firmado por un diseñador de nombre peculiar que olvidé al momento. Bill guardó silencio durante todo el trayecto de regreso a casa. Violet nos tenía cogidos a ambos por el brazo.
—Ojalá Érica estuviera aquí —dijo.
Aguardé un instante antes de responder.
—Érica no quiere estar aquí, Violet. No sabría decirte la cantidad de visitas que hemos proyectado ya. Cada seis meses escribe para decir que viene a Nueva York y luego se echa atrás. Tres veces me he sacado el billete para California y otras tantas me ha escrito para decirme que no podía verme. Que no se sentía lo bastante fuerte. Me contó que estaba viviendo una existencia póstuma en California y que eso es lo que quiere.
—Pues para tratarse de alguien que ya no está en este mundo ha escrito un montón de artículos —dijo Violet.
—Le gusta el papel —dije yo.
—Aún sigue enamorada de ti —dijo Violet—. Lo sé.
—A lo mejor de lo que está enamorada es de la idea de tenerme al otro lado del país.
En aquel momento Bill se detuvo. Se desasió de Violet, alzó la mirada hacia el firmamento nocturno, extendió los brazos y dijo en voz alta:
—No sabemos nada. No sabemos absolutamente nada de nada —su voz resonaba en todo el ámbito de la calle—. ¡Nada! —tronó, con evidente satisfacción.
Violet le cogió de la mano y tiró de él.
—Bueno, pues ahora que ya tenemos eso claro, vámonos a casa —dijo.
Él no se resistió, y Violet le mantuvo aferrado de la mano mientras Bill, la cabeza gacha y los hombros encogidos, terminaba de recorrer la manzana con paso perezoso. Pensé que parecía una madre conduciendo a casa a su hijo, y más tarde me pregunté qué sería lo que había provocado en él aquella reacción. Tal vez había sido la conversación acerca de Érica, pero también podía hallarse enraizada en el dato que acababa de revelarse poco antes: Mark había escogido a un amigo cuyo más ferviente defensor no era otro que el autor de la crítica más cruel jamás escrita sobre su padre.
Bill le consiguió a Mark un empleo veraniego a través de un conocido suyo, otro artista llamado Harry Freund. Freund necesitaba un equipo de gente para construir en Tribeca un ambicioso proyecto artístico sobre los niños de Nueva York, financiado con fondos tanto privados como públicos. La obra, colosal pero también transitoria, había de formar parte de la celebración en septiembre del «Mes de la Infancia». El diseño incluía enormes banderas, algunas farolas envueltas al estilo de Christo y ampliaciones de dibujos infantiles procedentes de todos los barrios.
—Se trata de trabajo físico: cinco días a la semana, de nueve a cinco —me dijo Bill—. Le sentará bien.
Comenzó a trabajar a mediados de junio. Yo, sentado ante mi taza de café por las mañanas y ocupado en iniciar el trabajo del día con la tarea de desentrañar otros dos párrafos acerca de Goya, le oía bajar corriendo las escaleras, camino del trabajo, tras lo cual me dirigía a mi mesa y me ponía a escribir. Durante un par de semanas, no obstante, me vi distraído por diversas reflexiones en torno a Teddy Giles y su obra.
Había ido a visitar su exposición de la galería Finder antes de que la clausuraran, a finales de mayo. La descripción de Lola no andaba demasiado desencaminada. En conjunto parecía el resultado de una masacre. Nueve cuerpos de resina de poliéster y fibra de vidrio yacían en el suelo de la galería descuartizados, decapitados, abiertos en canal y circundados por lo que parecían manchas de sangre. Los instrumentos de aquella tortura simulada —una sierra mecánica, varios cuchillos y una escopeta— aparecían expuestos en otros tantos pedestales. De las paredes pendían cuatro enormes fotografías de Giles, y en tres de ellas se le veía en plena actuación. En la primera portaba una máscara de hockey y blandía un machete; en la segunda figuraba travestido, con un camisón y una peluca rubia al estilo Marilyn; en la tercera, aparecía en compañía de su enema. La cuarta fotografía era, supuestamente, del Giles «auténtico», sentado en un sofá azul, vestido con atuendo ordinario y con el control remoto de un televisor en la mano izquierda. Con la mano derecha parecía estar acariciándose la entrepierna, y su semblante, pálido y sereno, no parecía tan joven como lo describiera Mark: a mi juicio aparentaba, cuando menos, treinta años.
La exposición no sólo me pareció repulsiva, sino también mala, aunque en justicia no pude por menos de preguntarme por qué. La representación goyesca de Saturno devorando a sus hijos, por ejemplo, era igual de violenta. Giles se servía presumiblemente de imágenes clásicas del horror para analizar su papel en la cultura. El mando a distancia aludía, obviamente, a la televisión y al vídeo, pero también Goya había recurrido a imágenes sobrenaturales extraídas del acervo popular que resultaban inmediatamente identificables para cualquiera que viera su obra y que también funcionaban a modo de comentario social. ¿Qué hacía, pues, que la obra de Goya pareciera viva y la de Giles muerta? El medio era distinto. En Goya me parecía percibir la presencia física de la mano del pintor, mientras que Giles contrataba artesanos para que le esculpieran y fabricaran sus cuerpos a partir de modelos vivos, y sin embargo mi admiración también se extendía a otros artistas que habían encargado la realización de sus trabajos. Goya era profundo y Giles insustancial, aunque claro está que a veces lo que el artista persigue es precisamente la insustancialidad. Warhol se había concentrado en las superficies, en los vacuos barnices de la cultura, y aunque su obra no me entusiasmaba, sí podía comprender el interés que otros encontraban en ella.
El verano anterior a la muerte de mi madre había realizado un viaje en solitario por Italia para visitar el Piamonte y admirar el Sacro Monte de Varallo y las capillas que dominan la población. En una de ellas, consagrada a la masacre de los inocentes, las figuras de las madres sollozantes y de sus bebés asesinados, realzadas con cabellos y ropajes auténticos, habían ejercido sobre mí un efecto devastador. Sin embargo, al recorrer la galería Finder, rodeado por las víctimas de poliuretano de Giles, me estremecí, pero apenas experimenté empatía alguna con ellas. Tal vez ello se debiera en parte al hecho de que las figuras fueran huecas. Entre aquellos despojos humanos se veían esparcidos aquí y allá diversos órganos artificiales —corazones, estómagos, riñones y vesículas—, pero al escrutar de cerca un brazo seccionado uno comprobaba que en su interior no había nada.
Así y todo, no resultaba fácil interpretar la obra de Giles. Al leer el artículo de Hasseborg en Blast advertí que el crítico había optado por la vía más fácil, argumentando que el acto de trasladar el espanto de aquellas imágenes desde una superficie plana a la tridimensionalidad de una galería obligaba al espectador a replantearse su significado. Durante varias páginas, Hasseborg se deshacía en elogios y salpicaba su prosa de hipérboles: «brillante», «cautivador», «asombroso»… Citaba a Baudrillard, se maravillaba de las identidades cambiantes de Giles y, por fin, en una larga, grandilocuente y significativa frase, le calificaba como «el artista del futuro».
Henry Hasseborg informaba asimismo de que Giles había nacido en Baytown, Texas, y no en Virginia, como me había dicho Mark. En su perspectiva biográfica la madre del artista no había sido una prostituta sino una esforzada camarera dedicada en cuerpo y alma a su hijo, y se le atribuía a Giles la siguiente frase: «Mi madre es mi inspiración». A medida que transcurrían las semanas, llegué a pensar que aunque Hasseborg tenía razón al decir que Giles reproducía las macabras imágenes propias de las películas de terror y de la pornografía más violenta y barata, se equivocaba al juzgar el efecto que ejercían en el espectador, al menos en mi caso. Esas imágenes no criticaban ni revelaban nada. Su obra no era sino una simulación defecada por las entrañas mismas de la cultura: un excremento estéril y comercial desprovisto de otro objetivo que no fuera el de deslumbrar. Y yo, aún predispuesto en contra de Hasseborg, comencé a pensar que su fascinación ante la obra de Giles se debía a que ésta representaba la encarnación visual de su propia voz, de ese tono agrio, cínico y burlón que por lo general empleaba en sus artículos sobre el arte y los artistas. Claro está que en ello no era el único: exactamente igual que él, aunque tal vez con menos inteligencia, escribían muchos de sus compatriotas, otros periodistas culturales bien duchos en la palabrería de oropel del momento, un lenguaje que he llegado a detestar porque su fatuo vocabulario, desprovisto de toda capacidad de misterio y de ambigüedad, parece sugerir arrogantemente la posibilidad de la omnisciencia.
Aunque procuré no apresurarme al hacerlo, debo decir que sí sometí a juicio la obra de Giles, y también que me preocupaba la atracción de Mark por aquellas vacuas escenas de degollina y por el hombre que las había creado. Cada vez que Giles confesaba su lugar y fecha de nacimiento decía algo diferente. Según Hasseborg, tenía veintiocho. El artista, sin duda, quería disfrazar su pasado, tal vez para crear cierta mística en torno a sí mismo, pero sus equívocos no podían ser buenos para Mark, quien, en el mejor de los casos, había adquirido la costumbre de maquillar la verdad demasiado a menudo.
Un día de comienzos de julio, ya avanzada la mañana, me encontré con Mark en West Broadway. Estaba agachado en la acera, acariciando a un cocker spaniel y charlando con su dueña. Había aproximado el rostro al hocico del animal y le hablaba con tono bajo y amistoso. Al saludarle pegó un brinco y dijo, «Hola, tío Leo»; luego, se volvió hacia el perro y dijo, «Hasta luego, Talulah». Le pregunté por qué no estaba en el trabajo.
—Harry no me necesita hoy hasta mediodía —dijo—. Precisamente ahora iba para allá.
A medida que avanzábamos juntos por la calle, una joven asomó la cabeza por la puerta de una tienda de ropa y le saludó con la mano:
—¿Qué hay, Marky? ¿Qué te cuentas, guapo?
—Darien —dijo Mark, devolviéndole el saludo.
Le dirigió una sonrisa deslumbrante, alzó la mano y agitó los dedos. El gesto se me antojó un tanto extraño, pero cuando me volví a mirarle él seguía sonriendo de oreja a oreja.
—Es realmente maja —dijo.
Antes de llegar al final de la manzana volvió a verse abordado, en esta ocasión por un niño que cruzó la calle corriendo en dirección a nosotros.
—¡La Marca! —gritó.
—¿La Marca? —mascullé yo en voz alta.
Mark se volvió hacia mí y enarcó las cejas como queriendo decir: La gente es capaz de llamarle a uno cualquier cosa.
El niño hizo caso omiso de mi presencia. Jadeante por efecto de la carrera, alzó la mirada hacia Mark.
—Soy yo, Freddy. Del Club USA, ¿recuerdas?
—Claro —dijo Mark. Sonaba aburrido.
—Esta noche inauguran aquí, a la vuelta, una exposición de fotografía realmente estupenda. Pensé que tal vez querrías venir.
—Lo siento —dijo Mark con el mismo tono lacónico—. No puedo.
Vi que Freddy apretaba los labios en un frustrado intento por disimular su disgusto. A continuación, alzó la barbilla y sonrió a Mark.
—Otra vez será, ¿vale?
—Claro, Freddy —dijo Mark.
Freddy corrió de regreso a la acera opuesta, esquivando por escasos centímetros a un taxi que pasaba. El conductor tocó el claxon, y el sonido de la bocina reverberó por toda la calle durante dos o tres segundos.
Mientras veía a Freddy librarse por los pelos de ser atropellado, Mark apoyó el peso del cuerpo en una de las caderas y dejó caer los hombros para adoptar una postura que supuestamente pretendía parecer desenfadada. Acto seguido se volvió hacia mí, enderezando la espalda y los hombros. Al cruzarse nuestras miradas debió de detectar un cierto vestigio de confusión en mi rostro, porque vaciló durante unos instantes.
—Tengo que salir corriendo, tío Leo. No quiero llegar tarde al trabajo.
Consulté el reloj.
—Más vale que te des prisa.
—Así lo haré —dijo, y echó a correr calle abajo.
Las holgadas perneras de sus pantalones tremolaban como banderas a la altura de los tobillos, y bajo el borde de la camisa alcancé a ver el elástico de sus calzoncillos y algunos centímetros de tejido. Los pantalones eran tan largos que las costuras interiores del dobladillo aparecían desgastadas y raídas. Permanecí allí unos instantes viéndole correr, y su figura fue tornándose cada vez más pequeña hasta que, al final, dobló una esquina y desapareció.
Mientras regresaba a casa comprendí que en mí se habían desplegado, solapándose una sobre otra, dos perspectivas distintas de Mark. La historia visible discurría más o menos así: Mark, al igual que otros miles de adolescentes, ocultaba una parte de su vida a sus padres. Sin duda, había experimentado con drogas y se había acostado con chicas, así como también —comenzaba yo a pensar— con algún que otro chico. Era inteligente pero muy mal estudiante, lo que sugería una actitud de resistencia pasiva. Había mentido a sus padres. No le había contado nada a su madre acerca de la habitación que le había cedido en mi casa y una noche había dormido en ella sin mi permiso. En otra ocasión había intentado colarse sin ser visto a las cuatro de la madrugada. Se sentía atraído por el violento contenido de las obras de Teddy Giles, pero lo mismo les sucedía, al fin y al cabo, a innumerables jóvenes de su edad. Finalmente, y como tantos otros chicos, experimentaba con diversas identidades en un intento por descubrir cuál de ellas encajaba mejor con él. Se comportaba de una manera en compañía de sus amigos y de otra cuando se hallaba en presencia de los adultos. Se trataba, en definitiva, de una versión de su historia tan corriente como la de millones de otros chavales inmersos en una adolescencia a la vez normal y accidentada.
La perspectiva subyacente resultaba similar a la anterior, y su contenido era idéntico: Mark se había visto sorprendido mintiendo. Había trabado amistad con una persona indeseable a la que yo llamaba en privado «el fantasma», y su cuerpo y su voz cambiaban dependiendo de con quién estuviera hablando en un momento determinado. Esta segunda narrativa, sin embargo, carecía de la fluidez de la primera. Adolecía de agujeros, de lagunas que dificultaban el relato de la historia. No dependía de una fantasía general sobre la vida adolescente para cubrir esos espacios vacíos, que habían de quedar así pendientes de resolver y carentes de respuesta. Y a diferencia de la reconfortante versión anteriormente expuesta, no comenzaba al cumplir Mark los trece años, sino en algún momento anterior y desconocido que me remitía de golpe a su pasado en lugar de a su futuro y que se revelaba de modo fracturado a lo largo de una serie de imágenes y sonidos aislados. Recordaba al pequeño Mark de la época en que Lucille aún vivía en el piso de arriba, y cómo entraba por la puerta de nuestra casa con el rostro cubierto por una máscara de goma de rasgos supuestamente escalofriantes. Observaba el retrato que le hiciera su padre con una pantalla de lámpara en la cabeza —un cuerpecillo que revoloteaba en el vacío del lienzo— y a continuación oía a Violet vacilar, respirar y dejar en suspenso la frase que estuviera pronunciando.
Yo me esforzaba por reprimir aquellas imágenes soterradas y atenerme a la historia coherente que se vislumbraba en la superficie, pues resultaba a la vez más confortable y más racional. Después de todo, me había convertido en una criatura sufriente, y la ausencia de Matt me había vuelto sorprendentemente atento a matices del carácter de Mark que a menudo resultaban carecer de especial importancia. Ya no me creía las historias de final previsible. Mi hijo había muerto y mi mujer vivía en un exilio autoimpuesto, a pesar de lo cual me dije a mí mismo que el hecho de que mi vida se hubiera visto así sacudida por accidente no significaba que el resto de las personas no gozaran de existencias que se ajustaban a su curso previsto y que con los años terminaban convirtiéndose en aquello que más o menos habían esperado desde el principio.
Aquel verano Bill y yo nos reencontramos. Me llamaba casi todos los días, y tuve ocasión de ser testigo del progreso de sus puertas a medida que avanzaba su construcción en el estudio de Bowery. Aunque Bill pasaba en él largas horas, disponía de más tiempo para mí, y percibí que el deseo que tenía de verme obedecía en parte al nuevo optimismo que experimentaba en relación con Mark. En Bill, la preocupación siempre se manifestaba en forma de retraimiento, y yo, con el paso de los años, había aprendido a reconocer los signos externos de su distanciamiento. Sus expansivos ademanes desaparecían; sus ojos enfocaban algún objeto situado al otro extremo de la habitación pero no lograban registrar lo que estaban viendo; encendía un cigarrillo con otro y conservaba una botella de whisky debajo de su mesa. Mi sensibilidad captaba la meteorología interna de Bill y la intensa presión que se acumulaba en su interior para luego desatarse en una tormenta silenciosa. Por lo general aquellas tempestades comenzaban y concluían con Mark, pero mientras se hallaban en curso a Bill le resultaba difícil hablar tanto conmigo como con otras personas. Violet tal vez fuera una excepción. Lo ignoro. Me parecía percibir que la agitación interna de Bill no consistía en ira contra Mark por sus mentiras e irresponsabilidades, sino más bien en una irritación y una inseguridad latentes que tendía a volver hacia sí mismo. Al mismo tiempo, se le veía ávido por creer que esos vientos ya estuvieran cambiando, y se aferraba a los menores matices del comportamiento de su hijo para interpretarlos como signos de que se avecinaban tiempos mejores.
—Está entusiasmado con el trabajo —me decía—. De verdad, le encanta. Ha dejado de ver a Giles y a ese grupito del club y ahora sale con chicos de su edad. No sabes lo aliviado que me siento, Leo. Ya sabía yo que acabaría enderezando su vida.
Violet siempre estaba fuera, investigando para su libro, por lo que la veía mucho menos que a Bill o a Mark, y el hecho de no verla me ayudaba a reprimir a su gemela imaginaria, a esa otra persona con la que mentalmente me acostaba. No obstante, Érica y ella hablaban por teléfono regularmente, y mi mujer me escribía en sus cartas que Violet estaba mejor, que se sentía menos ansiosa y que también ella percibía en Mark una resolución nueva que relacionaba con el trabajo que realizaba para Freund. «Me cuenta que a Mark le emociona sinceramente que se trate de un proyecto relacionado con niños. Que cree que ese trabajo le ha tocado en una fibra sensible».
Mr. Bob seguía viviendo en Bowery, y cada vez que me acercaba a visitar a Bill él enganchaba la cadena de la puerta y entreabría una ranura por la que me vigilaba con aire suspicaz al entrar y me bendecía al salir. Me constaba que Mr. Bob se revelaba en cuerpo entero para Bill y para Violet, pero yo nunca lograba ver más allá de una fracción de su rostro sombrío, y aunque Bill no hablaba nunca al respecto, llegué a comprender que el anciano había pasado a depender de él. Bill le dejaba alimentos al pie de la escalera, y en cierta ocasión sorprendí en su mesa de trabajo una nota escrita con caligrafía pulcra y menuda: «¡La mantequilla de cacahuete que sea crujiente, no suave!». En apariencia, sin embargo, Bill había aceptado sencillamente a su vecino del piso de abajo como una presencia obligatoria en su vida. Si yo mencionaba al viejo él sacudía la cabeza y sonreía, pero nunca le oí protestar de lo que yo sospechaba que debían de ser unas exigencias cada vez mayores por parte de Mr. Bob.
A mediados de agosto Bill y Violet me preguntaron si me importaría que Mark viviera dos semanas conmigo mientras ellos se iban de vacaciones a Martha’s Vineyard. Mark no podía dejar el trabajo, y no se sentían cómodos dejándole solo en el apartamento. Yo acepté quedarme con él y le di al muchacho una copia de la llave.
—Esto —le dije— es un símbolo de confianza entre tú y yo, y me gustaría que te la quedaras incluso cuando hayan pasado estas dos semanas.
Mark extendió el brazo y yo deposité la llave en la palma de su mano.
—Has comprendido lo que quiero decir, ¿verdad, Mark? —le pregunté.
Él me miró con ojos imperturbables y asintió.
—Sí, tío Leo —dijo.
Su labio inferior temblaba de emoción, y al día siguiente dieron comienzo las dos semanas que habíamos de pasar juntos.
Mark se refería con entusiasmo al trabajo que realizaba para Freund, a las grandes banderas coloreadas que había contribuido a instalar y al resto de los chicos y chicas que trabajaban con él: Rebecca y Laval y Shaneil y Jesús. Mark alzaba y se encaramaba y martilleaba y aserraba, y según decía al acabar el día le dolían los brazos y le temblaban las piernas. Cuando volvía a casa, a eso de las cinco o las seis, a menudo tenía que echar una siesta para reponerse. Luego salía en torno a las once de la noche y, por lo general, no regresaba hasta la mañana siguiente.
—Voy a quedarme en casa de Jake —decía, y me dejaba un número de teléfono, o bien—: Estaré en casa de Louisa. Sus padres han dicho que podía quedarme a dormir en la habitación de invitados.
A ello seguía otro número. Luego regresaba entre las seis y las ocho de la mañana y volvía a dormirse hasta que llegaba el momento de ir a trabajar, fiel a un horario que cambiaba diariamente.
—No tengo que ir hasta mediodía —decía a veces, o—: Ha dicho Harry que hoy no me necesita.
En estos casos regresaba a la cama y caía sumido en un profundo coma que se prolongaba hasta las cuatro de la tarde.
A veces venían a buscarle sus amigos para salir por la noche. Predominaban entre ellos jovencitas menudas y pálidas de mejillas brillantes que acudían ataviadas con ropa de bebé y peinadas con coleta. Una tarde llamó a la puerta una chica morena que llevaba en torno al cuello una cinta rosa de la que colgaba un chupete. Las amigas de Mark, dotadas de voces siempre a juego con su atuendo infantil, emitían gorjeos y arrullos de tono agudo y mortecino que parecían impregnados de emociones mal aprovechadas, y si alguna vez se me ocurría invitarlas a un refresco me lo agradecían con vocecilla melodiosa, como si acabara de ofrecerles la inmortalidad. Mark, al que tan displicente había visto con Freddy, no se mostraba en absoluto presumido ni hastiado frente a las chicas. Con Marina, Sissy, Jessica y Moonlight (hija de unos sopladores de vidrio de Brooklyn) empleaba un tono invariablemente amable y cordial, y cuando se inclinaba para hablar con ellas su apuesto semblante parecía enternecerse.
Una noche en que había salido en compañía de sus amigos me fui a cenar al restaurante Ornen de Thompson Street con Lazlo y Pinky. Fue ella la primera que sacó a relucir el tema de los gatos muertos. Aunque yo ya había visto con cierta frecuencia a Pinky Navatsky, hasta aquella noche nunca había pasado demasiado tiempo en su compañía. Era una muchacha alta y de veintipocos años que tenía el cabello pelirrojo, los ojos grises, el cuello sumamente largo y una leve y peculiar curvatura de nariz que prestaba a su aspecto un cierto carácter. Como tantas bailarinas, mostraba una permanente postura patizamba que hacía su andar un tanto patoso, pero mantenía la cabeza erguida como una reina en el momento de la coronación, y me encantaba observar los ademanes que realizaba al hablar, moviendo las manos y los brazos de tal modo que éstos, a menudo, gesticulaban en su totalidad, desde el hombro hasta los dedos. En otras ocasiones doblaba el codo y me mostraba la mano abierta con un único movimiento, pero sus gestos no resultaban en absoluto afectados. Simplemente, mantenía con su musculatura una relación que al resto de las personas se nos hacía impensable. Poco antes de mencionar la cuestión de los gatos se inclinó hacia mí, volvió las palmas de las manos hacia arriba, de cara al techo, y dijo:
—Anoche soñé con los gatos asesinados; y creo que se debió a esa fotografía del Post.
Cuando le dije que no sabía nada de ningún gato asesinado, me explicó que los animales —desollados, empalados o descuartizados— habían sido encontrados por toda la ciudad, clavados en los muros, colgados de los umbrales de las puertas o sencillamente tirados en medio de los callejones, las aceras y los andenes del metro.
Según me dijo Lazlo, aparecían parcialmente vestidos con pañales, ropitas de bebé, pijamas o pequeños sujetadores, y bajo todos ellos podían verse a modo de firma las iniciales S. M. Tal vez fueron aquellas letras el origen de los rumores según los cuales el responsable pudiera ser Teddy Giles. Giles había bautizado a su personaje travestido como She Monster —La Monstruosa—, iniciales que de un modo tímido a la par que obvio parecían aludir también al sadomasoquismo. Aunque Giles había negado cualquier responsabilidad con respecto a la cuestión de los gatos, Lazlo afirmaba que había mantenido vivas la ambigüedad y la conmoción reinantes al referirse a la diseminación de los cadáveres como «guerrilla artística rabiosamente sublime». Asimismo, había declarado que envidiaba a su autor, que confiaba en haber servido personalmente de inspiración para el anónimo «perpetrador/creador» y, finalmente, que había dado su bendición a cualesquiera «imitadores» futuros. Aquellos comentarios despertaron las iracundas protestas de las organizaciones para la defensa de los animales, y una mañana, al acudir al trabajo, Larry Finder había encontrado las palabras CÓMPLICE DE ASESINATO garabateadas con pintura roja en la puerta de su galería. A mí, personalmente, se me habían escapado tanto los artículos periodísticos al respecto como los reportajes emitidos por la televisión local.
Lazlo masticaba con aire pensativo y aspiraba profundamente a través de la nariz.
—¿Eres consciente de que ya no estás en la onda, Leo? —dijo.
Admití que era cierto.
—Lazlo —dijo Pinky—, no todos somos como tú, que siempre tienes que estar al tanto de todo. Leo tiene otras cosas en que pensar.
—No he pretendido ofenderte —dijo Lazlo, y añadió después de que yo les asegurara que no me sentía agraviado en lo más mínimo por el comentario—: Giles es de los que son capaces de decir cualquier cosa si creen que les va a proporcionar publicidad.
—Eso es cierto —señaló Pinky—. Podría muy bien ocurrir que no tuviera nada que ver con esos gatos.
—¿Saben Bill y Violet algo de todo esto?
Lazlo asintió.
—Pero creen que Mark ya ha dejado de relacionarse con Giles.
—Cuando a ti te consta que no es así.
—Les vimos juntos un día —dijo Pinky.
—El martes pasado, en la discoteca Limelight —dijo Lazlo tras inhalar vigorosamente por la nariz—. No me apetece nada decírselo a Bill, pero lo haré. El chaval anda metido con el otro hasta el cuello.
—Y aunque no sea Giles el que está matando a todos esos gatos —dijo Pinky, inclinándose sobre la mesa—, es un tipo siniestro. Yo nunca le había visto antes, y no lo digo por su maquillaje ni por la clase de ropa que lleva, sino por algo que hay en su mirada.
Antes de separarnos, Lazlo deslizó un sobre entre mis dedos. Yo ya estaba habituado a aquellos regalos de despedida, que también solía dejarle a Bill y que por lo general constaban de una cita mecanografiada a modo de motivo de reflexión. Ante mis ojos habían pasado ya el cinismo de Thomas Bernhard —«Velázquez, Rembrandt, Giorgione, Bach, Haendel, Mozart, Goethe […] Pascal, Voltaire, esas monstruosidades sobrestimadas»— y una cita de Philip Guston que me gustaba especialmente: «Saber y al mismo tiempo saber cómo no saber constituye el mayor de los enigmas». Aquella noche, al abrir el sobre, pude leer la siguiente frase: «El kitsch siempre intenta huir hacia la racionalidad. Hermann Broch».
Me pregunté si los gatos muertos pretenderían ser una forma de kitsch, un pensamiento destinado a derivar en cavilaciones relativas al sacrificio animal, la cadena trófica, los mataderos normales y corrientes y, por último, las mascotas domésticas. Recordé que, de niño, Mark había tenido ratones blancos, hámsteres y un periquito llamado Peeper. Un día la trampilla de la jaula se desplomó sobre el cuello de Peeper y lo mató, y tras el accidente Mark y Matt depositaron el rígido cuerpecillo del ave en una caja de zapatos y desfilaron por todo el loft cantando Swing Low, Sweet Chariot, la única canción que conocían que podía hacer las veces de salmo fúnebre.
Al día siguiente, cuando Mark regresó del trabajo, no fui capaz de mencionarle nada al respecto de Giles ni de los gatos, y durante la cena estuvo contándome tantas cosas acerca de lo que había hecho a lo largo de la jornada que no logré encontrar una sola ocasión apropiada para sacar el tema a relucir. Aquella mañana había participado en el montaje de su ampliación favorita, un dibujo realizado por una niña de seis años que vivía en el Bronx y que consistía en un autorretrato en el que la pequeña aparecía con su tortuga, de aspecto muy similar al de un dinosaurio. Por la tarde su amigo Jesús había resbalado de una escalera, pero se había salvado al caer sobre un enorme montón de banderas de lona que yacían apiladas en el suelo bajo él. Aquella noche, antes de salir, entró en el cuarto de baño y pude oírle silbar. Luego depositó sobre la mesa un papel en el que figuraban un nombre y un número de teléfono: «Allison Fredericks: 677 84 51».
—Puedes localizarme en casa de Allison —dijo.
Cuando se hubo marchado mi mente comenzó a alimentar una vaga sospecha. Escuchaba en ese momento a Janet Baker cantando Berlioz, pero la música no lograba ahuyentar la desazón que me oprimía el pecho. Mis ojos se posaron sobre el nombre y el teléfono que Mark había dejado sobre la mesa, y al cabo de veinte minutos de vacilación descolgué el auricular y marqué. Respondió un hombre.
—Querría hablar con Mark Wechsler —dije.
—¿Quién?
—Es un amigo de Allison.
—Aquí no vive ninguna Allison.
Miré de nuevo el número. Tal vez había marcado mal. Con mucho cuidado, volví a pulsar los botones correspondientes y colgué al oír la voz del mismo hombre.
A la mañana siguiente pedí explicaciones a Mark por aquel número erróneo y él pareció desconcertado. Escarbó en el bolsillo, extrajo un número y lo depositó junto al fragmento de papel que me había entregado la noche anterior.
—Ya sé lo que he hecho —dijo con voz cristalina y animada—. He bailado estas dos cifras. Mira: es cuatro ocho, no ocho cuatro. Lo siento. Las prisas.
Su expresión de inocencia hizo que me sintiera como un estúpido, y le confesé que estaba preocupado por haberme enterado a través de Lazlo de los rumores que circulaban en torno a los gatos y de que había estado en compañía de Giles.
—Ay, tío Leo —dijo él—, deberías habérmelo dicho desde el principio. Es verdad que me encontré con Teddy un día en que estaba con otros amigos, pero la verdad es que ya no tenemos nada que ver. De todos modos, déjame que te diga una cosa: a Teddy le gusta escandalizar a la gente. Él es así, pero sería incapaz de matar una mosca. Lo digo en sentido literal. Le he visto capturar moscas así —juntó ambas manos ahuecadas— para arrojarlas por la ventana de su apartamento. Esos pobres gatos. Me pongo enfermo sólo de pensarlo. No sé si sabías que en casa de mamá tengo dos gatas que se llaman Mirabelle y Esmeralda. Somos amiguísimos.
—Me imagino que el rumor provendrá de la fama de violento que tiene Giles —dije yo.
—¡Pero si todo eso es falso! —protestó Mark, haciendo girar los ojos en las órbitas—. Pensaba que Violet era la única persona que ignoraba la diferencia.
—¿Violet ignora la diferencia?
—Bueno, se comporta como si todo fuera verdad, o algo así. Ni siquiera me deja ver películas de terror. Me pregunto qué se cree. ¿Que voy a salir a apuñalar a alguien sólo porque lo he visto hacer en televisión?
Durante la segunda semana que pasé con Mark le noté mala cara, pero también es cierto que debía de estar agotado. Sus amigos se pasaban todo el día y parte de la noche llamándole y preguntando por Mark, Marky y La Marca, por lo que para poder trabajar no me quedó otro remedio que no contestar al teléfono y escuchar los mensajes a última hora del día. El martes, a eso de las dos de la madrugada, el timbre del aparato me despertó de un profundo sueño, y al descolgar una voz profunda de hombre me preguntó. «¿M&M?».
—No —respondí yo, y añadí—: ¿Se refiere a Mark?
Oí un chasquido y la línea se cortó. Entre las continuas llamadas, las erráticas idas y venidas de Mark y el hecho de ver todas sus cosas diseminadas por la casa, había empezado a sentirme confuso. Ya no estaba acostumbrado a vivir con otra persona, y descubrí que olvidaba dónde había puesto algunas cosas y que perdía otras. Mi pluma anduvo un par de días perdida hasta aparecer por fin detrás de uno de los cojines del sofá. Me desapareció un cuchillo de cocina, y un buen día me resultó imposible localizar el abrecartas de plata que en su día me había regalado mi madre. Asimismo, había numerosas ocasiones en las que al sentarme ante la mesa de trabajo me sentía distraído por una sensación indeterminada de inquietud acerca de Mark.
Una tarde dejé lo que estaba haciendo y me dirigí a su cuarto. En el suelo se alzaban pilas de microsurcos de vinilo y de discos compactos. Las estanterías estaban atestadas de folletos. De las paredes colgaban carteles que anunciaban cosas como Starlight Techno y Machine Paradise. Debía de poseer unos veinte pares de zapatillas de deporte, porque aparecían diseminadas por todas partes. Desperdigados sobre la cama, colgados del respaldo de la silla y amontonados en el suelo podían verse pantalones, jerséis, camisetas y calcetines, algunos de los cuales todavía conservaban la etiqueta de la tienda prendida del cuello o de la cintura. Penetré en la estancia y recogí una cinta de vídeo que yacía sobre la mesa: Asesinos por naturaleza. Nunca había visto la película, pero sí había leído algo acerca de ella. Al parecer estaba basada en la historia real de un chico y una chica que primeramente matan a sus padres y a continuación emprenden una orgía de robos y asesinatos que les lleva de un extremo a otro del país. El filme, obra de un director conocido y respetado, había sido motivo de cierta controversia. Volví a depositar la cinta en la mesa y reparé en una caja de juegos de construcción sin abrir que reposaba a pocos centímetros de mis dedos. La ilustración de la tapa mostraba a un diminuto y sonriente policía con un brazo rígidamente alzado a modo de saludo. Sobre la superficie de la mesa aparecían esparcidos diversos envoltorios de chicle, una pata de conejo teñida de verde, un manojo de llaves anónimas, una pajita retorcida, unos anticuados muñecos de La guerra de las galaxias, algunas pegatinas con la imagen de un perro de los dibujos animados y, curiosamente, varios fragmentos astillados procedentes del mobiliario de una casa de muñecas. Encontré también una octavilla fotocopiada y comencé a leer su contenido. Había sido mecanografiada enteramente en mayúsculas:
¿POR QUÉ HAS ASISTIDO A ESTE ACONTECIMIENTO? LA ESCENA RAVE NO TIENE QUE VER TAN SÓLO CON EL TECHNO. NO SE TRATA SÓLO DE DROGAS. ESTA ESCENA NO ES UNA SIMPLE CUESTIÓN DE MODAS. ES ALGO ESPECIAL QUE ESTÁ RELACIONADO CON LA UNIDAD Y LA FELICIDAD, CON EL HECHO DE SER TÚ MISMO Y DE QUE TE QUIERAN TAL Y COMO ERES. DEBERÍA SER UN PUERTO EN EL QUE REFUGIARSE DE ESTA SOCIEDAD. AHORA MISMO, SIN EMBARGO, NUESTRA ESCENA SE ESTÁ DESINTEGRANDO. EN NUESTRA ESCENA NO NECESITAMOS NI FACHADAS NI ACTITUDES. EL MUNDO EXTERIOR YA ES LO BASTANTE DURO. ABRID VUESTROS CORAZONES Y DEJAD FLUIR VUESTROS BUENOS SENTIMIENTOS. MIRAD A VUESTRO ALREDEDOR, ESCOGED A UNA PERSONA, PREGUNTADLE SU NOMBRE Y HACED UNA NUEVA AMISTAD. ELIMINAD LAS FRONTERAS, ABRID VUESTROS CORAZONES Y VUESTRAS MENTES. ¡RAVERS, UNÍOS Y MANTENED VIVA NUESTRA ESCENA!
En torno al texto, el anónimo autor había aprovechado los bordes del papel para escribir a mano pequeños eslóganes: «¡Sé auténtico!». «¡Sé tú mismo!». «¡Sé feliz!». «¡Abrazos colectivos!». «¡Sois maravillosos!».
Aquel folleto, con su tosco idealismo, tenía algo de patético, pero los sentimientos que expresaba eran sin duda alguna puros. El texto me hizo pensar en los «hijos de las flores», convertidos desde largo tiempo atrás en adultos. Yo había sido demasiado viejo incluso en los sesenta como para pensar que la «eliminación de fronteras» pudiera tener demasiada utilidad para este mundo. Tras devolver cuidadosamente el folleto a su lugar desvié la mirada de la mesa y la deposité sobre la acuarela de Matt. Convendría quitarle el polvo, pensé. A continuación, atisbé por la ventana del apartamento de Dave y examiné la figura del anciano durante un par de minutos mientras me preguntaba cómo habría sido Matthew con dieciséis años. ¿Habría asistido también a raves? ¿Se habría teñido el pelo de verde o de rosa o de azul? Horas después de salir de su habitación recordé que había pensado en quitarle el polvo a la acuarela, pero para entonces carecía ya de la energía necesaria para regresar a la caótica estancia, con su mugre, sus llamativos carteles y su breve y tragicómico manifiesto.
Los últimos días de mi convivencia con Mark se vieron deslucidos por una aguda congoja que me invadía nada más salir él de la casa pero que quedaba instantáneamente disipada tan pronto como le veía de nuevo. Había comenzado a pensar que la presencia física de Mark tenía unas propiedades cuasi mágicas. Cuando le miraba, siempre le creía. Ante la franca sinceridad que traslucía su semblante se desvanecían todas mis dudas, pero cuando desaparecía de mi vista volvía a experimentar la misma ansiedad sorda que antes me embargara. El viernes por la tarde, cuando salió del cuarto baño, advertí en su cuello y en su pálido semblante la presencia de un reflejo verdoso.
—Me tienes preocupado, Mark. Te estás agotando. Creo que te haría bien quedarte una noche tranquilo en casa.
—Estoy perfectamente. Sólo voy a dar una vuelta por ahí con mis amigos —dijo Mark, a la vez que me daba unas palmaditas tranquilizadoras en el brazo—. En serio: lo único que hacemos es escuchar música y ver películas y cosas. Lo que pasa es que ahora es cuando soy joven. Soy joven y quiero divertirme y tener experiencias mientras lo sea.
Me miró con expresión compasiva, como si se encontrara ante la encarnación viva del viejo dicho: «Demasiado poco y demasiado tarde».
—Cuando tenía tu edad —le dije— mi madre me dio un consejo que nunca he olvidado. Me dijo: «Nunca hagas nada que no te apetezca realmente hacer».
Mark abrió aún más los ojos.
—Lo que quería decir era que si tu conciencia te retiene, si enturbia la pureza de tu deseo, si te proporciona sentimientos enfrentados, no lo hagas.
Él asintió con expresión severa y siguió haciéndolo durante unos instantes.
—Está bien eso —dijo—. Pienso recordarlo.
El sábado por la noche me acosté sabiendo que Mark habría de marcharse al día siguiente. La certeza del inminente regreso de Bill y Violet ejercía en mí el efecto de un somnífero, y a eso de las once, poco después de que Mark saliera de casa, me quedé dormido. En algún momento de la noche experimenté un prolongado sueño que se iniciaba como una aventura erótica con una Violet irreconocible para luego convertirse en un paseo por los largos pasillos de un hospital. En una de las camas descubría a Érica y me enteraba de que acababa de tener una niña. No obstante, la paternidad de la criatura no era del todo segura, y en el instante mismo en que me arrodillaba junto a la cama de Érica para decirle que no me importaba quién pudiera ser el padre, que yo ejercería ese papel, se nos comunicaba que el bebé había desaparecido del pabellón de maternidad. Érica se mostraba extrañamente indiferente a la desaparición de la pequeña, pero yo me sentía desesperado, hasta el punto de que súbitamente era yo el que estaba tendido en una de las camas del hospital. Junto a mí tenía a Érica, ocupada en propinarme en el brazo unos pellizcos que pretendían resultar reconfortantes pero no lo eran, y desperté con la peculiar sensación de que alguien me estaba pellizcando el brazo de verdad. Sorprendido, abrí los ojos y me incorporé de un brinco. Mark estaba inclinado sobre mí, con el rostro a pocos centímetros del mío. Al despertarme retrocedió y echó a andar en dirección a la puerta.
—Por Dios bendito —dije—. ¿Qué estás haciendo?
—Nada —susurró él—. Vuelve a dormirte.
Había llegado ya al umbral, y la lámpara del pasillo le iluminaba de perfil. A medida que se volvía de espaldas me pareció ver sus labios coloreados de un rojo intenso, y noté que el brazo aún me escocía.
—¿Querías despertarme?
Me respondió sin volverse.
—Te oí gritar en sueños y quise asegurarme de que estabas bien —dijo con un tono de voz que me sonó forzado y mecánico—. Duérmete de nuevo.
Cerró suavemente la puerta y desapareció.
Yo encendí la lámpara de la mesilla de noche y me examiné el brazo. Aparecía teñido de un desleído tono rojizo. El color, que se asemejaba a los vestigios que dejaría un pastel de cera, había apelmazado parte del vello, y al aproximarme el brazo al rostro reparé en un dibujo circular formado por diminutas hendiduras irregulares grabadas en la piel y parecidas a las marcas de la viruela. La palabra que vino a mi mente hizo que se me acelerara la respiración: dientes. Miré el reloj. Eran las cinco de la madrugada. Me toqué nuevamente la señal y observé que no procedía de un lápiz pastel sino de algo más suave y menos ceroso: pintura de labios. Me levanté de la cama, me dirigí hasta la puerta y eché el pestillo, pero al regresar a la cama aún pude oír a Mark rebullendo en su habitación, situada al otro lado del pasillo. Observé de nuevo mi brazo y escruté de cerca las marcas. Incluso llegué al extremo de morderme suavemente el otro brazo y compararlas luego con las huellas que habían dejado mis dientes en la piel. Sí, me dije, me ha mordido. El círculo inflamado que aparecía grabado sobre mi antebrazo iba desvaneciéndose muy lentamente, y ello a pesar de que la presión no había llegado a rasgar la piel ni a provocar efusión de sangre. ¿Qué demonios podía significar? Me di cuenta de que no se me había ocurrido salir corriendo detrás de Mark para exigir una explicación. A lo largo de las últimas dos semanas había estado debatiéndome entre la confianza y la aprensión cada vez que pensaba en Mark, pero mis preocupaciones nunca habían llegado al extremo de considerarle sospechoso de locura. Aquel acto repentino, inexplicable y del todo irracional me desconcertó completamente. ¿Qué diablos se le ocurriría decirme la próxima vez que le viera a lo largo del día?
Durante algunas horas dormí y me desperté a intervalos, y cuando al fin, medio a rastras, conseguí levantarme a eso de las diez y encaminar mis pasos hasta la cafetera, Mark ya estaba sentado a la mesa frente a un cuenco de cereales.
—Tío, no veas si se te han pegado las sábanas —dijo—. Yo me he levantado temprano.
Extraje el paquete de café del refrigerador y comencé a dosificar su oscuro contenido en el interior del filtro. No se me ocurría ninguna respuesta posible. Mientras aguardaba a que se hiciera el café contemplé a Mark, ocupado en introducir en su boca cucharada tras cucharada de cereales de colores sazonados con miel. Al verme, me dirigió una sonrisa sin dejar de masticar la repelente bazofia, y de pronto experimenté la sensación de ser yo el que había enloquecido de la noche a la mañana. Me miré el brazo. No había ni rastro del mordisco. Sin duda ocurrió, me dije, pero es posible que Mark no lo recuerde. A lo mejor estaba drogado, o incluso dormido. Érica había llegado a sostener conversaciones conmigo cuando caminaba en sueños. Cogí mi taza de café y la trasladé hasta la mesa.
—Estás temblando, tío Leo —dijo Mark. Sus límpidos ojos azules parecían preocupados—. ¿Te encuentras bien?
Retiré mi mano trémula del mantel. La pregunta que tenía atravesada en la garganta. —¿Recuerdas haber entrado anoche en mi dormitorio y haberme mordido el brazo?— se resistía a abandonar mis labios.
Mark soltó la cuchara.
—¿A que no adivinas lo que me ha pasado? —dijo—. Anoche conocí a una chica. Se llama Lisa. Es realmente guapa, y creo que le gusto. Pienso presentártela.
Yo me llevé la taza de café a los labios.
—Qué bien —dije—. Me encantaría conocerla.
En la segunda semana de septiembre Bill se encontró con Harry Freund en White Street y se interesó por la inauguración del proyecto de los niños, para la que tan sólo faltaba ya una semana. Luego le preguntó si estaba contento con el trabajo de Mark.
—Bueno —repuso Freund—, la semana que trabajó para mí se comportó magníficamente, pero luego desapareció y ya no he vuelto a verle.
Bill me repetía una y otra vez las palabras textuales de Freund como si con ello quisiera reafirmar su convencimiento de que el hombre las había pronunciado realmente.
—Mark debe de haber perdido el juicio —dijo por fin.
Yo estaba estupefacto. Durante dos semanas Mark había llegado a casa día tras día describiéndome sus jornadas laborales con minucioso detalle. «Es fantástico que todo este proyecto tenga relación con los críos, especialmente con chavales pobres que no tienen a nadie que hable por ellos», era lo que solía decirme.
—¿Pero qué explicación os ha dado Mark? —le pregunté a Bill.
—Mark dice que como el trabajo de Harry era muy aburrido y no le gustaba, lo dejó y se buscó otro. Que estuvo trabajando en no sé qué revista llamada Split World[15] en calidad de chico de los recados y que en lugar del sueldo mínimo le pagaban siete dólares por hora.
—¿Y por qué no se limitó sencillamente a explicároslo?
—No hacía más que farfullar que pensó que no iba a hacerme ninguna gracia enterarme de que lo había dejado.
—Pero todas esas mentiras —insistí yo—: ¿Acaso no sabe que es mucho peor mentir que cambiar de trabajo?
—Eso mismo le decía yo todo el tiempo —dijo Bill.
—Necesita ayuda —dije yo.
Bill se esforzaba torpemente por extraer un cigarrillo del paquete. Cuando por fin lo consiguió, lo encendió y volvió la cabeza para no lanzarme el humo a la cara.
—He tenido una larga charla con Lucille —dijo—. De hecho, casi todo lo he dicho yo. Ella me ha escuchado, y luego, cuando ya llevaba un rato desahogándome, me ha comentado un dato que había leído en un artículo publicado por una revista para padres. Según el autor, hay montones de adolescentes que mienten. Forma parte del proceso de madurar. Yo le dije que esto no se trataba de una simple mentira, que aquí nos hallábamos ante una interpretación digna del Oscar de Hollywood. ¡Que esto era una completa locura! Ella no me respondió, y yo me quedé allí con el auricular en la mano, temblando de ira, y al final le colgué el teléfono. No debería haberlo hecho, pero siento que es como si Lucille no comprendiera para nada la magnitud de todo esto.
—Necesita ayuda —repetí yo—. Ayuda psiquiátrica.
Bill apretó los labios y asintió lentamente.
—Estamos buscando un médico, un terapeuta, alguien… Y no será el primero, Leo; ya ha estado sometido a tratamiento anteriormente.
—No sabía eso.
—Estuvo viendo a un tipo de Texas, a un tal doctor Mussel, y luego, durante un año, a otro de Nueva York. El divorcio, ya sabes. Pensamos que le ayudaría…
Bill se cubrió el rostro con las manos, y vi estremecerse sus hombros durante unos segundos. Estaba sentado en una silla junto a la ventana, y yo, sentado junto a él, le había asido por el brazo para reconfortarle. En aquel momento, al ver ascender el humo del cigarrillo que sostenía blandamente entre sus dedos, recordé la expresión de sinceridad que había dibujado el rostro de Mark al contarme la caída sufrida por Jesús.
Las mentiras siempre son dobles: lo que uno dice coexiste con lo que no dice pero podría haber dicho. Cuando uno deja de mentir, el abismo entre las palabras y el convencimiento interior se cierra, lo que nos permite continuar a lo largo de un sendero en el que intentamos adaptar las palabras habladas al lenguaje de nuestros pensamientos, o al menos de aquellos que nos parecen aceptables para el consumo ajeno. La mentira de Mark se había desviado del embuste ordinario debido a que precisaba de la cuidadosa labor de mantenimiento que exige una ficción en toda regla. Una ficción que durante nueve largas semanas despertó por las mañanas, acudió a trabajar, regresó a casa e informó del desarrollo de su jornada. Al rememorar los catorce días que había pasado con Mark comprendí que la mentira no había sido ni mucho menos perfecta. Si Mark se hubiera pasado el verano entero trabajando fuera, su piel no se habría conservado blanca como la nieve, sino que se habría bronceado. Asimismo, sus horarios habían variado tal vez con demasiada frecuencia y tal vez también de un modo demasiado conveniente. Pero claro está que las mentiras más espectaculares en absoluto necesitan ser perfectas. No dependen tanto de la habilidad del embustero como de las expectativas y los deseos del oyente. Al salir a la luz el engaño de Mark fue cuando de verdad comprendí hasta qué punto había deseado que lo que me había dicho fuera verdad.
Ya descubiertas sus mentiras, Mark pareció transformarse en una versión levemente comprimida de su antiguo ser. Desprendía un aura de contrición generalizada —cabeza gacha, hombros vencidos, ojos dolidos y desmesurados—, pero si se le preguntaba directamente por qué había ideado toda aquella patraña tan sólo era capaz de responder con voz apagada que había pensado que su padre se sentiría contrariado al enterarse de que había dejado el empleo. Admitía que mentir había sido una «bobada», y afirmaba sentirse «avergonzado» por ello. Y cuando yo le dije que todas las historias que me había contado sobre su trabajo no hacían sino echar por tierra todo el contenido de nuestras conversaciones, él protestó vehementemente y afirmó que sólo había mentido acerca del trabajo, pero de nada más.
—Yo te quiero mucho, tío Leo. De verdad. Todo eso no ha sido más que una estupidez.
Bill y Violet le tuvieron tres meses sin salir de casa, y cuando le pregunté a Mark si Lucille también le tenía castigado, él me miró con aire sorprendido y dijo: «Si a ella no le he hecho nada…». Añadió que Princeton, en cualquier caso, era «un aburrimiento». Que allí nunca pasaba nada «bueno», de modo que poco importaba quedarse en casa o salir si de lo que se trataba era de pasarlo bien. Cuando dijo aquello estaba sentado en mi sofá, con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla sujeta entre las manos, agitando distraídamente las piernas con la mirada fija ante sí. De pronto, le vi como un ser repugnante, superficial y completamente extraño; pero entonces volvió el rostro hacia mí y al contemplar sus enormes ojos engrandecidos por el dolor me compadecí de él.
No volví a ver a Mark hasta una noche, ya bien entrado el mes de octubre, en que se le concedió un día de permiso para asistir a la inauguración de las ciento una puertas de su padre en la galería Weeks. La más pequeña de las puertas apenas tenía quince centímetros de altura, lo que obligaba al espectador a tenderse en el suelo para abrirla y observar el interior. La más grande superaba los tres metros y medio, con lo que casi alcanzaba la altura del techo de la galería. Fue una inauguración ruidosa, no sólo por el rumor de las conversaciones sino también por el sonido de las puertas al cerrarse. Los asistentes hacían cola para entrar en las más grandes y se turnaban para atisbar por las más pequeñas.
Cada espacio era distinto. Algunos eran figurativos, otros abstractos, y los había que escondían tras ellos figuras y objetos tridimensionales, como aquel que en su día viera en primer lugar y que representaba a un muchacho flotando en un espejo bajo una masa de escayola. Detrás de una de las puertas el espectador descubría que tanto el suelo como tres de las paredes eran representaciones de la misma habitación victoriana, si bien cada una se hallaba reproducida de un modo radicalmente distinto. Detrás de otra de las puertas, las paredes y el suelo habían sido pintadas para representar a su vez otras tantas puertas en las que podían verse sendos letreros de PROHIBIDO EL PASO. Una estancia diminuta aparecía pintada por entero de rojo, y en ella podía verse, sentada en el suelo, la escultura de una mujer en miniatura que alzaba la barbilla en una carcajada. La mujer tenía que sujetarse el vientre con las manos para contener su hilaridad, y al observarla de cerca uno podía distinguir brillantes lágrimas de poliuretano que resbalaban por sus mejillas. Detrás de una de las puertas más altas, un bebé de tamaño natural vestido con pañales yacía en el suelo, sollozando. Otra de las puertas, de poco menos de medio metro de altura, se abría para revelar la presencia de un hombre de color verde cuya cabeza rozaba el techo de la reducida estancia. La figura tenía las manos extendidas y sostenía en ellas un obsequio envuelto en papel de regalo del que colgaba una enorme etiqueta en la que podían leerse las palabras PARA TI. Algunas de las figuras situadas tras las puertas eran planas, como fotografías en color; otras estaban recortadas en lienzo; y otras, en fin, procedían de tiras cómicas. En una de las escenas, un personaje de tebeo dibujado en blanco y negro y dotado de proporciones bidimensionales le hacía el amor a una mujer tridimensional que se diría extraída de un cuadro de Boucher. Sus faldas de volantes aparecían levantadas, y sus muslos sobrenaturalmente pálidos y perfectos se hallaban separados para permitir la entrada del enorme y absurdo pene de papel del hombre. Uno de los interiores representaba un acuario en el que algunos peces fabricados con materiales acrílicos nadaban detrás de una gruesa plancha de plástico. En otras paredes se veían números y letras que a veces adoptaban posturas humanas. Frente a una pequeña mesa había un número 5 sentado en una silla y provisto de una taza de té, y una enorme letra B yacía sobre una cama, encima de las sábanas. Había otras puertas detrás de las cuales el espectador tan sólo descubría partes aisladas de las personas: la cabeza de látex de un anciano de cabellos ralos que te sonreía al abrir, o una mujeruca desprovista de brazos y piernas que sujetaba un pincel entre los dientes. Detrás de otra de ellas había cuatro pantallas de televisor, todas negras. Vistas desde fuera, las puertas eran idénticas salvo por su tamaño. Estaban fabricadas de roble pintado con picaportes de latón, y las paredes exteriores de todas las habitaciones eran de color blanco.
Aquella tarde, al observar a Bill, me sentí aliviado de que ya tuviera el proyecto casi terminado antes de la revelación de Freund. La atención que le prestaban los asistentes a la inauguración parecía herirle, como si cada una de aquellas cálidas felicitaciones fuera otra daga que le clavaban en el vientre. Siempre se había mostrado reacio a la publicidad y a las aglomeraciones, pero en otras ocasiones similares le había visto eludir la respuesta a preguntas incómodas mediante alguna que otra broma o desarrollar largas conversaciones con personas de su agrado para así evitar las charlas insustanciales. Aquella noche, sin embargo, parecía dispuesto a realizar una nueva y abrupta escapada hacia Fanelli’s tan pronto como le fuera posible, pero se quedó. Tanto Violet como Lazlo y yo le vigilábamos regularmente, y en cierto momento oí que Violet le susurraba la conveniencia de frenar el consumo de vino.
—Mi vida —le dijo—, vas a llegar a la cena completamente mamado.
Mark, por el contrario, tenía buen aspecto. Su confinamiento había incrementado probablemente su avidez por cualquier forma de vida social, y le observé mientras charlaba con una persona detrás de otra. Cuando hablaba con alguien era todo oídos. Se inclinaba hacia delante o ladeaba la cabeza como si con ello pudiera oír mejor, y a veces aguzaba la mirada al escuchar. Al sonreír, sus ojos jamás se desviaban del rostro de su interlocutor. Se trataba de una técnica sencilla pero de gran efecto. Una mujer ataviada con un vestido negro de aspecto caro le dio unas palmaditas en el brazo, y un hombre de edad avanzada al que reconocí como uno de los coleccionistas franceses de Bill se rió de algo que Mark había dicho y, pocos segundos más tarde, le dio un abrazo.
Serían las siete cuando vi entrar en la galería a Teddy Giles acompañado de Henry Hasseborg. Giles aparecía completamente transformado desde la última vez que le viera. Vestía unos pantalones vaqueros y una chaqueta de cuero, y llevaba el rostro desprovisto de maquillaje. Le vi sonreír a una mujer y luego volverse a Hasseborg y comenzar a hablar con expresión solemne y atenta. Comencé a preocuparme de que Bill pudiera verles, y en el momento en que comenzaba a considerar la ridícula idea de interponerme entre ellos y Bill para ocultarlos a su mirada, oí gritar a un niño:
—¡No! ¡No! ¡Quiero quedarme aquí, con la luna! ¡No, mamá, no!
Me volví hacia el punto de origen de la voz y vi a una mujer que, a gatas, se asomaba al interior de una de las puertas y sostenía una conversación con la criatura que había dentro. El pequeño estaba cómodamente instalado detrás de la puerta, en un espacio lo bastante grande como para albergarle.
—Los demás están esperando, tesoro —le decía su madre—. También ellos quieren ver la luna.
Detrás de aquella puerta había numerosas lunas: un mapa de la luna, una fotografía de la luna, la imagen de Neil Armstrong alzando un pie sobre su superficie, la luna de Van Gogh en La noche estrellada, discos y fragmentos pintados de blanco, rojo, naranja y amarillo, y otras cincuenta representaciones distintas del satélite, entre ellas una fabricada con queso y otra, en creciente, dotada de ojos, nariz y boca. Mientras observaba a la madre alargar la mano hacia el interior para extraer lo que resultó ser una niña pequeña que se resistía, chillando y pataleando, se me ocurrió volverme a mirar a Giles y a Hasseborg, pero ya no pude encontrarles. Recorrí velozmente la galería, y al pasar junto a la niña, que repetía llorosa y compungida la palabra «luna» en brazos de su madre, supuse que no debía de tener más de dos años y medio.
—Volveremos —dijo la madre, acariciando la oscura cabellera de su hija—. Volveremos otro día para visitar la luna.
Me volví hacia la puerta del despacho de Bernie y vi a Giles y a Mark reclinados sobre ella. Mark era mucho más alto que Giles y tenía que inclinarse para escuchar sus palabras. Una mujer corpulenta vestida con un chal se interpuso ante mí, bloqueando parcialmente mi campo de visión, pero pude inclinarme a un lado a tiempo de presenciar lo que parecía ser el intercambio de un pequeño objeto entre ellos. Mark deslizó la mano en el interior de su bolsillo y sonrió con satisfacción. Drogas, pensé. Me encaminé hacia ellos y el muchacho alzó la mirada al verme. Sonrió, extrajo la mano del bolsillo y dijo animadamente:
—¿Has visto lo que me ha reglado Teddy? Era de su madre.
Abrió la palma y me mostró un pequeño guardapelo redondo. Al abrirlo vimos que contenía dos fotos diminutas.
—Ése soy yo a los seis meses de edad, y ése otro también soy yo, pero ya con cinco años —dijo Giles, señalando sucesivamente las dos imágenes, y alargó la mano hacia mí—. Tal vez no me recuerde. Soy Theodore Giles.
Le tendí la mano y él la estrechó con firmeza.
—La verdad es que aún tengo que asistir a otra fiesta esta noche —dijo animadamente—. Ha sido muy agradable verle de nuevo, profesor Hertzberg. Estoy seguro de que volveremos a coincidir.
A medida que se alejaba en dirección a la puerta con zancadas largas y decididas, yo me volví hacia Mark. El cambio en la actitud de Giles, el empalagoso obsequio del guardapelo con sus fotografías de bebé y el retorno de la misteriosa madre, prostituta, camarera o Dios sabe qué, se combinaban en mi mente para crear una confusión tal que me quedé contemplando al muchacho con la boca abierta.
Él me sonrió.
—¿Qué ocurre, tío Leo?
—Está completamente cambiado.
—Ya te dije que no era más que una pose. Ya sabes, parte de su arte. Hoy has conocido al verdadero Teddy —repuso Mark, y contempló el guardapelo—. Creo que éste es el regalo más bonito que he recibido nunca. Qué tipo más encantador.
Hizo una larga pausa con la mirada fija en el suelo y prosiguió:
—Quería hablarte de una cosa —dijo—. He estado pensando. Ya sé que estoy castigado sin salir, pero confiaba en que no te importara que siguiera yendo a visitarte los sábados y los domingos como solía hacer antes. —Agachó la cabeza—. Te echo de menos. No saldría del edificio, y no creo que a papá y a Violet les importara si se lo preguntamos. —Se mordió el labio inferior y frunció el entrecejo—. ¿Qué te parece?
—Supongo que podremos arreglarlo —dije yo.
Fue aquél un otoño pacífico. El libro de Goya iba avanzando párrafo a párrafo, y yo ya me anticipaba con expectación al viaje que pensaba realizar a Madrid durante el verano siguiente y a las largas horas que habría de pasar en el Prado. Trabajaba en estrecha colaboración con Suzanna Fields, que estaba escribiendo su tesis sobre los retratos de David y su relación con la revolución, la contrarrevolución y el papel que las mujeres habían desempeñado en ambas. Suzanna era una chica seria y lánguida que utilizaba gafas de montura metálica y lucía un severo corte de pelo, pero con el tiempo su rostro neutro y esférico de espesas cejas llegó a parecerme bastante atractivo. Claro está que la abstinencia había hecho que muchas mujeres me parecieran atractivas, y solía entretenerme en contemplarlas en las calles, en el metro, en los cafés y en los restaurantes: mujeres de todas las edades y de todos los aspectos. Ya fuera sentadas, sorbiendo su café, o leyendo sus periódicos y libros, o apresuradas al encuentro de la persona con quien hubieran quedado citadas, me gustaba despojarlas mentalmente de sus ropas con toda lentitud e imaginarlas desnudas. Y por la noche, Violet seguía tocando el piano en mis sueños.
La auténtica Violet seguía escuchando su colección de cintas: cientos de horas de personas que respondían a las mismas preguntas: «¿Cómo se ve usted a sí misma?» y «¿Qué es lo que anhela?». Durante el día, cuando estaba en casa, sus voces me llegaban a través del techo, procedentes del estudio de Violet. Rara vez alcanzaba a distinguir lo que decían, pero podía oír sus palabras farfulladas o susurradas, así como sus risas, sus toses, sus tartamudeos y, de vez en cuando, el ronco sonido de unos sollozos. Oía también el sonido de la cinta al rebobinarse, y en aquellos casos comprendía que Violet estaba reproduciendo el mismo párrafo o la misma frase una y otra vez. Había dejado de hablarme de su libro y, según me informaba Érica, también con ella había pasado a mostrarse algo enigmática al respecto. Todo cuanto Érica sabía con seguridad era que Violet se había replanteado por completo el proyecto. «Aún no quiere hablar de ello —me escribió—, pero tengo la sensación de que los cambios del libro tienen algo que ver con Mark y con sus mentiras».
Hasta la primera semana de diciembre, Mark hubo de permanecer todos los fines de semana castigado en casa. Bill y Violet le autorizaban a visitarme cuando estaba en Nueva York, cosa que él cumplía fielmente viniendo a verme un par de horas todos los sábados. Luego, el domingo, acudía de nuevo para charlar un rato antes de regresar a Cranbury. Al principio desconfiaba de Mark y me mostraba algo severo con él, pero a medida que pasaban las semanas descubrí que cada vez me resultaba más difícil mantener la irritación. Cada vez que dudaba abiertamente de él se mostraba tan dolido que dejé de preguntarle hasta qué punto podía fiarme de su palabra. Todos los viernes iba a ver a la doctora Monk, médica y psicoterapeuta, y me dio la sensación de que aquellas charlas semanales le proporcionaban estabilidad y sosiego. Conocí también a Lisa, la chica que salía con él, y el simple hecho de que Lisa le tuviera afecto a Mark contribuyó a suavizar mis sentimientos hacia él. Aunque mi casa estaba abierta a tantos cuantos amigos quisieran visitarle, Teenie, Giles y aquel peculiar chiquillo llamado Migo nunca vinieron a Greene Street, y Mark nunca los mencionó, ni tampoco vi que llevara el guardapelo que le regalara Giles. Lisa sí venía. A sus diecisiete años, Lisa, guapa y rubia, derrochaba entusiasmo. Gesticulaba con las manos en torno al rostro cada vez que hablaba de su vegetarianismo, del calentamiento global o de cierta especie de tigre que se encontraba en peligro de extinción. Siempre que me visitaban me llamaba la atención la costumbre que tenía de alargar la mano para tocar el brazo de Mark o para tomar su mano entre las suyas. Aquellos gestos me recordaban a Violet, y me pregunté si Mark también habría reparado en su similitud. Lisa estaba claramente enamorada de Mark, y yo, cuando pensaba en la pobre Teenie, me felicitaba de cuánto había mejorado el gusto del muchacho. El «objetivo vital» de Lisa, como ella lo llamaba, consistía en ser profesora de niños autistas. «Charlie, mi hermano pequeño, es autista —decía—, y ha mejorado mucho desde que inició el programa de musicoterapia. Es como si la música le desbloqueara».
—Es una chica muy seria —me dijo Mark el sábado de diciembre que señalaba el fin de su castigo—. A los catorce años estuvo una temporada metida en temas de drogas, pero luego se metió en un programa y lleva limpia desde entonces. Hoy en día es incapaz de tomarse ni una cerveza. No le gusta la idea.
Mientras yo asentía ante la nobleza de sus convicciones antialcohólicas, Mark pasó a revelarme información sobre su vida sexual, algo a lo que gustosamente habría renunciado.
—Todavía no hemos hecho el amor propiamente dicho —me explicó—. Los dos pensamos que es algo que conviene planear, no sé cómo decirte, pensar de antemano. Es un paso importante, y tampoco es cosa de lanzarse por las buenas.
No supe qué responderle. «Lanzarse» era una palabra que se me antojaba perfectamente apropiada para definir todos los primeros encuentros sexuales que yo mismo había tenido en mi vida, y el hecho de que aquellos dos jóvenes consideraran necesario deliberar al respecto me hacía sentir un poco triste. Había conocido mujeres que se echaron atrás en el último momento y otras que se arrepintieron de su pasión a la mañana siguiente, pero en mi experiencia nunca se había dado el caso de tener que celebrar una asamblea de programación precoital.
Mark continuó visitándome todos los sábados y domingos hasta la primavera. Los sábados por la mañana se presentaba puntualmente a las once y a menudo me acompañaba a realizar los recados habituales, ya fuera al banco o a comprar comida y vino. Luego, los domingos, acudía invariablemente a despedirse. Yo me sentía a la vez conmovido por su lealtad y esperanzado por las buenas calificaciones que estaba obteniendo en el colegio, y él, por su parte, me hablaba con orgullo de los sobresalientes que estaba obteniendo en sus controles de vocabulario, de una redacción sobre La letra escarlata que había «triunfado» y de nuevos y diversos aspectos relacionados con Lisa, su chica ideal.
Ya en marzo, Violet me llamó una tarde a última hora para preguntarme si podía bajar a hablar conmigo a solas. La petición resultaba tan inusual que tan pronto como llegó le pregunté si se encontraba bien o si había ocurrido algo.
—Estoy perfectamente, Leo —dijo, sentándose a mi mesa e invitándome a que me acomodara frente a ella, y añadió—: ¿Qué piensas de Lisa?
—Me gusta mucho —respondí.
—A mí también —dijo ella, fijando la mirada en la superficie de la mesa—. ¿Pero nunca tienes la sensación de que hay algo raro en todo ello?
—¿En todo ello? ¿En lo que se refiere a Lisa, quieres decir?
—No, en lo que se refiere a Mark y Lisa. En todo ello.
—Yo creo que está realmente enamorada de Mark.
—Y yo también —dijo ella.
—¿Entonces?
Violet afianzó ambos codos sobre la mesa y se inclinó hacia mí.
—¿Nunca jugaste de niño a ese juego que consiste en descubrir qué es lo que falla en el contenido de una ilustración? Había que examinar el dibujo de una habitación o una calle o una casa, y a medida que te fijabas advertías que a lo mejor había una lámpara con la pantalla boca abajo, o un pájaro que tenía pelo en lugar de plumas o un portaaviones en mitad del nacimiento, junto al portal de Belén. Bueno, pues así me siento yo en lo que respecta a Mark y a Lisa. Están los dos en la imagen, y cuanto más los miro más siento que hay algo que no encaja, pero no sé lo que es.
—¿Qué opina Bill?
—A él no le he dicho nada. Lo ha pasado muy mal. No ha podido trabajar desde que Mark nos mintiera acerca del trabajo, y ahora, por fin, parece que comienza a volver a la normalidad. Está impresionado con los avances de Mark, con Lisa y con la terapia de la doctora Monk. No tengo corazón para mencionarle algo que no pasa de ser una sospecha sin fundamento.
—Resulta muy difícil creer a alguien que ha sido capaz de mentir de un modo tan espectacular —dije—, pero yo no he vuelto a detectar ningún otro embuste evidente, ¿y tú?
—No.
—En ese caso opino que hay que concederle el beneficio de la duda.
—Confiaba en que dijeras eso. Tenía tanto miedo de que pudiera estar pasando algo —dijo, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Por las noches me quedo pensando si realmente le conozco y la preocupación no me deja dormir. Creo que oculta tantas cosas sobre sí mismo que llega a asustarme. Hace ya mucho tiempo, Leo, quiero decir desde que Mark era un niño… —dejó la frase en suspenso.
—Sigue, Violet —dije yo—. No te pares.
—En algunas ocasiones… no, no siempre, sólo de vez en cuando… hablo con él y me asalta una sensación extraña, como si…
—Como si… —la animé.
—Como si estuviera hablando con otra persona.
Agucé la mirada. Violet me hablaba encorvada sobre la mesa.
—Es algo que me tiene histérica, y Bill… bueno, Bill ha tenido que superar una depresión en toda regla. Ha depositado en Mark muchas esperanzas, grandes esperanzas, y no quiero decepcionarle.
Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, y vi que todo su cuerpo temblaba. Me puse en pie, rodeé la mesa y apoyé una mano sobre su hombro. Ella se estremeció brevemente y dejó de llorar casi de inmediato. Con un susurro, me dio las gracias y luego me abrazó, y yo, durante las horas siguientes, creí seguir sintiendo su cálido cuerpo contra el mío y el contacto de su húmedo rostro sobre mi cuello.
El tercer sábado de mayo acudí al banco mucho antes que de costumbre. La conclusión del semestre y el tiempo soleado me impulsaban a salir a la calle, y sentí que la luz matutina y las calles aún vacías me levantaban el ánimo mientras avanzaba hacia el Norte en dirección a Houston Street y el Citibank. Aquel día no había cola, por lo que me dirigí directamente al cajero para sacar el dinero que necesitaría a lo largo de la semana. Sin embargo, al extraer la cartera del bolsillo para sacar la tarjeta descubrí que no estaba. Perplejo, intenté recordar cuándo era la última vez que la había utilizado: el sábado anterior. Y tenía la costumbre de devolverla siempre a su lugar. Me volví hacia la pantalla de la máquina, donde podía leerse la pregunta: «¿En qué puedo ayudarle?», y comencé a pensar en la formulación de aquella frase, redactada en primera persona. ¿Hasta qué punto era lógico que una máquina se comunicara así? Era un aparato diseñado para transmitir mensajes y efectuar operaciones. ¿Acaso eso era todo lo que se necesitaba para obtener el privilegio de poder hablar en primera persona? Y entonces, como si el propio texto de pantalla me diera la respuesta, supe lo que ocurría. La cruda e inequívoca verdad se me reveló de pronto, y lo hizo dolorosamente. Cuando estaba en casa siempre dejaba la cartera y las llaves junto al teléfono del pasillo, una costumbre que me evitaba tener que rebuscar en todos mis abrigos y chaquetas antes de partir hacia el trabajo. Recordé que Mark me había preguntado: «¿Cuándo es tu cumpleaños, tío Leo?». 19230. Mi número secreto. Mark nunca me había felicitado por mi cumpleaños. ¿Y cuántas veces me había acompañado al banco? Muchas. ¿Y cuántas veces no iba al cuarto de baño o a la habitación de Matt y pasaba al lado de mi cartera, siempre a la vista? Para entonces habían entrado varias personas en el banco, y a mis espaldas ya se había formado una cola. Una mujer me dirigió una mirada interrogante mientras yo seguía contemplando mi cartera con los ojos como platos, pero hice caso omiso de ella y, medio caminando, medio corriendo, emprendí el camino de regreso.
Ya en casa, busqué mis archivos bancarios y mis cuadernos de cheques. Rara vez examinaba con detenimiento ni los unos ni los otros. Cuando me llegaban los extractos por correo archivaba los documentos y me olvidaba de ellos hasta el momento de rellenar la declaración de la renta. No había ningún cheque cargado a mi cuenta corriente, pero una cuenta de ahorro en la que guardaba los siete mil dólares correspondientes a honorarios de diversos artículos y al pequeño adelanto que había obtenido por mi libro sobre Goya estaba prácticamente vacía. Era el dinero que tenía ahorrado para mi viaje a España. A Mark le había hablado de aquel viaje, e incluso le había mencionado la existencia de la cuenta, y todo cuanto quedaba en ella ahora eran seis dólares con treinta y un centavos. Desde diciembre se habían efectuado retiradas de efectivo por todos los rincones de la ciudad, algunas de ellas en oficinas bancadas de las que no había oído siquiera hablar, y a menudo a altas horas de la madrugada. Y todas las fechas correspondían al mismo día de la semana: sábado.
Llamé a Bill y a Violet, pero tan sólo oí la suave voz de Bill pidiéndome que dejara un mensaje. Les dije que me llamaran de inmediato tan pronto como regresaran. Luego llamé a Lucille, con la que no había vuelto a hablar desde el día de su lectura. Tan pronto como descolgó el auricular me lancé a contarle la historia, y cuando terminé de hablar ella permaneció en silencio durante al menos cinco segundos. Luego, con tono apagado y neutro, me preguntó:
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que ha sido Mark?
—¡El número secreto! ¡Me preguntó por mi cumpleaños! —exclamé yo, levantando la voz—. ¡La mayor parte de la gente utiliza su cumpleaños! ¡Y las fechas! Todas las fechas se corresponden con sus visitas. ¡Lleva meses robándome sin que me entere! ¡Podría acudir a la policía! Mark ha cometido un delito. ¿Es que no lo entiendes?
Lucille guardó silencio.
—¡Me ha robado casi siete mil dólares!
—Leo —dijo ella con voz serena—, cálmate.
Le dije que ni estaba calmado ni quería calmarme, y que si por algún motivo Mark acudía a su casa sin realizar la correspondiente visita previa a la mía debía confiscarle la tarjeta inmediatamente.
—¿Pero y si no ha sido él? —preguntó ella con la misma voz imperturbable.
—¡Sabes muy bien que ha sido él! —grité, y colgué violentamente el auricular. Casi de inmediato me arrepentí de mi ira hacia Lucille. No era ella quien me había robado dinero. Se resistía a condenar a Mark sin una prueba real, y lo que para mí estaba claro no resultaba tan obvio para ella. Así y todo, la voz fría y ausente con la que había intentado aplacar mi cólera había tenido el efecto de arrojar gasolina sobre un fuego. De haber expresado asombro, comprensión o incluso desolación, no le habría gritado.
No había transcurrido una hora desde la conversación cuando Mark llamó a mi puerta. Al abrirle me sonrió.
—Hola. ¿Qué tal todo? —dijo y, tras una pausa, añadió—: ¿Qué ocurre, tío Leo?
—Dame mi tarjeta —le ordené—. Dame mi tarjeta ahora mismo.
Mark entrecerró los párpados y me contempló con expresión desconcertada.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué tarjeta?
—Dame mi tarjeta de crédito en este mismo instante —le dije— si no quieres que me encargue de recuperarla yo mismo.
Blandí el puño ante su rostro y él retrocedió dos pasos. Parecía genuinamente sorprendido.
—Te has vuelto loco, tío Leo. No tengo tu tarjeta. E incluso si la tuviera, ¿qué iba a hacer con ella? Cálmate.
Su apuesto rostro, sus ojos atónitos, sus oscuros rizos y su cuerpo relajado y aparentemente insensible parecían invitar a la violencia. Le agarré por su jersey de Lurex plateado y le empujé contra la pared. Él, diez centímetros más alto que yo, casi cincuenta años más joven y desde luego mucho más fuerte, se dejó acorralar sin decir nada. Su cuerpo estaba fláccido como el de una muñeca de trapo.
—Saca la tarjeta ahora mismo —mascullé con los dientes apretados—. Sácala y dámela. Como no lo hagas te juro que te pego una paliza que te mato.
Mark continuaba mirándome con expresión de desconcierto absoluto.
—No la tengo.
Blandí el puño frente a su rostro.
—Última oportunidad.
Mark echó mano al bolsillo trasero y le solté. Sacó una cartera, la abrió y de su interior extrajo mi tarjeta azul.
—Estuve tentado de cogerte dinero, tío Leo, pero te juro que no la utilicé. No me llevé ni un centavo.
Retrocedí unos pasos. El chico está loco, pensé, y me invadió una sensación de sobrecogimiento, del sobrecogimiento inmemorial de nuestros temores infantiles, con sus monstruos y sus brujas y sus ogros que acechan en la oscuridad.
—Llevas meses robándome, Mark. Has sacado casi siete mil dólares de mi cuenta.
Él parpadeó. Parecía incómodo.
—Está todo registrado. Cada retirada de efectivo ha quedado reflejada en papel. Te apropiabas de la tarjeta los sábados, después de ir yo al banco, y luego me la devolvías los domingos por la mañana. ¡Siéntate! —grité.
—No puedo sentarme. Le prometí a mamá que hoy volvería pronto a casa.
—No —repuse—. No vas a ningún sitio. Has cometido un delito y puedo llamar a la policía para que te detengan.
Mark se sentó.
—¿La policía? —dijo con voz tenue y perpleja.
—Tenías que saber que a pesar de lo estúpido y de lo despistado que soy tendría que acabar por descubrirlo. Quiero decir, que no estamos hablando de cuatro perras.
Mark parecía haberse quedado petrificado ante mis ojos. Tan sólo sus labios se movían.
—No —dijo—, no creí que llegaras a descubrirlo.
—Sabías que ese dinero era para mi viaje a Madrid. ¿Qué creías que iba a ocurrir cuando acudiera a sacarlo para pagar los billetes de avión y el hotel?
—No pensé en eso.
No podía creerlo. Me resistía a creerlo. Seguí insistiendo, acosándole e interrogándole, pero sin lograr obtener de él otra cosa que las mismas respuestas apáticas. Se sentía «avergonzado» de que hubiera descubierto el robo. Cuando le pregunté si había utilizado el dinero para comprar drogas, me respondió con aparente candor que podía conseguir las drogas gratis. Se compraba cosas, dijo. Iba a restaurantes. El dinero, me explicó, se esfuma con facilidad. Sus respuestas se me antojaban extravagantes, pero hoy creo que la persona que me contemplaba fríamente desde aquella silla estaba diciendo la verdad. Mark sabía que me había robado dinero, y sabía también que hacerlo estaba mal, pero estoy igualmente convencido de que no experimentaba el menor sentimiento de culpa o de vergüenza. Era incapaz de brindar una explicación racional del robo. No era un drogadicto. No debía dinero a nadie. Al cabo de una hora, me miró y dijo, sencillamente:
—Cogí el dinero porque me gusta tener dinero.
—A mí también me gusta tener dinero —le grité—, pero no por eso me dedico a robar las cuentas de mis amigos para conseguirlo.
Mark no tenía nada más que decir al respecto, pero en ningún momento dejó de mirarme. Mantenía los ojos fijos en los míos, y yo me esforzaba por escrutar en su interior. El límpido azul de sus iris y sus pupilas negras y relucientes, me hicieron pensar súbitamente en el vidrio, como si Mark estuviera ciego y detrás de aquellos ojos no hubiera nada. Por segunda vez aquella tarde mi ira se tornó en aprensión. ¿Qué es esta persona?, me pregunté: no «quién», sino «qué». Le miré y él me miró hasta que finalmente aparté la vista de aquellos ojos muertos, me dirigí al teléfono y llamé a Bill.
A la mañana siguiente Bill me ofreció un cheque por importe de siete mil dólares, pero se lo rechacé. Le dije que la deuda no era suya, y que Mark podía pagarme lo que me debía a lo largo de los años. Él intentó introducírmelo a la fuerza entre los dedos.
—Leo —decía—, por favor.
Su piel aparecía cenicienta a la luz de la ventana, y olía poderosamente a tabaco y a sudor. Llevaba puesta la misma ropa que vistiera la noche antes, cuando bajó en compañía de Violet para oír la historia. Yo seguí negando con la cabeza, y él comenzó a deambular de un lado a otro.
—¿Qué he hecho, Leo? Le hablo y le hablo, pero es como si no me comprendiera —dijo, sin detenerse en ningún momento—. Hemos llamado a la doctora Monk. Vamos a ir todos a verla de nuevo. Quiere que vaya también Lucille, y me ha dicho que le gustaría verte a solas si no te importa. Vamos a tomar con él medidas drásticas. No puede salir. Nada de llamadas telefónicas. Le acompañaremos a todas partes: le recogeremos en el tren, le traeremos a casa y le llevaremos a la consulta. Cuando acabe el colegio vivirá aquí, buscará un trabajo y comenzará a pagarte lo que te debe. —Se detuvo—. Creemos que también ha estado robando a Violet. Dinero del bolso. Ella nunca lleva la cuenta de lo que tiene. Tardó mucho tiempo en darse cuenta, pero… —hizo una pausa—. Si supieras cuánto lo siento, Leo. —Sacudió la cabeza y extendió las manos hacia mí—. Tu viaje a España.
Cerró los ojos.
Yo me puse en pie y deposité las manos sobre sus hombros.
—No has sido tú, Bill. No eres tú quien lo ha hecho. Es Mark quien me ha robado.
Él hundió la cabeza en el pecho.
—Siempre piensas que si de verdad quieres a tu hijo estas cosas no pueden pasar —dijo, y elevó los ojos hacia mí con expresión feroz—. ¿Cómo ha podido pasar?
Yo no supe qué responderle.
La doctora Monk, una mujer bajita y regordeta de pelo muy rizado, voz suave y gestos escuetos, dio comienzo a la entrevista con una sencilla declaración.
—Voy a decirle lo mismo que les he dicho al señor y a la señora Wechsler. Los niños como Mark no son fáciles de curar. Es muy difícil comunicarse con ellos. Por lo general sus padres los dejan por imposibles al cabo de cierto tiempo y los chavales tienen que enfrentarse por sí solos a un mundo en el que o espabilan o acaban en la cárcel o mueren.
Me impresionó su franqueza. Cárcel. Muerte. Murmuré algo acerca de las posibilidades de ayudarle. Era joven; aún era joven.
—Cabe la posibilidad —dijo ella— de que su personalidad aún no se haya afianzado. Como comprenderá, los problemas de Mark son de naturaleza caracterológica.
Sí, pensé yo. Es una cuestión de carácter. Qué palabra tan añeja, carácter.
Le hablé de mi ira, de la sensación de haber sido traicionado y del incomprensible poder del encanto de Mark. Mencioné el fuego y los Donuts. A través de la ventana de la estancia podía ver un arbusto que comenzaba a reverdecer. Los nudos que quebraban sus largas ramas pronto se convertirían en gruesos brotes. Pertenecía a una especie cuyo nombre había olvidado. Después de hablarle a la doctora sobre la amistad entre Matt y Mark me quedé mirándolo en silencio y seguí absorto en él durante largo rato, escarbando su identidad en mi memoria como si su nombre fuera un dato importante, hasta que al fin, me vino: hortensia.
—¿Sabe? —le dije—. Creo que, ya antes de su muerte, Matthew estaba apartándose de Mark. Al pensarlo ahora, recuerdo que los dos estuvieron muy callados durante el viaje en coche hasta el campamento, y que a mitad del trayecto Matt exclamó: «Deja de pellizcarme». En aquel momento me pareció completamente normal: dos críos provocándose mutuamente.
Pero del pellizco había pasado al mordisco, y cuando concluí mi relato la doctora Monk enarcó las cejas y aguzó la mirada.
Al comprobar que no decía nada acerca del hecho de que le hubiera mordido, decidí seguir hablando.
—Le hablé a Mark acerca de la familia de mi padre —dije—. Yo apenas los recuerdo. Ni siquiera llegué a conocer a mis primos. Murieron todos en Auschwitz-Birkenau. Mi tío David sobrevivió a su estancia en el campo de concentración, pero murió durante la marcha subsiguiente. Le hablé también de la muerte de mi padre a consecuencia de un derrame, y no puede imaginarse la seriedad de su rostro mientras me escuchaba. Creo que incluso tenía lágrimas en los ojos…
—No es algo que le cuente usted a mucha gente, ¿verdad?
Yo negué con la cabeza y fijé la mirada en la hortensia. En aquel momento me sentía perdido, como si fuera otra persona la que estuviera hablando. Mantuve los ojos clavados en el arbusto, y noté en mi mente la presencia de algo rojo, de algo intensamente rojo que asomaba a través de una ventana.
—¿Sabe qué fue lo que le impulsó a decírselo a Mark?
Me volví hacia ella y, nuevamente, negué con la cabeza.
—¿Se lo había contado antes a Matthew?
Mi voz temblaba.
—A Mark le he contado muchas más cosas. Cuando murió, Matt sólo tenía once años.
—Once años es muy joven —dijo ella con ternura.
Yo comencé a asentir, pero de inmediato rompí en sollozos. Me puse a llorar delante de una mujer que no conocía de nada. Después de dejarla, me lavé la cara en el pequeño y pulcro cuarto de baño de su consulta, equipado con una generosa provisión de Kleenex, e imaginé a todas las personas que habrían estado allí antes que yo, secándose las lágrimas y limpiándose los mocos junto a aquel retrete. Al salir del edificio a Central Park West contemplé los árboles que acababan de cubrirse nuevamente de hojas y experimenté una sensación de profunda extrañeza. El hecho de estar vivo es algo inexplicable, pensé. La consciencia misma es inexplicable. En este mundo no hay nada normal y corriente.
Una semana después, Mark firmó un contrato en presencia de Violet, Bill y yo. El documento era idea de la doctora Monk. Creo que confiaba en que al aceptar las condiciones allí reflejadas en negro sobre blanco Mark se viera arrastrado a la convicción de que la moralidad es, en definitiva, un contrato social, un consenso establecido en torno a ciertas leyes humanas básicas, y que sin ella las relaciones entre las personas degenerarían hasta sumirse en el caos. El escrito era como una versión reducida y personalizada de los diez mandamientos:
No mentiré.
No robaré.
No saldré de casa sin permiso.
No hablaré por teléfono sin permiso.
Devolveré el dinero que le he robado a Leo sirviéndome de mis pagas semanales, así como de lo que gane con mi trabajo este próximo verano y el año siguiente y en el futuro.
Aún conservo entre mis papeles una copia, al pie de la cual figura la firma de Mark, garabateada con una caligrafía de aspecto infantil.
Durante aquel verano Mark se presentó sábado tras sábado en mi casa con el pago correspondiente. No me apetecía que entrara en el piso, de modo que permanecíamos en el rellano mientras él abría el sobre e iba contando los billetes que me daba. Luego se marchaba y yo anotaba la cantidad correspondiente en una pequeña libreta que guardaba en mi escritorio. Mark me pagaba con lo que ganaba como cajero en una tahona del Village. Por las mañanas, Bill le acompañaba andando hasta el trabajo, y Violet acudía a recogerle a las cinco. Todos los días, preguntaba al jefe qué tal se portaba Mark, y la respuesta siempre era la misma:
—Estupendamente. Es un buen chico.
El señor Viscuso debía de compadecerse de su empleado por tener una madre tan controladora. Aparte de su familia, sus compañeros de trabajo y yo, la única persona a la que veía Mark era a Lisa, que dos o tres veces a la semana acudía a visitarle, a menudo con un libro bajo el brazo para que lo leyera. Violet me contaba que aquellos volúmenes por lo general procedían de las secciones de «psicología para el profano» de las librerías locales, y que estaban repletos de recetas destinadas a obtener la «paz interior» y de exhortaciones al lector tales como: «Aprende primero a amarte a ti mismo» y «Combate esos convencimientos soterrados que te impiden disfrutar de lo mejor y de lo más feliz de ti mismo». Lisa se había apuntado a la causa de la reforma de Mark y pasaba muchas horas con él, dedicada a mostrarle el camino. Según Violet, lo único que hacía Mark cuando no estaba trabajando, comiendo o comulgando con Lisa acerca de su tranquilidad espiritual, era dormir.
—Eso es todo lo que hace —decía—. Dormir.
A finales de agosto, Bill voló a Tokio para preparar una nueva exposición de las puertas, y Violet se quedó en casa con Mark. A las nueve de la mañana del jueves posterior a la partida de Bill, Violet bajó a mi casa en albornoz.
—Mark se ha marchado —dijo, mientras entraba en la cocina.
Se sirvió una taza de café y se sentó a la mesa conmigo.
—Salió por la ventana, subió a la azotea por la escalera de incendios y de allí bajó por el interior hasta el portal. Yo creía que la puerta del tejado estaba cerrada, pero esta mañana, al ir a comprobarlo, descubrí que estaba abierta. Tengo la sensación de que lleva ya algún tiempo haciéndolo, aunque hasta ahora regresaba siempre antes del amanecer. Duerme y duerme sin parar porque está agotado de andar por ahí fuera durante toda la noche. Nunca me habría enterado —dijo— de no haber sido porque anoche sonó el teléfono a eso de las dos. No sé quién era la que llamaba. Una chica anónima. No quiso darme su nombre, pero me preguntó si sabía dónde estaba Mark y yo le dije que estaba durmiendo y que no pensaba despertarle. «Qué coño va estar durmiendo —dijo ella— si acabo de verle». Debía de estar en una discoteca, porque se oía mucho ruido de fondo. Luego dijo que quería ayudarme. «Usted es su madre —dijo— y debería saberlo». Tiene gracia, porque en ningún momento se me ocurrió negar que fuera su madre. Me limité a escuchar. Dijo entonces que tenía que decirme algo. —Violet aspiró profundamente y bebió un sorbo de café—. Tal vez no sea cierto, pero la chica me dijo que Mark pasa todas las noches en compañía de Teddy Giles. «La Monstruosa ha salido de su caverna», dijo, sin que yo supiera de qué estaba hablando. Traté de interrumpirla, pero ella siguió hablando y me contó que Giles había comprado un niño en México.
—¿Comprado? —dije yo.
—Eso dijo: que los padres del niño se lo habían vendido a Giles a cambio de unos pocos cientos de dólares, y que a partir de entonces el crío se enamoró de Giles y que éste le vistió de niña y se pasó una temporada llevándole con él a todas partes. La historia que me contó era bastante confusa, pero me dijo que una noche tuvieron una pelea y Giles le cortó un dedo meñique al niño. Luego le llevó a Urgencias para que se lo reimplantaran, pero poco después el chaval, Rafael, desapareció. Según la chica, corre el rumor de que Giles le asesinó y arrojó su cuerpo al East River. «Es un psicópata —me dijo—. Es un psicópata y le tiene echado el guante a su hijo. Pensé que debía saberlo». Ésas fueron sus palabras exactas. Luego colgó.
—¿Se lo has contado a Bill?
—Lo he intentado. Le he dejado mensajes en el hotel, pero sin decir que era urgente. ¿Qué va a hacer el pobre desde Tokio? —Violet parecía pensativa—. El problema es que estoy asustada.
—Y con buen motivo, si es que hay algo remotamente cierto en todo esto. Giles es un personaje temible.
Violet abrió la boca como si quisiera decir algo, pero volvió a cerrarla. Asintió y desvió la mirada, lo que me permitió admirar su cuello y su perfil. Aún es hermosa, pensé; tal vez incluso más hermosa ahora que se va haciendo mayor. Tanto ella como su rostro poseen una nueva armonía que no solía estar presente durante sus años de juventud.
Mark se presentó en casa de su madre el domingo siguiente. Según Bill y Violet, insistió en que era la primera vez que salía de casa, afirmó que toda la historia acerca de Rafael era una «gilipollez» y explicó que había ido a ver a unos amigos porque estaba «aburrido». Una semana después había vuelto con ella para asistir al colegio. Todos los viernes, o bien Bill o bien Violet acudían a recogerle a la estación, le acompañaban en metro a la consulta de la doctora Monk, aguardaban hasta que salía y le escoltaban de regreso a casa. Su arresto domiciliario seguía en vigor.
A lo largo de los meses siguientes el comportamiento de Mark se centró en un esquema reconocible que yo di en denominar «el ritmo del terror». Había veces en que parecía ir progresando durante varias semanas seguidas. Sacaba notables y sobresalientes en los estudios, se mostraba solícito, atento y amable, y todas las semanas me entregaba algo de dinero procedente de su paga. Según Bill y Violet, las largas conversaciones que mantenían con él acerca de la confianza, la honradez y la necesidad de cumplir los acuerdos alcanzados parecían ayudarle a «mantenerse encarrilado». El muchacho se desahogaba con la doctora Monk, quien se mostraba complacida con su «mejoría». Luego, de pronto, cuando las personas que le rodeaban se hallaban presas de una sensación de cauteloso optimismo, Mark volvía a las andadas. Una noche de octubre Violet encontró su cuarto vacío y descubrió que le faltaba todo el dinero que creía tener en el bolso. El domingo por la mañana, Mark reapareció. En noviembre, Philip, su padrastro, salió un día camino del trabajo y reparó en que el coche tenía una enorme abolladura. En diciembre Bill se llevó a Mark a comer por el barrio. Habían pedido ya unas hamburguesas cuando el muchacho se excusó para ir al cuarto de baño: apareció tres días después en casa de Lucille. En febrero, su profesor de Historia se lo encontró vomitando en el cuarto de baño de chicos; llevaba un litro de vodka en la mochila y varias pastillas de Valium en el bolsillo.
Todos los incidentes se desarrollaban según el mismo patrón. En primer lugar, el desdichado descubrimiento; a continuación, la explosión de cólera de los afectados; por último, la reaparición de Mark y sus fervientes negativas. Sí, se había escapado, pero en realidad tampoco había hecho nada malo. Se había limitado a pasear por la ciudad. Eso era todo. Necesitaba estar solo. En ningún momento se había apropiado del automóvil de Philip para salir con él en mitad de la noche. Si había una abolladura en la portezuela de la ranchera sería porque alguna otra persona la había cogido. Sí, había huido de casa aquella noche, pero no había robado ningún dinero. Violet se equivocaba: lo habría contado mal o se lo habría gastado en otra cosa. Sus indignadas afirmaciones de inocencia eran inconcebiblemente irracionales. Tan sólo admitía sus culpas cuando se veía enfrentado a pruebas irrefutables. En retrospectiva, todas sus acciones eran nauseabundamente previsibles, pero en aquel entonces ninguno de nosotros se preocupaba de volver la vista atrás, y aunque su comportamiento era del todo cíclico, los demás no éramos clarividentes. Era imposible prever cuándo tendría lugar el siguiente acceso.
Mark se había convertido en un enigma interpretativo. A mi juicio, su comportamiento podía entenderse de dos modos distintos, ambos de los cuales implicaban cierta forma de dualidad. El primero era maniqueo. La doble vida de Mark era como un péndulo que oscilara entre la luz y la oscuridad. Una parte de él quería realmente obrar bien. Amaba a sus padres y a sus amigos, pero a intervalos regulares se veía superado por impulsos súbitos y actuaba en consecuencia con ellos. Bill creía firmemente en esta versión de la historia. El otro modelo para el comportamiento de Mark podía compararse con el de los estratos geológicos. Los así llamados buenos impulsos constituían una superficie altamente desarrollada que disfrazaba en gran medida lo que subyacía en su interior, y cada cierto tiempo las incansables fuerzas sísmicas que albergaba ascendían súbitamente hacia la superficie y desataban una erupción volcánica. Comencé a pensar que aquella teoría era obra de Violet o, más exactamente, que aquélla era la teoría que Violet temía.
Independientemente de cómo se interpretaran, los arrebatos delictivos de Mark sometían a Bill y a Violet a una cruel venganza. Y simultáneamente, al robar mi dinero, Mark había conseguido acercarnos todavía más a mí, a su padre y a su madrastra. Todos éramos sus víctimas, y los tabúes que existían antes del robo de Mark habían desaparecido. Las ansiedades que en otro tiempo Bill y Violet callaran en nombre de la protección de Mark entraron a formar parte de nuestras conversaciones. Violet se enfurecía al pensar en sus traiciones y luego se calmaba, pero al poco rato el proceso comenzaba de nuevo.
—Me siento en una montaña rusa de amor y odio —decía—, y el recorrido siempre es el mismo, una y otra vez.
Con todo, y a pesar de su decepción, Violet convirtió a Mark en objeto de su personal cruzada. Advertí que en su mesa, junto a otros muchos volúmenes, había un libro llamado Deprivación y delicuencia, de D. W. Winnicott.
—No vamos a perderle —me decía—. Vamos a luchar.
El problema era que tenía que librar sus frenéticas batallas contra un enemigo invisible. Violet se pertrechaba de pasión e información, pero cuando se lanzaba al ataque lo único que encontraba en el campo de batalla era un gentil joven que no ofrecía la menor resistencia.
Bill, por su parte, no tenía alma de soldado, y no se leyó un solo libro sobre las alteraciones del comportamiento en la adolescencia. Languidecía. Su aspecto era cada día más viejo, más gris, más encorvado y más ausente. Me recordaba a un enorme animal herido cuyo poderoso cuerpo estuviera encogiéndose gradualmente. A Violet, sus accesos de furia contra Mark la mantenían vigorosa, pero si Bill experimentaba algún tipo de ira era contra sí mismo, y poco a poco fui viendo cómo se reconcomía. Lo que hería a Bill no era la esencia de los delitos de Mark: que se escapara, que mezclara vodka con Valium, que utilizara el coche de su padrastro sin permiso… ni siquiera que mintiera y robara. En otras circunstancias todo aquello podía perdonarse, y a Bill le habría resultado mucho más fácil enfrentarse a una rebelión declarada. De haber sido Mark un anarquista, lo habría entendido. Si tan sólo hubiera pretendido defender su propio hedonismo o incluso escaparse de casa para vivir la vida de acuerdo con sus ideas, por necias que éstas fueran, Bill le habría permitido marchar. Pero Mark no hacía esas cosas, sino que encarnaba todo aquello contra lo que Bill había luchado tan larga y denodadamente: el compromiso superficial, la hipocresía y la cobardía. Cuando hablaba conmigo, Bill parecía más confuso ante su hijo que otra cosa. Con voz desconcertada, me contaba que al preguntarle a Mark qué era lo que más quería en la vida, éste le había respondido con aparente candidez que lo que más deseaba era que la gente le apreciara.
Bill iba todos los días a su estudio, pero no trabajaba.
—Camino hasta allí —me contaba— en la esperanza de que algo se me ocurra, pero sin éxito. Leo los resultados deportivos, y luego me tumbo en el suelo y me invento partidos imaginarios, igual que cuando era niño. Partidos que se prolongan interminablemente. Yo juego a ser el comentarista que los retransmite, hasta que me quedo dormido. Duermo y sueño durante horas y luego me levanto y me marcho a casa.
Yo poco podía ofrecerle a Bill aparte de mi presencia, pero eso al menos no se lo escatimaba. Había días en que salía del trabajo y me encaminaba directamente a Bowery. Una vez allí, nos sentábamos los dos en el suelo y charlábamos hasta la hora de la cena. Mark no era nuestro único tema de conversación. Yo me quejaba de Érica, cuyas cartas siempre se las arreglaban para mantener viva una pequeña esperanza. Nos contábamos anécdotas de la niñez y hablábamos de pintura y de libros. A eso de las cinco solía permitirse abrir una botella de vino o se servía un whisky. Luego, a lo largo de las espesas horas siguientes, la luz de aquellos días cada vez más largos iluminaba nuestras cabezas a través de la ventana, y Bill, estimulado por el alcohol, alzaba el dedo hacia el techo y citaba a Samuel Beckett o a su tío Mo. Con ojos húmedos y enrojecidos, declaraba su amor por Violet y se reafirmaba en las esperanzas que, a pesar de todo, tenía depositadas en Mark. Se desternillaba de risa contando chistes malos, epigramas picantes y juegos de palabras absurdos. Denostaba el mundo del arte, al que calificaba de imperio de humo alimentado por dólares, marcos y yenes, y me confesaba con tono solemne que se sentía hueco y acabado como artista. Las puertas habían constituido el canto del cisne «de todo eso». Sin embargo, al cabo de un minuto afirmaba haber estado pensando largo tiempo en el color del cartón húmedo.
—Cuando ha llovido resulta precioso verlo por las calles, tirado en mitad del arroyo o atado con cuerdas en pulcros montones.
Había tardes dominadas por el drama: por el drama de Bill, que nunca me aburría, porque cuando estaba con él podía percibir todo su peso. Aquel hombre pesaba de vida, por más que a menudo tendamos a apreciar la ligereza y admiremos a esas personas que parecen gráciles y etéreas, que flotan en lugar de caminar y que nos atraen con su permanente desafío a la gravedad ordinaria. Su indiferencia pretende imitar la felicidad, pero en Bill no había nada de eso. Él siempre había sido como un peñasco, robusto e inmenso, cargado de una fuerza magnética de origen interno, y yo me sentía más que nunca atraído por él. Porque le veía sufrir renuncié a mis defensas y a mi envidia, un sentimiento que nunca había analizado ni admitido pero que entonces reconocí. Le había envidiado; había envidiado a ese Bill potente, obstinado y sensual que había creado, creado y creado hasta notar ya extinguida su capacidad de creación. Le había envidiado por Lucille. Le había envidiado por Violet. Y le había envidiado por Mark, aunque sólo fuera por el hecho de que el muchacho estuviera vivo. La verdad era amarga, pero el dolor de Bill prestaba a su carácter una fragilidad nueva, y esa debilidad nos hacía más iguales.
Una tarde de comienzos de marzo en que nos encontrábamos en Bowery, Violet se reunió con nosotros provista de una bolsa de comida tailandesa de cuyo contenido dimos cuenta sentados en el suelo. Devoramos aquella cena como si fuéramos tres refugiados famélicos y luego nos quedamos en el estudio y estuvimos bebiendo hasta bien avanzada la noche. Violet se encaramó al colchón y, tendida sobre su espalda, siguió la conversación sin cambiar de postura, aunque al cabo de un rato todos fuimos encontrando un rincón propio encima de la cama: Violet en el medio, y Bill y yo a ambos lados de ella. Allí estábamos, como tres borrachos felices y entretenidos en su conversación deslavazada. Yo, a eso de la una de la madrugada, dije que tenía que volver a casa o me resultaría imposible levantarme a la mañana siguiente para ir a trabajar. Violet aferró el brazo de Bill y a continuación el mío.
—Cinco minutos más —dijo—. Hacía mucho, mucho tiempo que no era tan feliz como ahora. Es tan agradable olvidar y sentirse libre e idiota…
Media hora después caminábamos por Canal Street en dirección a Greene. Aún llevábamos los brazos enlazados, y Violet seguía flanqueada por Bill y por mí. Nos cantó una canción popular noruega, algo relacionado con un violinista y su violín. Bill unió al estribillo su voz profunda, sonora y desafinada, y yo me lancé a cantar también, imitando los sonidos de aquellas palabras sin sentido a medida que nos dirigíamos a casa. Violet alzó la barbilla a medida que cantaba, y su rostro reflejó la luz de las farolas que se erigían sobre nosotros. La atmósfera era fría, pero también seca y diáfana, y noté que Violet estrechaba mi brazo con fuerza y que su paso se alegraba. Antes de iniciar la segunda estrofa aspiró profundamente y sonrió al cielo, y a continuación vi cómo cerraba los ojos durante un par de segundos para aislarse de todo menos de la creciente dicha que destilaban nuestras voces. Aquella noche lo percibimos los tres: el retorno de la felicidad sin motivo aparente, pero cuando cerré la puerta de mi casa después de darles las buenas noches, supe que a la mañana siguiente la sensación habría desaparecido. La transitoriedad formaba parte de su esencia.
Durante meses, Lazlo mantuvo los oídos bien abiertos. Ignoro de dónde obtenía exactamente su información. Se dedicaba a recorrer las galerías, y Pinky y él salían a menudo por la noche. Todo cuanto sé es que cada vez que surgían nuevos rumores y chismorreos siempre parecían encontrar el modo de llegar hasta él. Aquel joven alto y delgado de cabellos insólitos, ropas chillonas y enormes gafas negras oía mucho más de lo que contaba. Se supone que el espía ideal debe ser alguien que pase desapercibido, pero con el tiempo llegué a contemplar a Lazlo como el detective perfecto. Su aparatoso exterior era como un faro entre las muchedumbres neoyorquinas de gentes vestidas de negro, pero esa misma espectacularidad parecía librarle de toda sospecha. También él había oído historias relativas a la desaparición de un niño y los rumores que habían surgido sobre un posible asesinato, aunque opinaba que tales habladurías no eran sino parte de la máquina publicitaria clandestina de Teddy Giles, que inventaba aquellas historias macabras para reforzar su condición de nuevo enfant terrible del mundo del arte. A Lazlo le preocupaban más, sin embargo, otros rumores según los cuales Giles «coleccionaba» a gente joven, tanto chicos como chicas, y que Mark era uno de sus ejemplares favoritos. Se decía asimismo que Giles lideraba pequeños grupos de jóvenes a lo largo de incursiones por Brooklyn y Queens durante las que sus bandas se dedicaban a cometer actos de vandalismo sin sentido o a allanar sótanos privados para robar objetos tales como tazas y azucareros. Según las fuentes de Lazlo, antes de partir en sus correrías los jóvenes se disfrazaban y se cambiaban el color del cabello y de la piel. Los chicos iban vestidos de chica y viceversa, y se contaban historias de los crueles hostigamientos a que sometían a los vagabundos sin techo que vivían en Tompkins Square Park, volcando los carritos en los que transportaban sus pertenencias y robándoles sus alimentos y sus mantas. Lazlo oyó también curiosos informes relativos a los «estigmas», o cierta forma de marca corporal a fuego que era exclusiva de aquellos que pertenecían al círculo íntimo de Giles.
Resultaba difícil saber hasta qué punto ocurrían realmente aquellas cosas. Todo cuanto podía determinarse con alguna certeza era que la imagen de Teddy Giles como estrella del arte iba en constante ascenso. La reciente y desorbitada venta a un coleccionista británico de una obra llamada Rubia muerta en una bañera terminó de sellar su reputación como un artista no sólo ya controvertido, sino también caro. Giles había acuñado una nueva expresión, el «arte del entretenimiento», y la sacaba a relucir en todas sus entrevistas. Insistía una y otra vez en que las distinciones entre el arte elevado y el arte menor habían desaparecido, aunque luego añadía que el arte no era ni más ni menos que entretenimiento, y que el valor del entretenimiento se medía en dólares. La crítica recogía aquellos comentarios bien como muestras supremas de ironía, bien como el nacimiento de la verdad en publicidad: el alba de una nueva era que admitía que el arte, como todo, funcionaba a base de dinero. Giles concedía entrevistas utilizando diversas personalidades. A veces se vestía de mujer y adoptaba una absurda voz de falsete; otras, aparecía ataviado con traje y corbata y hablaba como lo haría un ejecutivo al referirse a sus negocios. Empecé a comprender por qué la gente se sentía fascinada por Giles. Sus voraces deseos de atención le obligaban a reinventarse a sí mismo regularmente. Todo cambio es noticia, y Giles deleitaba a los medios de comunicación a pesar del hecho de que su arte se basaba en imágenes que, desde largo tiempo atrás, se hallaban ya consolidadas como lugares comunes en otros géneros más populares.
A finales de marzo Bill comenzó a trabajar de nuevo. El nuevo proyecto tenía como punto de partida a una mujer de Greene Street y a su bebé. También yo la había visto desde la ventana de su loft, pero nunca hubiera adivinado que aquella persona pudiera llegar a imprimir una dirección completamente nueva al trabajo de Bill. En lo que veíamos no había nada de extraordinario, pero he llegado a creer que eso era exactamente lo que quería Bill: el día a día en toda su densa especificidad, y para ello recurrió a la película o, mejor dicho, al vídeo. Yo, al principio, fui lo bastante conservador como para pensar que un artista de su brillantez técnica estaba traicionando su talento al utilizar la videocámara, pero después de ver las grabaciones cambié de opinión. La cámara liberaba a Bill del peso debilitador de sus propios pensamientos desde el momento en que le sacaba a las calles, donde encontraba no sólo cientos de niños sino los fragmentos visuales que ilustraban el desarrollo de la historia de sus vidas. Necesitaba a aquellos niños para conservar su propia cordura, y a través de ellos comenzaría a componer una elegía acerca de aquello que hemos perdido todos cuanto hemos logrado vivir lo suficiente: nuestra niñez. Pero el suyo no sería un lamento sentimental. En su obra no había lugar para el halo Victoriano que aún hoy continúa oscureciendo nuestra noción de la infancia, aunque lo más importante es que encontró —creo— un modo de enfrentarse a la angustia que le inspiraba Mark, pero sin Mark.
Vimos a la mujer una tarde temprana de domingo, después de que Mark ya hubiese tomado el tren de Cranbury. Bill y yo estábamos junto a la ventana, y en ese momento Violet se acercó a él por detrás y le rodeó la cintura con los brazos. Apoyó la mejilla en su jersey, se situó junto a él y se pasó uno de sus brazos en torno al cuello. Durante un minuto, los tres nos limitamos a contemplar en silencio a los transeúntes. Un taxi se detuvo, la portezuela se abrió y de su interior emergió una señora vestida con un largo abrigo marrón que llevaba a un bebé apoyado en la cintura y cargaba con varios paquetes y un cochecito. Los tres observamos cómo desplazaba al niño de una cadera a otra para luego hurgar en el bolso, extraer un billete, pagar al conductor y ayudarse de la mano izquierda y el pie derecho para desplegar el cochecito. A continuación, depositó a la bien arropada criatura en el vehículo y le abrochó el cinturón protector en torno a la cintura, momento en el que el pequeño rompió a llorar. La mujer se agachó en la acera, se quitó los guantes, se los introdujo apresuradamente en los bolsillos y luego comenzó a rebuscar en el interior de una enorme bolsa acolchada. De ella extrajo un chupete que introdujo en la boca del bebé. A continuación aflojó los cordones que aseguraban la capucha del mono del niño, se aproximó a su rostro y comenzó a agitar el cochecito con una mano mientras le sonreía y le hablaba. El bebé se reclinó en el cochecito sin dejar de succionar con fuerza y cerró los ojos. La mujer lanzó un vistazo al reloj, se puso en pie, colgó las cuatro bolsas de las asas del cochecito y comenzó a empujarlo calle arriba.
Al desviar la mirada comprobé que Bill seguía mirando a la mujer. Aquella tarde no dijo ni una palabra acerca de ella, pero mientras devorábamos la frittata de Violet y charlábamos sobre las posibilidades que tenía Mark de aprobar sus exámenes semestrales y graduarse en el instituto, pude percibir que Bill estaba ausente. Escuchaba lo que Violet y yo le decíamos y nos respondía, pero al mismo tiempo se le veía distanciado, como si una parte de sí mismo hubiera abandonado ya el apartamento para echar a caminar a lo largo de la acera.
A la mañana siguiente compró una videocámara y se puso a trabajar. Se pasó tres meses saliendo por la mañana temprano y quedándose fuera hasta bien avanzada la tarde. Cuando terminaba de filmar se iba al estudio y allí se quedaba dibujando hasta la hora de la cena. Luego, después de comer, regresaba a menudo a sus libretas de notas y permanecía trabajando hasta altas horas de la noche. Los fines de semana, sin embargo, los pasaba íntegros con Mark. Según Bill, hablaban, veían películas alquiladas y luego volvían a hablar. Mark se había convertido en el hijo discapacitado de Bill, alguien a quien había que cuidar como si fuera un niño, alguien a quien no se podía perder de vista ni un instante. En mitad de la noche Bill se asomaba al cuarto de su hijo para comprobar que no había desaparecido por la ventana. Su paternal vigilancia, que en otro tiempo fuera una forma de castigo, se convirtió en la manera de impedir un inevitable descontrol que, según temía, habría de destrozar al muchacho.
Aunque Bill había recobrado sus energías gracias al nuevo proyecto, su excitación rozaba lo maníaco. Al mirarle a los ojos uno tenía la sensación de que éstos, más que recuperar su antigua vivacidad, habían adquirido un fulgor febril. Dormía muy poco, perdió varios kilos y comenzó a afeitarse con mucha menos frecuencia de lo que era habitual en él. La ropa le apestaba a humo y, según avanzaba el día, el aliento iba desprendiendo un aroma propio a vino o a whisky. A pesar de su frenética actividad, aquella primavera tuve ocasión de verle con frecuencia, a veces durante varias tardes seguidas. Él me telefoneaba a casa o a la oficina:
—Leo, soy Bill. ¿Por qué no subes a verme cuando pases por Bowery?
Yo decía que sí incluso aquellos días en los que ello me supondría tener que quedarme hasta tarde con exámenes o preparativos de conferencias, porque su voz, aun a través del teléfono, transmitía algo que denotaba su necesidad de compañía. Luego, cuando entraba en el estudio, él siempre interrumpía su trabajo para darme una palmadita en la espalda o sacudirme los hombros mientras me hablaba de los niños que había filmado aquella tarde en un parque infantil.
—Había olvidado lo chiflados que están los críos pequeños —decía—. Están todos como una cabra.
Una tarde de mediados de abril, Bill comenzó de repente a hablar del día en que había vuelto con Lucille para darle otra oportunidad al matrimonio.
—Al entrar por la puerta lo primero que hice fue agacharme y decirle a Mark que nunca más iba a marcharme y que a partir de entonces los tres íbamos a vivir juntos —dijo, y se volvió a contemplar la cama que había construido años atrás para su hijo y que aún descansaba en el extremo más alejado de la estancia, no lejos del refrigerador—. Y luego le traicioné. Le conté las chorradas habituales: que le quería pero que ya no podía vivir con su madre. El día que llegó la quinta carta de Violet y yo salí por la puerta, se puso a gritar, «¡Papá!». Le oía desde el rellano. Seguí oyéndole mientras bajaba las escaleras, y aún podía oírle cuando me alejaba calle abajo. Nunca olvidaré su voz. Chillaba como si le estuvieran matando. Es lo peor que he oído jamás.
—Los niños pequeños son capaces de llorar de esa manera por cualquier cosa, incluso por un caramelo o porque ha llegado la hora de acostarse.
Bill se volvió hacia mí y aguzó la mirada. Cuando habló, lo hizo con voz baja pero incisiva.
—No, Leo. De eso se trata, precisamente. No era esa clase de llanto. Era diferente. Era horrible. Y aún me resuena en los oídos. No: me concedí preferencia a mí mismo sobre él.
—No te arrepentirás, ¿verdad?
—¿Cómo podría arrepentirme? Violet es mi vida. Escogí vivir.
La tarde del día 7 de mayo no fui a visitar a Bill. Él no me llamó, y decidí quedarme en casa. Cuando sonó el teléfono estaba releyendo una carta de Érica que acababa de recibir pocas horas atrás. Las frases que motivaban mi reflexión eran: «Algo me ha ocurrido, Leo. He dado un paso, pero no con mi mente, que siempre corre por delante de mí, sino con mi cuerpo, en el que el dolor ya me imposibilita moverme ni hacer otra cosa que no sea dar vueltas en torno a Matt. Comprendí que quería verte. Quiero tomar un avión y acudir a visitarte a Nueva York. Si no quieres verme, si estás harto, lo comprenderé. No te culpo por ello si es así, pero quería decirte lo que deseo». No dudaba de la sinceridad de Érica, pero sí dudaba de que aquel convencimiento fuera a durar mucho. Al mismo tiempo, después de leer de nuevo sus palabras, pensé que tal vez llegara en efecto a realizar el viaje. La idea me inquietaba, y cuando descolgué el auricular aún tenía la mente distraída por la posible decisión de Érica de acudir a visitarme.
—¿Leo?
Mi interlocutor hablaba con un extraño murmullo a media voz, y no pude reconocerle.
—¿Quién es?
Durante unos instantes no obtuve respuesta.
—Violet —dijo, en voz más alta—. Soy Violet.
—¿Qué ocurre? —dije—. ¿Qué ha pasado?
—¿Leo? —repitió.
—Sí, aquí estoy —dije yo.
—Estoy en el estudio.
—¿Qué ha pasado?
Una vez más, no me respondió. Podía oírla respirar junto al auricular, y repetí la pregunta.
—Me he encontrado a Bill en el suelo…
—¿Está herido? ¿Has llamado a una ambulancia?
—Leo —Violet susurraba las palabras lenta y metódicamente—. Estaba muerto cuando le encontré. Y llevaba muerto ya algún tiempo. Debió de morir poco después de entrar, porque aún tenía la chaqueta puesta y la cámara estaba tirada en el suelo junto a él.
Sabía que no podía equivocarse, pero dije:
—¿Estás segura?
Violet aspiró profundamente.
—Sí —dijo—. Estoy segura. Está helado, Leo.
Había dejado de susurrar, pero a medida que seguía hablando con aquel tono ajeno y desapasionado su compostura llegó a asustarme.
—Mr. Bob ha estado aquí, pero ya se ha marchado. Creo que le oigo rezar —dijo.
Pronunciaba las palabras cuidadosamente, vocalizando cada sílaba como si estuviera esforzándose por declamar su papel sin equivocarse.
—El caso —prosiguió— es que tuve que ir a la estación a recoger a Mark, pero se me escabulló. Llamé al estudio y dejé un mensaje. Pensé que Bill seguía fuera, pero que ya habría regresado para cuando yo volviera. Estaba tan cabreada con Mark, me sentía tan furiosa, que necesitaba ver a Bill. Y tiene gracia, porque todo ese enfado ahora no significa nada. Me da igual. El caso es que Bill no contestó al portero automático, de modo que entré por mi cuenta. Creo que debí de gritar al verle, y tal vez por eso subió Mr. Bob, pero tampoco lo recuerdo. Necesito que vengas aquí, Leo, y que me ayudes a llamar a quien se suponga que tiene uno que llamar cuando alguien se muere. No sé por qué, pero yo soy incapaz de hacerlo. Y cuando lo hayas hecho me gustaría volver a quedarme a solas con él. ¿Te estás enterando bien de todo lo que te estoy diciendo?
—Ahora mismo voy.
A través de la ventanilla del taxi podía ver las calles y las señales que tan familiares me resultaban, así como los corrillos de gente en Canal Street, y aunque todo desfilaba ante mi vista con una claridad desacostumbrada, sentí que aquellos paisajes ya no me pertenecían, que no eran tangibles, y que si el taxi se detenía y yo me bajaba no podría aprehender nada de aquello. Conocía la sensación. La había experimentado anteriormente, y continué percibiéndola al entrar en el edificio y distinguir las palabras de Mr. Bob, que seguía rezando tras la puerta de la vieja cerrajería. Su voz no tronaba con la misma resonancia shakesperiana a la que había llegado a habituarme, sino que era más bien como un sonsonete indistinto, como un canturreo que subía y bajaba, haciéndose cada vez más débil a medida que me aproximaba al piso de arriba e iba distinguiendo otro sonido: el susurro a media voz de Violet, procedente del interior de la estancia, a pocos pasos por encima de mi cabeza. La puerta del estudio no estaba abierta del todo, sino apenas entornada. Violet continuaba hablando en voz baja, pero no alcancé a distinguir sus palabras. Me detuve tras la puerta y, durante un instante, vacilé, porque sabía que en aquella habitación iba a ver a Bill. Lo que sentía no era tanto miedo como una cierta renuencia a penetrar en el inviolable misterio de la muerte, pero fue una sensación breve, y abrí la puerta de par en par. Las luces estaban apagadas, y el sol del ocaso inundaba las ventanas y arrojaba una nebulosa luminosidad sobre los cabellos de Violet, que se había sentado en el suelo con las piernas cruzadas al otro extremo de la habitación, cerca de la mesa. Sostenía la cabeza de Bill en el regazo y se hallaba inclinada sobre él, habiéndole con esa misma voz apenas audible que había utilizado antes conmigo por teléfono. Incluso desde aquella distancia, era fácil advertir que Bill estaba muerto. La inmovilidad de su cuerpo era inequívoca, y no cabía confundirla ni con el reposo ni con el sueño. Yo, que ya había presenciado aquella inexorable quietud en mis padres y en mi hijo, supe nada más vislumbrar a Bill que Violet estaba sosteniendo un cadáver.
Ella no me oyó entrar, y yo, durante unos segundos, ni siquiera me moví. Permanecí en el umbral de la amplia y familiar habitación y observé las sucesivas hileras de lienzos apoyados contra la pared, las cajas apiladas en los estantes que se extendían sobre ellos, los portafolios que se amontonaban bajo las ventanas llenos de miles de dibujos, las viejas estanterías desvencijadas por el peso de los libros y las cajas de madera que contenían sus herramientas. Poco a poco fui asimilándolo todo y concentrándome en las motas de polvo que revoloteaban bajo la mortecina luz del sol, que se derramaba sobre el suelo formando tres amplios rectángulos. Avancé en dirección a Violet, y ella, al sonido de mis pasos, alzó la barbilla y nuestras miradas se cruzaron. Durante una fracción de segundo su rostro pareció contorsionarse, pero se cubrió la boca con la mano y, al retirarla, vi que su semblante había vuelto a relajarse.
Me detuve junto a ella y mis ojos se posaron en Bill. Sus ojos vacuos aún permanecían abiertos. Tras ellos no se vislumbraba nada, y su expresión de ausencia me hirió. Debería cerrárselos, pensé, debería cerrarle los ojos, y alcé las manos en un gesto sin sentido.
—No sé —dijo—; no quiero que se lo lleven, pero sé que tendrán que hacerlo. Llevo ya aquí un rato. —Aguzó la mirada—. ¿Qué hora es?
Consulté el reloj.
—Son las cinco y diez.
Bill mostraba una expresión serena. Sus facciones no reflejaban el menor vestigio de esfuerzo ni de dolor, y su piel parecía más joven y más tersa de lo que yo mismo recordaba, como si la muerte le hubiera aliviado años al rostro. Llevaba una camisa azul de trabajo salpicada de manchas que bien podían ser de grasa, y al ver aquellas motas oscuras sobre el bolsillo de la prenda me estremecí. Mis labios se agitaron repentinamente, y de mi interior escapó un leve sonido involuntario, un quejido que no tardé en ahogar.
—Llegué a eso de las cuatro —estaba diciendo Violet, mientras asentía lentamente con la cabeza—. Hoy Mark salió temprano del colegio. Sí, llegué a las cuatro.
Alzó entonces la mirada y me espetó con fiereza:
—¡Hazlo! ¡Llama de una vez!
Me dirigí al teléfono, deposité la mirada sobre él y marqué el teléfono general de Urgencias. No conocía otro. Les di la dirección. «Creo que ha sufrido un ataque al corazón —les dije—, pero no puedo saberlo con seguridad». La mujer dijo que enviarían a unos agentes, y cuando protesté me dijo que se trataba de un procedimiento rutinario. Tendrían que permanecer allí hasta que llegara el forense para determinar la causa de la muerte. Cuando colgué el teléfono, Violet me dirigió una mirada desabrida y dijo:
—Y ahora quiero que te marches para quedarme a solas con él. Espérate abajo hasta que venga esa gente.
No esperé abajo. Me senté en el primer escalón del rellano y dejé la puerta entreabierta. Mientras aguardaba allí sentado, advertí en la pared la presencia de una considerable grieta en la que no había reparado hasta entonces. Deposité los dedos sobre ella y los deslicé a lo largo de la fisura mientras esperaba y escuchaba el rumor de los susurros con los que Violet iba comunicándole a Bill cosas que ni siquiera intenté comprender. También podía oír los cánticos de Bob procedentes del piso de abajo, así como el rumor del tráfico de la calle y el estrépito de las bocinas de los impacientes conductores que cruzaban el puente de Manhattan. Apenas había luz en la escalera, pero la puerta de acero que daba a la calle aparecía iluminada por un resplandor opaco que debía de provenir de alguna lámpara encendida en las habitaciones de Bob. Apoyé la cabeza entre las manos y aspiré el ya familiar aroma procedente del estudio: un olor a pintura, a serrín y a trapos mohosos. Al igual que su padre, pensé, se ha muerto de repente: ha caído muerto al suelo; y me pregunté si él mismo, al notar los dolores o el espasmo, supo que se le avecinaba la muerte. Por algún motivo supuse que sí, y que su plácida expresión significaba que había aceptado el hecho de que su vida tocaba a su fin. Así y todo, quién sabe si no era una mentira con la que yo mismo me consolaba para aliviar el espectáculo de su cuerpo tendido en el suelo.
Intenté recrear la conversación que había mantenido con él el día anterior acerca del montaje de las cintas. Bill me había dicho que proyectaba iniciarlo al cabo de un par de meses, y de hecho intentó explicarme el funcionamiento de la máquina y el proceso de corte y empalme. Cuando resultó evidente que yo apenas comprendía nada, se echó a reír y dijo: «Te estoy aburriendo mortalmente, ¿verdad?». Pero no era cierto. No me aburría en absoluto, y así lo manifesté. Sin embargo, allí sentado, en el escalón del descansillo, me preocupó no haber insistido lo suficiente, y pensé que tal vez, al despedirme de él el día anterior, había quedado sin verbalizar entre ambos algún matiz minúsculo, algo que yo mismo habría percibido, apenas, como un cierto asomo de decepción en los ojos de Bill. Quién sabe si él, al notar mis reservas ante su súbito entusiasmo por el vídeo, no se había sentido levemente dolido, y aunque era consciente de lo absurdo que era obsesionarse por aquella conversación insignificante al cabo de una amistad de veinte años, no por ello dejó de atormentarme el recuerdo y, con él, la hiriente certeza de que nunca podría volver a hablar con él: ni de los vídeos ni de nada más.
Al cabo de un rato me di cuenta de que Violet ya no hablaba, y de que tampoco podía oír a Mr. Bob. Desconcertado por aquel silencio, me puse en pie y asomé la cabeza por el hueco de la puerta. Violet, tendida junto a Bill, tenía la cabeza reclinada sobre su pecho. Uno de sus brazos yacía oculto bajo su torso, y mantenía el otro enlazado en torno a su cuello. Mostraba un aspecto menudo comparada con él, y aunque no se movía, no podía disimular cuán viva se encontraba. La luz había cambiado durante los escasos minutos que duró mi ausencia, y aunque aún podía verlos a ambos, sus cuerpos aparecían ahora envueltos en sombras. Vislumbraba la silueta del perfil de Bill y de la nuca de Violet, y entonces la vi alzar el brazo con el que rodeaba su cuello y aposentarlo sobre su hombro, y mientras la miraba comenzó a acariciar aquel hombro una y otra vez, meciéndose contra su corpachón inmóvil mientras lo hacía.
En estos últimos años ha habido veces en las que hubiera deseado no haber sido testigo de aquel momento. Incluso entonces, mientras los contemplaba tendidos en el suelo el uno junto al otro, la realidad de mi vida en soledad parecía erigirse sobre mí como una inmensa jaula de cristal. Yo era el hombre del pasillo, el encargado de presenciar una escena final que se desarrollaba en la misma estancia en la que ya había pasado innumerables horas, el mismo que sin embargo no se atrevía a cruzar el umbral. Así y todo, ahora me alegro de haber visto a Violet aferrándose a sus últimos minutos en compañía del cuerpo de Bill, y pienso que ya entonces debía de ser consciente de la importancia de verlos juntos, porque ni volví la cabeza ni retorné a mi escalón. Permanecí en el umbral, contemplándolos, hasta que por fin oí el sonido del timbre y franqueé el paso a los dos jóvenes agentes que habían acudido para llevar a cabo su peculiar tarea, consistente en remolonear por allí hasta la llegada de otro funcionario que, finalmente, declaró que el fallecimiento de Bill se había debido a causas naturales.