Rosie tardó aproximadamente veinte minutos en volver.
Durante los primeros minutos que pasaron a solas en aquella habitación, él intentó convencerla con toda clase de zalamerías para que le soltara las ataduras. Cuando comprobó que Sibylle era inmune a sus encantos, pasó a amenazarla. Entonces, ella se levantó, fue al baño, orinó, se lavó las manos y se salpicó algo de agua a la cara. En ningún momento se separó de la pistola.
En cuanto volvió a la habitación, él trató de intimidarla de nuevo.
—Hans no tardará mucho en encontrarnos. Ha pertenecido durante años a una unidad de élite de la Legión extranjera y resultó algo tocado. Ése no se anda con rodeos, te lo aseguro. Disfrutará muchísimo mientras os rebana el cuello muy, muy despacio. Suéltame y conseguiré que no os ocurra nada. Simplemente desapareceré y ya está. No te he hecho nada, fue Hans el que pretendía hacerte daño. Bueno, ¿qué me dices?
—Pues te digo que estoy pensando en probar lo que Rosie me ha explicado antes que puedo hacer, ¿tú qué crees?
Después de eso, guardó silencio.
Cuando llegó Rosie, agitaba en la mano unas cuantas hojas de papel. Sonreía.
—¿Qué crees que he encontrado? Parece que por una vez tenemos la suerte de nuestro lado.
Se dejó caer sobre la cama, dirigió un guiño provocador a Robert y golpeó con la mano libre sobre la colcha.
—Siéntate aquí a mi lado, Sibylle. Tienes que ver esto.
Sibylle colocó primero cuidadosamente la pistola sobre el regazo de Rosie. Se alegraba de librarse de aquella cosa. Con curiosidad, se acercó para examinar las hojas impresas.
—Bien, aquí dice que CerebMed Microsystems fue fundada en el año 1996. El único propietario es el Doctor Gerhard Haas. Hay multitud de artículos y fotografías en la red. No te vas a creer con todos los que se ha dejado fotografiar, es más famoso que el alcalde. Y además, también es catedrático en la Universidad y ocupa algún puesto importante en la clínica universitaria. CerebMed está ahora mismo desarrollando aparatos para la cirugía cerebral y la investigación del cerebro en general, y además cuenta con una sección de investigación clínica que se dedica a buscar métodos para paliar daños cerebrales, por describirlo con este lenguaje tan poco científico que es el mío. Incluso ya han logrado algunos éxitos…
—Perdona, Rosie, pero todo eso ya lo sé. ¿Por qué dices que al fin la suerte está de nuestro lado?
El rostro de Rosie resplandecía como si estuviera a punto de ofrecerle el mayor de los presentes. Cambió de posición la última de las hojas y la situó en primer lugar. Se trataba de un texto que se hallaba complementado por tres fotografías a color con alguna leyenda. Se distinguían diversos grupos de personas, la mayor parte de ellos llevaban una copa en la mano.
—Este es un artículo con ocasión del décimo aniversario de la fundación de la empresa —explicó Rosie—. Estuvieron presentes numerosos famosos, está claro, pero échale un vistazo a este grupo de aquí.
Señaló la última de las fotografías. Sibylle se inclinó hacia delante para poder distinguir con mayor claridad algunos detalles y entornó los ojos. En el texto que acompañaba la fotografía, que mostraba a cuatro hombres sonrientes, podía leerse:
El Prof. G. Haas, el diputado U. Schilling, el Dr. Klein y R. Haas (de izquierda a derecha).
¿R. Haas? Cuando Sibylle se fijó con más atención en el hombre situado en el extremo de la derecha, comprendió lo que había querido decir Rosie. El hombre de la fotografía era idéntico al que ahora mismo se encontraba a su lado, atado a una silla.
—¿Qué me dices ahora, chiquilla? Nuestro cabrón de mierda resulta que es el hijo del jefe. ¡No me digas que eso no es tener suerte!
Sibylle, aún no recuperada de la sorpresa, asintió.
—Sí, desde luego que sí.
Volvió a examinar la fotografía con mayor atención. Robert no se encontraba en última posición a la derecha, sino que a su lado aparecía, parcialmente retratado, una persona más que Sibylle reconoció de inmediato: sin duda alguna se trataba del hombre de los ojos atemorizadores, ese tal Hans. Llevaba puesta una camiseta de manga corta y su brazo derecho colgaba indolentemente hacia abajo, mostrando algo que aparecía borroso en la fotografía, pero que era como si…
Sibylle le quitó a Rosie la hoja y se la acercó aún más a la vista. Su mano había comenzado a temblar de tal manera que le resultó necesario concentrarse al máximo. Pero a pesar de su temblor logró reconocer la marca que tenía Hans en el brazo y que no era producto de un fallo pictórico en la fotografía, sino un tatuaje azul. Cubría todo el brazo y llegaba hasta el dorso de la mano.
Sibylle contempló fijamente aquel tatuaje durante unos segundos en los que dentro de su cabeza pareció formarse una especie de vacío que tiraba con fuerza de su cráneo hacia dentro. Todo comenzó a dar vueltas a su alrededor, y el dolor absorbente de su cabeza amenazaba con destruirla, con matarla, hasta que… se disolvió por completo transformándose en un breve y gutural grito.
La hoja de papel cayó de su mano. Miró simplemente al frente hasta que su visión fue interrumpida por la aparición del rostro preocupado de Rosie.
—… me dices qué te pasa —alcanzó a oír.
—El tatuaje azul —logró decir, y tuvo que tragar repetidas veces para ahogar el deseo de toser—. Rosie… ese Hans… es él. Es el hombre que secuestró a mi hijo.
Su mirada se dirigió al hombre que permanecía atado delante de ella y algo terriblemente abrasador atravesó su cuerpo cuando unos velos rojos iniciaron un salvaje baile ante sus ojos.
Rosie dijo o gritó algo que ella no entendió. No le importó. De repente la habitación daba vueltas a su alrededor. Sibylle se levantó de un salto y aulló con fuerza.
—¡Hijo de puta!
Nunca supo si dio algún paso hacia él o desde donde se encontraba ya se lanzó directamente sobre su enemigo. No sintió dolor alguno cuando chocó contra su pecho con tanto ímpetu que ambos cayeron hacia atrás junto con la silla. Robert gritó, y su boca se encontraba tan cerca de su oído que ese grito dolorosamente intenso la hizo volver en sí brevemente.
Se apoyó en alguna parte del cuerpo de él y se incorporó hasta encontrarse sentada sobre su pecho, con la espalda pegada a las piernas del hombre que, aún atadas a la silla caída, formaban una L torcida y apuntaban hacia arriba. Una vez hubo liberado sus brazos, vio el rostro de él muy cerca y no pudo evitar cerrar las manos, apretar los puños y comenzar a golpear aquel rostro diabólico.
—Miserable, cabrón, hijo de puta —gritó, sin dejar de golpearle—. ¿Qué habéis hecho con mi niño?
El siguiente golpe aterrizó en plena boca.
—Lo has sabido todo el tiempo, miserable, desgraciado.
Y después de eso dejó de hablar. Sólo gemía y lloraba y gritaba y golpeaba. Una y otra vez. Él comenzó a sangrar.
Me da igual. Ojalá se muera.
Ignoraba cuántas veces le había golpeado ya cuando su puño se detuvo antes de volver a impactar contra aquel rostro.
—Déjalo ya —oyó la voz de Rosie mientras le sujetaba la mano—. Aún le necesitamos.
Sibylle miró hacia abajo, hacia aquel rostro odiado, y sintió que la abandonaban las fuerzas hasta tal punto que apenas fue capaz de mantenerse erguida. Asqueada, se apartó del pecho de Robert, quedando unos instantes apoyada sobre brazos y piernas, a su lado, jadeando, hasta que finalmente logró levantarse. Dio un paso hacia Rosie y se dejó caer contra ella.
Lukas.
Era lo único que pensaba una y otra vez.
Lukas, Lukas, Lukas.
—Mi hijo… —dijo ella—. Rosie, ¡mi hijo existe! Lo he sentido todo este tiempo. ¡Estos cerdos han secuestrado a mi hijo!
Su cuerpo fue sacudido por un llanto incontrolado. Refugió su rostro en el hombro de Rosie y se entregó por completo al dolor que experimentaba. Rosie apoyó una mano sobre su cabeza y guardó silencio. Así permanecieron durante un buen rato; Sibylle inhalando el olor del jersey de su amiga con su ligero asomo de perfume, sin impedir que sus pensamientos reprodujeran una y otra vez la escena en la que un brazo tatuado arrastraba a su hijo hacia el interior de un coche y cerraba de golpe la puerta. Escena en la que ella se esforzaba por correr detrás del coche y en algún momento se había visto obligada a abandonar porque le fallaron las fuerzas.
¿Y qué ocurrió a continuación? Yo… yo me paré cuando el coche desapareció, pero…
Lo que ocurrió a continuación estaba cubierto por un oscuro velo, y por mucho que lo intentara no lograba apartarlo.
El hombre que estaba detrás de ella comenzó a moverse a la vez que lanzaba imprecaciones. Cuando pensó que Robert debía de ser corresponsable del secuestro de su hijo y que sabría dónde lo ocultaban, y si se encontraba bien, algo comenzó a transformarse en su interior. Sintió elevarse en ella una ira de tal frialdad e intensidad que jamás hubiera creído posible que pudiera existir. Comenzó a ascender dentro de ella, como una espiral nebulosa, una sensación de gélida ira en cuyo centro aparecía reflejado el rostro de su hijo suplicando ayuda. Vio el pánico en los ojos del pequeño y una mano tatuada de azul que le cubría la boca.
Durante unos instantes cerró los ojos, permitiendo que aquel sentimiento se acercara más e invadiera hasta el último rincón de su consciencia. Cuando volvió a abrirlos, encontró sobre la cama lo que necesitaba ahora. Cogió la pistola y se dirigió hacia Robert, que seguía tumbado de espaldas en el suelo. Con el pulgar retiró el seguro, tal como había visto hacer a Rosie antes, y apuntó el cañón hacia la cabeza de Robert Haas. Tembló ligeramente.
Pero acertaré de todos modos.
—¿Dónde está mi hijo? —preguntó con voz ronca—. Cuento hasta tres, después morirás.
Hablaba completamente en serio, y tanto Robert como Rosie lo comprendieron perfectamente.
—Sibylle —suplicó Rosie en voz baja, pero ella no reaccionó—. Sibylle, por favor.
—Uno —contó Sibylle en tono neutro.
Robert miró, enmudecido, y con los ojos abiertos por el terror, el cañón de la pistola.
—Irás a la cárcel, Sibylle, y ese cerdo no lo merece —le suplicó Rosie.
—Dos.
Rosie suspiró.
—Deja que lo haga yo, por favor. Conseguiré que hable. Por favor.
—Y tr…
—¡No! —gritó Robert—. No dispares. Se encuentra en CerebMed, en el edificio de la empresa. Está bien, de verdad.
—¿Qué habéis hecho con él?
La pistola seguía apuntando al rostro de Robert.
—Nada, en serio. Se encuentra bien —se apresuró a asegurar—. Pero aparta esa maldita pistola de mi cabeza.
—¿Por qué le habéis secuestrado?
La mano que sujetaba la pistola no se movió.
—Eso… Dios mío… porque… porque vio cosas que no debía.
—¿Qué es lo que vio?
Él intentó resistirse.
—Cosas… pues… algo relacionado con la investigación del Doctor.
—¿Del Doctor? ¿Qué Doctor?
—El Doctor… esto… pues mi padre.
Sibylle acercó la pistola un poco más al rostro de Robert. El cañón sólo quedaba separado de su frente por escasos milímetros.
—¿Qué tiene que ver Lukas con los líos de tu padre? ¿Qué? ¡Habla!
Robert inspiró dos o tres veces agitadamente y después soltó un grito.
—Tú misma has estado trabajando allí, vaca estúpida.
Ella le miró fijamente intentando comprender lo que acababa de oír.
¿Ella, trabajando en CerebMed?
—¿Qué estupidez es ésa? —dijo ella, apoyando el cañón de la pistola directamente en su frente.
¿Yo en Múnich? Hace siglos que no visitaba Múnich.
—Dime la verdad de una vez, hijo de puta. Quiero ver a mi hijo, y te juro que acabo contigo ahora mismo si me vuelves a mentir.
—Maldita sea, hasta hace una semana trabajabas con nosotros. Tu hijo vio algo que no debía en el edificio de la empresa. Fin de la historia. Y ahora, mátame si quieres. El Doctor acabará conmigo de todos modos si revelo algo más.
Sibylle apartó la pistola y se levantó.
—¿Acabas de decir hace una semana solamente, cabrón de mierda? —preguntó Rosie.
Robert no contestó. Apartó la cara y cerró los ojos.
—Hace una semana —repitió Sibylle, y se dejó caer sobre la cama—. Hace una semana que han secuestrado a Lukas. Y también a mí.
—Sí, pero… ¿no habías sido atacada dos meses atrás?
Johannes, Elke, Ratisbona…
Las palabras aparecieron en su mente como iluminaciones de neón.
Sibylle asintió.
—Yo también lo creía, Rosie. Pero ya nos ocuparemos de eso más tarde. Ahora tengo que ir a buscar a Lukas.
—¿Avisamos a la policía?
—Hazlo, si quieres que el niño muera —dijo Robert—. En cuanto aparezca la policía por CerebMed, Hans se encargará de él.
Si Lukas realmente ha visto algo por lo que debía ser secuestrado, seguro que no se trata de una amenaza vana. Piensa, piensa; tiene que ocurrírsete algo, maldita sea.
—¿Y por qué no proponemos un intercambio de rehenes? —preguntó Rosie, señalando a Robert cuando advirtió la mirada de desconcierto de Sibylle—. Ellos tienen a tu hijo, nosotras al hijo del jefe. Intercambiémoslos.
Robert soltó una risa histérica.
—Si pensáis que me intercambiarían… No tenéis ni idea lo que está en juego. Llamadle y hacedle la propuesta. Tu hijo no durará ni cinco minutos más en manos en Hans.
Rosie miró inquisitivamente a Sibylle.
—¿Tú qué crees?
—Este cabrón me ha mentido tantas veces que ya no me creo nada de lo que dice. Pero, por otra parte, parece lógico.
—Sí.
Sibylle se levantó del borde de la cama y volvió a bajar la mirada hacia Robert.
—Te voy a hacer una propuesta: me ayudas a liberar a mi hijo y te dejamos ir. Y ya le contarás a ese Doctor lo que te parezca mejor.
—¿Y si no estoy de acuerdo?
Sibylle se arrodilló a su lado acercándose mucho a su rostro.
—Ya me habéis destrozado la vida por completo. Si algo le ocurre a mi hijo, juro por Dios que acabo contigo. Y no te dispararé simplemente, sino que te dejaré morir lenta y tortuosamente. De modo que, ¿qué me dices?