Hans consiguió la última habitación disponible. Se encontraba dos plantas por encima de las de los otros dos.
Le había puesto a la chica de la recepción inmediatamente la cantidad exacta sobre el mostrador para pagar la habitación. Le podría haber explicado que debía ponerse en camino muy temprano por la mañana y que por eso prefería pagar por adelantado, pero a Hans no le gustaban las explicaciones. A nadie, exceptuando al Doctor, le importaba lo más mínimo por qué hacía las cosas del modo en el que las hacía. Si tuviera que ofrecer explicaciones cada vez que se inmiscuyera en el curso de los acontecimientos…
En aquellos momentos, Hans se encontraba sentado en su habitación, en una silla, con el teléfono pegado a la oreja, el torso muy erguido, atendiendo a las instrucciones que le daban.
Finalmente se descalzó y se sentó sobre la cama. Flexionó la pierna derecha y sacó una punta de bayoneta de la cartuchera de cuero que llevaba siempre sujeta a la pierna. Sostuvo la bayoneta en equilibrio sobre la palma de su mano examinando la brillante hoja, en la que se reflejaba la luz de la lámpara del techo.
Aquella punta de bayoneta le llevaba acompañando muchos años ya. Incluso en Sarajevo, insertada entonces en su arma. Cuando todo se había derrumbado a su alrededor no había soltado su fusil, tal como les habían enseñado.
Al caer, el arma se había desplazado de tal manera que Hans se había clavado la bayoneta muy profundamente en la parte baja de la espalda. Todo aquel tiempo que había permanecido atrapado en la oscuridad había tenido a su bayoneta dentro de él, y aquella cuchilla, con la que muy poco antes había matado a dos enemigos, le había herido gravemente. Tan gravemente, que desde aquel momento su cuerpo no se encontraba en disposición de realizar aquellas funciones básicas que eran necesarias para unirse a una mujer.
Y puesto que había transformado su vida hasta aquel punto, sólo utilizaba esa misma punta de bayoneta cuando intervenía en las vidas de los demás para modificar acontecimientos futuros.
Una imagen se introdujo en su mente. El rostro de Jane. Parecía tan… frágil. Hans la veía con tanta claridad como si la tuviese delante en aquellos momentos. Su suave cabello, su piel tan pura, de porcelana…
Recordó que estaba cerca, allí debajo, con aquel tío. Tenían habitaciones separadas, pero si él intentaba…
Al buscar imperfecciones en su arma, Hans deslizó la hoja primero por el puño cerrado, y después la probó con la uña de su pulgar. Con este método podía descubrir errores incluso mínimos. Tras haberse asegurado que la cuchilla estaba perfectamente, volvió a guardar la bayoneta en la cartuchera de cuero de su pierna y se tumbó de espaldas.
El día siguiente sería el último de aquel experimento con Jane Doe, eso había dicho el Doctor. La situación decidiría cuál sería la intervención de Hans.
No, la misma Jane decidiría cómo… cuánto tendría que intervenir. Porque a cada momento se volvía más peligrosa para el Doctor.