—Sigo pensando que es una idea absurda.
Sibylle no reaccionó. Sacó de la máquina expendedora los dos billetes para la estación central de Ratisbona. En los quince minutos que les había llevado llegar desde la oficina de Braunsfeld a la pequeña estación de Prüfeninger, en Schlossstrasse, Christian había tratado repetidas veces de convencerla de que iba corriendo tras una quimera, en el sentido literal de la palabra.
Metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó un manojo de billetes arrugados, buscando alguno pequeño que resultara apropiado para pagar los dos euros ochenta que la pantalla de la máquina había anunciado como precio del breve viaje que tenía previsto, apenas cinco minutos.
—¿De dónde has sacado todo ese dinero? —preguntó Christian con voz tan cargada de sorpresa que Sibylle tuvo que mirarle.
—De mi casa, son mis ahorros. ¿Por qué lo preguntas?
—Sólo por preguntar. Había olvidado que ya habías estado en tu casa. Probablemente habías guardado todo ese dinero en algún lugar seguro, ¿no es así?
—Qué preguntas más extrañas haces —contestó ella, volviendo su atención de nuevo a la máquina. Con cuidado, introdujo un billete de cinco euros en la ranura después de haberlo alisado un poco.
—Me estoy imaginando la escena: tu marido te explica que no es tu marido y además insiste en que no existe ese niño que estás buscando, y tú tienes la sangre fría de recordar dónde escondías el dinero y llevártelo. Eso… eso me parece increíble.
Sibylle le tendió uno de los billetes.
—¿Es que no me crees? —le preguntó.
Christian comenzaba a sonreír demasiado según la opinión de Sibylle.
—Claro, por supuesto que te creo. Pienso que, para lo terrible que es esta situación, demuestras una enorme entereza.
—Vámonos —dijo ella, señalando el gran reloj situado sobre la puerta doble que conducía a las vías—. Sólo quedan cuatro minutos.
Tras un viaje breve y prácticamente silencioso, llegaron a las 16.08 a la estación principal de Ratisbona, y cinco minutos después se informaron en la ventanilla de que la conexión más inmediata hacia Múnich era el expreso regional que salía a las 16.38 de la vía 9, llegando a Múnich, a la estación central, a las 18.11.
Sibylle pagó también los cuarenta y seis euros con sesenta céntimos de estos dos billetes y le ofreció a Christian uno de ellos. Lo guardó.
—He de ir un momento al baño —dijo.
Ella señaló unos asientos de plástico amarillo con forma ovalada, casi de cáscara de huevo, cuyo aspecto no era especialmente cómodo, pero parecían ser el único lugar posible en el que descansar.
—Te espero allí.
Sólo la cáscara situada en la parte exterior de la hilera estaba ocupada. Una chica de unos catorce años que masticaba chicle furiosamente estaba sentada en ella, con una mochila rosa a sus pies y unos auriculares embutidos en las orejas. Asentía con la cabeza al ritmo de la música que sólo ella podía oír.
Sibylle dejó libre el lugar más próximo a la niña y se sentó, sin que ésta advirtiera su presencia.
Paseó la mirada por la sala, desde el punto de información, justo en el centro, hasta la zona comercial de enfrente. Cuánto envidiaba a aquellas personas que corrían de un lado a otro de la sala o se paraban ante las estanterías examinando cosas que debían animarlos a gastar su dinero. Tenían también sus pequeñas cuitas, pero se irritaban por menudencias, e ignoraban lo que significaba tener problemas de verdad.
Detrás de ella comenzó a llorar un niño y se giró. Una mujer joven arrastraba tras de sí una enorme y aparentemente pesada maleta con una mano, mientras que con la otra sujetaba a un niño que gritaba y se dejaba caer al suelo una y otra vez, pataleando para soltarse de la mano de su madre. Del hombro de la mujer colgaba un bolso de dimensiones descomunales que cada par de segundos resbalaba por su brazo. El rostro del niño estaba completamente enrojecido de tanto gritar, y en aquellos momentos intentaba impresionar a su madre dejándose caer al suelo como un peso muerto y obligándola a arrastrarlo.
Lukas nunca se ha comportado así.
De inmediato, una invisible navaja la apuñaló en el pecho.
Lukas.
Su mente le aseguraba que Christian estaba en lo cierto. Todo, sin excepción, sugería que le habían implantado el recuerdo de un niño en su mente. Y, a pesar de ello, su corazón parecía querer seguir insistiendo en la existencia de aquel pequeño ser que en aquellos momentos estaría muerto de miedo y necesitado de su ayuda.
Alejó su mente de aquel pensamiento y, aunque le supuso un enorme esfuerzo, continuó examinando la sala.
Ni rastro de Christian. El gran reloj situado sobre la ventanilla de información marcaba ya las 16.31.
No puedo perder ese tren bajo ningún concepto.
Sibylle estudió las indicaciones que señalizaban el lugar donde se encontraban los servicios y cruzó la sala. Descubrió a Christian justo junto a ellos, con el móvil pegado a la oreja. Se le acercó despacio mientras él parecía escuchar con seria atención a su interlocutor. Poco antes de que lo alcanzara, él la descubrió. La expresión de su rostro cambió de golpe.
—Te vuelvo a llamar más tarde —dijo apresuradamente, y dejó caer la mano con la que sujetaba el teléfono.
—Creí que era mejor ver dónde te habías metido —explicó ella, sin esforzarse por ocultar su sorpresa—. No sabía que tenías que realizar una llamada. Va siendo hora de que nos vayamos dirigiendo hacia el andén. ¿Con quién hablabas?
—Pues, esto… —comenzó él, tendiéndole primero, distraído, el móvil, para después guardarlo en el bolsillo frontal de su camisa—. Un conocido, al que le he comunicado que tengo que marcharme brevemente a Múnich.
¿Un conocido? ¿Al que se preocupa de informar que se marcha a Múnich? Da igual…
—Vámonos, Christian, tenemos que apresurarnos.
Diez minutos después estaban sentados frente a frente en unos asientos de segunda clase, mirando a través de la sucia ventanilla hacia el exterior mientras el tren abandonaba la estación central de Ratisbona.
Sibylle observaba a Christian con cuidado. Inclinaba para ello ligeramente la cabeza, tan ligeramente, que podía verlo sólo con los ojos entornados. Él no pareció advertirlo.
¿Has estado realmente en los aseos, Christian Rössler, o simplemente necesitabas una excusa plausible para llamar tranquilamente por teléfono a mis espaldas? Si tan importante es ese conocido tuyo, ¿por qué jamás me has hablado de él? ¿Y por qué no te ayuda ese hombre a encontrar a tu hermana?
—¿La quieres mucho? —preguntó espontáneamente, mientras le escrutaba.
—¿Qué? —preguntó él, estremeciéndose, ya que parecía haber estado sumido en sus pensamientos.
—A tu hermana.
—¿Qué? Que si… Claro que sí. Claro que quiero a mi hermana. ¿Cómo se te ocurre hacerme esa pregunta precisamente ahora?
—Quizá… quizá haya perdido el juicio de verdad. En realidad debería alegrarme y no preguntar nada, pero… todo este tiempo sólo hemos estado hablando de mí. Tú me acompañas a dónde quiera que yo vaya, me haces multitud de preguntas, pero hablas muy poco de Isabelle. Y según lo que me has explicado, parece que se encuentra ahora mismo en gran peligro.
—Simplemente confío… Bueno, creo que si te ayudo en todo lo que pueda quizá me sirva al final para encontrar a Isabelle.
Sibylle volvió a mirar por la ventanilla. El tren había ganado velocidad mientras hablaban y los patios y jardines cercanos volaban, alejándose rápidamente.
—¿Y vuestra familia? Habrá personas que se preocupen por vosotros.
—No, no tenemos familia. Nuestros padres han muerto y ninguno de los dos nos hemos casado jamás. Sólo nos tenemos a nosotros el uno al otro.
—Y a ese conocido tuyo.
Él titubeó.
—Sí —dijo al cabo de un momento—. Pero su relación con nosotros no es tan estrecha como para que le hable de todo este asunto.
—Bueno, lo suficientemente estrecha como para llamarlo desde la estación.
—Sí, pero… Bueno, da igual. Se trata simplemente de un conocido.
Parecía irritado.
Estás mintiendo, Christian. Me gustaría saber por qué.
—Sí, tienes razón. Da igual.
Se inclinó hacia atrás, cerró los ojos y pensó en Múnich.
El concierto, Maffay… Múnich… La clínica a la derecha del Isar. Ginecología. El Doctor Blesius, Lukas… ¿Qué voy a hacer cuando llegue a Múnich?
Abrió los ojos. También Christian se había acomodado recostándose en su asiento. Permanecía sentado sin moverse y respiraba acompasadamente.
—¿Christian? —susurró.
Mantenía los ojos cerrados y no reaccionó. Ella repitió su nombre en voz ligeramente más alta.
Sin reacción. Parecía estar realmente dormido.
Ella le observó, escrutando su rostro. En sus mejillas comenzaba a aparecer una sombra de barba y el pelo oscuro que casi le cubría las orejas aparecía suavemente ondulado en la nuca y asomaba a derecha e izquierda de su cuello. Tenía la camisa desabrochada y debajo de la ajustada camiseta se marcaban sus pectorales y su vientre plano. Del bolsillo de su camisa asomaba la pequeña antena de su teléfono móvil.
El cuerpo de Sibylle se tensó.
Su móvil.
Christian parecía estar dormido. Sólo necesitaba sacar con cuidado el móvil de su bolsillo, pulsar el botón de repetición de llamada y sabría quién era ese conocido con el que había contactado desde la estación. O simplemente podía consultar el registro de llamadas.
Vero, ¿y si se da cuenta?
Probablemente se enfadaría. Probablemente la acusaría de no confiar en él.
¿Y confío en él realmente?
Se inclinó hacia delante y alargó la mano, muy despacio, sólo un poco cada vez, hasta que las puntas de sus dedos se encontraron a sólo unos centímetros de su camisa.
Vaciló.
¿Qué estoy haciendo? Este hombre pretende ayudarme.
Rozó con la punta de los dedos la pequeña antena cubierta de goma y tiró de ella hacia arriba con sumo cuidado. Mientras el teléfono salía del bolsillo centímetro a centímetro le vigilaba atentamente. Casi lo había conseguido cuando Christian gimió suavemente y se giró a un lado, provocando que ella tocara su pecho con el dedo meñique.
Sibylle contuvo el aliento, se quedó absolutamente inmóvil y no se atrevió a moverse ni un solo milímetro. Se mantuvo así, agarrotada y tensa durante varios segundos, para después suspirar, aliviada. Él no había notado nada y seguía durmiendo tranquilamente.
Tuvo suerte. El teléfono de Christian era de los de tapa y no estaba bloqueado.
Cuando se iluminó la pequeña pantalla a color vio un porsche negro ocupado por alguien que, aunque no lo distinguía bien, le pareció el mismo Christian.
No le va ese coche de lujo.
Pulsó la tecla con el auricular verde y en pantalla le apareció el número de un teléfono móvil. Tras una última y rápida mirada a Christian, pulsó de nuevo la misma tecla y sostuvo a continuación el aparato cerca de su oído.
Sentía como si su corazón quisiera saltar de su pecho, abandonándolo para siempre, mientras atendía al sonido del móvil. Descolgaron después de la cuarta llamada.
—Martin Wittschorek.
Sibylle se apartó el teléfono de la oreja y pulsó rápidamente la tecla roja para finalizar la conversación.
El salvaje golpeteo de su pecho se había transformado en un doloroso martilleo, pero cesó bruscamente al instante siguiente. En cuanto oyó hablar a Christian.
—¿Ya has averiguado lo que querías saber?