Capítulo 22

Las palabras de Rössler impactaron en ella con fuerza, pero, como repentinamente fue consciente, se trataba de un golpe esperado y para el que se había estado preparando.

Ahora que las palabras habían sido pronunciadas, supo que, durante todo aquel tiempo, había contado con que él dijera precisamente aquello. No podía saber nada más acerca de Lukas que no fuera precisamente eso.

Su hermana Isabelle también había estado empeñada en localizar a su hijo, un niño que no existía. Dado que Rössler estaba convencido de que con Sibylle habían actuado igual que con su hermana, era evidente que su conclusión debía de ser la que había expresado. No podía ser otra. En realidad, ella ya lo había intuido el día anterior, cuando él habló de su hermana. Pero, al parecer, había intentado reprimir aquel pensamiento, apartarlo de su mente.

Miró hacia la pared, fijando la vista en un punto situado por encima de la cabeza de su acompañante. El papel beige descolorido no sólo le parecía pobre y sencillo, sino también con cierto toque deprimente.

—¿Quiere que le explique por qué pienso que usted cree tener un hijo? —preguntó Rössler.

Su mirada retornó para enfocarle a él, buscando en sus ojos algo que no sabía muy bien qué era, pero que necesitaba.

—Es extraño —dijo ella, constatando de paso lo falta de entonación y emociones que parecía su voz, incluso a ella misma—. Me acaba de decir usted que mi hijo, según cree, no existe. Como otros muchos, por cierto, antes que usted en estos últimos dos días. Incluso mi marido y mi mejor amiga. Y, sin embargo, para mí eso es tan absurdo como si yo ahora pretendiera convencerle a usted de que hace tiempo que falleció, sólo que usted aún no es consciente de ello. ¿Puede imaginarse algo así? ¡No, claro que no puede, maldita sea! Oiga, he intentado hacerles ver a todos que no es posible inventarse toda la vida de un niño como si… como si se tratase de una breve enfermedad. Es absolutamente imposible que recuerde cada uno, sin faltar ninguno, de los minutos de los últimos siete años que hemos pasado juntos si jamás han existido esos siete años. ¿Lo entiende, señor Rössler? —Intentó profundizar aún más en su interior, pues le resultaba terriblemente difícil expresar lo que deseaba decirle, lo que la preocupaba—. ¿Cree que debería llorar ahora?

Volvió a hacer una pequeña pausa en la que, en realidad, no aguardaba la respuesta a su pregunta, sino que simplemente evaluaba qué decir a continuación.

Rössler callaba y la miraba con fijeza.

—Bueno, al menos hasta ahora no se había ofrecido nadie a explicarme por qué se supone que me estoy inventando a mi hijo. De acuerdo: sí, cuénteme lo que cree. Me siento intrigada.

Rössler seguía sin moverse y su mirada insistente comenzó a resultarle incómoda. Se sentía desprotegida y vulnerable, aunque de inmediato se preguntó qué podría herirla aún más de lo que ya estaba. Cuando se dispuso a levantarse para rehuir su insoportable escrutinio, él habló al fin.

—Al igual que le sucedió a Isabelle, estoy seguro de que ha caído usted en manos de unas personas que… han realizado ciertos experimentos con usted. Experimentos peligrosos, manipulando su cerebro.

Una ola de calor cruzó el rostro de Sibylle.

¿Experimentos?

Recordó el sótano en el que había permanecido encerrada.

Los monitores, los cables. El falso Doctor Muhlhaus. Las contusiones…

Levantó la mano de forma inconsciente para volver a examinar la zona azulada situada en el dorso. Cuando alzó la vista, vio cómo Rössler asentía.

—Eso es del goteo. Le han estado suministrando diversos productos químicos para facilitar esos experimentos.

—¿Experimentos? ¿En mi cerebro? ¿Cómo lo sabe? ¿Qué es lo que se supone que me han hecho exactamente y cómo es posible que…?

—Un momento —alzó la mano Rössler—. De una en una.

Sibylle fue incapaz de permanecer allí sentada un segundo más. Se levantó de un salto y caminó arriba y abajo por aquella habitación durante un rato antes de, por fin, volver a sentarse exactamente en el mismo punto.

—¿Cómo puede saber todas esas cosas?

—Isabelle pudo escapar porque uno de ellos la ayudó. Una enfermera, que en principio participó en aquello porque le habían prometido mucho dinero. Pero cuando vio lo que esa gente estaba haciéndole a Isabelle decidió ayudarla. Un día después de la huida de Isabelle, esa mujer estuvo en mi casa y me contó todo lo que sabía.

El pulso de Sibylle se aceleró.

—¿Dónde se encuentra esa mujer? Tengo que verla.

—Por desgracia, lo ignoro —negó Rössler lentamente—. No he vuelto a verla después, y no sé nada de ella.

Claro, no podía ser de otro modo.

Empezó a perder la fe en que alguien pudiese ayudarla.

Manipular su cerebro…

—Por lo que me contó aquella enfermera, esta gente le suministró a Isabelle una nueva droga química por vía intravenosa, manteniéndola en un estado de semivigilia en el que el cerebro asimila todo aquello que le presenten. Y entonces le implantaron la vida completa de un niño. Creo que ese sistema se llama no-sé-qué-audiovisual. Isabelle estaba atada a una camilla…

Se detuvo titubeante, temblando, y Sibylle llegó a olvidarse de sí misma durante unos instantes, y se inclinó hacia delante apoyando una mano en su hombro.

—Gracias, estoy bien.

Respiró profundamente y reanudó su narración, sin mirar a Sibylle.

—De modo que ataron a Isabelle y durante semanas la obligaron a contemplar siempre las mismas imágenes, día y noche, sin descanso. Miles de fotogramas que debían introducir en su cerebro, el día a día de un niño desde su nacimiento hasta su quinto cumpleaños. Y, simultáneamente, le hacían oír una voz infantil de la edad adecuada. Parece que durante todo el tiempo que duró ese proceso, Isabelle no durmió absolutamente nada, porque el cerebro no necesitaba descanso en el estado al que se le había conducido.

Sibylle recordó su propia postura en el sótano del hospital.

—Conmigo no ha podido ocurrir algo así, puesto que fui capaz de caminar sin problema alguno en cuanto me incorporé. Hubiese sido imposible después de dos meses de estar tumbada.

Rössler asintió.

—Hacían levantarse a Isabelle cada par de horas para ir al baño y caminar un poco. Durante todo ese tiempo, aquella basura química corría por sus venas, de modo que no podía defenderse y realizaba todo aquello que le pidieran. La mujer explicó que ese estado puede describirse como semejante al sonambulismo.

—Pero ¿por qué la enfermera esperó hasta el final? ¿Por qué no ayudó antes a su hermana?

—Dice que lo hizo. Ella era responsable de la vigilancia nocturna, y después de que hubieran pasado unas tres semanas, al parecer sacó la aguja de las venas de Isabelle y apagó el aparato que le implantaba en la mente aquellas imágenes. Sólo unas horas después, Isabelle pudo caminar por sí sola. La ayudó a huir de aquel sótano, que al parecer usted también conoce. A sus jefes les contó algún cuento para explicar la huida de Isabelle. Estaba muy nerviosa el día que vino a verme a casa. Pretendía contactar con nosotros de nuevo al día siguiente, pero no lo hizo. Me temo que quizá la descubrieran.

—¿Y su hermana? ¿Creía que tenía un hijo?

—Sí. Y no había modo de convencerla de lo contrario, al igual que sucede con usted. Incluso después de que aquella mujer nos lo revelara todo, Isabelle no se declaró dispuesta ni siquiera a considerar la posibilidad de que el niño fúese ficticio. Se defendía con el mismo argumento que usted: que era imposible recordar con tantos detalles a un hijo que en realidad no existe.

Él adelantó las manos para tomar las suyas. Ella le dejó hacer.

—Sin embargo, como comprenderá, yo puedo estar completamente seguro de que jamás he tenido sobrino alguno. ¿Me comprende, Sibylle? Sé que es difícil de aceptar, pero por ello creo que sé positivamente que usted no tiene ningún hijo.

Sibylle notó que el hombre contaba con que volviera a saltar, llena de ira.

—¿Y cómo explica que mi propio marido insista en no conocerme? ¿Y también mi mejor amiga?

Aún no había terminado de formular su pregunta cuando ya vio que Rössler no tenía respuesta para aquello, lo cual, por muy extraño que pareciera, le proporcionó cierta sensación de triunfo. Continuó preguntando, por tanto.

—Ya parece increíble, de ciencia-ficción, que se le introduzca a alguien, como si de un virus se tratase, el recuerdo de un niño inexistente. Pero mi vida con Johannes, con Elke, con mi suegra, con todas las demás personas, ¿cómo han hecho todo eso?

—Sinceramente, no lo sé —confesó Rössler, y Sibylle advirtió claramente la incomodidad que ello le causaba—. Es evidente que con Isabelle no llegaron tan lejos porque aquella mujer la ayudó. Aunque, si ahora vuelve a encontrarse en poder de esa gente…

—He de reflexionar un poco sobre todo lo que me ha dicho —explicó Sibylle, y tras una especie de revelación repentina añadió algo más—. Quiero hablar por teléfono con Rosie.

Él arrugó la frente.

—¿Le contará todo lo que acabo de decirle?

—¿Hay algo que lo desaconseje?

Rössler se levantó. Se acercó a la ventana y se apoyó en el alféizar de madera.

—Pues sí, hay cosas que lo desaconsejan —dijo, y a Sibylle le costó entenderle, porque le estaba dando la espalda—. Si le habla usted de nuestra conversación siendo ella una de esos criminales, hecho del que me hallo convencido, entonces les habrá usted facilitado una información exacta de cuánto sé y actuarán en consecuencia. Por supuesto, también acabará con toda posibilidad de averiguar qué es lo que han hecho con usted exactamente, y, sobre todo, quién lo ha realizado.

Sibylle se levantó a su vez, se acercó a Rössler y se situó a su lado ante la ventana. Una mirada a través de las gruesas cortinas le indicó que la habitación daba a la calle principal.

—¿Cree usted lo que le he contado? —preguntó él, sin apartar la mirada de la ventana.

Sibylle evitó la pregunta.

—Quien quiera que sea responsable de esto, ¿qué gana con ello?

Con un profundo suspiro, Rössler la encaró.

—Creo que la intención de estos experimentos es la de implantar recuerdos falsos en las personas, y, gracias a ellos, manipularlas. Si esto se empleara política o militarmente… Usted misma se apercibirá de los efectos tan peligrosos que podría causar. Las personas actúan según experiencias vividas. Imagine que fuera posible implantar en ciertos políticos o militares falsos recuerdos.

Sibylle sopesó sus palabras, pero no conseguía comprender del todo a dónde quería llegar Rössler. Sus reflexiones eran impedidas por una imagen recurrente y disruptiva que, sin poder evitarlo, se colaba en su pensamiento, anteponiéndose a cualquier otra imagen o idea e impidiéndole ver más lejos: se trataba de la nítida imagen de un niño de siete años que mostraba una sonrisa despreocupadamente feliz.

Rössler la observó unos instantes, sin pronunciar palabra, después levantó el brazo y consultó su reloj.

—Es hora de comer. Le propongo lo siguiente: voy a por algo de comer, usted se acuesta un rato y reflexiona sobre todo lo que le he contado. Y si sigue pensando que debe llamar por teléfono a esa tal Rosie, no se lo impediré. Sólo le ruego que considere muy seriamente qué podría llegar a significar una llamada como esa también para usted si resulta que tengo razón.

Sibylle asintió. No sentía hambre alguna, pero le agradecía que la dejara sola unos instantes. Le siguió con la mirada cuando se dio la vuelta y abandonó la habitación.

Su corazón martilleaba con fuerza mientras miraba fijamente a la salida, largo rato, hasta que estuvo segura de que él ya debía encontrarse en el ascensor. Entonces se acercó a la puerta con pasos rápidos, giró el pomo y tiró. Se abrió sin problemas, no la había encerrado allí.

Se dirigió a la cama, se sentó y consideró si debía o no quitarse los zapatos. Aún llevaba aquellos mocasines de color turquesa que Rosie le había ofrecido el día anterior. Buscó un teléfono. Lo encontró sobre la mesita de noche situado al otro lado de la segunda cama, de modo que tuvo que volver a levantarse.

Desgraciadamente no llevaba consigo la nota con el número de Rosie. La mujer del servicio de información le preguntó si quería que estableciese el contacto en cuanto hubiese encontrado al usuario tras indicarle ella nombre y dirección. No recordaba el nombre de la calle, pero, por suerte, sólo había una Rosemarie Wengler en la zona de Burgweinting.

Ya se había realizado la llamada, sonaba el segundo tono, cuando Sibylle colgó repentinamente.

¿Qué estoy haciendo? ¿Qué puedo decirle? Oye, Rosie, querida, ¿es posible que seas cómplice de esos criminales que han estado trasteando en mi cerebro? Los que tienen la culpa de que me esté volviendo loca por pensar que ese niño…

Sibylle fue incapaz de completar aquella frase en su pensamiento.

Volvió hacia la cama y se acostó, tumbándose de espaldas. Justo sobre su cabeza descubrió en el techo dos finas y dentadas grietas a lo largo de las cuales se había desprendido la pintura. Las grietas desaparecieron al poco tiempo, empalideciendo y siendo sustituidas finalmente por la imagen de un quirófano en el que se vio a ella misma mientras alguien le colocaba un bebé sobre el vientre, aún impregnado de su propia sangre y unido a ella por el cordón umbilical. Sibylle aspiró ese inconfundible olor único que desprende un minúsculo ser humano en el instante mismo de ver la luz por primera vez. Reconoció su habitación en la clínica ginecológica, al Dr. Blesius, un hombre alto y delgado, de pie junto a su cama, informándola de que los niveles de glucosa de Lukas eran un poco bajos. No se trataba de nada preocupante, pero, para asegurarse, quería mantener al bebé bajo vigilancia en la unidad neonatal del policlínico anexo, ya que en aquella habitación no podía disponer de los medios técnicos necesarios. Dos largos días estuvo cubierto de cables en una especie de camita de cristal, alimentándose a través de un tubo que se introducía en su minúscula nariz. Y ella se sentía tan sola, tan…

¿.Abandonada? ¿Por qué? ¿Por qué abandonada? ¿Dónde estaba Hannes?

Hizo un esfuerzo por recordar, intentando traer a su recuerdo alguna escena en la que él la hubiera visitado, la hubiera consolado.

¿Quién había estado presente en el parto?

Se sentó de un salto.

El médico, la comadrona, dos auxiliares… No, él no la acompañaba, con toda seguridad, no estaba allí. Pero ¿por qué no?… ¿Cuándo decidieron que él no estaría presente en el nacimiento de su hijo? ¿Cuándo le comuniqué a Hannes que estaba embarazada? ¿Y cuál fue su reacción?

Nieve y ruido blanco.

Sibylle sintió que su frente se cubría de una fina película de sudor que le provocaba un incómodo picor. En lo más profundo de su ser empezó a liberarse el monstruo del terror, arrastrándose lentamente para alcanzar el exterior y dominarla por completo, superando el alcance de todo lo que le sucedía, de todo lo que habían hecho con ella, su capacidad de imaginación.

De repente se sintió tan desprotegida que experimentó un frío terrible.

Con un gesto rápido se descalzó, apartando los mocasines, liberó la colcha aprisionada por su cuerpo, se tumbó de lado sobre las sábanas, levantó las rodillas hasta casi tocarse el pecho con ellas y se tapó hasta las orejas. Sus manos arrugaron la colcha desde dentro, plegándola por debajo de la barbilla. Ya de niña había sido ésa su forma de aislarse: encogerse sobre sí misma como si fuese un erizo cuando sentía temor a la oscuridad. La cama se convertía en su nido, la colcha en un capullo protector que repelía todo mal proveniente del exterior.

Para completar la sensación de protección, levantó los pies y dobló con ellos la colcha en el lado inferior de la cama, deslizando finalmente sus pies en el cálido dobladillo creado. La colcha aprisionada por ambos extremos. Todo perfectamente cerrado por arriba y por abajo.

Permaneció allí tumbada, sintiéndose por fin tranquila, sin atender a nada más que a su propia respiración, que tardó un poco en recuperar su ritmo normal tras todos aquellos movimientos acelerados.

Recordó la pregunta que Rosie le había realizado el día anterior, antes de que visitara a Else en el geriátrico.

¿Cuándo fue la última que llevaste a tu hijo a ver a tu suegra?

No lograba recordar ni una sola escena conjunta de Else y Lukas.

Nieve y ruido blanco.

¿Y Elke? Debieron ser numerosas las ocasiones en las que llevé a Lukas a ver a mi mejor amiga.

Sibylle exploró su cerebro en busca de recuerdos. No encontró nada.

Además de mi recuerdo del niño en sí, ¿existe alguna otra prueba de la existencia de Lukas? Sólo una única situación, algún día especial, en el que Lukas, y también alguno de mis amigos o conocidos…

Y, de nuevo…

Nieve y ruido blanco.

Sin previo aviso tuvo un acceso de llanto. Lo que le había explicado Christian Rössler le infundía el mayor terror que jamás nadie hubiera experimentado, pero, por mucho que se resistiera a ello, parecía ser realmente cierto. Le habían implantado recuerdos artificiales de un hijo que jamás había existido.

Jamás.

Ella, Sibylle Aurich, simplemente se había estado imaginando todo el tiempo a ese niño.