Capítulo 18

Sibylle creyó sentir la mirada de Elke taladrar su espalda mientras se dirigía, de forma decidida, a la pequeña y acogedora cocina. Allí se solían sentar juntas con frecuencia, se tomaban un café, reían, charlaban…

Se sentó a la pequeña mesa utilizando la silla que siempre solía elegir en esas ocasiones y miró a Elke, que la había seguido.

—¿Me puedo tomar un café?

Elke asintió, trasluciéndose la preocupación en su rostro.

—Claro que sí. ¿Con dos cucharadas de azúcar?

Sibylle soltó una breve risa.

—Sabes que tomo el café sin azúcar. ¿Puedes dejar ya esos jueguecitos, por favor?

Sin previa advertencia, Elke rompió a llorar. Se tapó la boca con una mano, se dejó caer sobre la silla situada frente a Sibylle y se inclinó tanto hacia delante que su frente parecía a punto de rozar la mesa. Sibylle la miró, vio cómo se estremecían sus hombros y no pudo evitar alargar la mano hacia su cabeza y acariciarle suavemente los rizos.

—Parece que sigues sintiendo algo por mí, Bella.

El rostro surcado por las lágrimas se alzó lentamente.

—¿Bella? Así es como me llamaba Sibylle. ¿Cómo puede saber usted…?

Con un rápido gesto, Sibylle volvió a retirar su mano.

—¿Pero es que os habéis vuelto todos locos? Mírame, Elke. Mírame con atención. Aquí —señaló con los dedos índice y anular sus ojos—. Mira hacia aquí. No sé si hay algo extraño en mi cara, sinceramente, no lo sé. Pero mírame a los ojos, Elke. Hace tanto tiempo que nos conocemos que al menos deberías reconocer mis ojos.

Se contemplaron largo rato. Elke entornó los párpados un poco. Después se pasó la mano por la cara y se sorbió ruidosamente la nariz.

—No sé qué creer a estas alturas. No se parece usted nada a Sibylle, aunque su modo de hablar… ese sí que es el de ella. E incluso sus voces se parecen. Y se mueve usted igual que ella, y es evidente que sabe mucho acerca de su vida. ¿Qué ha hecho con Sibylle? —lloró—. ¿Y por qué? ¿Qué… qué es lo que pretende?

Sibylle se forzó a controlar su ira y también su angustia. No ganaría nada con gritarle a Elke o insultarla, era consciente de ello. Elke se cerraría en banda y no diría nada más.

Apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia delante.

—Estoy bastante desesperada, Elke, y no entiendo nada. Comienzo a dudar seriamente de mi cordura. Ni siquiera puedo sospechar o imaginar qué es lo que está pasando aquí. Toda mi vida parece disolverse en la nada. Puedes preguntarme cualquier cosa que desees saber, hablaremos de lo que sea, pero antes que nada, necesito, por favor, que me contestes a una pregunta: ¿dónde está Lukas?

Había pronunciado muy lentamente la última oración, vocalizando bien, entonando a la perfección y con cuidado cada una de las palabras emitidas.

Elke se dejó caer hacia atrás hasta que su espalda se aplastó contra el respaldo de la silla y sacudió la cabeza.

—Johannes me advirtió por teléfono de que mencionaría usted a un niño. El piensa que usted y sus… sus cómplices, han secuestrado a Sibylle. La han drogado y la han obligado a revelarles muchas cosas de su vida y de ella misma. Todo lo que usted sabe sobre ella. Johannes cree, además, que Sibylle se ha inventado esa historia sobre un niño para que usted se traicione.

Sibylle comprobó, no sin cierto asombro, que no poseía ya capacidad emocional alguna. En su interior se había hecho el vacío. Como si alguien hubiese pulsado un interruptor y desconectado la ira, la desesperación o cualquier otra clase de sentimiento que pudiera haber experimentado con anterioridad.

—¿Y tú? ¿Qué crees tú, Elke?

—Yo no coincido con él. Bueno, en lo del niño, quiero decir. Si realmente no se tratase más que de un engaño de Sibylle, usted ya habría comprobado cuando fue a ver a Johannes que la historia del niño era falsa. ¿Por qué entonces insistir en contármela a mí de nuevo? No sería lógico. De todos modos, me sorprende que haya venido a verme. Ya debería haber imaginado que Johannes me llamaría. ¿Y si la policía la estuviera esperando ahí fuera?

Sibylle se asustó.

—¿Es así? ¿Me está esperando?

—No.

—¿Podrías por favor dejar de hablarme de usted? No lo soporto.

—Y yo no soportaría actuar, sin más, como si fuese usted mi amiga, ¡maldita sea! Sibylle… hace dos meses que desapareció sin dejar rastro e ignoro si al menos sigue con vida. ¿Es que no lo comprende?

No tiene ningún sentido. Cada minuto que paso aquí es tiempo perdido. He de marcharme antes de volverme loca de verdad y ponerme a gritar. Irme. ¿A dónde? Da igual a dónde. Fuera. A encontrar a Lukas.

Sin pronunciar ni una sola palabra se levantó. Le dirigió una última, larga mirada a Elke, que la rehuyó, abandonó la cocina y se dirigió a la puerta de entrada.

Cuando ya estaba a punto de salir, oyó la voz de Elke tras de sí.

—No te vayas.

Se detuvo y dio la vuelta.

Elke estaba apoyada en la pared del pasillo, con los brazos cruzados delante del pecho; su expresión era como la de un niño pillado en una mentira.

—No sé quién eres, pero me gustaría… Quizá me esté equivocando ahora, pero no creo que mientas. Al menos, no conscientemente.

¿Quiere entretenerme hasta que llegue la policía? No, Elke es demasiado buena, se traicionaría inmediatamente si así fuera.

Sibylle cerró la puerta y se dio la vuelta, se fue acercando a Elke y se detuvo justo delante de su amiga. En aquellos ojos verdes aún brillaban las lágrimas. Y algo más le pareció poder distinguir, algo parecido a la súplica.

—Me quedaré.

Sibylle era incapaz de apartar la mirada de Elke.

—Te contaré todo lo que sé. O creo saber.

—¿Te apetece otro café? —quiso saber Elke poco después, cuando tuvo de nuevo a Sibylle sentada a la mesa.

Ésta asintió y observó a su amiga mientras sacaba del armario unas tazas y manipulaba la moderna cafetera automática. Aunque tal vez Elke estuviera implicada en toda aquella historia de algún modo, era evidente que se había derrumbado. No había sido capaz de traicionar hasta ese punto a su mejor y más antigua amiga.

Sí, pero de algún modo tiene que estar implicada en este asunto.

—Y ahora…

Sibylle no llegó más lejos, ya que en aquel mismo instante Elke puso en marcha el espumador de leche que con ruido atronador insufló vapor caliente a la leche.

Sibylle sacudió la cabeza y esperó a que cesara el ruido.

—¿Cómo puedo entender lo que dices si a la vez que hablas enciendes ese aparato? No has cambiado nada, sigues siendo igual de torpe y chapucera.

Elke descansó las tazas humeantes sobre la mesa y se sentó. Su rostro mostraba el asomo de una sonrisa.

—No lo hago a propósito. Me suelen ocurrir estas cosas con frecuencia. El año pasado, en la isla de Sylt, en un restaurante…

—Intentaste sujetar una botella de agua que habías volcado y tiraste todo lo que había sobre la mesa, incluida la langosta gigante y la pecaminosamente cara botella de vino blanco. Y entonces te asustaste tanto que te echaste hacia atrás en tu silla y te caíste de espaldas. Y mientras intentabas agarrarte a algo, tus dedos tocaron el mantel de la mesa de al lado y…

Ambas soltaron una risa, y esa risa, ese breve instante de relajación, les hizo mucho bien.

Todo parecía haber vuelto a la normalidad durante un segundo. Estaban sentadas en la cocina de Elke tomándose un café y riendo juntas. Como antes.

¿Como antes?

La risa de Sibylle se interrumpió bruscamente.

—Yo también estaba allí, Elke. Estaba sentada frente a ti, y fue en mi regazo precisamente donde aterrizó la langosta.

También Elke dejó de reír y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

—Sí —susurró, y calló.

—Sí —volvió a comenzar al cabo de un momento, dedicándole aquella mirada de desamparo tan propia de ella—. Y un año antes, en Navidad, durante la cena, ¿recuerdas el incidente que se produjo con el ganso?

Sibylle inclinó la cabeza a un lado.

—Hace muchos años que no compartimos la cena de Navidad, Elke. En concreto, desde que me casé.

Elke bajó la mirada.

—No puede ser… Perdóneme, perdona, ¡pero es imposible! No eres Sibylle. Ni siquiera Sibylle después de un accidente, ni Sibylle que se ha operado el rostro. Tú… Tú eres mucho más alta.

Más alta que Sibylle.

Recordó la sensación que había experimentado cuando se encontraba ante la puerta, confirmando precisamente aquella afirmación, y sintió deseos de entregarse al llanto, aunque se contuvo. Tenía que hacer entender a Elke que ella era realmente Sibylle Aurich, su amiga, y la madre de Lukas.

—Yo tampoco entiendo qué ha podido ocurrir. ¿Quién sabe? ¿Alguna transmigración de almas? Tal vez me han embutido en un cuerpo prestado, no lo sé. Pero lo que sí sé es quién soy. ¡Dios! ¡Claro que sé quién soy!

Se miraron, las lágrimas bailando en los ojos de ambas. Sibylle intentó leer en el rostro de Elke y percibió con toda nitidez la batalla que libraba su amiga.

—Todo esto es tan… absurdo.

Cubrió la mano de Elke con la suya después de una leve vacilación.

—Yo misma no sé qué me ocurre. Fuimos a cenar a aquel griego, y de camino a casa recibí un fuerte golpe en la cabeza. Ayer desperté en una habitación un tanto extraña, parecía una habitación de hospital, pero no lo era. Un sótano. Y un médico más raro aún, quizá ni siquiera era médico, me explica algo acerca de una herida en la cabeza, y me comenta que debe mantenerme encerrada hasta que vuelva a comportarme de forma normal. Logro escapar, y una mujer muy agradable que encuentro casualmente me conduce hasta mi casa. No te puedes ni imaginar siquiera cómo me sentí cuando Johannes actuó como si no me reconociera. Pero mucho peor aún, lo peor de todo… ¿Por qué os comportáis todos de un modo tan extraño cuando menciono a mi hijo? Fingís que Lukas no es real. ¿Por qué, Elke?

Elke retiró su mano con un gesto violento.

—Ya veo que sí que mientes. ¿No te avergüenzas? Hace años que Sibylle está deseando tener un hijo y no consigue quedarse embarazada. ¡Transmigración de almas! Vaya estupidez.

Sibylle hubiese querido gritar de desesperación.

—¡Elke! No lo decía en serio. Por supuesto, ya sabes que no creo en esas cosas tan absurdas. Sólo que… ¡Maldita sea, ni yo misma lo sé! Creo que voy a perder la razón definitivamente —añadió, gritando las dos últimas frases en un tono de voz tan elevado que Elke se levantó, asustada, de un salto. Permaneció allí de pie, frotándose nerviosamente los muslos con las palmas de las manos, como si pretendiera limpiárselas en los vaqueros. Siempre hacía ese gesto cuando estaba muy alterada.

—Quiero que se marche. Ahora.

Sibylle sacudió la cabeza, mientras Elke retrocedió, alarmada, hasta un rincón de la cocina cogiendo el auricular de un teléfono a modo de arma.

—No, por favor, Elke. Debes creerme. Necesito tu ayuda. Yo…

—Si no se marcha ahora mismo, llamaré a la policía.

Se acabó.

Ya no podría convencer a Elke de nada, insistirle más. Con extremada lentitud echó la silla hacia atrás y se levantó. Elke se apretó aún más contra la esquina y alzó, de forma demostrativa, la mano con el auricular. Sibylle no pudo evitar tambalearse, sintiendo la apremiante necesidad de correr hacia su amiga Elke, rodearle el esbelto cuello con las manos y apretárselo, cada vez con mayor fuerza, inexorablemente, todo el tiempo que fuera necesario, sin detenerse, hasta que le revelara dónde se encontraba su hijo.

Sin compasión.