Elke vivía en Stadtamhof, una de las pequeñas islas formadas por el Danubio al norte de Ratisbona que se hallaba conectada con el casco antiguo mediante un antiguo puente de piedra. Después de dejar atrás la zona de Burgweinting, Rosie tomó la autovía. Permanecieron silenciosas, la una junto a la otra, durante los primeros minutos. Sibylle repasaba mentalmente una y otra vez la breve conversación mantenida con Elke. Por supuesto, era normal que su amiga quedara atónita al recibir noticias de una desaparecida tras dos meses de ausencia, pero el modo en el que había sido expresada esa estupefacción se le antojaba a Sibylle muy extraño. ¿Y si en realidad no estaba sorprendida en absoluto?
¿Y por qué le interesaba el nombre de Rosie? ¿No es extraño, dadas las circunstancias?
—¿Por qué no querías que mencionara tu nombre delante de Elke?
Miró a Rosie, que parecía intentar concentrarse, ceñuda, en el intenso tráfico.
—No sé, un presentimiento —contestó Rosie, sin apartar la mirada de la calzada—. Simplemente me sorprendió la pregunta. Después de permanecer dos meses en paradero desconocido, y cuando probablemente todos pensaban que habías sido víctima de algún terrible crimen, reapareces milagrosamente y lo primero por lo que se interesa tu mejor amiga es por el nombre de la mujer con la que te encuentras, mientras que tú, casi enferma de preocupación, has de insistir para que proporcione noticias de tu hijo.
Muy brevemente, no duró más de un segundo, la mirada de Rosie se fijó en ella.
—No quiero decir nada en contra de tu amiga, de verdad, pero su reacción me ha parecido algo anormal.
—Sí, tienes razón. ¿Qué motivos podrá tener para actuar de ese modo?
No lo entiendo, no entiendo nada, realmente no entiendo nada de todo esto.
Rosie resopló, pero no ofreció ninguna respuesta.
—Crees que ella y Hannes están de acuerdo, ¿no es así? —la apremió Sibylle—. Estás convencida de que Hannes la ha llamado y advertido en cuanto tuvo conocimiento de que yo había huido de nuevo, esta vez de la policía. ¿No tengo razón?
Rosie seguía guardando un ominoso silencio, de modo que Sibylle se apartó, apoyando la frente en la ventanilla lateral.
Nos encontramos en el sueño
Lejos de todas las tormentas mundanas.
Quiero mirarte a los ojos
Hasta que caigas en mis brazos,
Porque sé que existes.
Antes o después,
Cada día estás más cerca.
Y todo mi deambular no es sino el camino que lleva hasta ti
Percibía tan nítidamente la voz de Peter Maffay como si el cantautor estuviese sentado a su lado, entonando su melodía para aquel reducido público que constituían Rosie y ella.
¿Por qué todas esas canciones?
No recordaba que jamás le hubiese gustado Peter Maffay, y sin embargo no sólo conocía sus canciones, sino que se sabía también las letras a la perfección, línea a línea.
Pero ¿cómo?
Le sentó bien sentir la refrescante superficie del cristal en su frente. Se calmó un poco y se dedicó a revisar la sucesión de árboles y arbustos organizados en interminables y frondosas hileras que iban asomando por su izquierda para, en apenas una fracción de segundo, alejarse de su campo de visión por su lado derecho. Intentó atrapar con la vista algún árbol aislado en su breve y acelerado trayecto de un lado a otro de la ventana, aislándolo del resto de sus compañeros, pero no lo logró. Desaparecían con demasiada rapidez.
Poco a poco, árboles y arbustos se fundieron en una especie de corriente fluvial de un tono entre verduzco y pardo que, desafiando las leyes de la naturaleza, iniciaba su imposible trayecto en sentido vertical y a la vez horizontal, cruzando la ventanilla de izquierda a derecha a una velocidad de vértigo. La imagen pareció transformarse ligeramente, invertirse después, y los árboles recorrieron una trayectoria distinta. No, más bien eran los árboles los que eran diferentes. Ya no desaparecían raudos, casi volando, de su campo de visión, sino que se erguían estáticos y majestuosos, firmemente fijados en una pradera de un verde demasiado llamativo y podría decirse que extravagante. Las ramas, que colgaban casi hasta el suelo, habían sido adornadas con diversas guirnaldas de colores, y al pie de esos mismos árboles distinguió mesas y sillas a las que había atados unos globos que el viento lanzaba de un lado a otro. Sibylle había estado contemplando la escena desde una perspectiva tanto elevada como inclinada, como si fuese observadora desde alguna esquina en un ignoto lugar superior, pero ahora se había integrado plenamente en ella. Oyó risas de niños y adultos, tan claramente como si…
¿Cómo si participara personalmente en aquella… aquella fiesta de cumpleaños?
Una de las mesas estaba adornada con especial esmero, y en el lugar de honor había colocada una tarjetita dorada en forma de corona. Sibylle sabía perfectamente, aún antes de acercarse lo suficiente como para poder leerlo, cuál era el nombre dibujado en aquella tarjetita. Y también sabía que nadie sino ella misma había escrito aquel nombre.
Lukas.
Aquella corona dorada de cartón había estado situada sobre la mesa, delante del lugar que ocupaba su hijo durante la celebración de su sexto cumpleaños.
¿Y dónde se encuentra ahora? ¿Dónde está mi niño?
Intentó buscar a su alrededor, registrar aquella zona en busca de su hijo, pero ni la perspectiva ni el segmento de parque que llegaba a abarcar su mirada se desplazaron ni un solo milímetro. Escrutó los rostros de aquellas figuras altas, y también de las bajitas dispersas a su alrededor, algunas de ellas saltando alegremente, intentando hallar rasgos familiares en ellas, pero no pudo descubrir nada. Todas aquellas figuras parecían estar muertas, sin vida, a pesar de que veía perfectamente sus bocas moverse, hablar, reír. Era como si todos aquellos niños y adultos estuvieran cubiertos de una especie de película, una capa protectora transparente, que les impidiera introducirse en el mundo real, tangible, como si aquella capa actuara en forma de repelente.
Y, sin embargo, algo había en todos aquellos rostros que se le antojaba familiar; pero ¿qué?
El jardín en el que tenía lugar aquella celebración no era el de su casa. Sin embargo, estaba segura de haberlo visto previamente.
¿En una fotografía? ¿En casa de alguien a quien he visitado? Yo… no…, lo… sé.
Pero esa sensación…
Los globos de colores desaparecieron, y los hombres, mujeres y niños se disolvieron en la nada. Los árboles se desdibujaron y transmutaron en una masa informe de color verde antes de que de nuevo viera destacarse en ella algunos objetos aislados que, en cuanto eran reconocidos y catalogados por la mente de Sibylle, abandonaban con celeridad su campo de visión.
—¿Sibylle? ¿Todo bien?
Miró asustada hacia Rosie, que la estaba observando visiblemente preocupada.
—Sí, yo… Estaba pensando.
—¿Quién podría reprochártelo? Pero ahora tienes que indicarme el camino.
Sibylle miró a su alrededor y tardó un rato en reconocer el lugar en el que se encontraban. Rosie había tomado la salida correcta en la autovía y se introducía ahora en Frankenstrasse.
—Ahí delante tienes que girar a la izquierda. Ya no queda lejos.
Guió a Rosie durante el último trayecto y apenas cinco minutos después se detuvieron ante un bloque de viviendas en cuya tercera planta Elke había decorado un piso de unos ochenta metros cuadrados hasta convertirlo en un confortable hogar.
No había plazas de aparcamiento delante del edificio, de modo que Rosie subió simplemente dos ruedas a la acera y paró el motor.
—Yo me quedo aquí —decidió, cuando Sibylle la miró, inquisitiva—. No quiero que la grúa se lleve el coche. Además, probablemente sea conveniente que hables con tu amiga a solas.
Sibylle asintió, y, sin pensárselo más, bajó del vehículo.
La pesada puerta de madera estaba entornada y conducía a un pasillo mal iluminado. Sólo una minúscula franja de luz solar osaba penetrar a través de un cristal de tamaño exiguo situado justo por encima de la puerta. Había dos bicicletas apoyadas en la pared, caída la una sobre la otra, y absurdamente se le antojaron inmensos insectos procedentes de planetas foráneos y amenazantes.
No había ascensor. Sibylle fue subiendo los pétreos escalones grises de dos en dos, y al poco tiempo, casi sin aliento, se encontró ante la puerta de madera oscura de la vivienda situada en la tercera planta.
Elke Berheimer; leyó en la delgada tira de papel que habían insertado bajo la cubierta de plástico situada al lado del timbre.
Antes de que Sibylle pudiera pulsar el botón, la puerta se abrió y Elke se mostró en el umbral, una mujer sólo unos centímetros más baja que ella, de aspecto simpático, con tal vez algunos kilitos de más en las caderas.
Y de repente la volvió a invadir aquella sensación, ya casi familiar y recurrente, de que había algo incorrecto allí. Esa sensación que ya conocía, y que había experimentado también en el momento en el que Rosie la había dejado ante la puerta de la casa que compartía con Johannes.
Pero esta vez pudo concretarla. Sibylle reconoció, con toda certeza, qué era lo que le molestaba: ¿Por qué era Elke tan bajita? Recordaba a la perfección que ambas tenían aproximadamente la misma altura. ¿O tal vez su recuerdo se había distorsionado en sus dos meses de ausencia?
Pero… bueno, da igual. Dios sabe que existen cosas mucho más importantes. ¿Actuará Elke igual que Johannes? ¿Hará como si no supiera quién soy, y…?
—Hola, Sibylle, me alegro de verte —dijo Elke.
El corazón de Sibylle golpeteaba con fuerza en el interior de su pecho. Elke permanecía allí, de pie ante ella, sonriendo de forma muy extraña.
Sibylle examinó aquel rostro enmarcado en rizos rubios que tan bien conocía y que, a pesar de ello, se le antojaba en aquellos instantes incomprensiblemente desconocido, y fue consciente de repente de que Johannes debía haber llamado por teléfono a su amiga para advertirla. O quizá algo peor aún.
Elke, aquella Elke que ella conocía, jamás hubiera permanecido allí, de pie en el umbral, en una situación como aquélla. Su Elke se le hubiera lanzado al cuello, hubiera llorado, la hubiera abrazado y estrechado con fuerza.
Los pensamientos de Sibylle se sucedían a una velocidad vertiginosa. ¿Debería huir de allí? Antes de que tomara una decisión al respecto, Elke pareció percibir lo que sucedía en su mente.
—Yo… Perdona, pero no puedo. Esto es demasiado serio. Johannes me ha llamado por teléfono. Johannes Aurich. Pero usted ya se lo imagina, ¿no es así?
El tono no era agresivo, pero tanto de su voz como de su expresión había desaparecido todo rastro de aquella extraña amabilidad para ceder espacio a una palpable inseguridad. ¿O se trataba más bien de temor?
Sibylle sentía los latidos de su corazón alcanzar su cuello e incluso invadir las sienes. Se decidió por un ataque frontal.
—¿Tú también estás con ellos, Elke? —atacó, esforzándose mucho por mantener la calma en la medida de lo posible—. ¿Tú, precisamente? ¿Por qué me hacéis esto? ¿Puedes explicármelo, al menos? ¿Qué está pasando aquí? Quiero decir… ¿Estás liada con Hannes? ¿Qué queréis, maldita sea, qué?
Al pronunciar la última palabra había subido el volumen, casi había gritado, y Elke se alarmó, oteando por el hueco de las escaleras.
—Entre, por favor —la incitó, y parecía suplicar—. Por favor.