Capítulo 10

—¿Y si Else también insiste en que desconoce la existencia de Lukas? Entonces, ¿qué?

Sibylle observaba a una Rosie plenamente concentrada en el tráfico.

—Bueno, cuando mencionaste antes que tu suegra estaba últimamente algo extraña, ¿a qué te referías exactamente?

—A veces se olvida de algún nombre o no recuerda a la gente de inmediato.

—Es decir, que es posible que no te reconozca.

Sibylle titubeó.

—Sí, es posible, aunque después de un rato sabe quién es la persona que tiene delante, o, al menos, así ha sido hasta la fecha.

—Vaya —dijo Rosie.

—¿Qué significa ese vaya?

—Pues que si partimos de la idea de que tu marido está implicado en este asunto, entonces sólo tenemos a cuatro personas, según lo que me has indicado antes, en las que puedes confiar: Tu hijo, que no sabemos dónde está, tu amiga, a la que no puedes localizar, yo misma, que desconozco por completo tu pasado, y, finalmente, una anciana que padece demencia senil y que probablemente ni siquiera pueda reconocerte. Expresándolo suavemente, yo te diría, chiquilla, que todo esto tiene un aspecto de mierda, porque no existe, de momento, ni una sola persona que pueda confirmar tu historia. —Sibylle no osó decir nada porque notó que Rosie no había finalizado su discurso—. No puedo explicarte, ni tampoco a mí misma, en realidad, por qué. Pero, a pesar de todo, estoy convencida de que dices la verdad.

Una ola de alivio recorrió el cuerpo de Sibylle.

—Te lo agradezco. Sé que todo esto parece una locura y que yo… Dios mío, si ni yo misma sé qué debo pensar. Sobre todo en lo que atañe a Lukas… Es desesperante.

Rosie apartó una mano del volante y palmeó el muslo de Sibylle.

—No hay que desesperarse. Quien quiera que esté detrás de todo esto no ha podido prever que encontrarías una aliada en una chica de cierta edad, pero, para compensar, bastante tozuda. Juntas encontraremos a tu hijo y, maldita sea, averiguaremos quién te está haciendo pasar por todo esto.

—Y por qué —añadió Sibylle en voz baja.

—Y por qué —repitió Rosie con semblante feroz—. Aunque lo haya planificado todo de manera perfecta, no se puede eliminar la existencia de una persona simplemente repartiendo un par de fotografías falsas y luego afirmando no conocerla.

Sibylle asintió.

—Es lo que más miedo me da, Rosie. Quien quiera que se encuentre detrás de esto lo sabe, y aun así lo ha hecho.

¿Y por qué? ¿Cuál será el motivo?

El edificio al que se dirigían se encontraba rodeado por un amplio parque, que, no obstante, no parecía recibir demasiados cuidados. Unas letras desvaídas en un cartel de madera situado junto a la puerta de entrada identificaban el lugar como «Hogar Arcoíris otoñal».

Aquel nombre le pareció absurdo a Sibylle y se sorprendió por no haberlo pensado antes. Cuando se lo mencionó a Rosie mientras llevaba el vehículo hacia una de las plazas libres, situada en la zona de gravilla que cumplía la función de aparcamiento de visitantes, la mujer entornó los ojos.

—Si llega un momento en el que no pueda valerme por mí misma, prefiero saltar de un bonito puente antes que vivir en un lugar bautizado con el nombre de Arcoíris otoñal —aseguró Rosie, y le guiñó un ojo—. Por suerte, todavía tendrán que transcurrir como mínimo unos treinta años para ese momento.

En la pequeña salita de entrada se toparon con un joven de barba incipiente. Se hallaba sentado tras un anticuado escritorio colocado en un rincón, a la derecha de la puerta. Las estudió mudo e impasible mientras pasaban a su lado. Sibylle estaba segura de que intentaría detenerlas, pero, cuando volvió brevemente la vista atrás, justo antes de adentrarse en un pasillo de paredes blancas, pudo comprobar que el hombre se había repantigado cómodamente en su silla y leía con interés una revista sobre automóviles que sujetaba con ambas manos.

Sibylle se detuvo delante de la última puerta, al final del pasillo.

—Es aquí —susurró, y cuando Rosie la animó con una inclinación de cabeza, llamó a la puerta, aguardó unos instantes y, finalmente, la abrió. Rosemarie la siguió y se detuvo al lado de la puerta.

Else Aurich estaba sentada en una silla de ruedas, inmóvil ante una gran cristalera a través de la cual se podía acceder a una pequeña terraza. Los rayos oblicuos del sol que penetraban en la habitación parecían envolverla en un halo dorado. Sibylle recordó haberse sentado en numerosas ocasiones con su suegra en el exterior, al sol, mientras tomaban el té.

La anciana mantenía la cabeza gacha y no alzó la vista cuando Sibylle se le acercó. Unos cuantos mechones finísimos de pelo blanco colgaban desordenados de su cráneo, cubriéndole un rostro surcado por profundas arrugas, como imitando una rasgada cortina. Al principio, Sibylle la creyó dormida, pero cuando se situó delante de la anciana, Else levantó la cabeza y le sonrió.

—Buenos días, Else —saludó Sibylle dulcemente, posando su mano sobre el hombro de la mujer—. ¿Cómo te encuentras?

La mujer asintió sin dejar de sonreír.

—Bien. Estoy bien. Hace buen tiempo. Tengo que salir al jardín.

—Sí, Else, ahora podrás salir al jardín, seguro que sí.

Titubeó un instante antes de atreverse a realizar su pregunta.

—¿Sabes quién soy, Else?

Aquel rostro arrugado no se inmutó, pero los cansados y turbios ojos castaños la examinaron detenidamente.

—Por supuesto, claro que lo sé —anunció finalmente, y asintió varias veces para subrayar su afirmación. Sibylle tuvo que ceder al impulso de inclinarse y abrazar a la anciana. De nuevo las lágrimas saladas surcaron sus mejillas, pero esta vez como expresión del indescriptible alivio que experimentaba en aquellos instantes—. Es usted esa enfermera tan amable que siempre me lleva a pasear al jardín —completó Else Aurich repentinamente, y Sibylle se estremeció de forma violenta, y no sólo porque su oído se encontraba demasiado próximo a la boca de la anciana. La contempló con horror.

El rostro de su suegra seguía mostrando su imperturbable sonrisa encantadora.

—Aún no he salido al jardín. ¿Podría llevarme usted ahora? ¡Hace tan buen tiempo hoy!

Sibylle se sentía incapaz de reaccionar. Un inconfundible carraspeo la sacó de su aterrorizado letargo. Cuando se volvió hacia Rosie, vio cómo ésta señalaba con un leve movimiento de cabeza un mueble que, situado a su lado, le llegaba a la altura de la cadera. Sobre él descubrió una fotografía enmarcada en un marco de oscuro roble. Sibylle conocía aquella imagen, aunque a aquella distancia era incapaz de distinguir bien los detalles: se trataba de una instantánea de su propia boda.

Con cuatro pasos temblorosos, cubrió la breve distancia que la separaba de aquel mueble. Casi podía anticipar lo que estaba a punto de ver en aquella fotografía. Cuando se encontró lo suficientemente cerca como para poder reconocer los detalles, se le escapó un grito. La mujer vestida de novia que contemplaba con feliz y enamorada sonrisa a Johannes Aurich sosteniendo ante sí el pequeño, pero pecaminosamente caro, ramo de rosas rojas que tan bien recordaba, no era… no era otra que ella misma.

No una extraña, no una mujer ajena a la que habían introducido mediante retoques haciéndola vivir falsamente aquel inolvidable momento, sino ella misma, la propia Sibylle Aurich. El temor a perder totalmente la cordura, ese pesado lastre con el que llevaba cargando desde aquella misma mañana, de repente se tornó liviano, desapareció y quedó liberada de la presión.

Yo…

Aquel bálsamo emocional la hacía sentir como si levitara a varios centímetros sobre el suelo. Tomó el marco y se lo acercó, sumida en la más completa felicidad, a Rosie.

—¿Lo ves?, aquí está la prueba. Dios, Rosie, ¡al fin! ¿Lo ves?

Se sorprendió por la expresión que descubrió en el rostro de Rosie durante los escasos segundos en que su amiga estuvo examinándolas alternativamente a ella y a la fotografía. En ese instante se abrió la puerta, y una mujer al principio de la cincuentena penetró en la habitación con una bandeja sobre la cual portaba una tetera y una taza. Cuando advirtió la presencia de Sibylle y Rosie, se detuvo de un modo tan brusco que la tetera chocó contra la taza, tintineó y estuvo a punto de volcar.

—Buenos días —dijo, con una voz anormalmente grave para una mujer—. ¿Puedo preguntarles quiénes son ustedes?

—Buenos días. Por supuesto que puede —contestó Sibylle apresuradamente, antes de que Rosie pudiera intervenir—. Mi nombre es Sibylle Aurich, soy la nuera de la señora Aurich, y esta agradable señora que me acompaña es Rosemarie Wengler.

La mujer le dirigió a Rosie una breve mirada cargada de irritación y depositó la bandeja cuidadosamente sobre la pequeña mesa de madera situada en el centro de la habitación. Después, alzó las cejas y se dirigió a Sibylle.

—¿Quién dice que es usted?

—Sibylle, la nuera de Else Aurich. Aquí, mire, me puede ver en esta fotografía, junto al hijo de la señora Aurich.

Le mostró a la mujer la fotografía con una sonrisa.

—Y éste es mi marido, Johannes —añadió, señalando al aludido.

Mientras la enfermera, claramente desorientada, estudiaba con atención la fotografía, Sibylle reanudó su parloteo.

—Perdone, pero parece usted nueva aquí. No nos conocíamos, ¿verdad?

La confusión que experimentaba la mujer era muy evidente. Sacudió, muda, la cabeza, y miró a Sibylle como si procediera de otro planeta.

—No —articuló al fin, y su voz alarmada parecía una nota más grave aún que antes—. No nos habíamos visto nunca antes. Discúlpeme, pero he de llevarme a su… a su suegra para efectuarle unos análisis de sangre. Pero puede usted esperarme aquí. Sólo serán unos minutos.

Se acercó a la anciana en dos zancadas y maniobró urgentemente con la silla de ruedas para sortear la mesita sobre la que descansaba la bandeja. Rozó una silla al salir y simplemente la apartó de forma brusca a un lado, sin detenerse, empujándola con la parte baja de la silla de ruedas. Una vez se cerró la puerta tras ella, Rosie reaccionó.

—¡Rápido! —dijo, gesticulando con la mano para que Sibylle se apresurara—. ¡Vámonos!

—¿Nos vamos? ¿Por qué?

—Porque la cuidadora está absolutamente convencida de que has perdido el juicio.

—Que yo…

—¡Por Dios, Sibylle! —la interrumpió bruscamente Rosie—. No sé qué te ha ocurrido de repente, pero sí sé con toda certeza que tenemos que desaparecer de aquí, ya que es de prever que en este mismo momento esa mujer esté llamando a la policía. —Señaló la fotografía que Sibylle aún sostenía en la mano—. Y es que ésa, hija mía, no eres tú.

Sibylle no comprendía de qué le estaban hablando.

—Pero ¿qué dices? Claro que soy…

No pudo continuar. Había alzado la fotografía mientras hablaba y la tenía en aquellos momentos justo delante de los ojos. Sólo unos instantes antes se había reconocido en ella sin ninguna duda, pero ahora se enfrentaba a la feliz sonrisa de la mujer que ya conocía de la fotografía de su dormitorio.

No soy yo.

Por segunda vez en un mismo día, se le cayó de las manos una fotografía enmarcada, aunque en esta ocasión el cristal quedó destrozado al caer.

—Pero… antes aparecía yo en esa foto. Estoy segura. Y ahora… ¿Cómo es posible algo así?

Rosie no contestó, sino que la agarró del brazo y la arrastró tras de sí al salir corriendo de la habitación.

En el momento en el que Rosie se dejó caer con un suspiro en el asiento del conductor de su coche y cerró la puerta, sus miradas se encontraron, y Sibylle creyó leer en aquel rostro, que para el poco tiempo que hacía que se conocían le parecía sorprendentemente familiar, una preocupación sincera.

—¿Estoy loca? —preguntó en voz baja.

Rosie puso en marcha el motor y sacó el vehículo del aparcamiento sin ofrecerle respuesta alguna.

—Estaba totalmente segura —añadió Sibylle con voz queda—. Me he visto a mí misma en aquella imagen, aunque ahora ni siquiera recuerdo cómo ha sido eso. Tú también viste la fotografía en aquellos primeros instantes…

Rosie giró hasta adentrarse en la vía principal.

—Bueno, no te preocupes. Ya se arreglará todo. Quizá se deba simplemente a que deseabas muy intensamente que fuera tu propia imagen la que apareciera en ella…

—Es decir, ¿que la primera vez que la viste ya estaba…?

Rosie se acercó al arcén derecho y estacionó el coche. Apartó las manos del volante, arrugó la frente y miró a Sibylle a los ojos.

—Bueno, si estás intentando decirme que realmente crees posible que primero aparecías tú en aquella fotografía y que después, como por arte de magia, estaba allí aquella otra mujer, entonces sí que nos dirigimos ahora directamente al psiquiatra más próximo.

Sibylle tragó saliva. Rosie le cogió las manos y se las apretó suavemente, con cariño.

—Bien, y ahora dime: ¿A dónde te llevo, a mi casa, o al psiquiátrico?

Las lágrimas acudieron a los ojos de Sibylle, desbordándolos.

—No, está bien Rosie. Es evidente que eso es imposible. Sólo que… ¡Era tan real! Habría sido capaz de jurar que…

—Tonterías —dijo Rosie, le soltó las manos y volvió a emprender la marcha—. Tu vista te ha jugado una mala pasada. No quiero volver a oír nada más acerca de este asunto. Ahora nos vamos a casa y duermes un par de horas. Y después diseñamos un plan de ataque.

Sibylle no contestó.

Había sido tan real.