Capítulo 9

Rosie vivía en una casa unifamiliar modesta, de fachada amarillo pastel, situada en el barrio de Burgweinting, a sólo unos cinco kilómetros de distancia del lugar en el que se habían encontrado. Durante el trayecto apenas habló, cosa que Sibylle agradeció. Admiró la capacidad empática de Rosie y hubo de reconocer que había infravalorado a aquella mujer que ahora le parecía extraordinaria en más de un sentido.

Rosie aparcó el coche en el asfaltado camino de entrada situado en el lateral de su casa. Sibylle caminó tras ella hasta el interior, encontrándose al entrar con un pasillo de paredes pintadas en un tono naranja muy llamativo. Rosie lanzó, con un movimiento certero, las llaves de su coche sobre una cómoda cuya superficie había sido protegida por finísimos pañuelos de colores y obsequió a su nueva amiga con una amplia sonrisa.

—Bien, chiquilla, vamos a ponernos cómodas en el salón. Y si te apetece me cuentas qué es eso que tanto te preocupa.

Sibylle le devolvió una sonrisa un tanto incómoda.

—Si no te importa, Rosie, preferiría que me llamaras Sibylle. Cuando era niña, uno de mis profesores siempre me llamaba chiquilla y no me gusta mucho esa expresión.

Rosie asintió, animándola con un gesto a entrar en el salón. Se sentó sobre unos enormes cojines colocados frente al sofá, delante de una mesita baja de cristal.

—Sibylle, chiquilla, voy a servirnos un rico vino blanco y después escucharé todo lo que quieras contarme.

Cuando Rosie hubo desaparecido, Sibylle se detuvo a examinar con más atención la habitación en la que se hallaba. Esta vez las paredes eran de un delicado color melocotón que armonizaba con la clara madera de arce de los armarios y de la gran estantería repleta de libros de la pared situada al frente. Sibylle se sorprendió por la ausencia de fotografías, pues no descubrió ni una: ni colgada en la pared, ni tampoco adornando alguna superficie. Ninguna Rosie juvenil sonriendo, feliz, desde alguna de las estanterías, ninguna instantánea de una boda en un lugar privilegiado, ninguna sonrisa infantil inmortalizada para siempre, nada de todo aquello.

—Bueno, pronto te sentirás mucho mejor.

Rosie traía una bandeja redonda sobre la que portaba una botella de vino blanco y dos copas. Tras colocarla sobre la mesa y servir el vino se sentó en el sofá frente a Sibylle. Alzó su copa.

—Por nosotras, las chicas.

Sibylle gimió de placer al sentir el vino blanco helado deslizarse agradablemente por su garganta.

Rosie se reclinó hacia atrás buscando la comodidad y la miró, inquisitiva.

—Bueno, ahora cuéntame qué es lo que te preocupa, chi… eh, digo… Sibylle.

Y Sibylle se lo contó todo, todo lo que sabía. Comenzó con aquel horrible sueño y se detuvo al llegar a su aviso telefónico a la clínica. Rosie alzó las cejas en un par de ocasiones y se llevó la mano a la boca cuando Sibylle le describió su encuentro con Johannes, pero no interrumpió su discurso ni una sola vez. Finalmente, Sibylle tomó un buen trago de su copa de vino y, ya en silencio, fijó la vista en la mesa ante ellas, y sólo entonces Rosie suspiró ruidosamente.

—Es la historia más rara que he oído en toda mi vida.

Sibylle no pudo impedir que sus ojos se empañaran.

—Tú tampoco me crees, ¿no es así?

Ambas se contemplaron durante largo rato, y, por primera vez desde que se había encontrado con aquella mujer tan fuera de lo común, tuvo la impresión de que su compañera reflexionaba seriamente. Al fin, Rosie asintió, despacio. Sibylle reparó absurdamente en cómo se plegaban y desplegaban las profundas arrugas del cuello de Rosie al iniciar aquel movimiento descendente con su barbilla en dirección al pecho.

—Tu historia es tan increíble que ha de ser forzosamente cierta. No es posible estar tan perturbada como para inventarse algo así.

Aunque aquello no resolvía sus problemas, Sibylle experimentó un indescriptible alivio tras oír aquellas palabras. Había conseguido desgajar un pequeño pedacito de horror de ese mundo tan irreal y ajeno en el que se encontraba desde que despertara aquella mañana. Ya no se enfrentaba a él en completa soledad.

—Te agradezco tus palabras. No te puedes ni imaginar siquiera cuánto… ¿Sabes? Yo… Bueno, en estas últimas horas, hasta yo misma me he cuestionado mi cordura. Aunque, de estar seriamente perturbada, ¿recordaría tantos detalles de mi vida en los últimos años? ¿Las experiencias vividas con Johannes, las conversaciones mantenidas? ¿Hasta el más nimio detalle de nuestra casa? Mi hijo…

Vaciló.

Rosie la interrumpió, alzando la mano y mostrándole la palma abierta en un gesto tranquilizador.

—Ya me lo agradecerás más tarde, cuando hayamos encontrado a tu hijo. Y en cuanto a las dudas sobre tu cordura, permite que una jovenzuela con la experiencia vital de una mujer de sesenta y un años te diga algo: a quien realmente está perturbado jamás se le plantean esa clase de dudas.

Sibylle inspeccionó detenidamente su dedo corazón derecho, con el que acariciaba una y otra vez el borde de su copa.

—Si Lukas se encuentra a salvo, todo lo demás ya se arreglará.

Rosie palmeó sus gruesos muslos con ambas manos y se levantó, aunque tuvo que realizar dos intentos antes de conseguir su propósito.

—Voy a por papel y lápiz. Apuntaremos lo más relevante de lo que sabemos hasta ahora, y también las cuestiones que quedan por resolver, antes de lanzarnos a la persecución de esos criminales.

Sibylle la siguió con la mirada mientras Rosie sacaba de uno de los cajones de la cómoda una pequeña libreta de notas y un bolígrafo, y, armada con ellos, retornaba a su ubicación anterior.

—Comencemos con lo último que recuerdas.

Sibylle asintió.

—Salí a cenar una noche a un restaurante griego con mi amiga Elke. Fue el trece de julio. De vuelta a casa atravesé un parque. Percibí un leve ruido y… a partir de ahí no recuerdo nada más. Debe de haber sido poco antes de medianoche.

—Esa Elke… ¿La conoces bien?

—Muy bien. Era… bueno, es mi mejor amiga.

—¿Has intentado ya localizarla?

Sibylle abrió mucho los ojos.

—No, no había pensado en ello.

Rosie trazó un enorme signo positivo en la esquina superior izquierda del papel y lo rodeó de un círculo. Debajo de aquello anotó: ¡ELKE!

—¿En quién más puedes confiar, además de en esa Elke?

Sibylle reflexionó brevemente.

—En ti, naturalmente —dijo al cabo de un rato—. Y en Lukas. Y tal vez en mi suegra. Siempre nos hemos entendido muy bien. Incluso cuando discutía con Hannes solía ponerse de mi parte. Pero en los últimos tiempos se ha vuelto un tanto extraña.

—¿Discutíais con frecuencia, tu marido y tú?

Sibylle negó con la cabeza.

—No más que otras parejas, yo diría que menos.

Rosie escribió SUEGRA debajo de ¡ELKE!

—¿Y tus padres?

—Mi padre murió de cáncer hace nueve años. Mi madre apenas dos años más tarde. No tuvo fuerzas para seguir viviendo sin él.

Rosie asintió.

—Lo siento.

Guardó silencio unos instantes.

—¿Alguien más? ¿Hermanos?

Sibylle negó con la cabeza de nuevo.

—No. Soy hija única. En realidad debería haber nombrado a mi marido en primer lugar, pero… —Calló e hizo esfuerzos por reprimir un sollozo antes de continuar—. ¿Por qué finge no conocerme? ¿Y por qué ha retocado la fotografía de nuestro viaje de bodas? ¿Quién es la mujer de la foto? No entiendo nada. Siempre creí que nuestra relación era buena. Y tampoco comprendo a la policía. El comisario, el más agradable de los dos, me comentó que habían visto fotografías de Sibylle Aurich en otras casas, en hogares de amigos y familiares, y que la mujer retratada en todas esas instantáneas no era yo, sino otra. ¡Pero eso significaría que todo el mundo está implicado en este asunto! No puede ser, ¿no crees?

Rosie dejó un hueco debajo de SUEGRA y, más o menos hacia la mitad del papel, dibujó un signo negativo, que volvió a rodear con un círculo. Debajo de éste escribió JOHANNES. A continuación, apartó la libreta, apoyó las palmas sobre la mesa y comenzó a hacer rodar el bolígrafo por aquella superficie plana con el índice y el pulgar.

—¡Quién sabe cuántas fotografías habrán visto en realidad! La primera pregunta que hemos de hacernos es la siguiente: ¿qué ha ocurrido en esos dos meses que tú no recuerdas? ¿De verdad te han mantenido inconsciente todo ese tiempo? Y luego está el asunto de tu huida. Independientemente de lo que tenían previsto hacer contigo, ¿no es raro que después de dos meses de repente te resulte tan sencillo escapar de ellos?

—Bueno… —objetó Sibylle—. A mí no me pareció precisamente sencillo.

Rosie meció la cabeza a un lado y otro.

—Pero me tienes que conceder que es, cuanto menos, extraño que la víctima de una historia, al parecer tan minuciosamente planificada, como ésta pudiera escapar sin más. ¿El sótano aquel no estaba vigilado? Y que tu marido, si se supone que forma parte de toda esta conspiración, decida avisar a la policía en lugar de asegurarse de que vuelvas a desaparecer de la circulación cuanto antes me parece igualmente inexplicable.

Sibylle meditó sobre aquello. Se pasó una mano temblorosa por la frente y le dedicó a Rosie una mirada en la que ya se había sembrado la duda.

—Dios mío. Tienes razón, Rosie. ¿Y si no eran policías de verdad? No he llegado a ver sus identificaciones. El más desagradable de los dos se la mostró a la mujer del hospital, pero quien es capaz de falsificar fotografías de un viaje de novios seguro que también puede imitar identificaciones, ¿verdad? Y también explicaría lo de las restantes fotografías que dicen haber visto: se lo han inventado todo para desconcertarme, en realidad no existen tales fotografías, imágenes que muestran a otra mujer en el lugar en el que debería aparecer yo.

Rosie volvió a coger la libreta, dejó un hueco también debajo de JOHANNES y dibujó a continuación un signo de interrogación, que rodeó de nuevo con un círculo seguido de ¿POLICÍAS AUTÉNTICOS?

Volvió a dirigirse a Sibylle.

—¿Recuerdas el nombre de los policías?

—El de más edad se llama Grohe. Creo que dijo que era comisario jefe. El nombre del otro siempre se me olvida. Espera, a ver si logro recordar…

Rosie anotó en su libreta COMISARIO JEFE GROHE.

—No te preocupes, Sibylle, al menos disponemos ya del nombre de uno de ellos. Y ese hombre que has visto en el hospital, ¿estás segura de que te observaba?

—Sí, completamente segura. Me estaba vigilando, y también se encontraba cerca cuando subí a tu coche.

A HOMBRE DESCONOCIDO le fue asignado un espacio justo debajo de los policías.

—Bien. Ya tenemos algo por lo que empezar. Quizá deberías llamar ahora a tu amiga Elke. Estoy intrigada por ver cómo reaccionará. ¿Conoce bien a tu marido?

—Bastante bien. Lo conoció en la misma época que yo.

Rosie asintió.

—Es decir, que se tambalea.

—¿Cómo? —preguntó Sibylle algo confusa.

—Que se tambalea. Es decir, que la confianza que debes tener en ella es limitada, porque debes contar con que…

—¡No, no lo creo! —la interrumpió Sibylle.

Elke no. ¡No!

—Nos conocemos desde el colegio. Jamás me haría daño.

Rosie rebuscó a un lado del sofá, donde, sobre una pequeña mesita auxiliar, descansaba el teléfono. Le acercó el auricular por encima de la mesa.

—Pues vamos allá, entonces. Sólo intentaba evitarte una nueva decepción.

Sibylle tecleó con dedos temblorosos el número de su amiga. Tras sonar tres veces, se conectó un contestador automático que, utilizando la voz de Elke, le explicó que en aquellos instantes no había nadie en casa, pero que tras el pitido que seguiría a continuación el interesado en ello podría dejar algún mensaje y también su número de teléfono y Elke se con prometía a devolver la llamada lo antes posible. Sibylle se dispuso a obedecer y dejar un mensaje, pero, finalmente, se decidió en contra. No podía ni imaginar siquiera que su amiga Elke estuviese implicada en aquel terrible asunto, pero era mejor ser cautelosa.

Quizá haya alguien escuchando los mensajes de Elke…

Pulsó el botón rojo y dejó el auricular sobre la mesa.

—No hay nadie en casa —explicó en tono neutro.

—Bueno —dijo Rosie, recurriendo entonces a la libreta que tenía ante sí—. ¿Y dónde vive tu suegra?

—En un geriátrico. A unos veinte kilómetros de aquí.

—Bueno, pues vayamos a hacerle una visita a la anciana señora.

Sin aguardar respuesta, se levantó y comenzó a arreglarse la ropa.

—¿Recuerdas cuándo fue la última vez que visitaste a tu suegra acompañada de tu hijo?

Sibylle se dispuso a contestar de inmediato, pero tuvo que callar. Buscó en su memoria algún recuerdo de alguna escena en la que Lukas y Else aparecieran juntos, pero no logró localizar ninguna.

Nieve y ruido blanco.

Podía rememorar hasta el más mínimo detalle de múltiples encuentros mantenidos con la madre de su marido, pero en ninguna de esas imágenes mentales aparecían juntos la anciana y Lukas.

¿Le he llevado alguna vez a ver a su abuela? Y, si no es así, ¿por qué no?

—¿Tanto tiempo hace? —preguntó Rosie, y Sibylle gimió en voz baja.

—No lo entiendo, pero… No lo sé. No puedo recordarlo.

Una mano tranquilizadora se posó en su hombro.

—Bueno, que no cunda el pánico. Te han golpeado la cabeza y has estado fuera de circulación durante unos dos meses. A pesar de todo lo que has pasado, tu cerebro rige bastante bien. Si ahora te falla un poquito el recuerdo cuando piensas en tu suegra, no creo que pueda considerarse grave. En otros tiempos, yo misma hubiera dado cualquier cosa por olvidarme de la mía, esa arpía venenosa.

Sibylle levantó la mirada hacia Rosie.

—Y si resulta que yo… Quiero decir, ¿y si hay algo en mí que no va bien?

Por toda respuesta, Rosie movió la mano en un gesto de impaciencia.

—Venga, vamos a visitar a tu suegra. Luego ya veremos qué ocurre.

Sibylle asintió finalmente y se levantó a su vez.

Estaba segura de haber detectado algo semejante a la confusión en el rostro de Rosie.