Capítulo 5

Sus piernas se negaron a sostenerla. No sucedió de forma repentina, fue más bien como si su esqueleto, esa estructura que habitualmente le permitía mantenerse erguida, estuviese compuesto por un material semejante a la cera, en lugar de formado por huesos, y se hubiese calentado hasta comenzar lentamente a derretirse, incapaz de mantener su firmeza. Sin poder impedirlo, se sintió caer, despacio, deslizándose poco a poco hacia el suelo, hasta aterrizar sobre las arenosas piedras del camino de entrada. Allí permaneció, sentada e inmóvil.

Dos meses. De modo que Muhlhaus no le había mentido. Al menos no en ese punto.

Pero ¿cómo puede ser cierto?

¿Y por qué insistía Hannes en no reconocerla?

—Hannes, no sé qué te ocurre, pero… es posible que tras mi accidente mi aspecto sea algo diferente. No sé por qué no me reconoces, pero deja que te demuestre que, efectivamente, soy yo. Pregúntame algo, por favor. ¿Hannes? Pregúntame algo que sólo pueda saber… que sólo pueda saber tu mujer, Sibylle. ¿Te parece bien?

No detectó en él reacción alguna.

—Por favor —suplicó.

Él continuaba contemplándola, aturdido, y los segundos se transmutaron en eternidades antes de que, al fin, inclinara la cabeza y soltara una risa seca y desprovista de alegría.

—Supongo que se trata de una broma de mal gusto.

Cuando volvió a alzar el rostro para mirarla, su expresión era pétrea.

—Dígame, por ejemplo, dónde guarda Sibylle su colección de monedas.

Ella sonrió, aliviada.

—¿Colección de monedas? Nunca tuve algo así. La que hay en esta casa es tuya y la guardas en la cómoda de nuestro dormitorio, en el cajón inferior.

—¿En qué pie tengo una marca de nacimiento?

—En el izquierdo, en el talón. Últimamente había aumentado un poco de tamaño y te habías propuesto, ya el año pasado, ir a que te lo extirparan. Pero no haces más que buscar excusas a fin de no acudir al dermatólogo.

Su rostro daba claras muestras de sorpresa.

—Continúa, Hannes —le incitó, con ninguna otra cosa que Lukas en mente. Tenía que entrar en aquella casa, de inmediato.

—El día en que desapareció Sibylle le estuve leyendo un artículo del periódico que me había llamado la atención. Bien, pues de qué…

—No fue ningún artículo, me leíste mi horóscopo. Te pareció divertido, porque me pronosticó el próximo encuentro con mi verdadero amor.

Sibylle advirtió el desconcierto de su marido y aguardó unos instantes antes de hablar.

—¿Me crees ahora? ¿Hannes?

En él parecía tener lugar una importante lucha interna. Finalmente la hizo pasar con mirada fría y voz monótona.

—Entre.

—Gracias.

Lukas. Por fin. ¡Lukas!

Se adentró en su hogar, se desprendió del abrigo de Rosie en el pasillo, colgándolo en el perchero del recibidor. Constató en aquel instante que aún se aferraba a la nota con el número de teléfono de Rosie. Ignoraba por qué, pero había algo que le impedía deshacerse de ella. Con un gesto decidido, bajó la mano y lo fijó a su cuerpo con el elástico de las bragas.

Cuando se volvió, vio cómo Hannes contemplaba confuso el fino camisón que vestía.

—Te lo explicaré todo más tarde —aseguró ella y se dirigió confiadamente al salón—. Hannes, ¿dónde está Lukas?

Él dudó.

—¿Lukas?

Dios, Hannes, pero ¿qué te pasa?

—Sí, Lukas, nuestro hijo.

Pausa.

—Ah, sí, Lukas. Pues… no está aquí —contestó él, dubitativo—. Está en casa de un amigo.

—Pero ¿se encuentra bien? ¿En casa de quién? ¿Puedes llamar, por favor? Me gustaría hablar con él.

—Pues está… en… en casa de un chico al que ha conocido hace poco, escasos días. Muy agradable. Buena familia. Muy buena.

Sibylle no pudo reprimir un leve gemido. Se sentía desconcertada por el comportamiento anormal de Hannes, por su extraña forma de expresarse. Parecía estar moviéndose en un mundo en el cual ni el detalle más nimio coincidía con lo esperado. Se esforzó por impregnar de firmeza su voz.

—Te propongo lo siguiente: Mientras subo arriba a ponerme algo más decente, llama a casa de ese niño y le dices a Lukas que su mamá ya ha vuelto. Y después me gustaría hablar con él.

Él asintió, y ella, confiada, abandonó el salón. Hubo de parar y apoyarse en la pared cuando apenas había subido la mitad de las escaleras, porque experimentó un repentino mareo.

Mi cabeza…

¿Qué clase de pesadilla es ésta?

Contempló los escasos escalones que la separaban de la planta alta y sintió la urgente necesidad de dirigirse hacia la habitación de su hijo y tomar entre sus manos algunas de sus cosas, algo que conservara aún su particular olor.

Subió los últimos escalones con decisión, pero dudó al situarse en el pasillo de la planta superior.

¿Qué quiero…? ¿Dónde…?

Se sentía como si hubiera abusado del alcohol hasta el punto de que cosas que pocos instantes antes le habían parecido de suma importancia de repente pasaban a ser tan irrelevantes que incluso se olvidaba de ellas.

Sibylle omitió la visita a la habitación de su hijo y se giró en dirección a su propio dormitorio.

Ante la luna que cubría el amplio armario pudo verse a sí misma por vez primera desde su vuelta a la vida y aquella mujer que le devolvía la mirada en el espejo le pareció un tanto extraña. No podía decirse que no se reconociera a sí misma, no se trataba de eso, por supuesto que su imagen le resultaba familiar, pero simplemente eso, familiar, como si estuviera contemplando más bien a una hermana o a una amiga que reparando en su propio reflejo. El cabello rubio y rizado que le llegaba hasta los hombros era tan indiscutiblemente suyo como las pecas esparcidas alrededor de su nariz. Aparentaba ser algo más alta del metro setenta que medía, pero probablemente era la puerta ligeramente inclinada quien causaba aquella errónea impresión. Aquella mujer del espejo no era sino ella misma, de ello no cabía ninguna duda, y su aspecto era juvenil para sus 34 años, pero…

Seguía pareciéndole extraña. Tan extraño como todo en aquellos instantes.

Abrió la puerta del armario, se enfundó unos vaqueros y una camiseta blanca y constató la pérdida de algunos kilos en los últimos dos meses, pues los pantalones le quedaban muy holgados y colgaban de su cintura, le sobraba como mínimo una talla. Y, además, eran demasiado cortos. Probablemente Johannes los había lavado y confundido el programa de la lavadora.

Es igual. Al menos ya no correteo por ahí medio desnuda como si me hubiese fugado de un psiquiátrico.

Completó su atuendo con una chaqueta de algodón y volvió a calzarse los mocasines de Rosie, que le parecían sumamente cómodos.

Al abandonar el dormitorio, su mirada recayó sobre una fotografía colocada sobre la mesita de noche en el lado de la cama en el que dormía su marido y se detuvo un momento. Recordaba aquella imagen.

De nuestro viaje de novios, en Creta.

Hannes le había ofrecido la cámara a un joven y bien parecido griego a quien rogó que tomara una instantánea de ambos.

Con una sonrisa en la que se traslucía la ternura que sentía, se acercó a la mesita, levantó el marco de madera y examinó detenidamente la fotografía. En el mismo instante en el que sus ojos se posaron en ella, sin embargo, ésta se le escurrió de sus dedos fláccidos y cayó al suelo, quedando cara arriba sobre la alfombra.

Sibylle, incapaz de moverse, miraba fijamente la fotografía mientras se analizaba detenidamente a sí misma, buscando algún indicio de que su mente hubiera ya dejado de responder a la anómala situación en la que se encontraba y se hubiese decidido a sumergirse en una crisis nerviosa.

Lentamente se agachó para poder contemplar con mayor detenimiento aquel retrato. Correcto el entorno, Hannes tenía el mismo aspecto que ahora, sólo que ligeramente rejuvenecido, pero la mujer a la que abrazaba… aquella mujer no era ella. Esa mujer era igualmente rubia, pero era evidente que se trataba de una persona totalmente distinta. Sibylle tenía la sensación de que la conocía, aunque ignoraba su nombre, y tampoco podía recordar cuándo o dónde se habían visto.

¿Qué hace esa mujer en una fotografía de mi viaje de novios? Y con Johannes, mi marido…

Se levantó y se sentó en el borde de la cama.

De acuerdo, vamos aponer las cosas en claro: He perdido dos meses de mi vida. He estado encerrada en el sótano de un hospital y he golpeado a uno de los médicos para poder escapar. He corrido semidesnuda por las calles de Ratisbona y una señora mayor y muy agradable me ha traído hasta mi casa. Una vez en ella, mi marido me ha informado de que no es mi marido y que yo no soy yo. Puedo convencerle de que al menos me escuche, pero en mi dormitorio me encuentro con una fotografía de mi marido en nuestro viaje de novios con una mujer que no soy yo a su lado.

La pared del dormitorio en la que mantenía fija su mirada se tornó borrosa por las lágrimas que comenzaron a empañar de nuevo sus ojos. Sibylle se levantó lentamente y salió de aquella habitación como sonámbula. Apenas se apercibió del chasquido seco que sonó cuando pisó el marco de la fotografía con uno de sus pies.

Cuando entró en el salón vio que Johannes se había sentado en el que era el sillón favorito de ella, el que siempre solía utilizar para ver la televisión. Advirtió que él se estremecía, lo cual atribuyó al extraño aspecto que ofrecía con aquellos pantalones tan anchos y cortos.

—¿Has llamado ya? —inquirió.

No mencionaré la fotografía. Mejor no.

—Sí —repuso él, con demasiado apresuramiento, según le pareció—. Los padres de su amigo lo traerán en breve. En unos minutos estará aquí —aclaró, con una sonrisa torcida.

Sibylle se sentó en el sofá.

—Bien, está bien —repitió, aunque en aquel preciso instante nada en su vida estaba bien.

La fotografía, el extraño comportamiento… Tenía la impresión, casi la certeza, de que Hannes fingía. Tal vez, en cuanto se le presentara la oportunidad, debería desaparecer de allí con su hijo. Ya reflexionaría tranquilamente sobre todo cuando Lukas y ella se encontraran a salvo.

¿Pero a dónde…? ¿Y cómo…? Y además no tengo… ¡El viejo azucarero, en el armario de cocina!

Llevaba dos años apartando algo de dinero, ya que pretendía regalarle a Johannes por su cuarenta cumpleaños, es decir, al año siguiente, aquello que constituía la ilusión de su vida: una licencia de vuelo para aviones ultraligeros. Ahora, seguramente, su marido tendría que prescindir de ella.

—Voy a por algo de beber —comentó, del modo más desenfadado que le fue posible—. ¿Quieres que te traiga algo?

—No… No, gracias.

Una vez en la cocina consultó la hora en el reloj de la pared: las 12.40. Hasta ese momento había ignorado si era por la mañana o por la tarde. Se dirigió al armario situado justo al lado del fregadero y lo abrió. El corazón le tamborileaba en el pecho mientras apartaba algunas conservas con la esperanza de que Johannes no hubiera descubierto su escondrijo en el intervalo en el que había estado fuera. Pero la lata con el intrincado dibujo floreado seguía aún en el lugar en el que la había dejado, al fondo del armario. Sibylle la sacó y la abrió, nerviosa, con dedos torpes. Aliviada, comprobó que en su interior continuaba el fajo de billetes que había guardado en ella. Lo sacó, introdujo el dinero en el bolsillo de los vaqueros, sin contarlo, tapó la lata de nuevo y la volvió a colocar donde la había encontrado. Ignoraba qué cantidad había logrado ahorrar hasta la fecha, pero suponía que habría alrededor de unos mil euros. Con aquello debería ser suficiente para empezar.

Mientras abría el frigorífico, oyó unos pasos en el pasillo y los murmullos ahogados de varias voces.

Su corazón dio un vuelco.

¡Lukas! Dios mío, ¡al fin!

Rió, feliz, y estuvo a punto de salir corriendo de la cocina, pero se detuvo en seco justo antes de alcanzar la puerta. Dos hombres la estudiaban con grave semblante desde el pasillo. El más cercano a ella llevaba el pelo rubio muy corto, y sus pómulos marcados le proporcionaban a su rostro anguloso, ligeramente bronceado, un aspecto muy masculino. Parecía andar al principio de la treintena. El segundo contaría con una década más. Una guirnalda de cabello oscuro, aunque salpicado de hilos plateados, cercaba su calva algo más que incipiente.

—¡Ésta es, ahí está esa mujer! —gritó Johannes, señalando hacia ella, aparentemente histérico.

—¡Hannes! —exclamó Sibylle—. ¿Dónde está Lukas? ¿Y quiénes son…?

—Buenos días —la interrumpió el hombre más joven—. Soy el comisario Martin Wittschorek. Y mi compañero es el comisario jefe Oliver Grohe. ¿Podría facilitarnos su nombre, por favor?

—Me llamo Sibylle Aurich y vivo en esta casa —explicó ella mecánicamente, esforzándose por mantener la calma—. ¿Qué hacen ustedes aquí? ¿Le ha ocurrido algo a mi hijo?

—No sabemos nada de su hijo —explicó Grohe a su vez—. Estamos aquí porque el señor Aurich nos ha llamado…

¿Johannes? ¿Por qué? ¡Claro! ¡Naturalmente! Hace dos meses que se me da por desapareada, está obligado a informar a la policía y ésta debe, por supuesto, interrogarme.

—Les diré todo lo que sé, pero, por favor, mi hijo llegará de un momento a otro. Quiero comprobar antes que nada que se encuentra bien.

Grohe arrugó la frente.

—¿Todo lo que sabe sobre qué?

—Pues sobre mi secuestro.

Los policías intercambiaron una rápida mirada para finalmente enfocar a Johannes con una expresión que a Sibylle le resultó difícil de interpretar.

—Ya les he dicho que esta mujer está loca —explicó Johannes, muy alterado—. Conoce detalles increíbles de nuestra vida privada, por lo que ha de estar relacionada con este asunto. Casi me hizo creer que… que mi mujer había vuelto y, por causas desconocidas, se hubiera modificado su aspecto. Incluso habla igual que Sibylle. Han debido de estar interrogándola a fondo todo este tiempo para saber todas esas cosas.

Pero… —mudó la expresión—. Mi mujer ha sabido tenderles una trampa.

Tanto Sibylle como los dos policías le miraron inquisitivamente. Fueron pasando unos segundos que él parecía, curiosamente, saborear, antes de continuar explicándose.

—Al parecer, Sibylle le ha hecho creer a esta señora que tenemos un hijo, de nombre Lukas. Y con ello ha conseguido engañarla por completo.

Y fue ése el instante en el que su mundo se desintegró finalmente, quedando la realidad oculta tras un tupido velo.

Percibió las voces aún antes de abrir los ojos.

—Parece que vuelve en sí.

Sintió la voz lejana, como si retumbara en una pared acolchada por completo con balas de algodón antes de alcanzarla a ella.

Estaba tumbada en el sofá del salón. El más joven de los policías, cuyo nombre ya había olvidado, se había agachado a su lado. Giró levemente la cabeza y vio también a Johannes y al otro policía, que estaban de pie junto a la chimenea y conversaban en susurros.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó suavemente el hombre que se encontraba a su lado.

—Mal —susurró ella, intentando incorporarse con sumo cuidado. El policía se irguió y se sentó a sus pies una vez que ella hubo apartado las piernas del sofá.

Se peinó el cabello con los dedos de ambas manos mientras miraba a aquel hombre. Era absurdo, pero le resultaba simpático.

—¿Por favor, podría decirme qué ha pasado? Mi marido… ¿Saben algo de mi hijo?

Él meció la cabeza a un lado y otro.

—Manteníamos la esperanza de que usted nos lo aclarara, nos explicara qué hace aquí. Deberá responder a algunas preguntas. En cuanto a su hijo… Para facilitarle esa clase de información primero necesitaría saber quién es usted.

Sibylle se pasó la mano por el rostro, como si pretendiera eliminar algún tipo de suciedad. Suspiró, finalmente.

—Pero si ya se lo he dicho. ¿Vamos a empezar otra vez con eso? Me llamo Sibylle Aurich, vivo aquí, en esta casa, aunque mi marido lo desmienta. Y antes que nada quiero saber dónde se encuentra Lukas. ¿Me oye usted? ¡Quiero ver a mi hijo! ¡Ahora mismo!

Había alzado la voz.

El comisario lanzó una mirada rápida a su compañero y sólo replicó cuándo este último asintió.

—Usted no es Sibylle Aurich —la contradijo con voz calma—. Nos ocupamos del caso de la desaparición de la señora Aurich desde el principio, hace ya dos meses, y hemos visto muchas fotografías de ella en este tiempo. No sólo aquí, en esta casa, sino también en la de amigos y parientes. En todas esas fotografías la mujer retratada era la misma y definitivamente no se trataba de usted. Y también conocemos con toda seguridad un detalle importante: Sibylle Aurich no tiene hijos.

Se produjo una pausa.

—Tendrá usted que acompañarnos —completó el comisario Wittschorek. Sibylle acababa de recordar su nombre.

Acompañarnos.

Fue incapaz de reaccionar. Su mente buscaba febrilmente alguna salida de tal absurda situación.

Sibylle Aurich no tiene hijos.

Necesitaba alguna explicación que no implicara obligatoriamente su demencia. Pero no se le ocurría ninguna.