Capítulo 4

—Indícame dónde vives, chiquilla. Te llevaré a casa y podrás reconciliarte con tu príncipe.

Sibylle abrió los párpados para mirar a la mujer.

A pesar de que debía realizar importantes esfuerzos para habituarse a aquel llamativo color de pelo, y aun considerando lo inadmisibles que resultaban sus gafas, le era simpática.

Sibylle le describió el camino hasta su casa y la mujer asintió.

—Conozco el lugar. Por cierto, mi nombre es Rosemarie Wengler —informó, sonriéndole directamente a la cara durante un tiempo tan prolongado que se hubiera empotrado contra el coche de delante de no haber advertido Sibylle la creciente sombra y lanzado un grito de advertencia.

Rosemarie frenó bruscamente, quedando parada a muy escasos centímetros del Golf azul que las precedía, pero continuó con su charla como si el incidente no se hubiese producido.

—Mis amantes me llaman Rosie.

Sibylle volvió la cabeza en su dirección.

—Y, por supuesto, tú también puedes hacerlo.

Sibylle sentía un profundo malestar y la preocupación por su hijo generaba tal fragilidad en su cordura que esperaba volverse loca en cualquier momento; pero, a pesar de todo ello, no pudo evitar esbozar una sonrisa.

—Yo soy Sibylle —se presentó—. Y le estoy muy agradecida por su ayuda.

Rosie rehusó con un gesto.

—Tonterías. Nosotras, las jóvenes, debemos ayudarnos las unas a las otras, ¿no es así? —afirmó—. Estaba bromeando —añadió, riendo, tras una breve mirada de reojo a Sibylle.

Rosie parloteó sin descanso durante todo el trayecto. Sibylle sólo le prestaba atención a medias, pero aun así quedó informada de ciertos detalles de la vida amorosa de Rosie, los sofocos que padecía debido a la menopausia y las interioridades de una boutique en el centro histórico de Ratisbona en la que se podían encontrar prendas maravillosas para chicas que eran, tal como ella lo formulaba, algo robustas. No le preguntó nada a Sibylle, y está se sintió a la vez aliviada y agradecida.

Finalmente aparcaron delante de la bonita casa unifamiliar de fachada blanca que Johannes y ella habían adquirido dos años atrás a una pareja incapaz de afrontar la hipoteca después de que el marido hubiese perdido su empleo.

Sibylle examinó el frontal de la casa a través de la ventanilla y sintió acelerarse los latidos de su corazón.

Johannes. Lukas.

Ansiaba verlos a ambos, encontrarse ya en casa. Se giró, asustada, al percibir el sonido de un papel que se rasgaba.

—Aquí —le tendió Rosie un pequeño pedazo de papel que al parecer había arrancado del cuaderno de notas que ahora descansaba en su regazo—. Éste es mi número de teléfono. Si él te molesta demasiado y vuelves a sentir la necesidad de saltar a la calle medio desnuda, llámame. Puedo desvestirme yo también y acompañarte.

Sibylle tomó la nota.

—Tiene usted…

—Tienes tú.

—Gracias, Rosie.

Sibylle abrió la puerta para apearse cuando Rosie la detuvo.

—¡Espera!

Con cierta dificultad, y acompañándose de algunos quejidos, recuperó del asiento trasero un abrigo oscuro y se lo ofreció a Sibylle.

—Siempre lo llevo en el coche. Por si acaso. Ya sé que no es demasiado apropiado para la estación, pero sí mejor que eso que llevas —aclaró, señalando el camisón—. ¿Qué número de calzado tienes? —preguntó a continuación, en cuanto Sibylle recogió el abrigo.

—Un treinta y ocho. ¿Por qué?

Por toda respuesta, la mujer se inclinó hacia delante, rebuscó a sus pies y le entregó sus propios zapatos. Se trataba de mocasines sin tacón de color turquesa, con aspecto de ser muy cómodos.

—Toma. Estos son del cuarenta, pero te servirán. Siempre es mejor que queden grandes que no pequeños.

Sibylle dudó, pero Rosie le depositó los zapatos sobre el abrigo con decisión.

—Venga, cógelos. Puedo conducir descalza sin problemas. Y ahora, reúnete con tu marido.

Sibylle tomó la mano de Rosie y la mantuvo apretada unos instantes. Después se apeó del coche, se agachó y deslizó sus pies desnudos en sus nuevos zapatos.

A pesar de la cálida temperatura, se abotonó el abrigo hasta arriba. Era, como mínimo, tres tallas superior a la que necesitaba y colgaba de sus hombros de modo amorfo.

Apenas se dio cuenta de cómo se alejaba el coche a sus espaldas, ya que aquella extraña sensación de irrealidad había extendido de nuevo sus zarpas para atraparla. Como una certeza de que algo iba mal. Incluso su casa le pareció de repente menos familiar de lo esperado. No creía estar ante el apacible hogar en el que había vivido tantos y tantos momentos de felicidad junto a Lukas y Johannes, sino ante una copia; muy bien reconstruida, sí, pero salpicada de pequeñas erratas e imperfecciones, de modo que no se sentía cómoda al relacionarla consigo misma y su familia.

¿Qué te ocurre, Sibylle Aurich?

El temor a perder, o quizá incluso haber perdido ya por completo, la cordura era tan palpable que sintió deseos de gritar.

Incapaz de permanecer allí durante más tiempo sin moverse, hizo acopio de todas sus fuerzas y se dirigió a la puerta de entrada.

En el jardín, al que se accedía por un estrecho sendero en el lateral derecho de la casa, había una llave de repuesto para casos de emergencia, oculta debajo de una maceta, pero consideró más apropiado llamar al timbre. Aunque sabía con certeza que era imposible que su coma hubiese durado dos meses, ignoraba cuánto exactamente llevaba alejada de su familia. No quería darles un susto mortal a Lukas o a Johannes materializándose de repente en el salón de su casa.

Tímidamente, como si pudiese destruir algo importante, pulsó el botón del timbre junto a la puerta. Sonó el tintineo acostumbrado, y el latido de su corazón se aceleró tanto que creyó poder distinguir con claridad cómo se deslizaba la sangre perezosamente por el interior de su oído.

¡Por favor, Dios, haz que estén en casa!

Cuando oyó a través de la puerta acercarse unos pasos, sus ojos se empañaron de lágrimas por la intensa emoción que experimentaba. La puerta, finalmente, se abrió, y ahí, ante ella, apareció Johannes. Sin esperar a que su marido reaccionara, gritó su nombre y se lanzó a sus brazos. Anhelaba abrazarlo, besarlo, apoderarse de su calidez y cercanía, pero… él, en lugar de, a su vez, alborozarse, rodearla con sus brazos, abrazarla, la apartó tan bruscamente de sí, que estuvo a punto de hacerla caer.

—¿Se ha vuelto usted loca? —le gritó, furioso—. ¿Quién es usted y qué pretende?

Sibylle quedó paralizada. Fue incapaz de reaccionar, de pronunciar una sola palabra. En su mente se había producido un vacío en el que las palabras explotaban, desintegrándose antes de que pudiera proporcionarles su forma final y definitiva. Se mareó, y la imagen de Johannes comenzó a oscilar peligrosamente. Su marido intentaba alisar el rojo jersey de cuello de pico que ella misma le había regalado el año anterior con ocasión de su treinta y ocho cumpleaños.

La vigilaba como si fuese una extraterrestre, paseando su mirada del amplísimo abrigo a los mocasines color turquesa para finalmente detenerse en su rostro.

—¿Pertenece usted a alguna secta? —le preguntó fríamente.

Sibylle clavó los ojos en su marido.

—Lo siento, pero no hay…

—¡Hannes! —le interrumpió Sibylle, con voz tan ronca que ni ella misma pudo identificarla como suya—. Hannes, pero ¿qué dices? Soy yo. Sibylle.

Él alzó las cejas y arrugó la frente.

—¿Sibylle? ¿Qué Sibylle? ¿Y por qué utiliza usted mi diminutivo?

La parálisis y el terror la abandonaron tan repentinamente como habían surgido y quedaron sustituidos por la cólera, sentimiento que la apresó con la fuerza de un volcán.

—¡Pero, Hannes! ¡Ya me estoy cansando de estas estupideces! —le gritó al hombre con el que se había casado y que, sin embargo, fingía no conocerla—. ¿Os habéis vuelto locos todos? Mírame bien, Johannes Aurich. Estás viendo a tu mujer, Sibylle Aurich. Mi apellido de nacimiento es Fries. Nos casamos el 25 de junio de 1999. Me acabo de despertar en un sótano en el que pretendían mantenerme encerrada. Y ahora, maldita sea, dime que sabes perfectamente quién soy y que querías gastarme una broma, y a continuación déjame entrar en casa, pues no me encuentro bien y tengo muchas preguntas que hacerte. Además, me gustaría ver a Lukas inmediatamente. ¿Dónde está? ¿Está bien?

La sorpresa hizo que Johannes se quedara mirándola, fascinado, con la boca abierta.

—¿Quién dice que es usted? —tartamudeó al fin, pasándose una mano temblorosa por la frente. Mostrando su incredulidad, sacudió a continuación la cabeza como queriendo despejar su mente.

Ella, sin fuerzas ya, rompió a llorar. Se le acercó despacio mientras las lágrimas abrían húmedos, cosquilleantes surcos en sus mejillas.

—Hannes… de verdad que no sé… tú… me estás asustando. Mucho. ¿Puedes parar, por favor? No sé qué me ha pasado. Sólo recuerdo que tras cenar con Elke aquella noche en el griego decidí cruzar el parque. Y que me asaltaron. Y lo próximo que recuerdo es mi despertar, hace un par de horas, en el sótano de un hospital. Por favor, Hannes, ya no lo soporto más. Déjame, al menos, ver a Lukas.

Él no se había apercibido hasta entonces de que ella se le había ido acercando, y al detectar aquella proximidad dio un salto hacia atrás. Dobló la espalda, inclinándose hacia delante y apoyó las manos en los muslos, como si necesitara recuperar aliento después de una agotadora carrera. Alzó la cabeza de nuevo, muy despacio.

—¿Quién es usted y a qué demonios está jugando? —susurró—. Mi mujer… Sibylle fue atacada, sí. Y nadie sabe…, Ella… ha desaparecido.

Bajó aún más la voz, que se convirtió en un murmullo prácticamente inaudible.

—Y de eso hace ahora casi dos meses.