Siguió con la mirada al automóvil en el que ella acababa de desaparecer y que había estado a punto de provocar un accidente. Cuando lo perdió de vista entre el tráfico, sacó del bolsillo su teléfono móvil y marcó un número.
Su interlocutor parecía haber estado aguardando aquella llamada con el teléfono en la mano, pues respondió de inmediato.
—Soy yo —anunció, escueto, y ofreció también en breves palabras su informe.
—Muy bien, Hans —aprobó el otro, una vez hubo guardado silencio—. Ahora, ve a la casa.
Con esas palabras se dio por terminada la conversación.
Hans cerró la tapa del teléfono, lo introdujo de nuevo en el bolsillo de sus vaqueros y se puso en marcha.
Su propio vehículo estaba estacionado delante de la clínica. Al dirigirse hacia allí estuvo a punto de pisar la piel de un plátano que algún inconsciente había arrojado a la acera. La advirtió en el último segundo. Mientras continuó avanzando, imaginó qué hubiera pasado si hubiera resbalado, caído y se hubiera roto algo. Un acontecimiento aparentemente trivial con consecuencias, sin embargo, tal vez de gran alcance. Para el Doctor. Para ella…
Hans imaginaba a menudo cosas como aquélla. La vida consistía en una sucesión de acontecimientos que afectaba a personas, animales, cosas, que, continuamente, a cada segundo, se aproximaban de forma radial. Cada choque, cada contacto entre ellos, constituía un suceso, y cada una de estas contingencias merecía ser analizada detenidamente, pues con apartar sólo a un único elemento de su trayectoria original, el mundo podía llegar a modificarse sustancialmente.
Por ejemplo: si un perro, cuyo destino era coincidir en una acera con un arrugado trozo de papel, una marchita hoja de arce, infinitas motas de polvo, y, tal vez incluso, un poco de barro, era arrojado sin embargo de una patada hacia el centro de la calzada, aquel primer acontecimiento no tendría lugar, sino que sería sustituido por otra combinación de elementos que tal vez combinaría al perro, muchas otras partículas minúsculas, y un coche, en cuyo asiento del acompañante viajaba un niño que estaba destinado a convertirse en canciller cuarenta años después. Destino que ya jamás se cumpliría, porque el conductor del automóvil en el que viajaba, al intentar evitar al perro, invadiría el carril contrario y chocaría frontalmente con un coche que circulaba en dirección opuesta.
Cuarenta años después sería por tanto elegido como canciller una persona cuya locura aguardaba pacientemente, bajo una delgada capa de aparente genialidad, a que llegara el momento idóneo para salir a la luz y causar el máximo perjuicio posible al mundo entero. Y todo ello sucedía por una leve modificación en el elemento «perro».
Hans reflexionaba sobre estas cuestiones porque sucedía con frecuencia que él mismo modificara ciertos acontecimientos al influir sobre uno o varios elementos. No porque proyectara a perros a las calzadas de una patada, ni en sueños pensaría en algo así, le gustaban mucho los animales. Eran los elementos humanos a los que solía apartar de una sucesión lógica y previsible de acontecimientos.
Alcanzó su automóvil. Se sentó detrás del volante y dedicó unos instantes a intentar adivinar cuándo llegaría el momento en que se viera obligado a influir decisivamente en ella. Ella, es decir, el elemento que el Doctor llamaba Jane Doe.
—Jane —murmuró Hans, y recordó el pasillo oculto.