LAS PALABRAS DEL PUNTO FINAL

A veces, la única manera de finalizar un libro es volver al principio, esto es, darse. Podemos escribir un prólogo, un prefacio, una introducción, algo que en este retorno a los inicios nos libere de las pesadillas del punto final. No es tan fácil sin embargo leer ese punto, que es una señal y que traba y enlaza los hilos que forman el texto. Basta con cerrar, quizás, el libro, con apartarlo, con ponernos a otra cosa, pero su decir, por muy sencillo y pobre que sea, nos acompaña y podría ocurrir que permaneciera con nosotros. Todo parece haber sido una coartada para conducirnos a ese punto final en el que de nuevo se abre, en el mejor de los casos, un espacio en blanco. Ya no podemos demorarnos para encontrarnos una vez más con nosotros mismos. En cierto modo, y a pesar de las apariencias, no hemos dejado de acompañarnos en un viaje en el que nosotros mismos formábamos parte no solo del paisaje, sino de la aventura, con independencia del protagonismo. Alzar la vista tampoco resulta ser una buena solución, pero en cualquier caso no es cuestión de quedar atrapados en ese punto que, a su modo, es capaz de resumir lo que nos espera. Mientras no ocurra, ese punto final tiene aires de suspenso, deja en suspensión, en puntos suspensivos…

Tal vez esta sea la razón por la que un libro no silencia a los demás, por qué no es suficiente, por qué hemos de proseguir, por qué no cesamos de leer. Ni de aprender, ni de vivir. Al menos, mientras leamos. Una suerte de vértigo, de succión, de torbellino nos atrae hacia ese punto que sin embargo se resiste a abarcarlo y a resumirlo todo. No estamos en condiciones de decir «punto y final», «punto y se acabó», «dicho queda, y punto». El punto final reúne las posibilidades, pero ni las reemplaza ni las sustituye.

Semejantes consideraciones podrían parecer innecesarias y, en todo caso, infecundas, aunque nos permiten la memoria de que no hay que tratar de decirlo todo, no hay que pretender zanjar de una vez con la lectura lo que el texto pueda ofrecer, no hay que aniquilar su decir, no hay que dar por finiquitada su palabra, no hay que acallar al lógos, siempre capaz de abrirse paso, incluso en las peores circunstancias. Y no hay que descartar que volvamos a su lectura o que a través de la acción de leer alguien reescriba el texto, logrando que diga lo que hasta entonces nadie, y menos su autor, fue capaz de decir.

El punto final deja tras de sí el espacio de lo que cabe ser dicho. No cierra, abre. Cuanto más se diga, no queda menos por decir. Al contrario. Pero lo que queda no es una cantidad que habrá de postularse. Quizás un texto hace también crecer las posibilidades de nuevos silencios, de otros restos que se resisten a hacerse oír porque ese es su modo de ser palabra. El punto final inaugura otro silencio. No pocas veces lo necesitamos. Preferimos que en él el ruido, el vaivén, la proliferación de decires y de actividades queden clausurados. Y tal vez así se haga posible una nueva escucha. Leer nos permite acceder a otro modo de oír. No solo el murmullo incesante, la miríada de cosas dichas, ambos sin duda tan fecundos y necesarios. También de escuchar la palabra de los demás que, no hemos de olvidarlo, son asimismo lectores.

En la despedida de un libro reconocemos que esta no se concentra en el momento en el que nos desprendemos de él. Una sucesión de puntos hace señas a lo largo del texto. Son mojones de un itinerario de pérdidas que nutren e indican la finitud de nuestras palabras. En algún sentido, todos estos puntos, que marcan más que pausas cierta culminación sin plenitud, reaparecen vibrantes en el punto final que los convoca y les procura un sentido nuevo. No es suficiente, por tanto, con un solo punto. Pero estamos en el final. La lectura nos libera de que se produzca de una vez por todas.

Y queda, por tanto, sin decir lo que falta. Y no sabríamos en esta ocasión decirlo. Y, quizá, no podríamos. Leer es asimismo reconocer aquello de lo que no somos capaces. Para empezar y para finalizar, lo que no reside en nuestra intención, ni en nuestra capacidad, ni está en nuestras manos. Cuidar de sí es saber leer también el oráculo de Delfos que, al convocarnos a conocernos a nosotros mismos, no nos proyecta a ninguna introspección, sino a la asunción de nuestros propios límites. Vargas Llosa en La verdad de las mentiras nos recuerda que «no es una limitación sólo verbal; es al mismo tiempo, una limitación intelectual y de horizonte imaginario, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque las ideas, los conceptos, mediante los cuales nos apropiamos de la realidad existente y de los secretos de nuestra condición, no existen disociados de las palabras a través de los cuales los reconoce y define la conciencia. Se aprende a hablar con corrección, profundidad, rigor y sutileza, gracias a la buena literatura, y sólo gracias a ella». Ahora consideramos asimismo la incorporación de lo que aquí hemos definido como «cosas raras». El punto final nos coloca en esta tesitura, la de saber callar a tiempo.