La lectura es una amistad. Que así lo considere Proust es singularmente relevante, ya que estima que lo que la distingue de otras amistades es que es sincera, desinteresada y liberada. Dado que piensa que los vivos somos «solo muertos que todavía no han entrado en funciones» y pone en cuestión las cortesías, la tela de hábitos y las palabras excesivas que comportan nuestras amistades, señala en Sobre la lectura que es en ella donde «la amistad es de pronto vuelta a su primera pureza». A su juicio, ello obedece a la atmósfera que lectura y amistad comparten, el silencio y el lenguaje hecho transparente.
Que exprese esa distancia respecto de un concepto de la amistad que encuentra en su momento algo frívolo, no le impide reconocer que desde las primeras relaciones de simpatía, de admiración, de agradecimiento, las primeras palabras que pronunciamos, las primeras cartas que escribimos tejen también un verdadero modo de ser. Y ello incide de manera determinante en nuestros afectos y sentimientos, en nuestra capacidad de pensar y de querer.
Podemos establecer toda una red de relaciones simpática entre quien escribe —consigo mismo y con lo que hace—, entre el texto y quien lo lee, entre el lector y el autor. Por supuesto, también cabría incrementarse dicha red con las relaciones del lector con él mismo y con los demás, con la de los lectores entre sí y entre comunidades de lectores, y también de lecturas, de textos sobre textos. Pero no es lo que ahora nos resulta más relevante. La amistad a la que nos referimos no se sostiene en esas relaciones mutuas, sin duda de importancia. Tiene más que ver exactamente con la expresión, tener que ver con alguien, que dice del movimiento generado y propiciado por quienes se encaminan en una misma dirección, desean y quizá buscan juntos.
Si hubiéramos de tratar de establecer alguna correspondencia, no habría de ser entre dos intenciones, la del autor y la del lector. Si se insistiera en que lo hiciéramos, nos referiríamos al desfallecimiento y a la difuminación que a ambos se les requiere para que sea el texto quien diga. Eso no impide que se precise la intervención para que ocurra. Y precisamente sucede en la acción de leer. Esta sería la máxima expresión de su afecto y no el supuesto encuentro de dos almas. Y lo es porque en ella ambos se encaminan en la dirección que el propio texto abre cuando es así considerado.
Abrirse arriesgadamente a esa alteridad radical exige, como ya señalamos, philía, que es amistad y más que amistad. El texto es un fruto concebido intelectual y afectivamente y no deja de requerir corporalidad, la que en última instancia también lo constituye. La lectura es amistad en él y con él, interés por quien es y no solo por lo que dice, creación de condiciones para que crezca y se desarrolle en libertad, para que llegue y despliegue sus posibilidades. En definitiva, para que diga y se diga. El alcance de nuestra verdadera amistad no es tanto el movimiento que nos conduce hacia el texto, sino el que en la lectura propicia su decir. Y este puede ser inquietante, incluso incómodo. La amistad no es desconsideración, pero no ha de basarse necesariamente en el halago. Más bien constituye un desafío.
La lectura es un gesto de amistad y leer es un modo de querer, incluso cuando de la aceptación y el reconocimiento, de la consideración para con el texto se desprende lo que ni podemos ni deseamos aprobar. En ocasiones, por razones de paciencia, un texto nos resulta insoportable y, no pocas, por razones de ética. Pero la hospitalidad que la philía comporta no significa ni la adhesión ni la identificación. Ser amigos no supone estar de acuerdo. Incluso para no estarlo se precisa una discordancia que solo se produce con la intensidad que la lectura reclama, en la proximidad, en la cercanía. Y el texto nos convoca a hacer algo con él. La indiferencia no es un modo adecuado de leer. La diferencia puede serlo.
Al vincularnos con un texto, al concordar con él nos reconciliamos con todo un tiempo, que no ha de ser necesariamente una época. El tiempo del lector trastorna el espacio que el texto ofrece y nos encontramos contemporáneos, más aún si el texto es, como ya indicamos, clásico. Pero también nos disloca a nosotros mismos como lectores. Y así, algo intempestivos, no dejamos sin embargo de ser históricos, de leer históricamente, de hacer historia, no precisamente de la literatura, pero sí de la lectura.
La lectura es una amistad, también con quienes no se hallan explícitamente en el acto de leer pero forman parte de la acción en que consiste. Juntos entretejemos nuestra identidad con el texto. Ricoeur diría que narrativamente. En todo caso, somos también los textos que leemos y ello es la base de la amistad que siempre nos vincula a la búsqueda en la que los demás también consisten. En el texto podríamos coincidir leyendo y encontrarnos en la misma acción.