Una de las consecuencias de leer consiste en que si uno se descuida acaba escribiendo. No es solo que conviene que algo esté escrito para poder ser leído, a pesar de nuestra insistencia en que escribir es leer un texto no escrito, es que si uno no ha leído es menos probable que se ponga a escribir. A veces escribir se desprende de leer. Roland Barthes, ocupado en estas variaciones, señala que «una pura lectura, una lectura que no llama a otra escritura es para mí algo incomprensible… solo me interesan, pero entonces violentamente, las obras que me han dado ganas de escribir… quiero completarlas y suplantarlas, y en este movimiento de amor y de realidad se forma un deseo de escribir». Ya se sabe, empieza uno dándose a la lectura y entre los efectos más inmediatos podrá producirse una fijación, la de elaborar textos. Hay, en todo caso, más personas que saben leer que quienes saben escribir, pero una íntima relación liga esos saberes en un único saber, el del lógos, que tanto afecta a lo uno como a lo otro.
Es cierto que los buenos libros no solo generan la necesidad de continuar o de leer otros, sino que provocan el deseo de escribir. Tal vez ello obedezca al hecho de que escribir es una forma de incidir en la escucha en que consiste leer, hasta el extremo de producir nuevos textos. Lo que ahora nos importa es este tipo de lectura tan eficaz, de efectos tan desconcertantes, que provoca el deseo de emulación, incluso de creación, que consiste en hacer que el decir venga mientras va adelante. Pero seguir es también acompañar, observar atentamente, ir en busca de algo o de alguien. Desde luego, con cierto retardo, a destiempo, un ir después o detrás. En este sentido, la escritura sigue a la lectura, pero gracias a ella prosigue.
Incluso aunque físicamente no lo plasmemos, leemos en cierto modo escribiendo. En definitiva, no podríamos hacerlo bien de no ser así. La lectura libera posibilidades del texto que no siempre están explícitamente expuestas, lo que no significa que no se den, que no se ofrezcan. Esta liberación no se limita a traer a la luz algo previamente existente, sino que lo hace brotar y surgir, lo alumbra. Lo hace aparecer no solo ante la vista sino ante sí mismo, porque escribir no es simplemente presentar lo ya pensado con antelación. En el gesto mismo de seguir emerge. La lectura tiene raíz escritural.
A veces leemos con algo que nos permite escribir entre nuestras manos. Subrayamos, hacemos anotaciones, tomamos apuntes y no pocas veces se produce una radical imbricación entre lo leído y lo escrito, que se ofrece como glosa, paráfrasis, acotación o apertura del texto. Tanto que ya no es tan fácil distinguir, en el acto de leer y en nosotros mismos, qué es fruto de lo uno o de lo otro. Una mano pasa las páginas mientras la otra escribe a partir de ellas. Aprendimos al dictado a escuchar el decir de las palabras. Tomamos nota de lo oído y nos esforzamos en reproducir por la mediación de la oralidad lo que va de escritura a escritura. Antes, quizás en no pocas ocasiones, copiamos, reprodujimos, letras, sílabas, palabras, frases. Y siempre con la mediación de la lectura, hecha por nosotros mismos o por alguien otro. Y se encontraba digno de consideración el hacerlo correcta y pulcramente. E incluso se valoraba el hacerlo con distinción, con estilo, con elegancia, para merecer que se alabara la buena letra, la bonita letra. No era indiferente. Y quizá no lo es. Se muestra así que se aprecia, que se valora, que se cuida, que se ofrece al placer de la comprensión, de la aceptación, de la lectura de los demás.
Leer es escribir en el alma. Entendamos con Platón que ella es la que nos permite conocer y nos procura la vida buena, la que nos alimenta la actividad vital y consideremos por tanto que así nos referimos a cuanto nos sostiene y dinamiza. Baste recordar, como ya señalamos, que la escritura en el alma florece en quien es capaz de memoria. Cada vez que nos entregamos a la lectura nos inscribimos en lo que se viene diciendo y las letras y las sílabas perfilan sonidos que preludian sentidos. Así la corporalidad vela, vigila y cuida de estos sonidos y de estos sentidos.
Aprender a leer bien no es menos complejo que aprender a escribir bien. Es tarea de toda una vida, en tanto en cada lectura siempre iniciamos un nuevo modo de leer. Las grandes obras no solo nos ofrecen otra escritura, nos reclaman una manera distinta, específica, singular de lectura que implica a todo cuanto leamos. Ya no podremos hacerlo nunca como hasta ahora. Leer bien nos enseña a leer mejor. Y si esto sucede sentimos una atracción, quizás un deseo, el de escribir.