LA PALABRA SILENCIADA

Puestos a marginar a alguien del conocimiento, a producir por tanto la mayor de las exclusiones, resulta sumamente eficaz alejarlo de la lectura. En ocasiones, uno mismo se desvincula de su propia posibilidad, pero no pocas veces mediante procedimientos más o menos sofisticados se silencia o se impide el acceso a la palabra. Entre esos mecanismos se encuentra desaconsejar, desautorizar, obstaculizar que alguien, tal vez sectores enteros, encuentren condiciones para la lectura. Interesada Virginia Woolf en por qué no ha habido mujeres novelistas, escritoras, salvo específicas excepciones, antes del siglo XIX, encuentra respuesta en la consideración de porque no tenían una habitación propia, ni renta particular, ni independencia económica. Esta falta de aire y de espacio impiden la necesaria autonomía para que la voz sea tan singular que pueda venir a ser palabra.

Hay múltiples modos de provocar alejamientos. La expresa prohibición o el establecimiento de impedimentos son unos de ellos. Foucault nos recuerda que no siempre se requieren formas tan explícitas y directas para lograr que algo no llegue a ocurrir. En El orden del discurso muestra quiénes pueden hablar y en qué circunstancias se veda el acceso o se controla lo que quepa decirse. Y entre todos los mecanismos y procedimientos, lo que cabe destacar es que en ocasiones lo que se alcanza es no tanto acallar sino impedir que la voz acceda a articularse y vertebrarse como palabra. No hace falta silenciarla, basta con conseguir que no llegue a ser palabra. No es preciso insistir hasta qué punto la voz de mujer, la palabra de mujer, no siempre ha encontrado los espacios de libertad requeridos para decirse. Ni públicamente ni siquiera en privado. Puestos a difuminar, incluso se la despoja de su propia intimidad. En tales circunstancias, leer ha venido a ser históricamente un gesto insurrecto.

Algo debe de haber de peligroso en ese gesto aparentemente tan inocente de atender consideradamente el decir de las palabras, de recrear lo dicho, de asumir, comprender y reescribir, en esa acción que llamamos leer. Peligroso en cuanto travesía y peligroso no solo porque desafía el poder localizado, sino porque se comporta asimismo como un nuevo poder, el que genera saber. Alejar de él parece haber sido un hábito para lograr que no emerja la voluntad y el deseo. Precisamente por ello, aprender a leer y ejercitar ese saber es una forma extraordinaria de liberación. Y de socialización y democratización del conocimiento. Crear condiciones para la palabra de todos y de cada uno, de todas y de cada una, dejar hablar, no es una tarea de permisividad sino de reconocimiento. La lectura convoca a la apropiación, pero no a la posesión ni a la patrimonialización de los textos. Por eso, aprender a leer es aprender a difundir, expandir y entregar lo leído, a transmitir y a compartir la palabra, sin exclusiones ni marginaciones. Pero no se trata de entregar sin más lo ya leído, es cuestión de ofrecer el texto a la lectura para que cada quien haga su propia experiencia, su propia travesía. No se puede pensar en vez de otro, ni vivir su vida, ni decir su palabra, ni leer en su lugar, si por tal se entiende que no será necesario que despliegue su acción.

En ocasiones se logra alejar de la lectura mediante condiciones sociales, económicas, de espacio y de tiempo, de cultura y de educación, aunque curiosamente esas mismas condiciones se ratifican y consagran, como si de un destino se tratara, mediante el procedimiento de establecerlas como causas inamovibles. No siempre una voluntad explícita, una suerte de mano perversa planifica una operación de distanciamiento. Para lograrlo resulta extraordinariamente eficaz una presunta naturalidad que da por supuesto o prejuzga o establece un estado de cosas según el cual, incluso en el caso de llegar a poder leer, ciertos textos estarían reservados para determinados sectores, géneros o estamentos. No ignoramos los requisitos previos de formación, pero sin embargo, a veces, son precisamente de estos de los que algunos, o algunas, quedan aislados.

La historia de la lectura, de las prácticas de la acción de leer es también la de los silencios forzados y la de la proliferación de palabras especializadas, con su exceso, en producir ocultamientos. Por ello la liberación o la práctica de la libertad, su experiencia, incide en la acción explícita para lograr condiciones y emplazamientos físicos, oportunidades, textos, otros espacios adecuados, donde el esperar, el respirar y el desear, a los que alude Deleuze, puedan definirse como la acción de leer. Este riesgo, el del atrevimiento, que nos desliga de cautelas inducidas, de prevenciones paternalistas, de precauciones «por nuestro bien», resulta imprescindible para que la lectura no sea una artimaña más de marginación. No era un silencio, era un silenciamiento.