EL ATRIL LUMINOSO

Proseguiremos leyendo. Con diferentes formatos, con distintas posibilidades, con nuevas tecnologías, con grandes despliegues y desarrollos biológicos, con irrupciones, innovaciones y transformaciones radicales, los que hemos venido en denominarnos, sin saber mucho cómo hacerlo, «seres humanos», somos constitutivamente lectores. Atravesados por el lógos, somos seres de palabra y esta, incluso en su oralidad, exige una escucha que se comporta como una acción de leer. Ello no impide, antes bien aconseja, que afrontemos un reto, que incide directamente en quiénes somos y qué hacemos, sobre el presente y su despliegue, o si se prefiere un estallido, en múltiples direcciones, inconexas e imprevisibles. Afrontarlo será también una forma de leer. Pero otra. Así viene en cierto modo ocurriendo. Hasta tal punto que concierne directamente a nuestra manera de pensar. Las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación no solo nos ofrecen distintas perspectivas y posibilidades, en gran medida nos instan a nuevos modos, a distintos procedimientos, a una consideración diferente de la noción de comunidad y de cada uno de nosotros mismos, a formas de relación inesperadas, y suponen otro lenguaje y otra realidad. Si podemos decirlo así es gracias a la lectura a la que nos vemos convocados por la acción de un nuevo presente por venir.

La pantalla del ordenador, que se erige ante nosotros como un atril luminoso, reclama nuestra mirada alzada para leer, mientras como en las páginas de un libro, como en las hojas de una puerta, como lomo y como postigo, se vincula el mundo de las letras en las teclas que presagian la escritura y el de lo que cabe leer. También nos llega de otras manos o de otras intervenciones, muchas azarosas, tras las cuales no siempre encontramos una intención definida. Ya sabemos que el sentido de un texto no radica en la intención del autor, ni es imprescindible que lo tenga para serlo. El azar, la materialidad y la discontinuidad de ciertos enunciados no cesa de alcanzarnos. Pero, en todo caso, no deja de producirse el juego entre la lectura y la escritura que reclama nuestra participación. Podríamos plantearnos con sentido el desfallecimiento del lector, pero incluso en tal caso emergería en todo su poder la lectura.

Resulta inquietante la obsesión tecnológica por la inmediatez, aunque valoremos la agilidad, la prontitud, la respuesta que nos hace presumir que estamos juntos y cerca, pero la proximidad sin mediación es un espejismo. Las nuevas tecnologías suponen nuevas mediaciones y hemos de aprender a comportarnos, a proceder, a valorar y a cuidar lo que son y lo que significan. Hasta tal punto que cabría decir que, en cierta medida, tenemos que aprender a leer otra vez. Las nuevas tecnologías son asimismo nuevos medios de transporte. No solo, pero también. Y no es suficiente con considerar que han de ser un acopio y un trasiego de noticias o de suposiciones, opiniones, ocurrencias, profundos análisis y reflexiones, posiciones, opciones, decisiones, propuestas, convocatorias, críticas, denuncias, elogios o declaraciones, valoraciones o infamias. La comunicación no es un mero intercambio de información. La nueva escritura de lo que significa leer implica una relectura de lo que exactamente supone. Y no deja de acrecentarse su necesidad y la de que en todo caso se precisa competencia e implicación, intelectual y afectiva, en el supuesto de que pretendamos separar netamente ese nuevo escribir de un nuevo leer.

La gran oportunidad que se nos brinda desde una luminosidad que nos convoca, que se abre en un abanico en ocasiones desconcertante de seducciones, en una globalidad y universalidad supuestamente sin fronteras, exige, como nunca hasta ahora, elegir y preferir. Aprendemos otra lección: a seleccionar. O quizás, a dejarnos conducir por las aguas, por las corrientes, olas y mareas. Pero incluso en tal caso, habremos de navegar. Y efectivamente se trata de eso. De ser así, también se precisa capacidad de gobierno, como se gobierna una casa, o una nave, con consideración, con atención, con preparación, como modo de respuesta que busca rutas, propone direcciones y se debate con los elementos. También es posible deambular, pero podría ocurrir entonces que hiciéramos la experiencia de lo que significa estar a la deriva.

Tenemos en definitiva una gran ocasión de analizar, conjugar y compartir textos, de movernos con ellos, de efectuar recortes y recopilaciones, de encontrar, de recorrer tiempos y espacios, de recibir y de entregar, de hacer memoria con lo que se nos transmite y de ofrecerlo. Se abren los ojos en la acción que nos vincula con lo que se viene diciendo y muy singularmente con los otros, con quienes nos relacionamos en una reescritura permanente. Por eso, al encender el atril luminoso, la mirada es ya de lector.