A veces necesitamos que alguien nos lea un texto, una carta, un libro, otras, deseamos leérselo nosotros. Hay algo extraordinario en esta mediación, en esta relación que establece un vínculo que pone en evidencia lo que es el acto de leer. Leer a través de un modo singular de escucha, leer de oído, también con el oído interno, oyendo a otro, es, en última instancia, partir de otra manera de ver. Y de una irrupción muy particular de los afectos, en la que los sonidos se perfilan como letras nuevas por una voz. Este juego de la voz tan determinante cuando alguien lee o nos lee, cuando leemos a alguien, es un juego entre la voz y la palabra. La voz se inscribe en el ritmo, en la entonación, en las pausas… y nos convoca a una sensibilidad. Quien lee también se da al hacerlo. Y al oír el texto, le oímos a él, a ella. Nos dice lo que dice, pero asimismo quien nos lee dice mucho de sí. Tal vez no falten quienes consideren que lo ideal es que el lector desaparezca. Pero quién sea en este caso el verdadero lector merece nuestra atención. Leer un libro que nos lee otro es una buena muestra de lo que ocurre en más ocasiones de lo que parece. Nuestras primeras lecturas bien pudieron ser hechas por otros, para nosotros. Parecería excesivo que llamemos «lecturas nuestras» a las que en rigor han efectuado otros. Han sido, sin embargo, tan por nosotros, tan para nosotros que, en verdad, ocurren en nosotros y con nosotros. Luego, aunque estrictamente las hayamos leído en otra ocasión, más bien resulta que las releemos. Nuestras primeras lecturas ante otros, junto a quienes aprendían con nosotros, nos hicieron comprender que leer es mucho más que entender a nuestro modo. Incluso, en tal caso, habría de ofrecerse algo que fuera para los demás y, en buena medida, universal. Sin embargo, cada cual tuvo que hacer su lectura. Era la misma y no produjo igual resultado. En última instancia, la acción de leer no fue, una vez más, un simple acto. Luego, en no pocas ocasiones, hemos asistido a lecturas en público, y siempre se ha producido esta realidad de una singularización de lo común.
Hay, sin embargo, un modo de lectura a alguien, para alguien, que por su alcance personal, afectivo, ofrece incluso más que lo leído. También ocurre con los primeros textos, aquellos en los que, ojalá en la infancia, la emoción, el sentimiento, la pasión, la incertidumbre o la aventura, que tanto los incluye, nos alcanzaron de modo decisivo con cordialidad. Pero viene a ser muy especial cuando determinada imposibilidad, algún impedimento, nos alejan del placer de leer, y la mirada, la voz, el gesto, todo el cuerpo y toda la vida de otro se ofrecen para darnos de leer, como se ofrece sustento, alimento, cobijo, siquiera para la capacidad de soñar, de imaginar, de luchar. Leer a alguien es siempre una acción decisiva. No resulta inocuo cuando efectivamente se produce una lectura. Leer al lado del lecho, respirar junto a alguien armoniosamente palabras elegidas, compuestas, puede procurar aliento y, a su modo, vida.
No siempre es un requisito para leer un texto a otro el que haya algún impedimento para que él o ella pueda hacerlo. Es, más bien, un modo distinto de leer. La fijación que la escritura es, cuando se ofrece como texto, pide, en correspondencia, fijación, pero esta vez otra. Las letras silabean y muestran sus sonidos, sonidos que no pertenecen a un mundo diferente de ellas. Es también suyo. Y aquel sueño de Platón, el de lograr que los sonidos expresen la esencia de las cosas, se hace de un modo especial, verdad. Oír leer es otra forma de lectura. Y comprender lo que otro nos lee obedece a esta sintonía, la primera y fundamental, la de sonidos compartidos. No solo sonidos. Quizá también necesidades. No solo necesidades. Tal vez asimismo afectos. Y en gran parte se trata de eso. En efecto, la mayor sintonía de los afectos es la sintonía del pensamiento. Cuando pensamientos se encuentran, se tocan explícitamente, lo que sucede en la acción de leer.
No pocas veces necesitamos ideas. Y ellas no fluyen sin más de una mera actividad mental o de una externalización de algún supuesto interior. La mediación de los otros, la confrontación con lo que hacen o dicen, confirma que diálogo significa que el lógos, la palabra que hace de verdad, se dice a través (diá) de lo que decimos. Por eso, al leer encontramos y nos encontramos, creamos otra realidad. Cuando alguien lee a otro, lee con él. Y el alivio es mutuo y lo escrito se teje, y el texto, ahora el texto, hace su labor, su acción, que llamamos lectura.
Al lado, cerca, sentimos el aliento de la palabra que llega convocando, desafiando, acompañando. Y las historias, los relatos, las narraciones, los poemas, las reflexiones nos desplazan de la mala fijación, la de una claudicación o resignación. Y quizá la mano de quien nos acerca un texto es una mano que se nos ofrece, que remeda la mano de quien escribió y nos lo reescribe con su voz. Si no sabemos qué decir, si nos hemos quedado sin palabras porque suenan disecadas, carentes de fuerza de vida, la palabra nos viene y nos llega del otro. Él mismo nos adviene. Y es lo que más necesitamos. Así, al leernos, alguien se nos ofrece en su tiempo de vida y lo hace para una nueva posibilidad. Agradecidos, y no por ello menos perdidos, carentes en ocasiones de vista y de fuerzas para acceder al texto requerido, o de ánimo, la imagen del lector, de la lectora, cuidando el decir para que lo escrito tenga voz, reposado cerca y leyendo afectuosamente es, en sí misma, un ejemplo de lo que buscamos. Por eso, aunque no resulte claro quiénes somos, cómo estamos, o mejor, precisamente por ello, léeme un rato.