COSAS RARAS

Tenemos tendencia a encontrar extraño, incluso extravagante, mucho de cuanto hacen otros e incluso, con frecuencia, lo que hacemos nosotros mismos. Entre distintas razones, porque en definitiva, como tantas veces recordamos con René Char, estamos convocados a desarrollar nuestra legítima rareza. Y muy singularmente en ocasiones nos sorprende lo que leen, estudian, piensan o hacen los demás.

Leer Matemáticas, Filosofía, Historia, por ejemplo, o libros que directamente se ocupan de disciplinas, de pensamiento que es palabra, libros de intereses y aficiones que encontramos desconcertantes, responde explícitamente también a cuanto deseamos saber. Y no siempre es lo más convencional. La lectura satisface simplemente a auditorios y demandas ya existentes, a intereses explícitos, asimismo crea nuevos auditorios y, en concreto, despierta en nosotros una nueva escucha, otro modo de atender lo que merece ser pensado.

Podemos establecer lo que parece ser más generalmente aceptado, lo que resulta convencional, lo que podría llegar a ser un éxito, pero hemos de reconocer la necesidad de no dar demasiado por supuesto lo que vale o no, como suele decirse, la pena. Y, hay tantos asuntos que despiertan interés en ámbitos diferentes, no siempre claramente clasificables, que deberíamos andarnos con cuidado antes de precipitarnos a sentenciar lo que habría de rechazarse. Denominamos extraño, extranjero, a lo que nos es exterior, distinto, diferente, otro, a lo que no proviene de nosotros mismos, de los nuestros, de lo nuestro. Y, a veces, establecemos con tanto rigor un círculo particular y nos aferramos a él de tal modo que ya solo buscamos a los más próximos, a los que piensan como nosotros, nos relacionamos con quienes compartimos aficiones y posiciones, ideológicas, culturales, políticas y, en su caso, religiosas. Pertenecemos a círculos, redes, asociaciones y movimientos en los que nos confirmamos una y otra vez en lo que ya somos y pensamos. Evitamos todo encuentro con los demás, si son de otra guisa, y además solo escribimos o respondemos a cuantos no ponen en cuestión lo que decimos, sino que lo aplauden incrementando así el grupo de adeptos. Y, por supuesto, tenemos tan claro lo que nos importa y lo que queremos, que procuramos no contaminarnos con cualquier lectura de otro porte. Tal vez en alguna ocasión, esporádicamente, ojeamos lo que se dice para ratificar lo que merece atenderse, es decir, lo nuestro. Es razonable alimentar aficiones personales, cuidar y velar por lo que tiene que ver con nuestros conocimientos, nuestra formación y nuestra profesión. Pero no pocas veces vamos aún más lejos, confundiendo nuestro interés, o el interés mayoritario, con lo único que tiene sentido.

Hemos de agradecer a quienes no proceden exclusivamente amparados en estos planteamientos, a quienes tienen más criterio que la aceptación ajena, y, sin dejar de ser realistas, no confunden lo real, identificándolo sin más con lo ya existente. Tenemos que reconocérselo a quienes nos proponen, nos ofrecen, nos convocan con sus «cosas raras». Raras por su infrecuencia y, aún más, por su singularidad, que abre espacios de libertad. Escritores, editores, libreros y lectores un tanto «inclasificables» —menos mal— oxigenan el ámbito de lo ya aceptado, abriendo nuevas posibilidades. Muchas de ellas laten entre lo que se viene diciendo y se apuntan y vislumbran en ámbitos reducidos, en destellos, en detalles, a veces con cierta aceptación. No es que deseen refugiarse en estos ámbitos de minorías, como si ello por sí mismo fuera garantía de algún tipo de excelencia no reconocida. Pero saben que también divulgar sin vulgarizar es crear, es innovar, es hacer efectivo un modo de pensar.

No faltan quienes encuentran raro casi todo lo que no piensan ellos y, desde luego, les resulta incomprensible que se pueda estudiar, pensar o leer sobre determinados asuntos. Curiosamente, en no pocas ocasiones, sobre aquellos que ofrecen dudas relevantes acerca de lo que debe ser interesante. Hasta tal punto que lo que les parece más extravagante es cuestionarse permanentemente la pertinencia o no de ciertos planteamientos. No soportan que se agite lo arraigado, esto es, que se hable de raíces, fundamentos, principios, valores, convicciones, no digamos de ideas, conceptos y otras «patrañas» a las que, por lo visto, les falta concreción y realidad. Y así buscan desesperadamente hechos. A ser posible, hechos muy hechos, ya hechos. Las otras «divagaciones» solo son interesantes como antesalas de, de nuevo, hechos. Las narraciones, los relatos, son atractivos en tanto en cuanto nos aportan hechos. Incluso puestos a soñar, también sueñan en ellos, con ellos, por ellos. Lo más desconcertante es que así fijados fosilizan toda acción, toda recreación.

De ser de este modo, necesitamos leer «cosas raras». Más que nunca. Aquellas que no olvidan que las ideas no son aisladas sino relacionadas, que los conceptos no son abstracciones carentes de fuerza configurativa, que concepción es concreción, que el pensamiento es una cercanía que hace realidad, que decir no es solo hablar, que el buen decir hace lo que dice, que la palabra se abre paso entre las palabras para aproximarnos a lo más conveniente y convincente, a lo más justo, que los otros, no a pesar de ser otros, sino precisamente por ello, son decisivos, que su rostro y su palabra también ha de formar parte de nuestra propia singularidad. Y, desde luego, con semejante planteamiento, corremos el riesgo de acabar leyendo eso que llamamos «cosas raras» y que, sin embargo, tanto nos constituye y tanto cuida de nosotros.